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Episodios Nacionales: Juan Martín el Empecinado

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Episodios Nacionales: Juan Martín el Empecinado
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Benito Pérez Galdós

EPISODIOS NACIONALES: JUAN MARTÍN EL EMPECINADO

I

Anteriormente he contado a ustedes las hazañas de los ejércitos, las luchas de los políticos, la heroica conducta del pueblo dentro de las ciudades; pero esto, con ser tanto, tan vario y no poco interesante, aunque referido por mí, no basta al conocimiento de la gran guerra.



Ahora voy a hablar de las guerrillas, que son la verdadera guerra nacional; del levantamiento del pueblo en los campos, de aquellos ejércitos espontáneos, nacidos en la tierra como la hierba nativa, cuya misteriosa simiente no arrojaron las manos del hombre; voy a hablar de aquella organización militar hecha por milagroso instinto a espaldas del Estado, de aquella anarquía reglamentada, que reproducía los tiempos primitivos.



Ustedes sabrán que a mitad de 1811 Napoleón, creyendo indispensable tomar a Valencia, puso esta empresa en manos del mariscal Suchet, que había ganado a Lérida en 13 de Mayo de 1810, a Tortosa en 2 de Enero del siguiente año y en 28 de Junio a Tarragona. Asimismo sabrán que las Cortes, dispuestas a defender la ciudad del Turia, enviaron allá al general Blake, regente a la sazón, hombre muy honrado, buen patriota, modesto, respetable, conocedor del arte de la guerra; pero de muy mala fortuna. Sabrán que las fuerzas llevadas por Blake desembarcaron mitad en Alicante, mitad en Almería, uniéndose al tercer ejército que se vio obligado a empeñar en la Venta del Baúl acción muy reñida contra las divisiones de Goldnot y Leval. Sabrán que el pobre D. Ambrosio de la Cuadra y el desgraciado D. José de Zayas tuvieron la desdicha de sufrir una derrota medianilla en el mencionado punto, retirándose a Cúllar, después de dejar 1.000 prisioneros en poder de los franceses y 450 cuerpos sobre el campo de batalla. Sabrán que Blake marchó a Valencia recogiendo en el camino cuantas tropas encontró a mano; pero lo que indudablemente no saben es que yo, aunque formaba parte de la expedición desembarcada en Alicante, ni fui a Valencia, ni me encontré en la funesta jornada de la Venta del Baúl.



¿Por qué, señores? Porque se enviaron 2.000 hombres a las Cabrillas a unirse a la división del segundo ejército que mandaba el conde de Montijo, y entre aquellos 2.000 hombres, encontrose, no sé si por fortuna o por desgracia, mi humilde persona. La condesa y su hija, que habían desembarcado también en Alicante y a quienes acompañé mientras me fue posible, separáronse de mí cerca de Alpera para marchar a Madrid, donde residirían, si contrariedades que la madre presentía no las echaban de la corte, en cuyo caso era su propósito establecerse en el solitario castillo de Cifuentes, propiedad de la familia.



De las Cabrillas nos llevaron a Motilla del Palancar, en tierra de Cuenca, donde nos batimos con la división francesa de d’Armagnac, y algunos adelantamos por orden superior hasta Huete. Entonces ocurrieron lamentables disensiones entre el marqués de Zayas y el general Empecinado, saliendo al fin triunfante este último, a quien dieron las Cortes el mando de la quinta división del segundo ejército, con lo cual se evitó la desorganización de las fuerzas que operaban en aquel país. El Empecinado, que en Mayo de 1808 había salido de Aranda con un ejército de dos hombres, mandaba en Setiembre de 1811 tres mil.



Recuerdo muy bien el aspecto de aquellos miserables pueblos asolados por la guerra. Las humildes casas habían sido incendiadas primero por nuestros guerrilleros para desalojar a los franceses y luego vueltas a incendiar por estos para impedir que las ocuparan los españoles. Los campos desolados no tenían mulas que los arasen, ni labrador que les diese simiente, y guardaban para mejores tiempos la fuerza generatriz en su seno fecundado por la sangre de dos naciones. Los graneros estaban vacíos, los establos desiertos y las pocas reses que no habían sido devoradas por ambos ejércitos, se refugiaban, flacas y tristes, en la vecina sierra. En los pueblos no ocupados por la gente armada, no se veía hombre alguno que no fuese anciano o inválido, y algunas mujeres andrajosas y amarillas, estampa viva de la miseria, rasguñaban la tierra con la azada, sembrando en la superficie con esperanza de coger algunas legumbres. Los chicos desnudos y enfermos acudían al encuentro de la tropa, pidiendo de comer.



La caza por lo muy perseguida, era también escasísima y hasta las abejas parecían suspender su maravillosa industria. Los zánganos asaltaban como ejército famélico las colmenas. Pueblos y villas, en otro tiempo de regular riqueza, estaban miserables, y las familias de labradores acomodados pedían limosna. En la iglesia arruinada o volada o convertida en almacén no se celebraba oficio, porque frecuentemente cura y sacristán se habían ido a la partida. Estaba suspensa la vida, trastornada la Naturaleza, olvidado Dios.



Los militares que habíamos estado en Cádiz echábamos de menos la hartura y abundancia de la improvisada corte, y experimentábamos gran molestia con aquel exiguo comer y beber del segundo ejército. Las largas marchas nos ponían enfermos y en vano pedíamos un pedazo de pan a la infeliz comarca que atravesábamos.



Cuatro compañías destinadas a reforzar el ejército del Empecinado entraron en Sacedón en una hermosa tarde de otoño. Cerca de la villa vimos un árbol, de cuyas ramas pendían ahorcados y medio desnudos cinco franceses, y un poco más allá algunas mujeres se ocupaban en enterrar no sé si doce o catorce muertos. La gran inopia que padecíamos no nos permitió en verdad enternecernos mucho con lo fúnebre de aquel espectáculo, y atendiendo antes a comer que a llorar (por mandato de la estúpida bestia humana), nos acercamos al primer grupo de enterradoras, significándoles bruscamente que nuestras respetables personas necesitaban vivir para defender la patria.



– Vayan al diablo a que les dé raciones – nos contestó de muy mal talante una vieja. – Con dos patatas podridas nos hemos quitado un día más de encima mis nietas y yo, ¿y nos piden ustedes que les llenemos la panza?



– Señora, tripas llevan pies, que no pies tripas, como dijo el otro, y que nos han de dar raciones no tiene duda, porque estos valientes soldados no han probado nada desde ayer.



– Sigan adelante, y en Tabladillo o Cereceda puede que encuentren algo. Lo que es en Sacedón…



– De aquí no hemos de pasar porque no somos máquinas. Venga lo que haya al momento, o sino lo tomaremos: que eso de derrotar ejércitos franceses sin probar bocado no está escrito en mis libros.



– ¡Derrotar ejércitos franceses! – exclamó la vieja con desdén. – ¿Quién? ¿Ustés? Los militares de casaca azul y morrioncete? Hasta ahora no lo hemos visto.



– ¿Duda de nuestro valor la señora?



– La gente de tropa no sirve para nada. Van y vienen, dan dos tiros al aire y luego ponen un parte diciendo que han ganado una batalla… Señores oficialetes, estos ojos han visto mucho mundo… y en verdad que si no fuera por los empecinados y demás gente que se ha echado al campo por dar gusto al dedo meneando el gatillo…



– Bueno; dejemos a la historia que nos juzgue – dijo con festiva gravedad mi compañero, que era algo chusco. – Entretanto, nosotros necesitamos para nuestra gente pan, un poco de cecina, caza, legumbres y vino si lo hay… Veamos quién manda aquí. ¿No hay alcalde, corregidor, gobernador, ministro, rey, o demonio a quien dirigirnos?



– Aquí no hay nada de eso, amiguito – repuso la vieja. – Ya he dicho que sigan hacia Tabladillo o Cereceda.



– ¿De modo que en este bendito pueblo no hay autoridades? Así anda ello – exclamó con enfado mi compañero.



– ¡Autoridades hay, hombre! Y no griten tanto que no soy sorda. Ahí está la señá Romualda. Eh, señá Romualdita, aquí piden pan.



Vimos una mujer fornida y varonil, la cual, echándose al hombro la azada, después de dictar las últimas órdenes para que se rematara la triste inhumación, se nos acercó y se dignó miramos.



– Raciones, señor alcalde, raciones para la tropa, que se muere de hambre.



– No hay nada, mi general – respondió bajando hasta el suelo el hierro de su instrumento agrícola y apoyándose majestuosamente en el cabo. – Ayer hicimos una cochura por orden de D. Juan Martín. Vino por la noche el pícaro francés, señor Tarugo, y se la llevó. ¡Bonito dejaron al pueblo, bonito! Siete doncellas de menos y veinte cuerpos de más bajo la tierra… A mí me quitaron el cuero… un cuero de vino que tenía, quiero decir, y toda la miel… Se llevaron los pendientes de todas las muchachas de la villa, y allí está casi muerta Nicasia Moranchel, a quien arrancaron media oreja con la fuerza del tirón… Cargaron hasta con la lana que había en los telares, y al tío Sotillo, que tenía un sombrero de paja traído de las Indias por su sobrino, le dejaron con la cabeza desnuda. El sombrero, con el palmito que había en el balcón de mi casa desde el domingo de Ramos, se lo dieron a comer a los caballos.



– Siempre habrá quedado algo para nosotros, señá Romualda – dijo mi compañero; – aunque sea otro sombrerito de paja.



– Ni un sacramento, señores. Me falta decirles que esta madrugada los franceses salían por un lado y la partida de Orejitas entraba por otro. Hubo algunos tiros… pin, pum… Los franceses mataron algunos paisanos y los de la partida pusieron en aquel árbol el racimo que desde aquí se ve… Orejitas pidió raciones… no había… yo me enfadé con Orejitas… Orejitas me amenazó… yo le di dos palos a Orejitas, que al fin hizo saquear el pueblo, llevándose lo poco que quedaba.



– Luego quedaba algo. Ahora también quedará… Pero vamos a cuentas. ¿Usted es la autoridad en esta insigne villa?



– Sí, mi general – contestó ella contrariada porque se pusiese en duda la autenticidad de sus atribuciones concejiles. – Yo soy el alcalde, o mejor dicho, la alcaldesa, porque soy mujer.



– Ya nos lo figurábamos.



– Mi señor marido, que es D. Antonio Sacecorbos, ha ido con D. Juan Martín a la conquista de Calatayud. Allí están todos los hombres del pueblo.

 



– Pues señora de Sacecorbos, nosotros no arrancaremos las orejas ni la doncellez a las muchachas de este pueblo: pero tomaremos todo lo que caiga bajo la jurisdicción del estómago, sin más dimes ni diretes.



Señá Romualdita gritó y vociferó; mas nada valieron las amenazas y protestas de la caterva mujeril. El pueblo fue saqueado por tercera vez en un solo día, y aún se encontró algo, aún se encontró una pequeña cochura que la alcaldesa había preparado aquella tarde para la partida de Sardina. Ignoro si cometieron los soldados algún desafuero en cosas comprendidas dentro de jurisdicción distinta de la del estómago. No lo aseguro ni tampoco lo niego, y envolviéndome, como suele decirse, en el manto de mi irresponsabilidad, dejo a la historia y a la señora de Sacecorbos el cuidado de averiguarlo.



II

Pocos días después nos unimos a la partida de D. Vicente Sardina, subalterno del Empecinado. He aquí cómo.



Dormíamos en Val de Rebollo, cuando nuestros centinelas avisaron la aproximación de gente armada. El recelo de que fuesen los franceses se disipó bien pronto, porque las avanzadas de la partida gritaban y cantaban a lo lejos, y la gente del pueblo que, aun antes que nuestros escuchas, había olfateado carne española, salió ruidosamente a su encuentro. Pronto vimos desfilar por la única calle del lugar, sin formación, orden ni concierto, un pequeño ejército compuesto de infantes y jinetes, armados los unos de trabuco, de escopeta los otros, cada cual vestido según su calidad, gusto o hacienda, casi todos con un pañizuelo puesto en la cabeza por único tocado, el ceñidor en la cintura, la manta puesta al hombro y la alpargata en el infatigable pie. Veíanse, sin embargo, en algunas cabezas, sombreros, chacós, cascos de franceses, y algún descolorido y rancio uniforme español en el cuerpo de otros.



Iban llegando y se acomodaban en las casas, escogiendo cada cual la que mejor le parecía, sin ceremonia ni cumplidos, y fraternizando al punto con la tropa, aunque sin dejar de mostrarnos cierto desdén, como si fuéramos unos desdichados incapaces de intentar la conquista de Calatayud. Los habitantes de Val de Rebollo ofrecían a unos y otros la poca hacienda que les quedaba, y en un instante las llamas de los hogares lamiendo las repletas panzas de ollas y peroles, iluminaron las habitaciones, despidiendo por puertas y ventanas tanta claridad que el lugar, alegrado al mismo tiempo por las voces, gritos y cantorrios, parecía celebrar una fiesta.



El jefe de la partida D. Vicente Sardina se alojó en la misma casa donde yo estaba. Era un hombre enteramente contrario a la idea que hacía formar de él su apellido; es decir, voluminoso, no menos pesado que un toro, bien parecido, con algo de expresión episcopal o canonjil en su mofletudo semblante, muy risueño, charlatán, bromista y franco hasta lo sumo. Cuando mis compañeros y yo nos presentamos a él, diciéndole que mandábamos la fuerza destinada por O’Donnell a engrosar las filas del Empecinado, nos miró con aquella expresión de generosidad propia del hombre dispuesto a proteger al prójimo desvalido y nos dijo:



– Bueno; veremos cómo se portan ustedes… Creo que aprenderán el oficio en poco tiempo… Parecen buenos muchachos; pero tiernecitos, tiernecitos todavía. Ea, fuera miedo: ya se irán haciendo al fuego y se les quitará esa cortedad…



– Mi coronel – repuse – no somos nuevos en la guerra; pues de nosotros el que más y el que menos ya ha despachado catorce batallas, diez sitios y más de cincuenta encuentros menores.



– ¿Batallitas, eh? – exclamó riendo con pueril candidez. – Y mandadas por generales de entorchado… Me parece que las veo… Mucha escritura, parte acá, parte allá, oficios en papel amarillo con sello, y mucho de Excelentísimo señor, participo a vuecencia que habiéndose presentado el enemigo… Farsa, pura farsa. En fin, señores, ustedes aprenderán a hacer la guerra, porque no les falta entendimiento ni voluntad… Ahora, ayúdenme a despachar esta pierna de carnero y lo que contiene este bendito zaque.



Sin que nos lo rogara dos veces, nos apresuramos a participar de la cena. Olvidaba decir que a la derecha de Sardina estaba, animado también de propósitos hostiles contra la pierna de carnero, el segundo jefe de la partida, un hombre altísimo, descarnado y morenote, con barba entrecana, pelo corto, ojos fieros, cejas pobladísimas y unas manos tan largas como velludas que velozmente pasaban del plato a la boca. Era mosén Antón Trijueque, cura aragonés, que había tomado las armas desde el principio de la guerra, y servía en las filas de Sardina, no como capellán, sino como… jefe de la caballería.



– A fe, mosén Antón – dijo Sardina empinando el vaso, – que no creí pasar esta noche más acá de Almadrones. ¿Cree usted que encontraremos el destacamento de Gui siguiendo la vuelta de Brihuega?



– Me parece que no se nos escapan mañana – repuso el cura dando muestras de excelente apetito.



– Los espías del francés habrán ido contando que caminábamos hacia Torremocha del Campo. Por la sotana que visto, Sr. D. Antonio, que hemos de hacer una buena presa. Mi ayudante, el sargento Santurrias, se nos unió, como usted sabe, en Mirabueno. Venía de espiar la dirección del enemigo. No hay otro Santurrias bajo el sol, Sr. Sardina, y con su traje de pastor y su aspecto y habla de idiota es capaz de engañar a media Francia, cuanto más al general Gui.



– ¿Y qué dice Santurrias? – preguntó el jefe.



– Que parte de la tropa francesa que desde Daroca bajó al auxilio de Calatayud en la gran embestida que le dimos hace tres días, se ha corrido por Cogolludo, y como en su cobardía se les figura sentir el resoplido del caballo de D. Juan Martín, van tan aprisa que mañana han de llegar a Brihuega.



– ¿Y cómo se sabe que van a Brihuega?



– ¿Cómo se ha de saber?, sabiéndolo – exclamó con energía mosén Antón que además de jefe de la caballería, era el Mayor General de la partida y el gran estratégico, y el verdadero cerebro de D. Vicente Sardina. – Esas cosas no se saben, se adivinan. Pasaron ayer por Cogolludo, ¿sí o no? Se les vio desviarse del camino real y tomar las alturas de Hita, ¿sí o no?



– Sí, tal era en efecto su camino… – dijo Sardina con modestia, reconociendo el genio de mosén Antón.



– Ahora, si no nos hemos de mover hasta que el enemigo no nos mande aviso de dónde está… – dijo el cura reanudando las interrumpidas relaciones con un sabroso hueso.



– Pues adelante – afirmó Sardina con decisión. – Vamos a Brihuega. Les cogeremos desprevenidos, y ni uno solo volverá a Madrid. Ahora que tenemos el refuerzo de cuatro compañías de tropa…



Mosén Antón miró a mi compañero y a mí con menos desdén que antes lo hiciera el jefe.



– Cuatro compañías… – dijo observándonos de hito en hito. – Veremos qué tal se portan estos señores, que aún no se han batido.



Nuevamente tuvimos que exponer mi compañero y yo los distintos encuentros en que habíamos tenido el honor de hallarnos; pero Trijueque, refiriéndonos en pocas palabras sus proezas, desde el primer sitio de Zaragoza hasta la acción del Tremedal, nos cerró la boca y abatió nuestro orgullo.



– Aquí – nos dijo al concluir su poema heroico – espera a ustedes una vida distinta. Aquí no hay descanso, aquí se come lo que se encuentra, y se descabeza un sueño con el dedo puesto en el gatillo, dormido un ojo y despierto y vigilante el otro. Además el que no tenga buenas piernas, que se marche a su casa, porque aquí no se corre, se vuela.



Mientras el jefe de Estado Mayor general decía esto, D. Vicente Sardina estiraba los brazos y echaba la cabeza hacia atrás, no con intento de remedar a Jesucristo en la cruz, sino por lo que llaman desperezarse, lo cual advertido por el fiero clerizonte, inspiró a éste las siguientes palabras, que en ejércitos de otra clase no hubieran sido dirigidas a un jefe por un subalterno.



– Sr. D. Vicente, ¿hay pereza?… Bien, iré yo solo en busca de Gui con la gente y las cuatro compañías. Somos cuatrocientos hombres y trescientos soldados. Adelante. Cogeremos al general Gui y se lo presentaremos a Juan Martín.



– Amigo Antón – dijo el general riendo, – no puede uno ni abrir la boca para un condenado bostezo delante de usted… Y gracias que me ha dejado poner un puntal al estómago… ¡Maldito cura! Pero ¿olvida usted que va para tres noches que no hemos dormido? Vamos, que digan las señoras si hay cuerpo que resista a tan larga velada, aunque sea el cuerpo de D. Vicente Sardina el de Valdeaberuelo…



Mosén Antón miró al jefe de la partida con expresión de lástima, y luego arqueando las cejas más negras que ala de cuervo, alargando el hocico y cerrando el puño se expresó de esta manera:



– ¡Dormir, dormir, cuando los franceses han quemado nuestras casas y asesinado a nuestros padres y deshonrado a nuestras mujeres!… sí señor, a nuestras mujeres.



Sardina reía y nosotros también; pero Trijueque imponiéndonos silencio con su habitual imperioso gesto, prosiguió así:



– Me gustan estos señoriticos que no piensan más que en dormir. ¿Por qué el Sr. Sardina no lleva consigo en campaña un colchón de pluma o canapé de rasos y holandas para echar la siesta? Buenos soldados tiene la patria, buenos, sí… como que se tumban, cuando el enemigo, ocultándose en las sombras de la noche, intenta sorprendernos. Es preciso que los curas echen la llave a la parroquia, se la guarden en el bolsillo, y cogiendo una escopeta, un sable y dos pistolas, corran al campo a enseñar a los patriotas su deber. Aquí estoy yo que no duermo, no, Sr. D. Vicente, no duermo – al decir esto los ojos negros que despedían pasajeros reflejos como una noche de tempestad, parecían querer salírsele de las sanguinolentas órbitas, – porque no puedo dormir, aunque quisiera… porque si cierro los párpados, dentro de ellos veo al general Gui y al general Hugo, y al general Belliard con sus manadas de gabachos. Cuando de tarde en tarde me arrojo en el suelo, procurando dar descanso a mi cuerpo, los caminos, las veredas, las trochas, los atajos, los montes, los cerros, los ríos y los arroyos se me meten en la cabeza, y todo se me vuelve pensar si iremos por allí, si pasaremos por allá, si les encontraremos por acullá… Aquí está un hombre que no tiene más descanso que inclinar la cabeza sobre el pecho y amodorrarse un poco con el paso del caballo, que es más suave que una litera llevada por buenos jayanes… ¡Dormir! ¡Por las benditas ánimas del Purgatorio!; ¡voto a Barrabás!, ¡reviento en Judas! Juro que desde el 3 de Junio de 1808 no sé lo que es una sábana. Estoy despierto, estoy velando por la patria, y temo que la dejen perecer los que duermen.



Trijueque dio un resoplido, no menos fuerte que el de un mulo y se levantó. ¡Dios mío, qué hombre tan alto! Era un gigante, un coloso, la bestia heroica de la guerra, de fuerte espíritu y fortísimo cuerpo, de musculatura ciclópea, de energía salvaje, de brutal entereza, un pedazo de barro humano, con el cual Dios podía haber hecho el físico de cuatro almas delicadas; era el genio de la guerra en su forma abrupta y primitiva, una montaña animada, el hombre que esgrimió el canto rodado o el hacha de piedra en la época de los primeros odios de la historia; era la batalla personificada, la más exacta expresión humana del golpe brutal que hiende, abolla, rompe, pulveriza y destroza.



Para que fuera más singular y extraño aquel guerrillero, cuya facha no podía mirarse sin espanto, vestía la sotana que llevaba cuando echó las llaves de la parroquia el 3 de Junio en 1808, y de un grueso cinto de cuero sin curtir pendían dos pistolas y el largo sable. Abierta la sotana desde la cintura dejaba ver sus fornidas piernas, cubiertas de un calzón de ante en muy mal uso y los pies calzados con botas monumentales, de cuyo estado no podía formarse idea mientras no desapareciesen las sucesivas capas de fango terciario y cuaternario que en ellas habían depositado el tiempo y el país. Su sombrero era la gorra peluda y estrecha que usan los paletos de Tierra de Madrid, el cual se encajaba sobre el cráneo, adaptado a un pañuelo de color imposible de definir y que le daba varias vueltas de sien a sien.



Después que estiró brazos y piernas, dio dos puñetazos en la mesa, y dijo con voz temerosa:



– El que quiera dormir que duerma. Yo me voy en busca del general Gui. ¡Mal cuerno!



D. Vicente Sardina, risueño primero, mas luego atemorizado ante la ruidosa energía de su segundo, quiso contemporizar con él y dijo:



– Bueno, mosén Antón. Celebraremos consejo de guerra. Señores oficiales, ¿qué opinan ustedes?



Sin vacilar dijimos mi compañero y yo que convenía seguir el dictamen de mosén Antón.

 



– Pues yo – dijo Sardina bostezando de nuevo y haciendo la señal de la cruz sobre la boca – creo que si marchamos esta noche, no encontraremos ni sombra de franceses. ¿Cómo es posible, señores, que la división de Gui se corriera por el lado allá del Henares?… Vamos, que ni mosén Antón con todo su talento militar, tan grande como el de Epaminondas, me lo hará creer.



– Sr. D. Vicente – dijo el clérigo asiendo la solapa de uniforme de Sardina, – yo me voy con los que me quieran seguir.



– Poco a poco, despacito. Sepamos en qué se funda el señor pastor Curiambro para creer…



– Que vengan los espías.



El jefe con voz de trueno gritó:



– ¡Viriato, maldito Viriato!… ¿Dónde se ha metido ese condenado?



Sorprendiome el nombre de la persona llamada, que era el ayudante de D. Vicente Sardina.



El amo de la casa apareció riendo, y dijo a nuestro jefe:



– El Sr. Viriato está cortejando a las mozas del pueblo.



– Ya le ajustaré las cuentas a mi ayudante – dijo D. Vicente – por no estar aquí cuando le llamo. Hágame usted el favor, tío Bartolomé, de llamar al señor Santurrias, que creo está en la caballeriza.



Apareció al poco rato, soñoliento y malhumorado, el venerado personaje, a quien la historia conoce con el nombre de Santurrias, y al punto reconocí su abominable efigie. Era el mismísimo acólito de D. Celestino del Malvar, el mismo rostro que no indicaba ni juventud ni vejez; la misma boca, cuyo despliegue no puedo comparar sino a la abertura de una gorra de cuartel cuando no está en la cabeza, la misma doble fila de dientes, la misma expresión de desvergüenza y descaro.



– A ver, Sr. D. Gorito Santurrias, ¿qué tienes que decirme de tu espionaje? ¿Qué lugares has recorrido y qué has visto?



– Mi general – dijo Santurrias respetuosamente, – anteayer, al filo de medio día, entré en Robledarcas pidiendo limosna. Llevaba la pierna pintada al modo de llaga y un niño de pecho en brazos, el niño era el que recogimos en Honrubia, cuando los franceses pegaron fuego al lugar matando a todos sus habitantes.



– Bien; ¿y dónde viste al enemigo?



– El chiquillo lloraba, y yo lloraba también, pidiendo limosna a los franceses que venían de Atienza.



– ¿Venían de Atienza?



– Sí señor.



Trijueque hacía gestos afirmativos y de aprobación, sin quitar los ojos del sacristán mendigo y guerrillero.



– Venían con mal modo – continuó este; – y me parece que rabiaban de hambre. Un oficial me dio un pedazo de pan… Yo pedía para el pobrecito niño de pecho que dije era mi nieto, pasó el general con algunos húsares, y al fin un sargento que me miró mucho, como queriendo conocerme… Mi general, para no cansar, ello es que me dieron veinte palos, y me amenazaron con fusilarme… ¡Qué palos! Las llagas fingidas se trocaron por mi desgracia en verdaderas, y ahora estaban descansando mis lomos en la cuadra.



– Vamos a lo principal; ¿qué dirección tomaron los franceses?



– No tenía yo ganas de quedarme en su compañía, después de las misas, quiero decir, de los palos, y cogiendo al chiquillo, me vine por la vuelta de Jadraque buscando a mi gente… Allí me junté con la señá Damiana Fernández, la cual me dijo que los franceses habían ido a Cogolludo.



– Que venga la señá Damiana Fernández – dijo el jefe. – ¿En dónde está?



– ¿Dónde ha de estar? – replicó Santurrias. – Con el señó Cid Campeador. Ambos son uña y carne, y van montados siempre en un mismo caballo.



– Que la traigan – gritó el general. – ¿Pero dónde demonios está mi ayudante? ¡Viriato, Viriatillo de todos los demonios!



No tardó en aparecer la señá Damiana, que era una mujer joven, delgada y de buena estatura, algo varonil, de color malo, ojos muy negros, y un conjunto de facciones, si no hermoso, regularmente simpático y agradable. Vestía de la cintura arriba arreos militares, llevando pistolas y mochila, y en la cabeza un morrioncete ladeado, cuyas carrilleras de cobre sucio se juntaban en el pico de la barba con no poco donaire. El resto de su persona lo cubría a lo mujeril, y una halda negra, sobre refajo amarillo, apenas dejaba ver las botas de cuero crudo con espuelas tan sólo en la izquierda.



– ¿Qué quiere saber mi general? – preguntó con marcia