Loe raamatut: «Infierno - Divina comedia de Dante Alighieri», lehekülg 5

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UNA VIDA NUEVA

En mi opinión, no se puede leer la Divina comedia sin considerar primero la Vida Nueva, porque la Comedia solo se comprende de forma adecuada a la luz de la historia del amor de Dante por Beatriz y del drama de su muerte. La muerte de Beatriz provoca en Dante una rebelión natural y muy humana, un sentimiento de injusticia. De ahí que quiera comprender si la vida es un fraude, un engaño inmenso o si, en cambio, aunque de forma misteriosa, se cumple en ella la promesa de bien que parece contener.

Por eso, cuando Beatriz muere, para tratar de responder a esta pregunta, Dante relee su historia: reúne las poesías que había escrito, las comenta, las ordena al hilo de su experiencia y trabaja en ellas. Así nace su obra Vida Nueva. Vamos a leer juntos algún fragmento para entender mejor la misteriosa e increíble profecía con la que concluye. La obra empieza así:

En aquella parte del libro de mi memoria, antes de la cual poco se podría leer, se encuentra una rúbrica que dice: Incipit vita nova. Bajo esa rúbrica están escritas las palabras que es mi intención reunir en este librito; y si no todas, al menos, su sentido.1

[En aquella parte del libro de mi memoria, ante de la cual recuerdo muy poco, hay un breve título que dice: «Empieza una vida nueva». Tras ese título, encuentro allí grabados los poemas que pretendo transcribir en este librito; y si no todas, al menos el sentido que tienen en mi experiencia]

Dante empieza afirmando, decididamente, el valor de la memoria. ¿Por qué? Porque el encuentro con Beatriz es el evento clave de su vida, por lo que, cuando intenta reunir sus recuerdos, empieza con esta afirmación, como si nos dijera: «La relación con Beatriz ha sido tan bonita que no puede terminar en nada, no puede morir, no puede perderse». ¿Y cuál es la extraordinaria función de nuestra memoria?

Para responder a esta pregunta hay que empezar de lejos, partiendo de otra pregunta de la que esta depende. ¿Cuál es el problema que tenemos todos? Todos esperamos cosas grandes en la vida, esperamos que nos pasen cosas buenas y bellas, capaces de satisfacer de algún modo el deseo de felicidad que nos constituye. Y aunque muchas veces esto sucede, luego todo se acaba. Termina. Todo pasa. Entonces, ¿cuál es nuestro problema? Que nos gustaría que permanecieran, que no se pasaran. O que pudiesen volver a acontecer, a hacerse de nuevo presentes. Y es aquí donde entra en juego el valor de la memoria.

En este momento, si cada uno de nosotros tuviera que definirse a sí mismo, ¿qué diría? ¿Qué palabras usaría? Yo digo que bastan las palabras «memoria» y «libertad» o, lo que es lo mismo, «historia» y «libertad». Porque cada uno de nosotros está constituido por su historia y por la libertad, que siempre se ejerce en el presente.

En clase les decía a mis alumnos: «Imaginad que uno de nosotros, al salir de aquí, se cayese y se diera un golpe en la cabeza que le provocase amnesia, acabando con todos sus recuerdos, ¿cuál sería el resultado? No quedaría nada de él, no tendría nada que decir sobre sí mismo». Todo lo que sé de mí mismo, todo lo que soy, coincide con lo que llamamos «memoria».

Para ayudarles a entenderlo les mostraba una película antigua, Excalibur, que cuenta las leyendas del rey Arturo y de los caballeros de la Mesa Redonda, y que tiene una escena espectacular sobre este tema. Arturo y sus caballeros han conseguido derrotar a todos sus adversarios y se reúnen en círculo para celebrar las batallas y las victorias. En un momento dado, aparece Merlín exclamando: «¡Deteneos! Fijaos bien en este momento… saboreadlo, regocijaos con gran alegría, […] recordadlo para siempre. Porque esto es lo que os une, sois un solo cuerpo bajo las estrellas. Así que recordad bien esta noche, esta gran victoria, para poder decir en los años venideros: “¡Yo estaba allí esa noche, con el rey Arturo!”. Porque la maldición de los hombres es que olvidan».

Ahí entendí qué es la memoria. La memoria es procurar que la grandeza que se ha vivido, la belleza que se ha visto y el bien que se ha encontrado puedan permanecer para siempre y, de algún modo, repetirse. Es un deseo que tenemos todos. Tanto es así que Arturo, respondiendo al envite de Merlín, dice: «De ahora en adelante, para rememorar nuestro vínculo, nos reuniremos siempre en un círculo, para contar y oír las hazañas buenas y valientes… Haré construir una mesa redonda alrededor de la que nos reuniremos, con una bóveda por encima y un castillo sobre la bóveda». Y así surgirá Camelot, el castillo de los caballeros de la Mesa Redonda, que se reúnen para que el bien conquistado no se pierda, para que se pueda repetir su conquista. Esto es la memoria.

Por eso digo que la mayor riqueza que tenemos es nuestra historia. Cuanto mayor es nuestra memoria, más rica y fuerte es nuestra personalidad. De hecho, la memoria es la facultad que nos ayuda a vivir el presente, porque acude al gran almacén que la constituye y saca de él ese encuentro, esa frase, esa palabra, ese acontecimiento, esa música… en resumen, lo que necesitamos. Así, paso a paso, día a día, nuestra experiencia se enriquece y nos hacemos mayores.

Recapitulemos. Dante se ha enamorado, por lo que no quiere olvidar, quiere que ese amor dure para siempre. Por eso, la primera palabra que pronuncia, la palabra de la que parte, es la palabra memoria. Y dice: «Si voy con la memoria atrás en el tiempo, antes de ella [«antes de la cual», que obviamente se refiere a Beatriz], no recuerdo prácticamente nada [«poco se podría leer»]». Porque en la vida —que es esta espera de bien, de verdad, de belleza, de amor— es como si custodiásemos algo decisivo con el rabillo del ojo, como si esperásemos la evidencia clamorosa de algo grande, ¡como si un milagro estuviera siempre a punto de ocurrir! Ese es el punto que atrae nuestro afecto, el punto que responde a nuestra vocación, lo que nos atrae en la relación con la mujer y en la relación con los demás. Se podría sintetizar diciendo que la vida empieza realmente cuando sale a la luz ese punto.

Tras una brevísima introducción, Dante empieza con el primer capítulo, donde cuenta cómo afloró en él ese punto, en el momento del primer encuentro con Beatriz.

Nueve veces ya desde mi nacimiento había vuelto el cielo de la luz casi a un mismo punto, cuando a mis ojos apareció por vez primera la gloriosa señora de mis pensamientos, la cual fue llamada Beatriz por muchos que no sabían cómo se llamaba. Llevaba ya en esta vida tanto, que durante aquel tiempo el cielo estrellado se había movido hacia oriente una de las doce partes de un grado, así que casi al principio de su año noveno apareció y yo la vi casi al final de mi noveno año. Apareció vestida de nobilísimo color, humilde y honesto, purpúreo, ceñida y adornada del modo que a su edad juvenil convenía. En aquel punto digo en verdad que el espíritu de la vida que mora en la cámara secretísima del corazón comenzó a temblar con tal fuerza, que repercutía en los últimos pulsos terriblemente, y temblando dijo estas palabras: Ecce deus fortior me, qui veniens dominabitur mihi. Entonces, el espíritu animal que mora en la alta cámara, a la cual todos los espíritus sensitivos llevan sus percepciones, empezó a maravillarse vivamente y, hablando de un modo singular a los espíritus del rostro, dijo estas palabras: Apparuit iam beatitudo vestra. En aquel momento, el espíritu natural que mora en aquella parte por donde se nos suministra el sustento, comenzó a llorar, y llorando dijo: Heu miser, quia frequenter impeditus ero deinceps. Desde entonces digo que el Amor señoreó mi alma, la cual tan pronto estuvo desposada con él, empezó a tomar sobre mí tanto dominio y tanto señorío por la virtud que mi imaginación le prestaba, que me agradaba hacer en todo su gusto.2

[Tenía unos nueve años cuando vi por vez primera la señora de mis pensamientos, que ahora vive en la gloria de Dios, y que muchos llamaban Beatriz sin conocer el verdadero significado de este nombre. Tenía poco más que ocho años, así que la vi al principio de su año noveno, estando yo al final del noveno. Apareció vestida de nobilísimo color, el rojo, pero oscuro y decoroso, ceñida y adornada del modo que a su edad juvenil convenía. En ese momento digo en verdad que el espíritu de la vida que mora en la cámara secretísima del corazón comenzó a temblar con tal fuerza que repercutía en los últimos pulsos, y temblando dijo: «He aquí un dios más fuerte que yo, que viene para dominarme». Entonces, el alma sensitiva que mora en el cerebro, donde confluyen todas las percepciones corpóreas, empezó a maravillarse vivamente y, dirigiéndose de un modo singular a los órganos de la vista, dijo: «Por fin apareció vuestra felicidad». En aquel momento, también el alma vegetativa que reside en el hígado, rompió a llorar, y dijo: «¡Ay, pobre de mí, que de ahora en adelante seré puesto a prueba!». Desde entonces digo que el Amor señoreó mi alma y, desde que me sometí a él, el pensar en Beatriz le concedió sobre mí tanto dominio y señorío que me agradaba hacer en todo su gusto]

Parafraseando y sintetizándolo mucho, Dante dice: «Si retrocedo con la memoria, mi primer recuerdo es que tenía nueve años, la vi y sentí que ahí, antes o después, sucedería algo grande. Desde entonces he vivido toda mi vida en la memoria de ese momento». «Desde entonces digo que el Amor señoreó mi alma».

Porque el acontecimiento del amor, cuando sucede, cambia nuestra vida de forma radical. Nada se queda ajeno a la experiencia de un gran amor, como observa Romano Guardini: «En la experiencia de un gran amor […], todo cuanto acontece se convierte en un acontecimiento dentro de su ámbito».3 Se entiende que es una experiencia de amor verdadera porque tiene este efecto, arrastra todo consigo, cambia la forma de mirar las cosas, las personas y los hechos.

Pero ¿en qué cambia radicalmente la vida? ¿En qué se demuestra que es una vida nueva? En dos aspectos que señalo brevemente.

Dante describe así los primeros efectos del amor: «El espíritu de la vida que mora en la cámara secretísima del corazón [es decir, el corazón como lo entiende la Biblia, sede de la razón y del afecto] comenzó a temblar con tal fuerza, que repercutía en los últimos pulsos terriblemente, y temblando dijo estas palabras: Ecce deus fortior me, qui veniens dominabitur mihi», ha llegado aquel que dominará mi vida. El alma, el corazón, ese deseo del que estamos hechos, reconoce que pasará la vida en esa relación, que vale la pena entregarse a ese acontecimiento, a esa presencia, porque es lo que siempre había esperado de forma más o menos consciente.

Pero, después, Dante añade otra observación espectacular que se articula en dos momentos.

El primero: «El espíritu animal que mora en la alta cámara, a la cual todos los espíritus sensitivos llevan sus percepciones [es decir, el cerebro, la razón], empezó a maravillarse vivamente y, hablando de un modo singular a los espíritus del rostro, dijo estas palabras: Apparuit iam beatitudo vestra [ha aparecido tu felicidad]».

El segundo. «El espíritu del instinto que mora en aquella parte por donde se nos suministra el sustento [según la concepción de la época el «espíritu del instinto» está ubicado en el hígado, pero se refiere en sentido amplio al vientre, al cuerpo, o también al aspecto instintivo de la atracción del hombre por la mujer], comenzó a llorar, y llorando dijo: Heu miser, quia frequenter impeditus ero deinceps». «¡Ay de mí!, que de ahora en adelante seré derrotado a menudo!». El aspecto más instintivo de la persona llora porque, de ahora en adelante, se verá sometido a la razón y el corazón, dominado por el sentimiento del Destino.

Por si no hubiese quedado claro del todo, Dante añade:

Me mandaba muchas veces que tratase de ver a aquel ángel tan joven, por lo cual en mi niñez con frecuencia la anduve buscando, y me parecía de tan noble y laudable porte, que ciertamente podían decirse de ella las palabras del poeta Homero: «No parecía hija del hombre mortal, sino de un dios». Y ocurría que aunque su imagen, que continuamente estaba conmigo, por osadía de Amor me señoreaba, era de tan nobilísima virtud, que nunca sufrió que Amor me rigiese sin el fiel consejo de la razón en todo aquello en que aquel consejo fuera provechoso de oír.4

[Me empujaba a que buscase a aquel ángel tan joven, por lo cual en mi niñez la vi con frecuencia y pude ver en ella acciones tan buenas y nobles que ciertamente, con Homero, podría decir: «No parecía hija de un mortal, sino de un dios». Y aunque su imagen, que yo guardaba en mi mente, hacía que el Amor me señoreara, ejercía un poder tan noble sobre mí, que nunca el Amor me rigió sin el fiel consejo de la razón, en todas las situaciones en las que su consejo es provechoso]

«Nunca sufrió que Amor me rigiese sin el fiel consejo de la razón». Una vez reconocido el valor de ese encuentro, la correspondencia entre la espera y la llegada de ella, se recompone en unidad su persona, amor y razón van a la par, el pensamiento alcanza una certeza consciente, la experiencia se convierte en principio de conocimiento y de acción.

Además, os anticipo que encuentra aquí su raíz la famosa definición que Dante dará de los lujuriosos: aquellos que «someten la razón a la pasión».5 No están condenados porque han amado, sino porque lo han hecho dejando que el instinto, el capricho del momento, dominase la razón. En cambio, en el hombre es la razón la que debe gobernar al instinto, y el pecado es su derrota.

¡Nada de oponer el amor a la razón, como se suele hacer! El amor en Dante, como es propio del hombre medieval, está cargado de razón y da forma a toda la vida. Amar es un impulso del corazón y un juicio de la razón, no el simple resultado del instinto. Para el poeta, de ahora en adelante, será este amor cargado de razón lo que guíe su vida.

Segundo capítulo, segundo encuentro con dieciocho años.

Después de que transcurrieron tantos días que precisamente se cumplían nueve años de la aparición de la gentilísima antes narrada, en el último de aquellos días aconteció que aquella admirable señora se me apareció vestida de color blanquísimo, en medio de dos gentiles damas que eran de mayor edad, y pasando por una calle volvió los ojos hacia la parte donde yo me hallaba lleno de temor, y por aquella su inefable cortesía, hoy recompensada ya en el gran siglo, me saludó muy recatadamente, de modo que me pareció entonces ver allí los extremos de la bienaventuranza. La hora en que me llegó su dulcísimo saludo era exactamente la de nona de aquel día, y como aquella fue la primera vez que sus palabras se dirigían a mis oídos, me sentí de tal modo inundado de dulzura que, como embriagado, me aparté de la gente y corrí a la soledad de mi aposento, donde me puse a pensar en aquella dama tan cortés.6

[A los nueve años del encuentro con aquella niña, volví a ver a esa nobilísima mujer vestida de blanco, en medio de damas de mayor edad; al pasar, volvió sus ojos hacia el lugar donde yo estaba con cierto temor, y por su inefable liberalidad, hoy recompensada ya en el paraíso, me saludó de tal manera que me pareció tocar el cielo. Su dulcísimo saludo me llegó exactamente a las 3 de la tarde; y como era la primera vez que me dirigía la palabra, me sentí de tal modo inundado de dulzura que, como embriagado, me aparté de la gente y corrí a la soledad de mi aposento pensando en ella]

Una parte de la crítica, sobre todo en el pasado, consideraba este encuentro una invención poética. Sin embargo, yo pienso que el encuentro fue real y que, básicamente, Beatriz se declaró con ese gesto.

Para entenderlo, debemos comprender la mentalidad de la época. Beatriz es una chica de buena familia —los Portinari son una de las estirpes más conocidas de la ciudad—, está prometida con otro hombre, nunca sale sola, siempre va acompañada por dos damas de compañía, dos especies de guardaespaldas que controlan que no haga nada indigno de su rango. Y una chica de buena familia que sale por Florencia ha de llevar los ojos bajos, mirar al suelo, jamás se arriesgaría a alzarlos, menos aún para mirar a un hombre, para sonreírle y saludarle. Al mirar a Dante, sonreírle y dirigirle un saludo, Beatriz está llevando a cabo un gesto claramente transgresor.

El caso es que Dante lo entiende perfectamente. Porque con esa mirada es como si Beatriz le dijera: «Yo te conozco, te reconozco. Has hecho bien al esperarme. Soy la que Dios había pensado para ti, para tu felicidad. Soy Beatriz, la que de veras te trae beatitud. Soy yo».

Dante se queda pasmado ante el consentimiento que le regala Beatriz. Corre a su casa, compone poesía, tiene visiones, sueña, escribe a sus amigos… comienza para él una vida nueva.

Lo primero que hace —es el primer impulso que te viene cuando te sucede algo bello, quieres compartirlo— es contar lo que le ha sucedido. Y, como buen poeta, lo hace escribiendo poemas. Este es el primero.

A ciascun’alma presa e gentil core

nel cui cospetto ven lo dir presente,

in ciò che mi rescriva ’n suo parvente,

salute in lor segnor, cioè Amore.

Già eran quasi che aterzate l’ore

del tempo che onne stella n’è lucente,

quando m’apparve Amor subitamente,

cui essenza membrar mi dà orrore.

Allegro mi sembrava Amor tenendo

meo core in mano, e nelle braccia avea

madonna involta in un drappo dormendo.

Poi la svegliava, e d’esto core ardendo

lei paventosa umilmente pascea.

Apresso gir lo ne vedea piangendo.

A toda alma cautiva y corazón gentil / a la que estas palabras se presentan / para que me descubran su opinión, / salud en nombre de su dueño Amor. / Ya eran casi terciadas las horas / del tiempo en que toda estrella resplandece, / cuando me apareció el Amor súbitamente / y me estremece recordar su esencia. /Alegre me parecía el Amor teniendo / mi corazón en la mano, y en los brazos / a mi dama con su túnica, dormida; / después la despertaba y del corazón ardiendo / ella, temerosa, pacía humildemente. / Luego lo vi marchar llorando.7

Aquí Dante cuenta la historia recurriendo a una serie de imágenes del lenguaje poético del tiempo: se le aparece el Amor, que tiene entre los brazos a Beatriz («a mi dama», mi mujer) y en una mano su corazón (el de Dante), hasta que ella se despierta y empieza a alimentarse de ese corazón. La metáfora evidentemente señala un mimetismo total (un poco como cuando una madre le dice a su hijo pequeño «te voy a comer»).

Así que Dante escribe y alguien le responde.

Este soneto fue contestado por muchos y en diverso sentido. Entre ellos me contestó aquel a quien yo llamo el primero de mis amigos, que escribió entonces un soneto que empieza Viste, a mi parecer, todo el valor. Y este fue casi el principio de la amistad entre él y yo, cuando él supo que yo era quien le había enviado aquel.8

Los amigos le responden escribiendo otras poesías. Y, entre ellas, está la réplica extraordinaria, preciosa, de Guido Cavalcanti: Viste, a mi parecer, todo el valor. Como si dijera: «Dante, creo que has dado en el clavo, por lo que dices, por lo que cuentas, te ha pasado lo más importante de la vida. ¡No lo dejes!». Y Dante dice que, a partir de ahí, empezó la amistad entre ellos.

Me paro un momento en esta palabra, «amistad», porque creo que, hoy en día, para entender qué era entonces la amistad tenemos que hacer otro gran esfuerzo de imaginación. En mi experiencia como profesor, si llamase hoy a un grupo de jóvenes para que me dijeran qué es la amistad, me temo que las respuestas serían muy inciertas, llegando incluso a poner en duda su existencia y posibilidad. Cuando intentan definirla, lo hacen de forma insegura, confusa, como si la amistad fuera un vago sentimiento, que va y viene, dependiendo de la consonancia momentánea o de los temperamentos: «Estoy de acuerdo, no estoy de acuerdo; piensa como yo, tiene la misma idea sobre…».

Pensar así no tiene nada que ver con la amistad que tenían Dante y sus amigos, y, por tanto, con la confianza que se tenían recíprocamente. Tenéis que imaginar a un grupo de jóvenes, de amigos, para los que era habitual levantarse por la mañana tomándose en serio la vida, razonando sobre el deseo que la mueve y sobre lo que responde en concreto a ese deseo. Tenían claro que, si la naturaleza de la vida humana es este deseo incesante, compartirla es el contenido de toda amistad auténtica, como dice Dante en un famoso soneto.

Guido, yo quisiera que tú y Lapo y yo / fuéramos sorprendidos por un encantamiento / y metidos en una barca que, obedeciendo a todo viento, / corriese por el mar conforme a vuestra voluntad y mía, / de tal suerte que ninguna tempestad o mal tiempo / lograse ponernos en mal trance, / antes, por el contrario, / viviendo todos en un mismo querer, / creciese siempre más el anhelo de estar juntos. / Y D.ª Vana y D.ª Lagia después, / con aquella que está por encima de los treinta, / pusiese entre nosotros al buen encantador, / y así siempre hablaríamos del amor / y todas ellas estarían contentas, / como creo que estaríamos todos.9

Guido —escribe Dante— me gustaría que tú, Lapo y yo fuéramos sorprendidos por un encantamiento y metidos en una embarcación, sin que nada se pusiera por delante, y viviendo siempre «en un mismo querer», en una sola voluntad, «creciese siempre más el anhelo de estar juntos», el deseo. El cumplimiento de la amistad, el cumplimiento de la vida, es que se acreciente el deseo. No hay otra definición verdadera de la amistad. ¿Quién me es amigo? ¿Quién es el amigo de verdad? Aquel que sostiene mi deseo y siempre lo relanza. Aquel que, cuando estoy metido en algo grande, lo reconoce, también lo mira y me ayuda a mirarlo mejor, a entenderlo mejor.

Algo te ha herido, te ha impresionado —algo bueno, doloroso o fatigoso— al igual que a mí, hemos compartido algo grande; cuanto más grande es lo que hemos compartido, más fuerte y tenaz es el sentimiento que nos une. La amistad nace de ahí, de la experiencia humana que se comparte con el otro y no de un vago sentimiento. Nace de la fuerza que tiene lo que miramos juntos, lo que deseamos juntos, lo que nos ha sucedido y que es más grande que nosotros.

A veces también imprevisible. Hasta el punto de que es verdad que se puede decir que tengo grandes amigos, pero que no los he elegido. No es que haya ido por ahí y, como uno me gustó más que otro, le dije: «Venga, seamos amigos». No los he elegido, los he encontrado. En la vida muchas veces he estado ante cosas grandes y, en ese momento, he tenido a alguien al lado. No elegido, no buscado, pero nos hemos mirado y hemos dicho: «Pero, si tú y yo estamos ante algo tan grande juntos, somos amigos». El amigo es aquel que reconoces por la grandeza que tiene él en los ojos y que tú tienes en los ojos. Dante y sus compañeros entendieron que el objeto de la amistad es alimentar el deseo, que, estando juntos, «creciese siempre más el anhelo de estar juntos».

Es una afirmación que se puede aplicar también a la experiencia del amor. Así que alguien que está realmente enamorado, después de pasar un día con su novia, ¿qué hace cuando la deja? ¿Cómo os despedís de un amigo con el que habéis pasado un gran día? «¿Cuándo nos vemos?». Te preguntas cuándo os volveréis a ver. Haber estado juntos ha alimentado el deseo de volver a verse. A nosotros nos cuesta conquistar este dinamismo como el modo normal de vivir una relación. Sin embargo, para Dante y sus compañeros era normal.

Y aquí la experiencia de la amistad se encuentra con la de la memoria. Porque, cuando nos sucede algo grande, todos necesitamos a un amigo con quien compartirlo. Después, necesitamos también que esa experiencia se pueda repetir siempre. Y para ello necesitamos un lugar concreto, una compañía humana. «La casa es el lugar de la memoria», reza una fórmula de una asociación de laicos consagrados que conozco; todos ellos tienen esa frase en sus casas. Porque todos necesitamos la memoria; y lo que custodia esa memoria, lo que te la devuelve incluso cuando la extravías es tu casa, la compañía que te rodea, los amigos, los hermanos, la gente que guarda en su corazón lo acontecido, los que recuerdan contigo lo que habéis vivido y por lo que vale la pena vivir.

Desde este punto de vista, por ejemplo, se comprende —se trata de un inciso, pero siempre me conmueve— lo que es la misa dominical para los católicos, cuando en el corazón de la semana, en el corazón de la vida, está esa hora en la que vuelve a acontecer lo que pasó hace dos mil años, que Jesús se hace realmente presente cuando el sacerdote dice: «Haced esto en conmemoración mía». Esa es una casa, una morada; esos son los hermanos, porque entre ellos todo se plantea como ayuda para vivir esta memoria, para no olvidar.

Después, sigue la trama amorosa. Y, en cierto sentido, sigue mal. Mal porque, frente a lo que le ha sucedido, Dante se comporta torpemente, de modo inadecuado. ¿Qué hace nuestro poeta enamorado? Lo que haríamos cualquiera de nosotros en semejantes circunstancias: hacer de todo por volver a ver a su Beatriz. «¿Qué tiene eso de malo?», os preguntaréis. Os respondo con las palabras de una canción de Claudio Chieffo: «Este extraño amor ha nacido como un hijo que nadie esperaba, ¿y por qué ahora queremos ser los dueños de un amor donado?».10 Esta es la tentación que surge enseguida: adueñarnos de lo que no es nuestro, ponerle las manos encima, querer decidir nosotros cómo tiene que ser, cómo tiene que continuar, olvidándonos de que, si es un milagro que nazca el amor, como milagro debe continuar. Sin embargo, Dante intenta adueñarse de ese amor, y entonces empiezan los problemas.

Un día sucedió que aquella gentilísima estaba en un sitio donde se oían palabras acerca de la reina de la gloria y yo me hallaba en lugar desde el que veía mi dicha, y entre ella y yo, en línea recta, se sentaba una noble dama de muy agradable aspecto, la cual me miraba frecuentemente, maravillándose de que mis miradas pareciesen terminar en ella. De aquí que muchos se dieron cuenta, y al salir de aquel lugar oí decir cerca de mí: «Ved como aquella dama ha destruido la persona de este»; y, como la nombraran, oí que lo que decían de la que estaba en medio de la línea recta que, arrancando de la gentilísima Beatriz, terminaba en mis ojos. Entonces me recobré mucho, seguro que mi secreto no se había descubierto el día aquel por mis miradas. Y en el acto pensé en hacer de aquella noble señora abrigo de la verdad, y tantas demostraciones le hice en poco tiempo, que las más de las personas que hablaban de mí creyeron conocer lo que yo ocultaba. Con esta dama me celé meses y años, y, para que más lo creyeran los otros, le dediqué algunas cosillas rimadas, las cuales no quiero trasladar aquí, sino las que en algo tratan de aquella gentilísima Beatriz, por lo cual las dejaré todas a un lado salvo alguna que parezca ser en alabanza suya.11

¿Qué es lo que pasa? Pasa que Dante, en cuanto puede, entra en la iglesia para admirar a Beatriz, hasta que un día entre él y ella se interpone otra mujer, por lo que puede parecer que la mirada de Dante se dirige a esta última. Entonces Dante aprovecha la ocasión para esconder su amor por Beatriz —que no puede mostrarse públicamente porque, como hemos visto, ella está prometida con otro— tras la pantalla de esta otra dama, y alimenta el equívoco escribiendo poesías para ella. Después, la «mujer-pantalla» (así se la llama habitualmente) se va a otra ciudad y Dante vuelve a hacer lo mismo con otra. Pero acaba por exagerarlo y la cosa llega a oídos de Beatriz, que cumple su deber: le retira el saludo.

Después de mi regreso púseme a buscar a la dama cuyo nombre me había dado mi señor en el camino de los suspiros; y a fin de que mi relato sea más breve, digo que en poco tiempo hice de ella mi defensa, hasta tal punto que demasiada gente hablaba del caso sobrepasando los límites de la cortesía; de lo cual a menudo me pesaba mucho. Y por este motivo, es decir, por estas exageradas voces que injustamente me difamaban, aquella gentilísima, que fue destructora de todo vicio y reina de las virtudes, pasando por cierto lugar, me negó su dulcísimo saludo, en que toda mi felicidad residía.12

En ese momento, cuando, por torpeza corre el riesgo de perder a la persona amada, Dante se ve empujado a reflexionar sobre por qué ella es tan importante para él. Y así llega a identificar el efecto decisivo del amor, la novedad absoluta por la que realmente se puede decir «ha comenzado una vida nueva». Sigamos leyendo.

Digo que cuando ella aparecía dondequiera que fuese, ante la esperanza del admirable saludo, no me quedaba ya enemigo alguno; antes bien, nacíame una llama de caridad que me hacía perdonar a quien me hubiese ofendido; y si alguien entonces me hubiera preguntado cosa alguna, mi respuesta habría sido solamente: «Amor», con el rostro lleno de humildad.13

Dante dice que, cuando la veía por algún sitio, albergando la esperanza «del admirable saludo» —es decir, de que su vida se salvase milagrosamente y pudiera llegar a ser algo bueno y grande— «no me quedaba ya enemigo alguno», nada ni nadie sentía como enemigo, ninguna circunstancia y persona como adversarios; es más, sentía nacer en mí una «llama de caridad», un ímpetu afectivo que me empujaba a perdonar a quien me hubiese ofendido. He aquí la segunda consecuencia que demuestra que alguien está experimentando lo que es el amor, podríamos decir la consecuencia ética de la experiencia del amor: la capacidad de perdón. Porque, si se te quiere de verdad, de una forma gratuita, con una gratuidad infinita, que no alcanzas comprender porque sabes que no lo mereces, entonces esa gratuidad entra en todas tus relaciones; es más, promueve las relaciones, hace que todo el mundo te resulte cercano. Te surge el deseo de que el tiempo no pase en balde, de que tu vida contribuya a mejorar el mundo… Te viene el deseo de contribuir al bien del mundo, los problemas y el sufrimiento que ves a tu alrededor ya no te son ajenos.

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