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Episodios Nacionales: El equipaje del rey José

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Episodios Nacionales: El equipaje del rey José
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Benito Pérez Galdós
EPISODIOS NACIONALES: EL EQUIPAJE DEL REY JOSÉ

I

El 17 de Marzo de 1813 salieron de palacio algunos coches, seguidos de numerosa escolta, y bajando por Caballerizas a la puerta de San Vicente, tomaron el camino de la puerta de Hierro.

– Su Majestad intrusa va al Pardo – dijo don Lino Paniagua en uno de los corrillos que se formaron al pasar los carruajes y la tropa.

– Todavía no es el tiempo de la bellota, señores – repuso otro, que se preciaba de no abrir la boca sin regalar al mundo alguna frutecilla picante y sabrosa del árbol de su ingenio.

– Su Majestad se ha convencido de que no engordará en España, y por ese camino adelante no parará hasta Francia – indicó un tercero, hombre forzudo y ordinario que respondía al nombre de Mauro Requejo.

– ¡A Francia! Todas las mañanas nos saluda la gente con el estribillo de que se marchan los franceses aburridos y cansados, y por las noches nos acostamos con la certidumbre de que los franceses no se aburren, ni se cansan, ni tampoco se van.

– ¡Tiene razón el Sr. D. Lino Paniagua! – exclamó otro personaje que se distinguía de los demás individuos del grupo por el deslumbrante verdor de sus anteojos y un extraño modo de reír, más propiamente comparable a visajes de cuadrumano que a muecas de racional. – ¡Tiene razón! Hace cinco años no se oye más que esto: «Se van sin remedio: ya no pueden sostenerse un día más: el lord dará buena cuenta de todos ellos dentro del mes que viene…». Y así corren los meses y los años: la gente muere, el pan sube, los pleitos merman, el dinero se acaba y los franceses no se van sino para volver. Cuatro veces hemos visto salir al Sr. Pepe y cuatro veces le hemos visto entrar con más bríos. ¿Se acuerdan Vds. de la batalla de Bailén? Pues todos decían: «Gracias a Dios que se acabó esto. No ha quedado un francés para simiente de rábanos». ¡Ay! no pasaron muchos meses, sin que les viéramos otra vez mandados por el Emperador en persona. Al cabo de cinco años se ha repetido la fiesta. Diose una batalla en Salamanca y aquí de mis bocas de oro: «¡Ya se acabó todo!… ¡Gracias a Dios!… Viva el lord…». Los franceses salen por un lado y los ingleses entran por otro. Pero esto parece escenario de un teatro: el lord se va por la derecha y José se nos cuela por la izquierda… Señores, no puedo olvidar las acotaciones de las comedias, que dicen hace que se va y se queda… A mí que soy perro viejo y tengo sobre mi alma cristiana cuatro dedos de enjundia de marrullería, no se me emboba con estas entradas y salidas.

– El Sr. licenciado Lobo – dijo D. Narciso Pluma que a la sazón se encontraba también allí, – se halla tan bien en su escribanía de cámara, que no quisiera le molestase el ruido de las tropas, ni el estrépito de la guerra. Al fin y al cabo, los destinos dados por Murat no han de ser eternos.

– Ya os veo venir, embrollones; os entiendo farsantes; os conozco, trapisondistas – repuso Lobo disimulando su enojo. – ¿Quieren hacerme pasar por afrancesado?… Parece que corren vientos anglicanos y wellingtonianos…

– Puede ser.

– Señores, demos una vuelta por los Pozos de Nieve a ver si clarean las casacas rojas del lado de Fuencarral y Alcobendas.

– ¿Por qué no? El ejército aliado parece que viene hacia acá. Pero en suma, señores ¿a dónde va esta gente? ¿Qué tinajas atraen con su olorcillo a nuestro intruso mosquito?

– Yo digo que no pasa del Pardo.

– Y yo que antes dejará de catarlo que quitarse el polvo de los zapatos mientras no llegue a la raya de Francia.

– Por allí viene el reverendo Salmón que nos dirá la verdad, pues este fraile de la Merced gusta de cucharetear con todo el mundo, y aquí cojo un vocablo, allá pesco una sílaba, ello es que todo lo sabe.

– Bien venido sea el padre Salmón – dijo Requejo adelantándose a saludar al venerable mercenario que en la noble compañía del marqués de Porreño tomaba de la Virgen del Puerto.

– ¿Y qué nuevas tienen Vds., señores míos? – preguntó el buen fraile limpiando el sudor de su rostro, pues según se fatigaba al subir la empinada cuesta de San Vicente, parecía que se dejaba la mitad de sus rollizas carnes en el camino.

– Como vuestra Paternidad no nos diga algo…

– El aparato de fuerza que lleva el Rey, y la muchedumbre de coches en que le acompaña toda su servidumbre francesa y española – dijo con gravedad el marqués de Porreño— prueban que el viaje será largo.

– Estamos a 17 de Marzo… pasado mañana son los días de D. Pepito – indicó el fraile frotándose las manos. – Quiere celebrarlo en el Escorial.

– ¿En Marzo? Eso es hablar en mojigato – dijo Pluma señalando con picaresca malignidad a un anciano astroso y taciturno que hasta entonces no había desplegado sus sibilíticos labios. – El Sr. Canencia que está presente le enseñará a Vd. a hablar en jacobino. No se dice Marzo, sino Ventoso, víspera de Germinal y antevíspera de Floreal.

Todos se rieron a costa del abatido D. Bartolomé Canencia, que habló de esta manera:

– En mi escuela se atiende a los hechos no a las palabras, factis non verbis.

– Estamos en Marzo – afirmó Lobo, – pero ahora nos ocupamos de nuestro Rey postizo, y ya se sabe que está siempre en Vendimiario.

– Veo que será preciso buscar las noticias en otra parte – dijo con impaciencia Paniagua. – El padre Salmón no está hoy de vena para contar, y D. Bartolomé Canencia, que conoce todos los pasos de los franceses como los saltos de las pulgas dentro de su camisa, no nos quiere decir nada, sin duda por no vender a sus amigos.

– ¡Mis amigos, los franceses! – exclamó Canencia turbándose como jovenzuelo tímido, a quien se descubre un secreto amoroso. – ¿Soy acaso hombre que se entusiasma con las victorias militares de Juan y de Pedro? ¡Batallas! ¡Ejércitos! ¡Napoleón! ¡Lord Wellington! ¡Qué basura! Soy partidario del género humano, señores. Odio las guerras, destructoras de la convención social, y aguardo el día de la emancipación de los pueblos. Sé que me calumnian; sé que algunos se atreven a sostener que estuve en Salamanca en una sociedad masónica… ¿Por ventura estas mis venerables canas y esta entereza filosófica que debo a mis estudios son a propósito para degradarse en logias y aquelarres…? Pero basta que me hayan dado ese miserable destinillo en la contaduría del Noveno para que se me crea ligado en cuerpo y alma a los Bonapartes, señores, a los hijos de doña Leticia, que hoy dominan el mundo con la espada… ¡Como si la espada fuera otra cosa que un pedazo de acero, una herramienta brutal, una lanceta inerte y punzante que sólo sirve para sangrar a los pueblos!… Y entre tanto las ideas… Volved los ojos a todos lados y decidme, ¿dónde están las ideas?

Las risas impidieron a Canencia seguir adelante en su comenzado discurso. Salmón le quitó la palabra de la boca, para decir:

– Mala pascua me dé Dios y sea la primera que viniere, si a este D. Bartolomé no le cambian pronto su plaza de la contaduría del Noveno por una jaulita en el Nuncio de Toledo… En suma nada nos ha dicho del viaje del rey. Lo que yo aseguro es que ayer nada se sabía en palacio de tal viaje…

– Por allí viene quien nos ha de sacar de dudas – dijo Pluma señalando hacia Caballerizas.

Todos los del corrillo fijaron la atención en un joven bien parecido, de rostro alegre y franco que precipitadamente bajaba en dirección a San Gil. Vestía el uniforme de la guardia española creada por José en Enero de 1809, y a la cual pertenecían buen número de compatriotas nuestros con todos o casi todos los suizos y valones de los antiguos cuerpos extranjeros.

– ¡Eh, Salvadorcillo Monsalud, Salvadorcillo Monsalud! – gritó el licenciado Lobo, llamando al mozo del uniforme.

– Es sobrino de Andrés Monsalud, el que apalearon en Salamanca – indicó con malicia Requejo. – El Sr. Canencia puede dar noticia de la batalla de los Arapiles y de los palos de Babilafuente.

– Señores patriotas, buenos días – dijo el joven guardia acercándose al corrillo y saludando a todos con festivo semblante.

– ¿Qué ocurre, discreto amigo, aunque jurado? – le preguntó Salmón posando su manto en el hombro del mancebo. – ¿A dónde va por esos caminos el Emperador de las Tinajas?

– A Valladolid – repuso el militar.

– ¡A Valladolid! – exclamaron todos. – ¡Ya lo presumía yo!

– Por allí están la Nava, Rueda, la Seca, Mojados y demás cepas…

– ¿Con que a Valladolid?

– No faltarán batallas… – indicó el joven con énfasis. – Napoleón ha mandado un recado a su hermano, diciéndole que salga a campaña.

– ¿Un recadito?

– Y nosotros salimos también… Y con nosotros los ministros, y con los ministros los empleados, y con los empleados…

– Con los empleados los empleos – añadió Lobo. – Eso será bueno.

– En palacio están empaquetando a toda prisa cuadros y alhajas – prosiguió Salvador con alborozo y orgullo, propios de la juventud al verse portadora de nuevas estupendas. – Ayer embaulamos juntamente con la batería de cocina una tabla pintorreada que llaman el Pasmo de Sicilia… Nos llevamos hasta los clavos… Dentro de pocos días se van a embargar todos los coches y carros de la villa, y aún no bastará.

– ¡Todos los carros! Pero esta gente nos va a dejar sin un alfiler para atrabarnos las chorreras.

– ¿Acaso vinieron a otra cosa? Pues qué – afirmó Salmón, – ¿cree Vd. que esa gente ha sabido lo que es pan antes de venir a España?

– Y ahora, señores – dijo el militarejo, – harán Vds. bien en marcharse cada uno a su casa de dos en dos, porque la policía no gusta de ver grupos en los alrededores de palacio.

Esta advertencia produjo rápidos efectos: deshízose el grupo, y por parejas se alejaron en direcciones diversas los esclarecidos varones, marchando cuál a su oficina, cuál a su tienda, este a la escribanía, aquel al convento, quién a la tertulia de la botica, quién a los estrados de las damas y a las reuniones de la gente tónica, afanosos todos de transmitir las noticias recibidas, que de calle en calle, de sala en sala, y de boca en boca iban desfigurándose y abultándose hasta el punto de que no las conocería el mismo que las lanzó a los vaivenes y agitaciones del mundo.

 

¡Y entonces no había periódicos!

José Bonaparte había salido en efecto para Valladolid, obedeciendo a su amo y hermano que le mandaba ponerse al frente del ejército, mientras él, no escarmentado con la desastrosa campaña de la Moscowa, se disponía a emprender otra nueva en Alemania contra la sexta coalición.

Cuando el coche, pasado el arco de San Vicente, torció a la derecha en dirección a la Puerta de Hierro, Su Majestad, que hablaba con el general Jourdan, dejó a este con la palabra en suspenso, y se asomó por la portezuela para contemplar el real palacio que quedaba detrás, sentado en los bordes de la villa, con un pie arriba y otro abajo, destacando su enorme cuerpo blanco sobre las rampas de ladrillo que le sirven de trono y sobre la verdura de los árboles que le sirven de alfombra. José Bonaparte dirigió al edificio una mirada en la cual difícilmente podrían conocerse los sentimientos de su corazón. Aquel abandonado albergue que veía Su Majestad tras sí, ¿era una mansión risueña, de la cual no podía alejarse sin pena, o por el contrario, cueva horrorosa en cuyo recinto no había sino cautiverio y tristeza? ¿Era grata al intruso la idea del regreso, o se complacía su ánimo con el pensamiento de perder de vista para siempre la enorme casa blanca y las rojas murallas y el jardín rastrero entre cuyo follaje levanta el abollado sombrerete de su techo, la ermita de la Virgen del Puerto?…

Napoleón el Chico, después del triste mirar, recostose taciturno en el fondo del coche, mas no oyeron sus cortesanos ningún suspiro como el que en parecido caso regaló a la historia Boabdil el de Granada. Reanudose la conversación entre José y el mariscal Jourdan. Madrid y su palacio y su polvo y su claro cielo y su aire sutil no fueron ya para el hermano de Bonaparte más que un recuerdo.

II

Salvadorcillo Monsalud era un joven de veintiún años, de estatura mediana y cuerpo airoso y flexible. Su rostro moreno asemejábase un poco al semblante convencional con que los pintores representan la interesante persona de San Juan Evangelista, barbilampiño y un poco calenturiento, con singular expresión de ansiedad inmensa o de aspiración insaciable en los grandes ojos negros. Grave seriedad sentimental se desprendía de su persona, de su voz y de su porte; cautivaba a todos por su bondad, y a las muchachas por sus modales corteses y su agraciada delicadeza no adquirida con la educación, pues había nacido en cuna muy humilde. Era como el Evangelista, algo tímido y muy circunspecto, lo cual no resultaba útil en este siglo, ni aun cuando principiaba. Con su traje de guardia española, Monsalud estaba muy gallardo; pero sin aquel espantable continente marcial que caracteriza a los militares de afición: era su figura la de un soldado en yema o campeón verde que aún no se había endurecido al sol de los combates, ni acorazado con la provocativa soberbia y fanfarronería de una larga vida de cuarteles.

Este joven tenía por tío a Andrés Monsalud, que vivía en la Cava Baja, y por amigo íntimo y confidente a un compatriota llamado Juan Bragas, que con él viniera poco antes de la Puebla de Arganzón a buscar fortuna. Había emigrado Salvador por razones que se conocerán en el transcurso de esta historia, y que no eran ciertamente alegres. Indeciso primero sobre la carrera a que debía dedicarse, y no sintiéndose con vocación para el comercio ni para la curia ni para la Iglesia, entrose de rondón por la puerta del militarismo, ancha y abierta siempre, y que tiene la ventaja sobre las demás puertas, incluso la Otomana, de llevar rápidamente a todas partes. Diérale su buena madre al partir una cantidad que podía parecer considerable en el condado de Treviño, pero que en Madrid era de esas que se disuelven pronto en la inmensidad de la vida, como grano de sal en tinaja de agua. Viéndose pues, el joven sin nada blanco ni amarillo en sus arcas, y no teniendo más tesoro que los sabios consejos de su insigne tío D. Andrés Monsalud, resolvió aprovecharse de este caudal, que a todas horas se le vertía en los oídos, ya en forma de reprimenda, ya con color de amonestación. No por entusiasmo, no por falta de patriotismo, no por bélico ardor, sino por necesidad, entró Salvador en uno de los regimientos españoles que servían malamente a José, y a los cuales llamábamos entonces jurados. Bien pronto le dieron las charreteras de sargento.

Eran los individuos de estos cuerpos muy aborrecidos y escarnecidos en Madrid, por servir al enemigo intruso, tirano y ladrón de la patria; pero Monsalud no se preocupaba de esta falta de estimación, que al recaer sobre la infame bandera, alcanzaba también a su humilde persona. Aunque el joven tenía ideas y no pocas, si bien revueltas y confusas y desordenadas, aún no poseía las que comúnmente se llaman ideas políticas, es decir, no había llegado, a pesar del vehemente ardor de la generación de entonces, al convencimiento profundo de que la solución nacional fuese mejor o peor que la extranjera. No faltaba ciertamente en su corazón el sentimiento de la patria; pero estaba ahogado por el precoz desarrollo de otro sentimiento más concreto, más individual, más propio de su edad y de su temple, el amor. Está escrito, que en ciertos casos, tal vez siempre, el rostro de una mujer tenga mayores dimensiones y ocupe dentro del universo más grande espacio que las inmensidades materiales y morales de la patria. Por esta causa, por este aparente absurdo, Fernando el Deseado y José Bonaparte eran a los ojos de Monsalud dos figuras lejanas y pequeñitas, que apenas se parecían en las nieblas del cerrado horizonte.

Quién era la persona que así llenaba la fantasía y ocupaba las potencias todas del alma de este joven, sabralo el lector más adelante, cuando con sus propios ojos la vea y oiga su vocecita y conozca su historia. Monsalud estaba solo en Madrid, porque realmente, para él los cien mil habitantes de la capital, no eran nadie, ni su amigo y su tío eran tampoco gran cosa. La soledad y la distancia habían ahondado el hoyo de su pensamiento, dentro del cual tristemente se revolvía, escarbando con ardor por todos lados sin hallar salida, ni respiro, ni luz.

Hemos dicho que tenía un amigo, sí, Juan Bragas, joven nacido como Monsalud en el lugar de Pipaón, y que poseedor de mayores recursos y valimiento había resistido a las primeras escaseces de la vida cortesana, pescando al fin por lo muy pedigüeño y sumiso, una pluma de ganso en las covachuelas. Juan Bragas era, pues, covachuelista, es decir, palote árido y enteco en el cual debía injertarse después la vigorosa rama del funcionario público. Su carácter difería mucho del de Monsalud, y, sin embargo se juntaban ambos jóvenes con sumo gusto para charlar y referirse sus respectivas desventuradas aventuras.

Juan Bragas carecía por completo de imaginación y de sensibilidad fina: pero sabía poner las cosas en su sitio, y tenía el mejor ojo del mundo para ver todos los objetos en su tamaño real: poseía, en suma, aquel poderoso instinto aritmético que a ciertas organizaciones, quizás las más influyentes hoy, les sirve para reducir a cantidad o a tamaño, mejor dicho, a una forma visible y fácilmente apreciable todos los hechos de la vida en lo moral y en lo físico. Bragas no se equivocaba nunca: tenía en sus juicios la infalibilidad de las matemáticas. Monsalud era una equivocación perpetua: llevaba infiltrado en su naturaleza el error constante y todas las deslumbradoras mentiras de la poesía.

A pesar de esto, no reñían nunca y se querían de veras. Quizás ha dispuesto Dios que el mundo se componga de un Monsalud y de un Bragas. ¡Oh admirable armonía y concordia sublime! Las cuerdas del arpa no exhalarían, no, su armoniosa voz, si no existiera una caja vacía y seca, una especie de ataúd oscuro que retumbase bajo ellas, y vibrase agrandando los sones en su desnuda concavidad que podría servir de despensa.

Cuando Monsalud estaba libre del servicio iba a buscar a Bragas, el cual limpiaba una tras otra las amarillentas plumas, guardándolas en el cajón con tanto cuidado como guarda un cirujano sus instrumentos, se quitaba después los manguitos negros, se desperezaba, y tomando con la diestra mano el sombrero, y despidiéndose con la zurda de D. Gil Carrascosa, jefe de la oficina, salía a la calle. Ambos jóvenes dirigían sus pasos por lugares no muy concurridos, bajando frecuentemente al campo del Moro, a la Virgen del Puerto, o bien se lanzaban intrépidos a las ondas de polvo del cerrillo de San Blas o de la vuelta exterior del Retiro.

Un día, que debió de ser allá por los últimos de Mayo de 1813, Bragas y Monsalud hablaron de esta manera.

– Amigo Juan Bragas, estoy de enhorabuena porque al fin voy a dejar este maldito pueblo que aborrezco. Los franceses se retiran mañana y yo con ellos.

– ¿A Francia?

– O por el camino de Francia, al menos – añadió Monsalud, – con lo cual dicho se está que pasaré por la Puebla de Arganzón, nuestra querida villa. Anímate, Juan… Ya me parece que estoy entrando por la calle real; que me acerco a mi casa sin que mi madre lo sospeche; ya me parece que llego, empujo la puerta, y me presento dando gritos y porrazos. A mi madre se le cae la calceta de la mano, corre a echarse en mis brazos, y la aguja de media que lleva sobre la oreja, se me clava en la frente… El corazón me baila en el pecho, amigo Bragas, cuando tales cosas pienso.

– De veras te digo que pareces cómico – dijo Bragas riendo. – ¡Qué bien sabes fingir y representar una cosa que no es verdad!

– Y luego – añadió Monsalud— saldré de mi casa, y paso a paso iré junto a Nuestra Señora de la Asunción, a cuya plazoleta caen las ventanas de Generosa, y arrojaré una chinita a los vidrios…

– Para que se asome Genara con su pañuelo encarnado sobre los hombros… ¡La pícara qué guapa es! – afirmó Bragas. – Me parece que la estoy mirando, cuando bailaba contigo en casa del maestro Rondaña. Salvador, ¿te acuerdas de aquel lunarcito que tiene sobre el rincón derecho de la boca? ¡Santa Virgen, que rinconcito!

– Para retirarse a él y decir: «ya no quiero más mundo».

– ¿Pues y aquel modo de mirar, y aquel reconcomio de ángeles divinos, cuando se menea, o alza los hombros, o le da a uno las buenas tardes? Paréceme que la oigo: «Buenas tardes, Braguitas, ¿has visto en las eras a Salvador Monsalud?».

– ¡Ay, amigo! – exclamó el joven soldado dando un suspiro. – ¡Cuando uno piensa que ha tenido todo eso y todo eso ha perdido!…

– ¡Miren el Juan Lanas! Valiente hombre tenemos aquí – dijo el de la covachuela mofándose de la sensibilidad un tanto exagerada de su amigo. – Échate a llorar y ponte flaco y amarillo y echa suspiritos al aire, por una mujer, por un lunar bien puesto encima de una boquirrita. Mira, Monsalud, si tú eres necio, yo no lo soy. Ya te lo he dicho varias veces: las mujeres para un rato y nada más. Mucho de que te quiero y te adoro; pero después… puntapié. Eso de llorar y entristecerse y decir palabrotas y quererse morir por una de tantas es propio de bobos.

– Tú no sabes lo que es el amor, Juan Bragas – dijo el soldado; – o mejor dicho, crees que viene a ser algo semejante a un plato de estofado.

– Ni más ni menos. Un plato de estofado repugna después de haber comido… Por consiguiente, no te acuerdes más de la Generosa, que a buen seguro ella se acuerda de ti como de las nubes de antaño. Los paisanos que llegaron el otro día me dijeron que se iba a casar con el hijo de D. Fernando Garrote, el cual tiene más dinero que pesáis tú y Generosa juntos.

– ¡Con el hijo de D. Fernando Garrote, con Carlitos Garrote! – murmuró Monsalud palideciendo. – Juan Bragas, si vuelves a decir eso delante de mí, te cojo y… vamos, te cojo y te ahorco de un árbol.

– ¡Piedad, señor mío! – dijo Bragas deteniéndose ante su amigo y haciendo grotescos gestos. – Está Vd. enamorado o lo que es lo mismo, imbécil, y los imbéciles suelen ser graciosos.

– Bragas, eres una bestia – dijo el soldado. – Para ti no hay más vida que el forraje que te echan todos los días en casa de tu patrón D. Mauro Requejo. Siento tener por amigo una bestia; pero en fin eres un buen muchacho: tu solo defecto es que coceas de vez en cuando.

– Pero jamás he llevado sobre mí la albarda del enamoramiento. Ven acá, hombre sin seso, ¿de quién estás enamorado? De Generosa. ¿La ves acaso? ¿No está a cien leguas de donde tú estás? ¿No te dijo su abuelo que jamás casarías con ella por ser tú un triste pelón y tener tus arcas rasas, lisas y mondas como fondo de mortero de piedra? De modo que estás queriendo a una sombra, a un imposible, a una ilusión, a una telaraña; justo, esa es la palabra, a una telaraña.

 

– Juan – repuso Monsalud, – al oírte me confirmo en que eres un saco de carne, con dos agujeros que llaman ojos, para ver lo que se le pone delante, y boca y barriga para comer y llenarse de bazofia todos los días. Cada hombre tiene su destino en el mundo: el tuyo ya sabemos cuál es.

– Y el tuyo lo veo yo clarito también: holgazanear, mirar a las estrellas cuando las hay, taconear por las calles para llamar la atención de las costureras que pasan, no tener qué comer y ser toda la vida un señoritico cañihueco y hambrón.

– Pues mira, a veces se me ha ocurrido, amigo Bragas, que yo sería mucho más feliz si fuese como tú, es decir, un saco con sentidos. Pienso muchas veces en mi porvenir y digo: «Quién sabe, ¡vive Dios! si esto que pienso será una mentira, una cosa vana y disparatada». Todos los jóvenes hacemos nuestros cálculos para lo porvenir, Juan, y los míos son un poco extraños y fuera de lo común. A mí se me ha puesto en la cabeza que para levantarse todos los días, comer, dormir la siesta, pasear, cenar y meterse en la cama, no valía la pena de que hubiésemos nacido. Más vale ser un puñado de polvo que los vientos se llevan y desparraman por todas partes. O yo no he de valer nada o he de vivir de otra manera. Soy un ignorante; sé poco de las cosas del mundo; mas por lo poco que sé, comprendo que hay muchos trabajos admirables en que el hombre se puede emplear. Digan lo que quieran, el mundo no marcha bien.

– Pues yo creo que marcha admirablemente – dijo Bragas riendo – . ¿También quieres enmendar la obra de Dios?

– No digo tal: quiero decir que esto no va bien; no sé si me explico. Si tú tuvieras siquiera un pedazo de alma, tendrías las inquietudes y los deseos que yo tengo, y estarías enamorado como yo lo estoy. Es un padecimiento; pero no puedes formarte idea de que se te quita este padecimiento, sino haciéndote cargo de que estás muerto. Vivir curado del mal de amores es cosa que la mente no puede concebir, Braguitas.

– Dime, Salvador – indicó el covachuelo con ademán festivo, – ¿piensas seguir así?… Te juro que vas a hacer bonitísima carrera. Por ese camino de los amorosos sufrimientos y del suspirar y escupir sangre se va a general en poco tiempo.

– ¿Y quién te ha dicho que yo quiero ser general en dos palotadas?… Lo que digo es que yo seré alguna cosa que meta ruido.

– Siendo militar y tambor, en efecto puedes meter mucho ruido.

– Allá lo veremos… ¿Y tú qué piensas ser?

– ¿Yo? Dificilillo es anunciarlo desde ahora, Sr. Monsalud; pero no me quedaré de monago. Sepa usía que en el fondo de mi baúl tengo siete duros.

– ¿Y qué haces que no pones un buen comercio o un segundo Banco de San Carlos?

– Por poco se empieza. Yo sacaré el pie del lodo, Sr. Monsalud. Y no me pidas prestados los siete duros, porque más fácil será que saques un alma del Infierno que sacar mis soles del fondo del arca donde los guardo. Como no me he de enamorar, ni siento comezón de echarme vinagrillo de los Siete Ladrones en el pañuelo, allí se estarán hasta que vayan otros tantos a hacerles compañía. Conque perdone por Dios, hermano, que no tenemos suelto.

– Bien sabes que nunca te he pedido nada.

– Pero pudiera ocurrírsete cualquier día, Salvador. Tú vas sacando malas mañas… Ahora que te vas al Norte, asistirás a alguna batalla… Como no faltará algún pueblo que entrar a saco, mucho ojo, amiguito, y mete mano.

– Descuida, soy buen amigo: si después de una batalla, se reparte botín y me toca algo, te lo mandaré.

– Hombre, no es mala idea… Pero si te tocase alguna herida o descalabradura, puedes quedarte con ella.

– Oye, Juanillo – replicó vivamente Monsalud, – ¿no dices que tu mayor gusto consistiría en ser ministro del Rey para tener mucho dinero y hacer mucho bien y llenarte de gloria y morir honrado y bendecido?

– Sí.

– Pues te guardas el dinero, ¿eh?… y la gloria, la honra y las bendiciones me las mandas.