Tasuta

Episodios Nacionales: Los apostólicos

Tekst
iOSAndroidWindows Phone
Kuhu peaksime rakenduse lingi saatma?
Ärge sulgege akent, kuni olete sisestanud mobiilseadmesse saadetud koodi
Proovi uuestiLink saadetud

Autoriõiguse omaniku taotlusel ei saa seda raamatut failina alla laadida.

Sellegipoolest saate seda raamatut lugeda meie mobiilirakendusest (isegi ilma internetiühenduseta) ja LitResi veebielehel.

Märgi loetuks
Episodios Nacionales: Los apostólicos
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

Benito Pérez Galdós
EPISODIOS NACIONALES: LOS APOSTÓLICOS

I

Tradiciones fielmente conservadas y ciertos documentos comerciales, que podrían llamarse el Archivo Histórico de la familia de Cordero, convienen en que Doña Robustiana de los Toros de Guisando, esposa del héroe de Boteros, falleció el 11 de Diciembre de 1826. ¿Fue peritonitis, pulmonía matritense o tabardillo pintado lo que arrancó del seno de su amante familia y de las delicias de este valle de lágrimas a tan digna y ejemplar señora? Este es un terreno oscuro en el cual no ha podido penetrar nuestra investigación ni aun acompañada de todas las luces de la crítica.

Esa pícara Historia, que en tratándose de los reyes y príncipes, no hay cosa trivial ni hecho insignificante que no saque a relucir, no ha tenido una palabra sola para la estupenda hazaña de Boteros, ni tampoco para la ocasión lastimosa en que el héroe se quedó viudo con cinco hijos, de los cuales los dos más pequeñuelos vinieron al mundo después que el giro de los acontecimientos nos obligó a perder de vista a la familia Cordero.

Cuando murió la señora, Juanito Jacobo (a quien se dio este nombre en memoria de cierto filósofo que no es necesario nombrar) tenía dos meses no bien cumplidos, y por su insaciable apetito así como su berrear constante declaraba la raza y poderoso abolengo de Toros de Guisando. Sus bruscas manotadas y la fiereza con que se llevaba los puños a la boca, ávido de mamarse a sí mismo por no poder secar un par de amas cada mes, señales eran de vigor e independencia, por lo que D. Benigno, sin dejar de agradecer a Dios las buenas dotes vitales que había dado a su criatura, pasaba la pena negra en su triste papel de viudo, y ora valiéndose de cabras y biberones, cuando faltaban las nodrizas, ora buscando por Puerta Cerrada y ambas Cavas lo mejor que viniera de Asturias y la Alcarria en el maleado género de amas para casa de los padres; ya desechando a esta por enferma y a aquella por desabrida, taimada y ladrona, ya suplicando a tal cual señora de su conocimiento que diera una mamada al muchacho cuando le faltaba el pecho mercenario, era un infeliz esclavo de los deberes paternales y perdía el seso, el humor, la salud, el sueño, si bien jamás perdía la paciencia.

En las frías y largas noches ¿quién sino él habría podido echarse en brazos la infantil carga y acallar los berridos con paseos, arrullos, halagos y cantorrios? ¿Quién sino él habría soportado las largas vigilias y el cuneo incesante y otros muchos menesteres que no son para contados? Pero D. Benigno tenía un axioma que en todas estas ocasiones penosas le servía de grandísimo consuelo, y recordándolo en los momentos de mayor sofoco, decía:

– El cumplimiento estricto del deber en las diferentes circunstancias de la existencia es lo que hace al hombre buen cristiano, buen ciudadano, buen padre de familia. El rodar de la vida nos pone en situaciones muy diversas exigiéndonos ahora esta virtud, más tarde aquella. Es preciso que nos adaptemos hasta donde sea posible a esas situaciones y casos distintos, respondiendo según podamos a lo que la Sociedad y el Autor de todas las cosas exigen de nosotros. A veces nos piden heroísmo que es la virtud reconcentrada en un punto y momento; a veces paciencia que es el heroísmo diluido en larga serie de instantes.

Después solía recordar que Catón el Censor abandonaba los negocios más arduos del gobierno de Roma para presenciar y dirigir la lactancia, el lavatorio y los cambios de vestido de su hijo, y que el mismo Augusto, señor y amo del mundo, hacía otro tanto con sus nietecillos. Con esto recibía D. Benigno gran alivio, y después de leer de cabo a rabo el libro del Emilio que trata de las nodrizas, de la buena leche, de los gorritos y de todo lo concerniente a la primera crianza, contemplaba lleno de orgullo a su querido retoño, repitiendo las palabras del gran ginebrino: «así como hay hombres que no salen jamás de la infancia, hay otros de quienes se puede decir que nunca han entrado en ella y son hombres desde que nacen».

Con estos trabajos, que hacía más llevaderos la satisfacción de un noble deber cumplido, iba pasando el tiempo. El primer aniversario del fallecimiento de su mujer renovó en Cordero todas las hondas tristezas de aquel luctuoso día, y negándose al trivial consuelo de la tertulia de amigos y parroquianos, cerró la tienda y se retiró a su alcoba, donde las memorias de la difunta parecían tomar realidad y figura sensible para acompañarle. El segundo aniversario halló bastante cambiadas personas y cosas: la tienda había crecido, los niños también. Juanito Jacobo, ni un ápice mermado en su constitución becerril, atronaba la casa con sus gritos y daba buena cuenta de todo objeto frágil que en su mano caía. En el alma de D. Benigno iba declinando mansamente el dolor cual noche que se recoge expulsada poco a poco por la claridad del nuevo día.

En el tercer aniversario (11 de Diciembre de 1829) el cambio era mucho mayor y D. Benigno, restablecido en la majestad de su carácter ameno, sencillo, bondadoso y lleno de discreción y prudencia, parecía un soberano que torna al solio heredado después de lastimosos destierros y trapisondas. No dejaron, sin embargo, de asaltarle en la mañanita de aquel día pensamientos tristes; pero al volver de la misa conmemorativa que había encargado, según costumbre de todo aniversario, y oído devotamente en Santa Cruz, viósele en su natural humor cotidiano, llenando la tienda con su activa mirada y su atención diligente. Después de cerrar la vidriera para que no se enfriara el local, palpó con cierta suavidad cariñosa las cajas que contenían el género; hojeó el libro de cuentas, pasó la vista por el Diario que acababan de traer; dio órdenes al mancebo para llevar a dos o tres casas algunas compras hechas la noche anterior; cortó un par de plumas con el minucioso esmero que la gente de los buenos tiempos ponía en operación tan delicada, y habría puesto sobre el papel algunos renglones de aquella hermosa letra redonda que ya sólo se ve en los archivos, si no le sorprendieran de súbito sus niños, que salieron de la trastienda cartera en cinto, los libros en correa, la pizarra a la espalda y el gorrete en la mano para pedir a Padre la bendición.

– ¡Cómo! – exclamó D. Benigno, entregando su mano a los labios y a los húmedos hociquillos de los Corderos. – ¿No os he dicho que hoy no hay escuela?… Es verdad que no me había acordado de decíroslo; pues ya había pensado que en este día, que para nosotros no es alegre y para toda España será, según dicen, un día felicísimo, todos los buenos madrileños deben ir a batir palmas delante de ese astro que nos traen de Nápoles, de esa reina tan ponderada, tan trompeteada y puesta en los mismos cuernos de la luna, como si con ella nos vinieran acá mil dichas y tesoros… hablo también con usted, apreciable Hormiga, pase usted… no me molesta ahora ni en ningún momento.

Dirigíase Don Benigno a una mujer que se había presentado en la puerta de la trastienda, deteniéndose en ella con timidez. Los chicos, luego que oyeron el anuncio feliz de que no había escuela, no quisieron esperar a conocer las razones de aquel sapientísimo acuerdo, y despojándose velozmente de los arreos estudiantiles, se lanzaron a la calle en busca de otros caballeritos de la vecindad.

– Tome usted asiento – añadió Cordero, dejando su silla, que era la más cómoda de la tienda, para ofrecérsela a la joven. – Ayude usted mi flaca memoria. ¿Qué nombre tiene nuestra nueva reina?

– María Cristina.

– Eso es… María Cristina… ¡Cómo se me olvidan los nombres!… Dícese que este casamiento nos va a traer grandes felicidades, porque la napolitana… pásmese usted…

El héroe, después de mirar a la puerta para estar seguro de que nadie le oía, añadió en voz baja:

– Pásmese usted… es una francmasona, una insurgente, mejor dicho, una real dama en quien los principios liberales y filosóficos se unen a los sentimientos más humanitarios. Es decir, que tendremos una Reina domesticadora de las fierezas que se usan por acá.

– A mí me han dicho, que ha puesto por condición para casarse que el rey levante el destierro a todos los emigrados.

– A mí me han dicho algo más – añadió Cordero, dando una importancia extraordinaria a su revelación, – a mí me han dicho que en Nápoles bordó secretamente una bandera para los insurrectos de… de no sé qué insurrección. ¿Qué cree usted? La mandan aquí porque si se queda en Italia da la niña al traste con todas las tiranías… Que ella es de lo fino en materia de liberalismo ilustrado y filosófico, me lo prueba más que el bordar pendones el odio que le tiene toda la turbamulta inquisidora y apostólica de España y Europa y de las cinco partes del globo terráqueo. ¿Estaba usted anoche aquí cuando el Sr. de Pipaón leyó un papel francés que llaman la Quotidienne? ¡Barástolis! ¡Y qué herejías le dicen! Ya se sabe que esa gente cuando no puede atacar nuestro sistema gloriosísimo a tiros y puñaladas lo ataca con embustes y calumnias. Bendita sea la princesa ilustre que ya trae el diploma de su liberalismo en las injurias de los realistas. Nada le falta, ni aun la hermosura, y para juzgar si es tan acabada como dicen los papeles extranjeros, vamos usted y yo a darnos el gustazo de verla entrar.

La persona a quien de este modo hablaba el tendero de encajes no tenía un interés muy vivo en aquellas graves cosas de que pendía quizás el porvenir de la patria; pero llevada de su respeto a D. Benigno, le miraba mucho y pronunciaba un sí al fin de cada parrafillo. Conocida de nuestros lectores desde 1821, esta discreta joven había pasado por no pocas vicisitudes y conflictos durante los ocho años transcurridos desde aquella fecha liberalesca hasta el año quinto de Calomarde en que la volvemos a encontrar. Su carácter, altamente dotado de cualidades de resistencia y energía que son como el antemural que defiende al alma de los embates de la desesperación, era la causa principal de que las desgracias frecuentes no desmejorasen su persona. Por el contrario, la vida activa del corazón, determinando actividades no menos grandes en el orden físico, le había traído un desarrollo felicísimo, no sólo por lo que con él ganaba su salud sino por el provecho que de él sacaba su belleza. Esta no era brillante ni mucho menos, como ya se sabe, y más que belleza en el concepto plástico era un conjunto de gracias accesorias realzando y como adornando el principal encanto de su fisonomía que era la expresión de una bondad superior.

 

La madurez de juicio y la rectitud en el pensar; el don singularísimo de convertir en fáciles los quehaceres más enojosos, la disposición para el gobierno doméstico, la fuerza moral que tenía de sobra para poder darla a los demás en días de infortunio, la perfecta igualdad del ánimo en todas las ocasiones, y finalmente aquella manera de hacer frente a todas las cosas de la vida con serenidad digna, cristiana y sin afán, como quien la mira más bien por el lado de los deberes que por el de los derechos, hacían de ella la más hermosa figura de un tipo social que no escasea ciertamente en España, para gloria de nuestra cultura.

– Los que no la ven a usted desde el año 24 – le dijo aquel mismo día D. Benigno observándola con tanta atención como complacencia, – no la conocerán ahora. Me tengo por muy feliz al considerar que en mi casa ha sido donde ha ganado usted esos frescos colores de su cara, y que bajo este techo humilde ha engrosado usted considerablemente… digo mal, porque no está usted como mi pobre Robustiana ni mucho menos… quiero decir, proporcionadamente, de un modo adecuado a su estatura mediana, a su talle gracioso, a su cuerpo esbelto. Beneficios de la vida tranquila, de la virtud, del trabajo, ¿no es verdad?… Todos los que la vieron a usted en aquellos tristes días, cuando a entrambos nos pusieron a la sombra y colgaron al pobre Sarmiento…

Este recuerdo entristeció mucho a la joven, impidiendo que su amor propio se vanagloriase con los elogios galantes que acababa de oír. Eran ya las once de la mañana, y vestida como en día de fiesta para acompañar a D. Benigno, esperaba en la tienda la señal de partida.

– Aguarde usted: voy a hacer un par de asientos en el libro – dijo este sentándose en su escritorio. – Todavía tenemos tiempo de sobra. Iremos a la casa de D. Francisco Bringas, de cuyos balcones se ha de ver muy requetebién toda la comitiva. Los pequeños se quedarán con mi hermana y llevaremos a Primitivo y a Segundo. ¿Están vestidos?

Los dos muchachos, de doce y diez años respectivamente, no tenían la soltura que a tal edad es común en los polluelos de nuestros días; antes bien encogidos y temerosos, vestidos poco menos que a mujeriegas, representaban aquella deliciosa perpetuidad de la niñez que era el encanto de la generación pasada. Despabilados y libertinos en las travesuras de la calle, eran dentro de casa humildes, taciturnos y frecuentemente hipócritas.

Gozosos de salir con su padre a ver la entrada de la cuarta reina, esperaban impacientes la hora y formando alrededor de la joven grupo semejante al que emplean los artistas para representar a la Caridad, la manoseaban so pretexto de acariciarla, le estrujaban la mantilla, arrugándole las mangas y curioseando dentro del ridículo. La joven tenía que acudir a cada instante a remediar los desperfectos que los dos inquietos y pegajosos muchachos se hacían en su propio vestido, y ya atando al uno la cinta de la gorra o cachucha, o abotonándole el casaquín, ya asegurando al otro con alfileres la corbata, no daba reposo a sus manos ni tenía ocasión para quitárseles de encima.

– No seáis pesados – les dijo con enfado su padre, – y no sobéis tanto a nuestra querida Hormiguita. Para verla, para darle a entender que la queréis mucho, no es preciso que le pongáis encima esas manazas… que sabe Dios cómo estarán de limpias: ni hace falta que la llenéis de saliva besuqueándola…

Esta reprimenda les alejó un poco del objeto de su adoración; pero siguieron contemplándola como bobos, cortados y ruborosos, mientras ella, con la sonrisa en los labios, reparaba tranquilamente las chafaduras de su vestido y las arrugas del encaje, para abrir luego su abanico y darse aire con aquel ademán ceremonioso y acompasado, propio de la mujer española.

Entretanto, allá arriba, en el piso donde vivía la familia oíanse batahola y patadillas con llanto y becerreo, señal del pronunciamiento de los dos Corderos menores, Rafaelito y Juan Jacobo, rebelándose contra la tiranía que les dejaba encerrados en casa en la fastidiosa compañía de la tía Crucita.

– Ya escampa – dijo Cordero señalando al techo con el rabo de la pluma, – oiga usted al pueblo soberano que aborrece las cadenas… Verdad que mi hermana no es de aquellas personas organizadas por la Naturaleza para hacer llevadero y hasta simpático el despotismo.

Y dejando por un momento la escritura entró en la trastienda dirigiendo hacia arriba por el hueco de la tortuosa escalerilla estas palabras:

– Cruz y Calvario, no les pegues, que harta desazón tienen con quedarse en casa en día de tanto festejo.

– Idos de una vez a la calle y dejadme en paz – contestó de arriba una voz nada armoniosa ni afable, – que yo me entenderé con los enemigos. Ya sé cómo les he de tratar… Eso es, marchaos vosotros, marchaos al paseíto tú y la linda Marizápalos, que aquí se queda esta pobre mártir para cuidar serpentones y aguantar porrazos, siempre sacrificada entre estos dos cachidiablos… Idos enhorabuena… a bien que en la otra vida le darán a cada cual su merecido.

Violento golpe de una puerta fue punto final de este agrio discurso, y en seguida se oyeron más fuertes las patadillas infantiles de los corderos y el sermoneo de la pastora.

– Siempre regañando – dijo D. Benigno con jovialidad, – y arrojando venablos por esa bendita boca, que con ser casi tan atronadora como la de un cañón de a ocho, no trae su charla insufrible de malas entrañas ni de un corazón perverso. Mil veces lo he dicho de mi inaguantable hermana y ahora lo repito: «es la paloma que ladra».

Esto lo dijo Cordero guardando en su lugar las plumas con el libro de cuentas y todos los trebejos de escribir, y tomó después con una mano el sombrero para llevarlo a la cabeza, mientras la otra mano trasportaba el gorro carmesí de la cabeza a la espetera en que el sombrero estuvo.

– Vámonos ya, que si no llegamos pronto encontraremos ocupados los balcones de Bringas.

La joven alzaba la tabla del mostrador para salir con los chicos, cuando la tienda se oscureció por la aparición de un rechoncho pedazo de humanidad que casi llenaba el marco de la puerta con su bordada casaca, sus tiesos encajes, su espadín, su sombrero, sus brazos que no sabían cómo ponerse para dar a la persona un aspecto pomposo en que la rotundidad se uniera con la soltura.

– Felices, Sr. D. Juan de Pipaón – dijo don Benigno observando de pies a cabeza al personaje. – Pues no viene usted poco majo… Así me gusta a mí la gente de corte… Eso es vestirse con gana y paramentarse de veras. A ver, vuélvase usted de espaldas… ¡Magnífico! ¡qué faldones!… A ver de frente… ¡qué pechera! Alce usted el brazo: muy bien. ¡Cómo se conoce la tijera de Rouget! De mis encajes nada tengo que decir… ¡qué saldrá de esta casa que no sea la bondad misma! Póngase usted el sombrero a ver qué tal cae… Superlative… ¡Con qué gracia está puesta la llave dorada sobre la cadera!… ¿Estas medias son de casa de Bárcenas?… ¡Qué bien hacen las cruces sobre el paño oscuro!… una, dos, tres, cuatro veneras… Bien ganaditas todas, ¿no es verdad, ilustrísimo señor D. Juan?… ¡Barástolis! parece usted un patriarca griego, un sultán, un califa, el Rey que rabió o el mismísimo mágico de Astracán.

Conforme lo decía iba examinando pieza por pieza, haciendo dar vueltas al personaje como si este fuera un maniquí giratorio. Don Benigno y la joven, no menos admirada que él, ponderaban con grandes exclamaciones la belleza y lujo de todas las partes del vestido, mientras el cortesano se dejaba mirar y asentía en silencio, con un palmo de boca abierta, todo satisfecho y embobado de gozo, a los encarecimientos que de su persona se hacían.

– Todo es nuevo – dijo la dama.

– Todo – repitió Pipaón mirándose a sí mismo en redondo como un pavo real. – Mi destino de la secretaría de S. M. ha exigido estos dispendios.

En seguida fue enumerando lo que le había costado cada pieza de aquel torreón de seda, galones, plumas, plata, encajes, piedras y ballenas, rematado en su cúspide por la carátula más redonda, más alborozada, más contenta de sí misma que se ha visto jamás sobre un montón de carne humana.

– Pero no nos detengamos – dijo al fin, – ustedes salían…

– Vamos a casa de Bringas. ¿Va usted también allá?

– ¿Yo?, no, hombre de Dios. Mi cargo me obliga a estar en palacio con los señores ministros y los señores del Consejo para recibir allí a…

Acercó su boca al oído de D. Benigno y protegiéndola con la palma de la mano, dijo en voz baja:

– A la francmasona…

Ambos se echaron a reír y D. Benigno se envolvió en su capa diciendo:

– ¡Pues viva la reina francmasona! El desfrancmasonizador que la desfrancmasonice buen desfrancmasonizador será.

– Eso no lo dice Rousseau.

– Pero lo digo yo… Y andando que es tarde.

– Andandito… – murmuró Pipaón incrustando su persona toda en el hueco de la puerta para ofrecerla a la admiración de los transeúntes. – Pero se me olvidaba el objeto de mi visita.

– ¿Pues no ha venido usted a que le viéramos?

– Sí, y también a otra cosa. Tengo que dar una noticia a la señora doña Sola.

La joven se puso pálida primero, después como la grana, siguiendo con los ojos el movimiento de la mano de Pipaón que sacaba unos papeles del bolsillo del pecho.

– ¿Noticias? Siempre que sean buenas – dijo Cordero cerrando y asegurando una de las hojas de la puerta.

– Buenas son… Al fin nuestro hombre da señales de vida. Me ha escrito y en la mía incluye esta carta para usted.

Soledad tomó la carta, y en su turbación la dejó caer, y la recogió y quiso leerla y tras un rato de vacilación y aturdimiento, guardola para leerla después.

– Y no me detengo más – dijo Pipaón, – que voy a llegar tarde a palacio. Hablaremos esta noche, Sr. D. Benigno, señora doña Hormiga. Abur.

Se eclipsó aquel astro. Por la calle abajo iba como si rodara, semejante a un globo de luz, deslumbrando los ojos de los transeúntes con los mil reflejos de sus entorchados y cruces, y siendo pasmo de los chicos, admiración de las mujeres, envidia de los ambiciosos, y orgullo de sí mismo.

Cuando el héroe de Boteros, dada la última vuelta a la llave de la puerta y embozado en su pañosa, se puso en marcha, habló de este modo a su compañera:

– ¿Noticias de aquel hombre?… Bien. ¿Cartas venidas por conducto de Pipaón?… malum signum. No tenemos propiamente correo… Querida Hormiga, es preciso desconfiar en todo y por todo de este tunante de Bragas y de sus melosas afabilidades y cortesanías. Mil veces le he definido y ahora le vuelvo a definir: «es el cocodrilo que besa».