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Episodios Nacionales: España sin Rey

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Episodios Nacionales: España sin Rey
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Benito Pérez Galdós
EPISODIOS NACIONALES: ESPAÑA SIN REY

I

Faltome tiempo y espacio para referiros un suceso doloroso acaecido en la familia de Santiago Ibero. Si me dais licencia, emplearé mis ocios en adobar esta y otras historias particulares anotadas en la cuenta de los años 1869 y siguientes, las cuales a mi entender no deben perderse en el sumidero del olvido, a donde paran muchas historias públicas pregonadas y trompeteadas por esa gran voceadora que llamamos la Gaceta. Los íntimos enredos y lances entre personas, que no aspiraron al juicio de la posteridad, son ramas del mismo árbol que da la madera histórica con que armamos el aparato de la vida externa de los pueblos, de sus príncipes, alteraciones, estatutos, guerras y paces. Con una y otra madera, acopladas lo mejor que se pueda, levantamos el alto andamiaje desde donde vemos en luminosa perspectiva el alma, cuerpo y humores de una nación… Por lo expuesto, y algo más que callo, pedida la licencia, o tomada si no me la dieren, voy a referir hechos particulares o comunes que llevaron en sus entrañas el mismo embrión de los hechos colectivos. El caso es este:

Primogénito de Santiago Ibero y de Gracia (la niña segunda de Castro-Amézaga) fue aquel ambicioso y desengañado joven cuyas andanzas a tiempo se relataron. Siguiole en el orden de sucesión Demetria Fernanda, nacida el 45, y el 47 vino al mundo Fernandito Demetrio. Por un caso de trasposición harto común en el habla doméstica, los segundos nombres de la niña y su hermanito pasaron a primeros, quedando así confirmados por el uso para toda la vida. No bien cumplidos los veintitrés años, era Fernanda una moza de opulenta hermosura, flor de la ibérica raza, traslado y reproducción femenina de su padre, de quien tenía los ojos negros y la mirada quemadora, la riqueza sanguínea, el cuerpo espigado, el andar resuelto, la terquedad aragonesa batida en el yunque riojano. Era de ventajosa talla; en las anchuras moderada, en las delgadeces recogida; la tez morenita, la boca no pequeña, roja y dulcísima. En el regazo moral de su madre y su tía Demetria, aprendió Fernanda todas las virtudes, y se revistió de aquella honestidad y comedimiento que tan bien cuadraban a su linaje por ambas ramas. La tenacidad de su carácter, la espiritual fuerza polarizada en dirección del bien, existían envueltas en capitas de dulce modestia, semejantes a las túnicas delicadas que protegen a ciertos frutos en formación.

La vida provinciana, casi lugareña, fomentaba en Fernanda un estado psicológico de puro desarrollo interno. Ni los padres habían pensado en casarla, ni anduvo ella en tanteos candorosos de novios o pretendientes, como es ley de vida en toda jovencita, aun las mejor nacidas, sin que por ello se empañe su pureza. Mostrábase con los jovenzuelos graciosamente esquiva; teníanla algunos por orgullosa o encopetada, de estas que se reservan y custodian en espera de un partido principesco, y cuando vuelven de su encanto se encuentran aderezando trapitos para vestir al Niño Jesús. Gustaba Fernanda de componerse y acicalarse con toda la elegancia posible, según las modas que a La Guardia llegaban perezosas; su presunción, encerrada escrupulosamente en la medida de la modestia, se producía dentro de los cánones de un gusto exquisito.

Amaba también la niña de Ibero el teatro, la sociedad, el baile decoroso, y por esto los amantes padres, atentos a dar gusto a una hija tan buena, pasaban en Vitoria dos o tres meses de invierno para presentarla en lo que socialmente llamamos el mundo, darle el goce de las representaciones escénicas por buenos cómicos, y alegrar su venturosa y lozana juventud. Completaban estas expansiones, en cierto modo educativas, las escapadas a Burdeos, en verano, con sus tíos Demetria y Calpena. En Royan pasó Fernanda semanas alegres de agosto en medio de una risueña sociedad de veraneantes. Allí, y en la gran ciudad girondina, se soltó en el francés, practicando lo poquito que sabía; dominó el acento y las fórmulas elementales de la conversación; perfiló su natural elegancia, corrigiendo la rigidez de modales y el hablar reducido y dengoso de las señoritas de pueblo.

A su fin corría con paso incierto el año 68, atropellando sus días inquietos entre clamorosas disputas. Habíamos hecho una revolución con el instrumento naval y militar, trayendo después al pueblo a que la confirmara, y apenas cogieron los nuevos estadistas el manubrio de gobernar, saltó la cuestión batallona: si quitado el Trono debíamos poner otro, o constituirnos en República. Y los españoles se encendieron en porfías y altercados sin fin. La oratoria, que había sido achaque de algunos escogidos habladores, se hizo manía epidémica, y hombres, mujeres y aun chiquillos, salieron perorando a cántaros, cada cual según su tema o sus humores. Los más fríos argumentaban así: «Pero, hombre, no es poco trabajo carpintear ahora un trono con las astillas del que acabamos de romper». Y esta discusión primaria pronto había de ramificarse en variedad de peloteras. Los republicanos despotricarían sobre si la República debía llevar penacho unitario, federal o mixto, y los monárquicos andarían a la greña por si encasquetaban la corona en esta o en la otra cabeza.

A principios de Diciembre, el Gobierno llamó a Cortes Constituyentes, fijando los días de las elecciones y de la apertura de la gran Asamblea en que se había de desescombrar a España, y enderezar lo caído, y poner mano en las nuevas construcciones planeadas por los revolucionarios. Y allí fue el correr los candidatos a sus casillas electorales, y el remover en ellas voluntades y opiniones, soltando la catarata de sus discursos. El ardor sectario en algunas localidades, la intriga y los amaños de amistad en otras, la tutela oficial en casi todas, iniciaron la campaña, tempestad ruidosa y fulgurante.

Pues Señor… la nube electoral descargó en La Guardia un candidato joven, de sonoro nombre y extraordinarios atractivos personales. Era don Juan de Urríes y Ponce de León, andaluz segundón de la casa noble de Ben Alí. Llevaba una expresiva carta de Sagasta para Santiago Ibero, en la cual, después de enaltecer la caballerosidad y el patriotismo del ilustre candidato, se indicaba que el Gobierno Provisional le vería con gusto representando en las Cortes Constituyentes la circunscripción de… (No aparece claro en los apuntes recogidos para esta historieta si la provincia agraciada con tan esclarecido candidato era Burgos, Álava o Logroño. Lo mismo da.) Cartas llevaba también de Olózaga para los pudientes de Oyón y Treviño; otras, que había de entregar en Vitoria, para ilustres canónigos y respetables veteranos del carlismo. Según decía Sagasta a su amigo Ibero, el gallardo joven no tenía ya cabimento en ninguna casilla electoral de su tierra, pues la que estaba vinculada en la familia Ben Alí la representaría el Conde de este título, hermano mayor del don Juan de Urríes. Seguía este las banderas de la fracción o estamento unionista, compuesto de graves y aprovechadas personas. ¡Y tan aprovechadas! Como que sin ellas nunca se habría hecho la Revolución.

Por de contado, Ibero aposentó en su casa y agasajó cumplidamente al señor de Urríes, caballero de acabada hermosura varonil, años veintisiete, soberbia estampa, realzada por un hablar fácil y gracioso, que era el encanto de cuantos le oían. Muy honrados se consideraron Ibero y Gracia con tal huésped. Don Juan respiraba nobleza, elegancia; su traje y modales eran la misma distinción; sus pensamientos, expresados con exquisito donaire, revelaban un alma tan selecta como sus corbatas, y sentimientos primorosos, bien limpios y esmeradamente planchados. Aconteció que la visita de Urríes coincidía con la época en que los Iberos se trasladaban a Vitoria a cuarteles de invierno. Como el candidato había de seguir el mismo derrotero, no hubo necesidad de alterar planes, y allá se fueron todos. Demetria y su esposo don Fernando Calpena estaban a la sazón en Madrid con sus hijos.

Aunque los Iberos tenían casa propia en Vitoria, creyérase, por lo mucho que lo frecuentaban, que vivían en el palaciote de los marqueses de Gauna, parientes de Gracia por doña María Tirgo y el cura Navarridas, ya difuntos; parientes de Ibero por los Barandas y Pipaones… No vendrán ahora mal cuatro pinceladas descriptivas de la casa de Gauna y de sus moradores en aquellos años, gente de atildada bondad y llaneza no incompatibles con el rancio abolengo. Casos notables de longevidad ilustraban aquella mansión, descollando en ella el añoso don Alonso Landázuri, marqués de Gauna, del hábito de Santiago, que a su título añadía esta pomposa coleta: Juez Superintendente de Arcas y Tesoros de Encomiendas vacantes y Medias annatas. Llevaba a cuestas noventa y seis inviernos, y aún tenía cuerda para un rato. Seguíanle en la serie cronológica otros vejestorios disecados y señoras embalsamadas: don Tirso Pipaón, sobrino del Marqués, fraile exclaustrado que había sido Provincial de la Orden de Predicadores de Alcarria y tierra de Toledo, supra Tagum; doña Manuela Tirgo y Sureda, viuda de un alto funcionario de la corte de Oñate; otra momia nombrada doña Rita de Landázuri, solterona, hija del Marqués; don Wifredo de Romarate, sobrino de Gauna, Bailío de Nueve Villas en la Militar Orden de San Juan de Jerusalén. Completaban la lista dos clérigos: el uno, ex-Capellán del Hospital de Convalecencia de Unciones; el otro, ex-Canónigo cuarto de optación en la insigne Iglesia Colegial de Santo Domingo de la Calzada, después Canónigo entero en la de Logroño.

En este museo de antigüedades destacábanse con juvenil colorido los presuntos Marqueses de Gauna: él, don Luis de Trapinedo, nieto del casi centenario don Alonso; ella, doña María Erro Sureda y Arias Teijeiro, que por los cuatro costados de su nombre declaraba su sangre carlista. Ambos eran agradables, hablaban y casi pensaban a la moderna. Tenían dos hijas muy monas, la mayor de la edad de Fernanda, sencillitas, inocentes, menos bellas y más provincianas que su amiga, y dos chicos adolescentes que estudiaban en el Instituto. Esta generación alegraba la casa holgona y feudal, enclavada en la ciudad antigua entre las calles de Zapatería y Herrería. Las familias de Trapinedo y de Ibero eran la vida y el color en medio de aquel ennegrecido retablo de ricos omes, fijosdalgo, dueñas acecinadas y reverendos eclesiásticos curados al incienso.

 

Viejos y jóvenes acogieron al caballero Urríes con deferencia y noble agasajo. Harto sabía él, consumado artista social, adaptarse a todos los medios; en la masa de la sangre tenía la facultad de asimilación, y en su labia flexible y chispeante un arsenal inagotable de recursos persuasivos. Conversando se llevaba de calle a todo el mundo; su dicción derramaba sin tasa la sal andaluza, sin ceceo, por haberse criado en Madrid. Entendía de linajes y entronques nobiliarios; de costumbres, modas y estilos de elegancia; usaba la sátira con donaire, la crítica con apariencias de buen sentido: el gracejo de los chascarrillos que contaba hacía desternillar de risa a las momias del palacio de Gauna; el propio don Alonso se estremecía riendo con muecas de ultratumba.

A los primores de la cháchara jovial añadía don Juan de Urríes el don singularísimo de impresionar a las mujeres con tonos y conceptos de fácil entrada en el corazón de ellas… Ya se adivina el resto… y es que con sólo unos pocos días de trato en La Guardia y otros tantos en Vitoria, quedó Fernandita intensamente enamorada del don Juan, y llegó a prender en ella el fuego de amor con tal furia, que pronto fue incendio imposible de apagar. Ni ella trataba de sofocarlo; antes bien dejábalo crecer, dejábalo crepitar, echando en la hoguera toda su alma inocente.

El galán, vista la facilidad de su conquista, procedía con las formas pulcras del que ante todo anhela conservar su opinión y timbres externos de caballero. Buen cuidado tuvo de no salirse ni una línea del campo de la corrección: sagaz calador del corazón femenino, entendía que era imposible llevar su conquista por caminos apartados de la pura honestidad. Con toda su pasión y ciego delirio, Fernanda no le habría seguido. Podían mucho en ella la educación, los ejemplos de su familia y el carácter rígido de su padre. El don Juan supo enarbolar desde los primeros arrullos la bandera de matrimonio, pues si así no lo hiciera, la niña se habría llamado a engaño, dándose a la muerte antes que a la deshonra. No tardaron los padres en hacerse cargo; que la comunicación, por miradas, actitudes u otros chispazos del alma, llegó pronto al punto en que el secreto se vende a sí mismo. Padres y amigos tuvieron por venturoso el hallazgo de un porvenir… Quedaba la tramitación del noviazgo hasta la petición y las nupcias, cuesta que los enamorados suben con brincos de impaciencia y los mirones bostezando. Así es la vida: brincos aquí, bostezos allá.

Desde que la violentísima ráfaga de amor arrebató el alma de Fernanda, esta no tenía sosiego: la extremada felicidad le dolía, y las risueñas esperanzas la punzaban. Era como una protesta de la naturaleza humana contra la irrupción insolente del bien. Recordaba el dicho eclesiástico de que hemos nacido para sufrir, no para gozar. Se impacientaba por llegar al fin, a la solución de lo que tenía siempre, a pesar de la indudable formalidad del caballero, el ceño del enigma. A ratos temía morirse antes de casarse, que muriese don Juan, o que un espantoso cataclismo hundiera en abismos de fuego a toda la humanidad. Y a ratos su felicidad se reclinaba en la confianza, y de todo su ser despedía torrentes de luz.

¡Cuántas veces, paseando por el campo con el galán, la hija mayor de Trapinedo y el cura don Tirso Pipaón, creía Fernanda que no pisaba el suelo, sino una nube convertida en alfombra; que todas las cosas visibles eran bellas, que las alturas de Gorbea podían alcanzarse con la mano, que las coles sonreían y los árboles secos cantaban al paso del viento por entre las ramas ateridas! Los burros cargados de leña o de ladrillos eran guapísimos, los grajos parleros, las ranas elocuentes, y los rastrojos de la tierra encharcada pensiles cubiertos de flores. Los ojos negros de la señorita enamorada devolvían a la Naturaleza el amor que de esta recibía, y apenas devuelto lo tomaba de nuevo. Con este ir y venir, las miradas fulgentes de la niña de Ibero encendían el cielo, abrasaban la tierra, y derretían la nieve que en aquella cruda estación blanqueaba las alturas.

II

Unos días a caballo, otros en coche, salía el galán a sus correrías electorales, visitando pueblos, alentando a los amigos y desarmando a los contrarios con urbanidad melosa. Aquí derramaba obsequios en especie o moneda, allá dejaba caer amenazas, y en todas partes prometía lo que no lograra cumplir si mil años viviera. Total, que triunfó, y quedaron los electores tan satisfechos como si hubieran encontrado la piedra filosofal. Trabajillo le costó a don Juan cortar las ligaduras de amor para irse a Madrid, a donde le llamaban sus deberes de hombre público y constituyente; y al fin, dado el último tirón que a él le dolió mucho y a Fernanda más, partió días antes del 11 de Febrero, señalado para la apertura de las Cortes.

La novia era de las que no sin dificultad se consuelan consumiendo la propia idealidad. Al quedarse sola, levantaba castillos imaginarios, torres de proyectos más altas que la de Babel, y entre estas torres y castillos tendía cables y columpios en los cuales mentalmente se balanceaba. Era de ver cómo entre un aleteo de sus negras pestañas surgían los días futuros matizados de vivos colores. En la intimidad del pensamiento, Fernanda preveía lo moral y lo físico. Su marido era muy bueno, y además eficaz marido. Por consiguiente, ella tendría hijos, los cuales de seguro habían de ser guapos, inteligentes, tan buenos como su padre. Este ocuparía elevados puestos, ministro, embajador, y aunque la soñadora no se pagaba de vanidades, veía con gusto el encumbramiento del jefe de la familia por el honor que de ello había de recibir toda la descendencia… Meciéndose en su columpio, Fernandita se miraba al espejo de un remoto porvenir, y en él se veía risueña, grave, bella en sus años maduros, los negros cabellos ya nevados… En tal estado, Fernanda acariciaba a sus nietos…

Desde Madrid continuaba el galán constituyente alimentando con cartas la hoguera de amor. A Fernanda prolijamente escribía, llenando el papel de cariñosos melindres que no perdían su valor por repetidos y vulgares. Pudo notar la señorita que su caballero era menos inspirado escribiendo que hablando. Ella plumeaba mejor que él, y solía poner cosas que a nadie se le habían ocurrido antes. Vaya de muestra: «Estoy celosísima de las Cortes, que me parecen unas jamonas habladoras y emperifolladas». «Dices que vais a hacer una Constitución. Por Dios, no te metas en eso… En todo caso, coge una de las viejas, y con algún garabatito aquí y otro allá, la presentas como nueva. Me ha contado mi madre que el famoso caballero don Beltrán de Urdaneta, cuando ya chocheaba, no tenía más entretenimiento que hacer constituciones. Todas las noches escribía una, y al día siguiente hacía con ella pajaritas».

A Ibero también escribía Urríes de vez en cuando, informándole del curso de la política. Divagaba, hinchaba las noticias, y se ponía furioso siempre que mentaba a los republicanos. «Esos majaderos están comprometiendo la Revolución con sus exageraciones… En Cádiz, el Puerto, como antes en Málaga y Antequera, se suceden las escenas vandálicas… Me ha dicho el Duque de la Torre que no hay más rey viable que Montpensier. Urge restablecer la Monarquía para que los vándalos del republicanismo se encuentren con la horma de su zapato». El hombre de inagotables gracias en la conversación, no sabía salir, escribiendo, del círculo tonto en que están contenidas todas las vulgaridades del pensamiento.

A principios de Marzo volviéronse los Iberos a La Guardia, y a los pocos días de estar allí tuvieron de huésped a uno de los ricos omes o fijosdalgo que decoraban la casa Gauna, Frey don Wifredo de Romarate y Trapinedo, que en sus tarjetas ponía sobre el nombre un casco rematado de plumas, y debajo este título insigne y pomposo: Bailío de Nueve Villas en la Real y Militar Orden de San Juan de Jerusalén… Era un caballero cincuentón, de corta talla y tiesura ceremoniosa, pulcro, remilgado, afeitadito, espejo de la buena crianza y diccionario vivo de las palabras finas y corteses. Cifraba su orgullo en pertenecer a una de las Órdenes de caballería más ilustres, y nada le halagaba como que le llamaran señor Bailío, aunque todos ignorasen el significado de la palabreja… Pues, como digo, apareciose inopinadamente en La Guardia el señor don Wifredo, y Santiago Ibero le tuvo en su casa los días que empleó el Bailío en despachar sus menesteres en la villa. (Aquí un paréntesis para decir que Romarate trató siempre a Fernanda con las más exquisitas atenciones y los rendimientos más refinados. Era como un caballero servente, que a la dama obsequiaba y asistía, sin traspasar nunca la línea que separa el cortesano respeto del melindre amoroso).

De La Guardia fue don Wifredo a Cenicero y Logroño; siguió después a Viana, y de aquí a Estella. A las tres semanas de su partida se le vio aparecer de nuevo en La Guardia por el camino de Oyón, acompañado de otros dos caballeros, que así los llamamos porque venían en sendas mulas, no por su aspecto, que era como de clérigos vestidos de paisano. Aposentáronse en la casa de Crispijana, dando excusas a Ibero por no aceptar su hospitalidad. Los dos sujetos que con el Bailío viajaban, no podían encubrir su carácter eclesiástico. No eran viejos, no tenían aire juvenil; antes bien revelaban el cansancio de las naturalezas consumidas por el sedentarismo y el estudio de esas materias abstrusas, que lo mismo dan de sí sabidas que ignoradas. Uno de ellos era endeble, medio cegato, con anteojos de una convexidad extremada; el otro hablaba con acento extranjero, picando en todos los asuntos sin eludir los mundanos. Cuando fueron a visitar a Santiago, el Bailío presentó al primero diciendo que era un afamado teólogo; al nombre del otro agregó una retahíla de conocimientos: Historia, Matemáticas, Lenguas orientales, Geografía. Era incansable viajero. Acababa de llegar del Japón, y después de recorrer la España, se embarcaría para el Perú.

El amigo Ibero no necesitó preguntar a Romarate el móvil de tales viajatas. Al punto le dio en la nariz el tufo carlista: como hombre de corazón abierto, lo dijo claramente a los tres señores en la segunda visita que le hicieron; y como añadiese algunas palabras de asombro por la impavidez y ningún sigilo con que los tradicionalistas andariegos llevaban su negocio, replicó el teólogo: «Nos acogemos a los derechos individuales que proclama la Constitución nueva: Libertad igual para todos, señor don Santiago, porque si no, no es tal libertad… Permítame usted que me ría un poco de la candidez de los señores de la España con honra».

– Está bien – dijo Ibero. Pero la Constitución no se ha promulgado, no rige todavía.

– Para nosotros como si rigiera – agregó el Bailío sonriente, echando atrás la cabeza con airecillo de autoridad dogmática. Y no dude usted que estamos agradecidos a la España con honra por la generosa concesión de esos derechos… inalienables… En esto se ve la mano de la Providencia: nos dan la libertad que esa misma Libertad necesita para ser abolida… O como dijo el sabio: similia similibus…

En otra conversación, solos Ibero y Romarate, este empleó conceptos de hueca solemnidad para contar a su amigo que los carlistas áulicos habían conseguido del Príncipe don Juan que abdicase en su hijo. No era don Juan hombre capaz de sostener en toda su pureza el dogma de la legitimidad. Para esto había venido al mundo don Carlos, hijo de aquel, joven de excelsas virtudes y partes, grande, apuesto, magnánimo, bien penetrado de sus deberes como de sus derechos, que arrancaban de su realeza histórica y divina, hijo intachable, padre de sus pueblos, esposo de una ilustre Princesa que daría prez y honor al Trono de San Fernando. Y antes de acabar esta letanía sacó del bolsillo interior de su levitín un retrato de fotografía que enseñó a Santiago. Este lo había visto ya en casa de Crispijana, afiliado también a la Causa que a la sazón revivía de sus cenizas. Sin entusiasmarse con la figura del Príncipe, elogió la talla lucida, la gallardía marcial, la expresión varonil, y devolviendo la cartulina, con melancólico y frío acento se expresó de esta manera: «Cuando al carlismo dimos sepultura en Vergara, lo dejamos muy a flor de tierra. Claro: con la alegría de terminar la guerra, no pensábamos más que en abrazarnos… No nos dimos cuenta de que el enemigo mal enterrado estaba medio vivo».

 

– Diga usted que con toda la vida y robustez que tuvo en los días de Zumalacárregui y de Cabrera… Vacante el Trono, por haberse podrido la rama segunda, nadie puede evitar que venga la primera… Declare usted con toda franqueza, como hombre discreto y leal, si cree posible que España reciba y aguante a un Rey extranjero.

– ¡Rey extranjero!… Eso nunca – afirmó Ibero poniendo en su voz todo el españolismo de su nombre y apellido.

– Veo que es usted de los míos… Carlos VII es nuestro Rey, el único Rey posible…

– No estoy conforme, señor Bailío; no me llame usted de los suyos… Me sublevo… quiero decir, voto en contra… Guárdese usted su Rey.

– No me lo guardo, pues no sólo es Rey mío, sino de todos los españoles… Precisamente aquí tengo dos cartas… (Metiendo mano al bolsillo.) Una es de don Joaquín Elío (sacándola). Otra es del señor Arjona, secretario de Su Majestad…

– Sí, sí… le escribirán con la pluma mojada en ilusiones…

– Me dicen… (gravemente, envainando las cartas) que antes de San Juan estará el Rey legítimo en el Palacio de Madrid…

– Lo dudo… pero si así fuere… no le arriendo la ganancia… ¿Y cree usted, don Wifredo, que Prim se cruzará de brazos?…

– No sé de qué se cruzará… Sé que en el ejército español hay infinidad de jefes y oficiales que pronto tomarán el camino por donde ha ido el Coronel don Eustaquio Díaz de Rada… Prim verá que el ejército español se le escapa por entre los dedos.

Con frases un tanto vivas de una y otra parte terminó el coloquio. El alavés se despidió para Miranda, a donde iría con sus acompañantes, el teólogo y el enciclopédico, ambos jesuitas de cuidado. El primero era de los expulsados de España en Octubre del 68; el otro, polaco recriado en Francia, poseía en grado sumo la facultad de asimilación, y a los pocos días de entrar en España mascullaba nuestra lengua, apropiándose con furioso y pertinaz estudio el conocimiento gramatical, y ejercitándose en la palabra castellana, en su acento y prosodia, con arrestos de conquistador… Ambos iban rectilíneos y sin pestañear al fin que se les señalaba, resortes inflexibles de una máquina tenebrosa y fuerte, soldados de una Orden de caballería que unos creen de Dios, otros del Diablo.

Cuando Romarate se despidió de la familia Ibero, pidiéndole a Fernanda órdenes para don Juan de Urríes y Ponce de León, la hermosa señorita se mostró desconsolada por la ya larga ausencia del galán, doliéndose de que el corte y costura de una Constitución durase tanto.

– Ya están dando las primeras puntadas – dijo don Wifredo. Es una prenda de vestir que nosotros nos pondremos, pero volviéndola del revés… Del derecho podrá servirnos para Carnaval.

Habló después Fernanda de sus rabiosas ganas de ir a Madrid, y de la cachaza con que sus padres habían aplazado de un año para otro la satisfacción de este deseo. Sus tíos Demetria y Fernando la llamaban desde allá con voces cada día más cariñosas. Faltaba sólo que su padre se determinase a llevarla.

Oyendo esto, Gracia y Santiago sonreían. Don Wifredo, tomando un aire de intercesión paternal y caballeresca, apoyó a la señorita. Los padres no decían que no… Lo pensarían… La mamá, amargada por la desaparición de su querido hijo Santiago, sentía horror del bullicio de las capitales, y no quería separarse de Fernanda hasta que esta se casara… Si la boda era en otoño, Madrid sería el punto elegido para el viajecito de novios… ¡Madrid, Sevilla, Granada…! Ante estas manifestaciones, Fernanda suspiraba, soltando su imaginación por los piélagos infinitos del espacio y del tiempo; y después de un navegar loco, volvía, como la paloma del arca, con una rama en el pico… rama de los olivares andaluces.

Salieron para Miranda el Bailío y los clérigos de San Ignacio; mas en aquel punto se separaron, marchando los jesuitas a Tolosa, y agregándose a don Wifredo para ir con él a Madrid otro eclesiástico, ya mencionado en la relación de los huéspedes de la casa de Gauna. Era el doctor in utroque don Cristóbal de Pipaón y Landázuri, sobrino o resobrino del Marqués por agnación lejana, varón ilustrado y pío, con gafas de oro, mirar oblicuo y habla reposada. De sus títulos eclesiásticos no se copia más que mínima parte: canónigo cuarto de optación…, canónigo entero…, chantre de Armentia…, prestamero de San Miguel, etc. La opinión le señalaba por su conducta severa y por su feroz intransigencia política. Últimamente diéronle fama de poetas varias composiciones religiosas de estilo tonto-pindárico. La lira de don Cristóbal cantaba asuntos bíblicos con estro semejante al volar de un pato, con engarabitada sintaxis y terminachos pedantescos. Todo era Jehovah para arriba, Jehovah para abajo, y poner motes a los demonios, llamándolos tartáreos o abortos del Horeb; a Jerusalén llamábala reina impura. Hablaba de la faz jocunda de Dios en su trono, y de la impía raza de Cam (los judíos). Describía con pelos y señales la mansión de los justos: los abismos de azul, las cataratas de vívido fulgor llenan los cielos… Se metía con el filisteo y el saduceo, poniéndolos como hoja de perejil, y ensalzaba la mano innocua de Jesús curando a los leprosos. Aunque nadie entendía los versos del conspicuo don Cristóbal, unos cuantos amigos de su misma cáscara le alzaban hasta el cuerno de la luna, diputándole por eminentísimo poeta entre los primeros del mundo. La verdad era que al buen señor no deslumbraban los ridículos encomios, y se hacía muy de rogar para dar a la estampa sus bíblicas, retumbantes y huecas majaderías.

Sin contratiempo alguno hicieron su viaje don Wifredo y don Cristóbal. Despabilados y nerviosos, no pararon de charlar en todo el camino, agotando los tópicos de la ojalatería y cuentas galanas. Eran dos monomaníacos que jugaban a la pelota con la idea que a entrambos enardecía y fascinaba. El canónigo entero, en un arrebato de optimismo humanitario, planeaba la nueva Inquisición para limpiar de errores heréticos a la gran familia española, y Romarate esbozó pragmáticas diaconianas que restablecieran las buenas costumbres, el respeto a la nobleza y al sacerdocio. De madrugada, cuando ya el sueño les rendía, sin que remitiera la embriaguez optimista, don Cristóbal dijo a su amigo:

– Créame usted, señor Bailío: una de las primeras medidas debe ser el establecimiento de la censura para poner coto a los mil esperpentos que se publican. Yo no permitiría la impresión de composiciones poéticas que no tuvieran un fin altamente moral y un estilo decoroso.

Asintió don Wifredo con cabezadas, pensando en otra cosa: la recompensa de su adhesión sería una embajada en cualquiera de las cortes extranjeras. Durmiose, y al poeta bíblico también se le cuajaron los pensamientos en una mezcla de sueño y cavilación. Pero no dormía con sosiego, porque en la cabeza le estorbaba un desmesurado gorro, al cual tenía que echar mano para que no se le cayese. A fuerza de tocarlo, llegó a entender que era una mitra… En uno de sus dedos notaba la presión de un gordo anillo, y a cada movimiento del buen señor, el pesado báculo le daba un golpe en la nariz… La complicada vestimenta crujía con rumor de seda y rigidez de bordados de oro…

Al entrar el tren en la estación de Villalba, ambos viajeros, en dislocantes posturas, roncaban estrepitosamente.