Sherlock Holmes: La colección completa

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Sherlock Holmes: La colección completa
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Índice de contenido

Sherlock Holmes

Prólogo a esta edición

Estudio en escarlata Primera parte (Reimpresión de las memorias de John H. Watson, doctor en medicina y oficial retirado del Cuerpo de Sanidad)

1. Mr. Sherlock Holmes

2. La ciencia de la deducción

3. El misterio de Lauriston Gardens

4. El informe de John Rance

5. Nuestro anuncio atrae aun visitante

6. Tobías Gregson en acción

7. Luz en la oscuridad

Segunda parte. La tierra de los santos

1. En la gran llanura alcalina

2. La flor de Utah

3. John Ferrier habla con el profeta

4. La huida

5. Los ángeles vengadores

6. Continuación de las memorias de John Watson, doctor en Medicina

7. Conclusión

El signo de los cuatro

1. La ciencia de la deducción

2. La exposición del caso

3. En busca de una solución

4. La historia del hombre calvo

5. La tragedia de Pondicherry Lodge

6. Sherlock Holmes hace una demostración

7. El episodio del barril

8. Los irregulares de Baker Street

9. Un eslabón roto

10. El final de un isleño

11. El gran tesoro de Agra

12. La extraña historia de Jonathan Small

El sabueso de los Baskerville

Agradecimientos

1. El señor Sherlock Holmes

2. La maldición de los Baskerville

3. El problema

4. Sir Henry Baskerville

5. Tres cabos rotos

6. La mansión de los Baskerville

7. Los Stapleton de la casa Merripit

8. Primer informe del doctor Watson

9. La luz en el páramo

10. Fragmento del diario del doctor Watson

11. El hombre del risco

12. Muerte en el páramo

13. Preparando las redes

14. El sabueso de los Baskerville

15. Examen retrospectivo

El valle del terror Primera parte. La tragedia de Birlstone

1. La advertencia

2. Sherlock Holmes hace un discurso

3. La tragedia de Birlstone

4. Oscuridad

5. La gente del drama

6. Una tenue luz

7. La solución

Segunda parte. Los Scowrers

1. El hombre

2. El jefe del cuerpo

3. Logia 341, Vermissa

4. El valle del terror

5. La hora más oscura

6. Peligro

7. La captura de Birdy Edwards

Epílogo

Las aventuras de Sherlock Holmes

1. Escándalo en Bohemia

2. La Liga de los Pelirrojos

3. Un caso de identidad

4. El misterio de Boscombe Valley

5. Las cinco semillas de naranja

6. El hombre del labio retorcido

7. El carbunclo azul

8. La banda de lunares

9. El dedo pulgar del ingeniero

10. El aristócrata solterón

11. La corona de berilos

12. El misterio de Copper Beeches

Las memorias de Sherlock Holmes

1. Estrella de plata

2. La caja de cartón

3. La cara amarilla

4. El escribiente del corredor de bolsa

5. La corbeta Gloria Scott

6. El ritual de Musgrave

7. Los hacendados de Reigate

8. El jorobado

9. El enfermo interno

10. El intérprete griego

11. El tratado naval

12. El problema final

El regreso de Sherlock Holmes

1. La aventura de la casa vacía

2. La aventura del constructor de Norwood

3. La aventura de los monigotes

 

4. La aventura de la ciclista solitaria

5. La aventura del colegio Priory

6. La aventura de Peter el Negro

7. La aventura de Charles Augustus Milverton

8. La aventura de los seis napoleones

9. La aventura de los tres estudiantes

10. La aventura de las gafas de oro

11. La aventura del Tres Cuartos desaparecido

12. La aventura de Abbey Grange

13. La aventura de la Segunda Mancha

Su última reverencia

Prefacio de “Su última reverencia”

1. El pabellón Wisteria

Capítulo primero. El extraño suceso ocurrido a míster John Scout Eccles

Capítulo segundo. El Tigre de San Pedro

2. El círculo rojo

Capítulo I

Capítulo II

3. Los planos del Bruce-Partintong

4. El detective agonizante

5. La desaparición de Lady Frances Carfax

6. El pie del diablo

7. Su último saludo en el escenario

El Archivo de Sherlock Holmes

Prefacio de “El archivo”

1. La aventura de la piedra preciosa de Mazarino

2. El problema del puente de Thor

3. La aventura del hombre que reptaba

4. El Vampiro de Sussex

5. La aventura de los tres Garridebs

6. La aventura del cliente ilustre

7. La aventura de Los Tres Gabletes

8. La aventura del soldado de la piel decolorada

9. La aventura de la melena de león

10. La aventura del fabricante de colores retirado

11. La aventura de la inquilina del velo

12. La aventura de Shoscombe Old Place

Sherlock Holmes, personaje ficticio creado en 1887 por Sir Arthur Conan Doyle, es un «detective asesor» en el Londres de finales del siglo XIX, que destaca por su inteligencia y hábil uso de la observación y el razonamiento deductivo para resolver casos difíciles. Es protagonista de una serie de 4 novelas y 56 relatos de ficción, que componen el «canon holmesiano», publicados en su mayoría por "The Strand Magazine".

Arthur Conan Doyle

Sherlock Holmes

La colección completa

Ateniéndonos a las pautas de textos de Doyle, Sherlock Holmes nació el 6 de enero de 1854. Su padre era un hacendado inglés y su madre descendía de una estirpe de pintores franceses. Tiene un hermano, Mycroft, que gracias a las portentosas facultades para gestionar ingentes cantidades de información que posee, trabaja casi anónimamente como coordinador general e informador interno de los asuntos del gobierno británico.

Sherlock Holmes parece haber sido un estudiante en la universidad, probablemente la de Oxford, pero sin duda no Cambridge. Tras su graduación, se aloja cerca del Museo Británico para poder estudiar las ciencias necesarias para el desarrollo de su carrera posterior. Conoce a Watson en 1881, en el hospital Saint Bartholomew. Rehúsa el título de sir, pero acepta la Legión de honor.

Su gran enemigo, también de extraordinarias facultades intelectuales, es el profesor Moriarty, quien llegó a acabar aparentemente con la vida del eminente detective en la cascada de Reichenbach, Suiza (La aventura del problema final). Doyle tuvo que optar por resucitar a su héroe cuando miles de lectores protestaron llevando crespones negros en el sombrero en señal de luto. Sherlock Holmes reaparece en el caso La casa vacía (La reaparición de Sherlock Holmes, 1903).

Tras una carrera de 23 años, de los que Watson compartió 17 con el, Holmes se retiró a Sussex, donde se dedicó a la apicultura, y llegó a escribir un libro titulado Manual de apicultura, con algunas observaciones sobre la separación de la reina, y también, casi casualmente, resolvió uno de sus casos más complicados: La aventura de la melena del león (1907). Posteriormente a su jubilación como detective se dedicó dos años a preparar concienzudamente una importante acción de contraespionaje poco antes del inicio de la Primera Guerra Mundial. Nada más consta sobre él a partir de 1914.

La colección completa consta de:

Novelas

Estudio en escarlata (1887)

El signo de los cuatro (1890)

El sabueso de los Baskerville (1901–1902)

El valle del terror (1914–1915)

Relatos

Las aventuras de Sherlock Holmes (1892)

Memorias de Sherlock Holmes (1893)

El Regreso de Sherlock Holmes (1903)

Su última reverencia (1917)

El archivo de Sherlock Holmes (1927)

Esta recopilación, que reune la colección completa de Sherlock Holmes, está dedicada a todos los seguidores del detective

Prólogo a esta edición

Esta colección recopila las 4 novelas y 56 relatos cortos que Arthur Conan Doyle escribió con el personaje de Sherlock Holmes como protagonista. Éstos últimos, se han publicado agrupados de diferentes modos y ordenados de distinta forma en función de la publicación, británica o americana o el número de su reedición. Además, para el caso español, algunos relatos cuentan con más de un título según la traducción empleada.

El criterio elegido en esta edición, para ordenar y agrupar los 56 relatos cortos, ha sido respetar el orden y agrupación seguidos por las primeras ediciones británicas.

Estudio en escarlata es una novela de misterio escrita por publicada en julio de 1887 por Ward, Lock & Co. Hubo que esperar un año para que fuera publicada esta primera novela de la serie de Sherlock Holmes, y su autor cobraría 25 libras esterlinas por todos los derechos del texto. Se la reconoce por ser la primera de las novelas en las que figura el personaje del detective, que más tarde se convertiría en uno de los mayores iconos de la novela policíaca. Esta edición fue ilustrada por Charles Altamont Doyle, el padre de Arthur Conan Doyle. En principio, Arthur Conan Doyle tituló a su obra "Una madeja enmarañada". Tras varios rechazos, vio su obra publicada por Ward, Lock & Co. en Beeton's Christmas Annual en 1888. La primera edición norteamericana fue publicada en 1890 por J. B. Lippincott Co.

El signo de los cuatro es la segunda novela protagonizada por Sherlock Holmes. Su título también se ha traducido como La señal de los cuatro. La petición de una mujer a Sherlock Holmes para acompañarla a visitar a un hombre y la muerte del hermano del mismo, lo lleva descubrir, junto al Dr. Watson, el secreto que hay tras un tesoro encontrado en la India, un juramento entre tres indios, un blanco y una enloquecedora sed de venganza.

El sabueso de los Baskerville, también traducido como El perro de los Baskerville o El mastín de los Baskerville, es la tercera novela que tiene como protagonista principal a Sherlock Holmes. Fue publicada por entregas en el The Strand Magazine entre 1901 y 1902. La novela está principalmente ambientada en Dartmoor, en Devon en el Condado Oeste de Inglaterra. Conan Doyle escribió esta historia poco después de regresar de Sudáfrica, donde había trabajado como voluntario médico en The Langman Field Hospital en Bloemfontein. Fue asistido en el argumento por un periodista de 30 años de edad del Daily Express llamado Bertram Fletcher Robinson (1870-1907). Sus ideas provienen de la leyenda de Richard Cabell, que fue la inspiración de la leyenda de los Baskerville. Su tumba se puede ver en un pueblo llamado Buckfastleigh.

El valle del terror es la cuarta y última novela. Fue publicada por primera vez en el Strand Magazine entre septiembre de 1914 y mayo de 1915. La primera edición en formato libro fue publicado en Nueva York el 27 de febrero de 1915.

Las aventuras de Sherlock Holmes. Primera serie de relatos cortos que consta de 12 relatos publicados entre 1891 y 1892.

 Escándalo en Bohemia.

 La Liga de los Pelirrojos.

 Un caso de identidad.

 El misterio del valle Boscombe.

 Las cinco semillas de naranja.

 El hombre del labio torcido.

 El carbunclo azul.

 La banda de lunares.

 El dedo pulgar del ingeniero

 El aristócrata solterón

 La corona de Berilos

 El misterio de Copper Beeches

Las memorias de Sherlock Holmes. Segunda serie que agrupa otros 12 relatos publicados entre 1892 y 1893.La edición americana no incluye La aventura de la caja de cartón

 Estrella de plata

 La aventura de la caja de cartón*

 El rostro amarillo

 El oficinista del corredor de bolsa

 La corbeta "Gloria Scott

 El ritual de los Musgrave

 Los hacendados de Reigate

 La aventura del jorobado

 El paciente interno

 El intérprete griego

 El tratado naval

 El problema final

El regreso de Sherlock Holmes. Conan Doyle se vio casi obligado a escribir esta tercera serie de historias ya que sus lectores se quejaban de que el protagonista, Sherlock Holmes, hubiera muerto en las cataratas de Reichembach (Suiza) cuando luchaba con el profesor Moriarty en la historia titulada "El problema final" de la colección Las Memorias de Sherlock Holmes. Consta de 13 relatos publicados entre 1903 y 1904

 La casa deshabitada (La casa vacía)

 El constructor de Norwood

 Los bailarines

 El ciclista solitario

 El colegio Priory

 La aventura del negro Peter (Peter el negro)

 Charles Augustus Milverton

 Los seis napoleones (El busto de Napoleón)

 Los tres estudiantes

 Las gafas de oro (Los quevedos de oro)

 El tres cuartos desaparecido

 La granja Abbey

 La segunda mancha

Su última reverencia. Cabe mencionar que aunque posteriormente se publicó la colección El Archivo de Sherlock Holmes, las historias de esta serie son en el orden cronológico de la vida de Holmes los últimos: aquí se explica, entre otras cosas, su retiro al campo y su dedicación a la filosofía, la horticultura y eventualmente la apicultura. Son 7 relatos publicados en 1917.La edición americana consta de 8 relatos al incluir La aventura de la caja de cartón.

 

 El pabellón Wisteria (La aventura de Wisteria Lodge)

 La aventura de la caja de cartón *

 El círculo rojo

 Los planos del Bruce-Partington

 El detective moribundo

 La desaparición de lady Frances Carfax

 El pie del diablo

 Su último saludo en el escenario

El archivo de Sherlock Holmes. Última serie que consta de 12 relatos publicados en 1927. Los títulos marcados con *** también se pueden encontrar en una recopilación bajoel nombre de Sherlock Holmes sigue en pie.

 La piedra de Mazarino ***

 El problema del puente de Thor

 El hombre que trepaba

 El vampiro de Sussex ***

 Los tres Garrideb ***

 El cliente ilustre ***

 Los tres gabletes ***

 El soldado de la piel decolorada ***

 La melena de león

 El fabricante de colores retirado

 La inquilina del velo

 Shoscombe Old Place

Estudio en escarlata
Primera parte (Reimpresión de las memorias de John H. Watson, doctor en medicina y oficial retirado del Cuerpo de Sanidad)

1. Mr. Sherlock Holmes

En el año 1878 obtuve el título de doctor en medicina por la Universidad de Londres, asistiendo después en Netley a los cursos que son de rigor antes de ingresar como médico en el ejército. Concluidos allí mis estudios, fui puntualmente destinado en el 5º de Fusileros de Northumberland en calidad de médico ayudante. El regimiento se hallaba por entonces estacionado en la India, y antes de que pudiera unirme a él, estalló la segunda guerra de Afganistán. Al desembarcar en Bombay me llegó la noticia de que las tropas a las que estaba agregado habían traspuesto la línea montañosa, muy dentro ya de territorio enemigo. Seguí, sin embargo, camino con muchos otros oficiales en parecida situación a la mía, hasta Candahar, donde sano y salvo, y en compañía por fin del regimiento, me incorporé sin más dilación a mi nuevo servicio.

La campaña trajo a muchos honores, pero a mí sólo desgracias y calamidades. Fui separado de mi brigada e incorporado a las tropas de Berkshire, con las que estuve de servicio durante el desastre de Maiwand. En la susodicha batalla una bala de Jezail me hirió el hombro, haciéndose añicos el hueso y sufriendo algún daño la arteria subclavia. Hubiera caído en manos de los despiadados ghazis a no ser por el valor y lealtad de Murray, mi asistente, quien, tras ponerme de través sobre una caballería, logró alcanzar felizmente las líneas británicas.

Agotado por el dolor, y en un estado de gran debilidad a causa de las muchas fatigas sufridas, fui trasladado, junto a un nutrido convoy de maltrechos compañeros de infortunio, al hospital de la base de Peshawar. Allí me rehice, y estaba ya lo bastante sano para dar alguna que otra vuelta por las salas, y orearme de tiempo en tiempo en la terraza, cuando caí víctima del tifus, el azote de nuestras posesiones indias. Durante meses no se dio un ardite por mi vida, y una vez vuelto al conocimiento de las cosas, e iniciada la convalecencia, me sentí tan extenuado, y con tan pocas fuerzas, que el consejo médico determinó sin más mi inmediato retorno a Inglaterra. Despachado en el transporte militar Orontes, al mes de travesía toqué tierra en Portsmouth, con la salud malparada para siempre y nueve meses de plazo, sufragados por un gobierno paternal, para probar a remediarla.

No tenía en Inglaterra parientes ni amigos, y era, por tanto, libre como una alondra —es decir, todo lo libre que cabe ser con un ingreso diario de once chelines y medio—. Hallándome en semejante coyuntura gravité naturalmente hacia Londres, sumidero enorme donde van a dar de manera fatal cuantos desocupados y haraganes contiene el imperio. Permanecí durante algún tiempo en un hotel del Strand, viviendo antes mal que bien, sin ningún proyecto a la vista, y gastando lo poco que tenía, con mayor liberalidad, desde luego, de la que mi posición recomendaba. Tan alarmante se hizo el estado de mis finanzas que pronto caí en la cuenta de que no me quedaban otras alternativas que decir adiós a la metrópoli y emboscarme en el campo, o imprimir un radical cambio a mi modo de vida. Elegido el segundo camino, principié por hacerme a la idea de dejar el hotel, y sentar mis reales en un lugar menos caro y pretencioso.

No había pasado un día desde semejante decisión, cuando, hallándome en el Criterion Bar, alguien me puso la mano en el hombro, mano que al dar media vuelta reconocí como perteneciente al joven Stamford, el antiguo practicante a mis órdenes en el Barts. La vista de una cara amiga en la jungla londinense resulta en verdad de gran consuelo al hombre solitario. En los viejos tiempos no habíamos sido Stamford y yo lo que se dice uña y carne, pero ahora lo acogí con entusiasmo, y él, por su parte, pareció contento de verme. En ese arrebato de alegría lo invité a que almorzara conmigo en el Holborn, y juntos subimos a un coche de caballos.

—Pero ¿qué ha sido de usted, Watson? —me preguntó sin embozar su sorpresa mientras el traqueteante vehículo se abría camino por las pobladas calles de Londres—. Está delgado como un arenque y más negro que una nuez.

Le hice un breve resumen de mis aventuras, y apenas si había concluido cuando llegamos a destino.

—¡Pobre de usted! —dijo en tono conmiserativo al escuchar mis penalidades—. ¿Y qué proyectos tiene?

—Busco alojamiento —repuse—. Quiero ver si me las arreglo para vivir a un precio razonable.

—Cosa extraña —comentó mi compañero—, es usted la segunda persona que ha empleado esas palabras en el día de hoy.

—¿Y quién fue la primera? —pregunté.

—Un tipo que está trabajando en el laboratorio de química, en el hospital. Andaba quejándose esta mañana de no tener a nadie con quien compartir ciertas habitaciones que ha encontrado, bonitas a lo que parece, si bien de precio demasiado abultado para su bolsillo.

—¡Demonio! —exclamé—, si realmente está dispuesto a dividir el gasto y las habitaciones, soy el hombre que necesita. Prefiero tener un compañero antes que vivir solo.

El joven Stamford, el vaso en la mano, me miró de forma un tanto extraña.

—No conoce todavía a Sherlock Holmes —dijo—, podría llegar a la conclusión de que no es exactamente el tipo de persona que a uno le gustaría tener siempre por vecino.

—¿Sí? ¿Qué habla en contra suya?

—Oh, en ningún momento he sostenido que haya nada contra él. Se trata de un hombre de ideas un tanto peculiares..., un entusiasta de algunas ramas de la ciencia. Hasta donde se me alcanza, no es mala persona.

—Naturalmente sigue la carrera médica —inquirí.

—No... Nada sé de sus proyectos. Creo que anda versado en anatomía, y es un químico de primera clase; pero según mis informes, no ha asistido sistemáticamente a ningún curso de medicina. Persigue en el estudio rutas extremadamente dispares y excéntricas, si bien ha hecho acopio de una cantidad tal y tan desusada de conocimientos, que quedarían atónitos no pocos de sus profesores.

—¿Le ha preguntado alguna vez qué se trae entre manos?

—No; no es hombre que se deje llevar fácilmente a confidencias, aunque puede resultar comunicativo cuando está en vena.

—Me gustaría conocerle —dije—. Si he de partir la vivienda con alguien, prefiero que sea persona tranquila y consagrada al estudio. No me siento aún lo bastante fuerte para sufrir mucho alboroto o una excesiva agitación. Afganistán me ha dispensado ambas cosas en grado suficiente para lo que me resta de vida. ¿Cómo podría entrar en contacto con este amigo de usted?

—Ha de hallarse con seguridad en el laboratorio —repuso mi compañero—. O se ausenta de él durante semanas, o entra por la mañana para no dejarlo hasta la noche. Si usted quiere, podemos llegarnos allí después del almuerzo.

—Desde luego —contesté, y la conversación tiró por otros derroteros.

Una vez fuera de Holborn y rumbo ya al laboratorio, Stamford añadió algunos detalles sobre el caballero que llevaba trazas de convertirse en mi futuro coinquilino.

—Sepa exculparme si no llega a un acuerdo con él —dijo—, nuestro trato se reduce a unos cuantos y ocasionales encuentros en el laboratorio. Ha sido usted quien ha propuesto este arreglo, de modo que quedo exento de toda responsabilidad.

—Si no congeniamos bastará que cada cual siga su camino —repuse—. Me da la sensación, Stamford —añadí mirando fijamente a mi compañero—, de que tiene usted razones para querer lavarse las manos en este negocio. ¿Tan formidable es la destemplanza de nuestro hombre? Hable sin reparos.

—No es cosa sencilla expresar lo inexpresable —repuso riendo—. Holmes posee un carácter demasiado científico para mi gusto..., un carácter que raya en la frigidez. Me lo figuro ofreciendo a un amigo un pellizco del último alcaloide vegetal, no con malicia, entiéndame, sino por la pura curiosidad de investigar a la menuda sus efectos. Y si he de hacerle justicia, añadiré que en mi opinión lo engulliría él mismo con igual tranquilidad. Se diría que habita en su persona la pasión por el conocimiento detallado y preciso.

—Encomiable actitud.

—Y a veces extremosa... Cuando le induce a aporrear con un bastón los cadáveres, en la sala de disección, se pregunta uno si no está revistiendo acaso una forma en exceso peculiar.

—¡Aporrear los cadáveres!

—Sí, a fin de ver hasta qué punto pueden producirse magulladuras en un cuerpo muerto. Lo he contemplado con mis propios ojos.

—¿Y dice usted que no estudia medicina?

—No. Sabe Dios cuál será el objeto de tales investigaciones... Pero ya hemos llegado, y podrá usted formar una opinión sobre el personaje.

Cuando esto decía enfilamos una callejuela, y a través de una pequeña puerta lateral fuimos a dar a una de las alas del gran hospital. Siéndome el terreno familiar, no precisé guía para seguir mi itinerario por la lúgubre escalera de piedra y a través luego del largo pasillo de paredes encaladas y puertas color castaño. Casi al otro extremo, un corredor abovedado y de poca altura torcía hacia uno de los lados, conduciendo al laboratorio de química.

Era éste una habitación de elevado techo, llena toda de frascos que se alineaban a lo largo de las paredes o yacían desperdigados por el suelo. Aquí y allá aparecían unas mesas bajas y anchas erizadas de retortas, tubos de ensayo y pequeñas lámparas Bunsen con su azul y ondulante lengua de fuego. En la habitación hacía guardia un solitario estudiante que, absorto en su trabajo, se inclinaba sobre una mesa apartada. Al escuchar nuestros pasos volvió la cabeza, y saltando en pie dejó oír una exclamación de júbilo.

—¡Ya lo tengo! ¡Ya lo tengo! —gritó a mi acompañante mientras corría hacia nosotros con un tubo de ensayo en la mano—. He hallado un reactivo que precipita con la hemoglobina y solamente con ella.

El descubrimiento de una mina de oro no habría encendido placer más intenso en aquel rostro.

—Doctor Watson, el señor Sherlock Holmes —anunció Stamford a modo de presentación.

—Encantado —dijo cordialmente mientras me estrechaba la mano con una fuerza que su aspecto casi desmentía—. Por lo que veo, ha estado usted en tierras afganas.

—¿Cómo diablos ha podido adivinarlo? —pregunté, lleno de asombro.

—No tiene importancia —repuso él riendo por lo bajo—. Volvamos a la hemoglobina. ¿Sin duda percibe usted el alcance de mi descubrimiento?

—Interesante desde un punto de vista químico —contesté—, pero, en cuanto a su aplicación práctica...

—Por Dios, se trata del más útil hallazgo que en el campo de la Medina Legal haya tenido lugar durante los últimos años. Fíjese: nos proporciona una prueba infalible para descubrir las manchas de sangre. ¡Venga usted a verlo!

Era tal su agitación que me agarró de la manga de la chaqueta, arrastrándome hasta el tablero donde había estado realizando sus experimentos.

—Hagámonos con un poco de sangre fresca —dijo, clavándose en el dedo una larga aguja y vertiendo en una probeta de laboratorio la gota manada de la herida. —Ahora añado esta pequeña cantidad de sangre a un litro de agua. Puede usted observar que la mezcla resultante ofrece la apariencia del agua pura. La proporción de sangre no excederá de uno a un millón. No me cabe duda, sin embargo, de que nos las compondremos para obtener la reacción característica.

Mientras tal decía, arrojó en el recipiente unos pocos cristales blancos, agregando luego algunas gotas de cierto líquido transparente. En el acto la mezcla adquirió un apagado color caoba, en tanto que se posaba sobre el fondo de la vasija de vidrio un polvo parduzco.

—¡Ajá! —exclamó, dando palmadas y alborozado como un niño con zapatos nuevos—. ¿Qué me dice ahora?

—Fino experimento —repuse.

—¡Magnífico! ¡Magnífico! La tradicional prueba del guayaco resultaba muy tosca e insegura. Lo mismo cabe decir del examen de los corpúsculos de sangre... Este último es inútil cuando las manchas cuentan arriba de unas pocas horas. Sin embargo, acabamos de dar con un procedimiento que actúa tanto si la sangre es vieja como nueva. A ser mi hallazgo más temprano, muchas gentes que ahora pasean por la calle hubieran pagado tiempo atrás las penas a que sus crímenes les hacen acreedoras.

—Caramba... —murmuré.

—Los casos criminales giran siempre alrededor del mismo punto. A veces un hombre resulta sospechoso de un crimen meses más tarde de cometido éste; se someten a examen sus trajes y ropa blanca: aparecen unas manchas parduzcas. ¿Son manchas de sangre, de barro, de óxido, acaso de fruta? Semejante extremo ha sumido en la confusión a más de un experto, y ¿sabe usted por qué? Por la inexistencia de una prueba segura. Sherlock Holmes ha aportado ahora esa prueba, y queda el camino despejado en lo venidero.

Había al hablar destellos en sus ojos; descansó la palma de la mano a la altura del corazón, haciendo después una reverencia, como si delante suyo se hallase congregada una imaginaria multitud.

—Merece usted que se le felicite —apunté, no poco sorprendido de su entusiasmo.

—¿Recuerda el pasado año el caso de Von Bischoff, en Frankfort? De haber existido esta prueba, mi experimento le habría llevado en derechura a la horca. ¡Y qué decir de Mason, el de Bradford, o del célebre Muller, o de Lefévre de Montpellier, o de Samson el de Nueva Orleans! Una veintena de casos me acuden a la mente en los que la prueba hubiera sido decisiva.

—Parece usted un almanaque viviente de hechos criminales —apuntó Stamford con una carcajada—. ¿Por qué no publica algo? Podría titularlo «Noticiario policiaco de tiempos pasados».

—No sería ningún disparate —repuso Sherlock Holmes poniendo un pedacito de parche sobre el pinchazo—. He de andar con tiento —prosiguió mientras se volvía sonriente hacia mí—, porque manejo venenos con mucha frecuencia.

Al tiempo que hablaba alargó la mano, y eché de ver que la tenía moteada de parches similares y descolorida por el efecto de ácidos fuertes.

—Hemos venido a tratar un negocio —dijo Stamford tomando asiento en un elevado taburete de tres patas, y empujando otro hacia mí con el pie—. Este señor anda buscando dónde cobijarse, y como se lamentaba usted de no encontrar nadie que quisiera ir a medias en la misma operación, he creído buena la idea de reunirlos a los dos.

A Sherlock Holmes pareció seducirle el proyecto de dividir su vivienda conmigo.

—Tengo echado el ojo a unas habitaciones en Baker Street —dijo—, que nos vendrían de perlas. Espero que no le repugne el olor a tabaco fuerte.