Loe raamatut: «Feminismos y antifeminismos», lehekülg 5

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INSTRUCCIÓN Y MILITANCIA FEMENINA EN EL REPUBLICANISMO BLASQUISTA (1896-1933)

Luz Sanfeliu

Universitat de València

NOTA: Este capítulo se inscribe el proyecto I+D+I HAR2008-03970/HIST Democracia y culturas políticas de izquierda en la España del siglo XX, en el que participa la autora, financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación.

INTRODUCCIÓN. ESTAMPAS DE VETERANOS REPUBLICANOS

Entre los años 1928 y 1930, aparecieron regularmente en el diario El Pueblo varios artículos firmados por Julio Just, que posteriormente se publicarían en forma de libro.[1]En dichos artículos rememoraba la biografía de republicanos y republicanas «venerables», que en el pasado habían contribuido a levantar el partido Unión Republicana fundado por Blasco Ibáñez en Valencia en torno a 1895. Aquellas historias de vida vieron la luz en los últimos años de la dictadura de Primo de Rivera, en un clima en el que el republi­canismo blasquista continuaba manteniendo en Valencia su arraigo popular, cuando el refundado Partido de Unión Republicana Autonomista (PURA) comenzaba a dar sínto­mas de agotamiento y de cierta indefinición política. El desarme ideológico del partido y del movimiento que le daba soporte, se concretaría años más tarde en un claro viraje a la derecha cuando, en 1931, ya en tiempos de la Segunda República, el nuevo equipo dirigente del PURA presidido entonces por Sigfrido Blasco Ibáñez, se unió al proyecto lerrouxista. En las elecciones municipales de 1934 recibió todavía un respetable soporte electoral; pero en las de 1936, no consiguió ni un solo de los diputados de la circunscrip­ción de la ciudad. El blasquismo agotaba su razón de ser, y las fuerzas sociales que en su origen le habían dado el triunfo en las urnas, se agruparon alrededor de los partidos políticos del Frente Popular.[2]

Sin embargo, en el contexto de la dictadura de Primo de Rivera y tras la quiebra del sistema constitucional, el partido blasquista mantenía al menos formalmente su ideario democrático y radical, y era una de las escasas facciones organizadas y vivas del republicanismo «histórico» español.[3]

En ese ambiente sociopolítico, las intenciones de Julio Just al publicar las biografías eran, según sus palabras, volver la vista atrás para recuperar las hazañas de republicanos y republicanas ilustres y glosar sus «luchas» en pro de la democratización nacional. El autor expresaba también que convenía transmitir brío y fiebre combativa, «en horas malas para la causa de la libertad española». Asimismo, se hacía necesario aleccionar a la juventud, mostrándoles el camino emprendido por quienes habían sabido mantener «el espíritu» republicano, ya que de este modo, se consolidaría además el vínculo que ligaba a las viejas y a las nuevas generaciones de militantes.[4]

En las citadas biografías, el autor había elegido tres mujeres que representaban los modelos femeninos adecuados para cumplir estas funciones. Rita Mas –la Rulla– per sonificaba a la mujer fuerte y valiente, agitadora popular y promotora de revueltas callejeras. Dolores Ferrer, que representaba a la mujer culta que se ocupaba de su familia, siendo además el «alma» vigorosa que sostenía el casino republicano de su localidad. Y Elena Just, que simbolizaba la feminidad que había logrado una posición de liderazgo en las filas blasquistas, impulsando la acción pública de las mujeres y reclamando su instrucción para que fuesen también independientes de la infl uencia clerical.

La elección de estas biografías por parte de Just no era casual, ya que a través de referentes simbólicos y emocionales extraídos del pasado, trataba de fomentar la iden­tificación colectiva y reconstruir identidades femeninas que sirvieran de ejemplo en el presente. Puesto que la construcción de la memoria es una relación social, el autor, como miembro destacado del blasquismo,[5]en última instancia elegía con propósitos jerárquicos a determinadas mujeres siguiendo criterios de valor instituidos por la cultura política de la que formaba parte. Como señala Maurice Halbwachs, la identidad individual constituye un punto de vista de la memoria colectiva originada por el grupo social al que pertenece el individuo.[6]Así, la recuperación del pasado tenía la función de ofrecer un repertorio de modelos femeninos estimulantes y adecuados que guiaran los actos y las conductas de las jóvenes militantes

Por ello, y en base a dos de las biografías reseñadas por Julio Just, la de Dolores Ferrer y la de Elena Just, el presente trabajo se propone, en primer lugar, analizar las identidades de mujeres que, con perfiles similares, constituyeron los modelos femeninos «apropiados» que difundió el republicanismo histórico valenciano. En ese periodo, en torno a 1900, la posición subsidiaría de las mujeres en la vida social y su exclusión de la participación en la vida pública experimentaron un punto de inflexión, y los roles femeninos se adaptaban en el blasquismo a la intensa actividad política que se vivía la ciudad. En la práctica, el acceso lateral de las republicanas a las actividades formativas relacionadas con las redes de sociabilidad del partido se completó con la atribución a los roles femeninos de importantes cometidos ideológicos. A las mujeres blasquistas se las representaba como modernas, instruidas, y defensoras del republicanismo y el librepensamiento, aunque en gran medida, funcionales a la propia familia republicana y a los intereses del movimiento.

Pero como también explica Rafael del Águila, la rememoración es necesaria­mente plural, aunque dicha pluralidad se haya escindida en contradicciones que dan lu­gar a determinadas omisiones selectivas. Omisiones que convierten en relevante lo que se pre tende resaltar y en silente lo considerado insignificante para los propósitos que se pretenden.[7]En el mismo periodo temporal, las maestras Amalia y Ana Carvia Bernal, que no menciona el texto de Just, impulsaron un movimiento feminista de carácter laicista e implicado en la educación de las niñas, y posteriormente sufragista, que demandaba la igualdad de derechos civiles y políticos para integrar a las mujeres en un nuevo orden social y político que les permitiera avanzar en una espacio «entre iguales».[8]

Por ello, incorporar al presente análisis la trayectoria de Amalia y Ana Carvia Bernal nos va a permitir analizar, en segundo lugar, la forma en la que estas mujeres, en buena medida transgresoras, adaptaron la cultura política republicana para fundamentar sus estrategias de acción feministas.

A lo largo del tiempo, las retóricas masculinas y femeninas, no siempre coincidentes, configuraron en el blasquismo un repertorio de ideas, valores y conductas que permitieron a ambos sexos plantear debates y argumentaciones en torno a la feminidad, y que abrieron para las mujeres nuevos espacios sociopolíticos de participación ciudadana. Los discursos y actuaciones femeninas/feministas contribuyeron con ello a modificar las identidades masculinas, y fueron transformando progresivamente las prácticas de la propia política. No en vano, y como afirma Alessandro Pizzorno, la cultura política es el ámbito en el que se representa y se da forma a la experiencia de los sujetos, produciendo identidades colectivas, y donde se definen y redefinen continuamente los intereses ciudadanos.[9]

A partir de estas formulaciones, más o menos adecuadas o conflictivas del ideal de mujer blasquista que se fue consolidando en el primer tercio del siglo XX, este trabajo se plantea, en tercer lugar, examinar los cambios y las permanencias que se produjeron cuando, en 1931, se organizaron las Agrupaciones Femeninas Republicanas (AFR) en el entorno del PURA. Ya en la Segunda República, una nueva readaptación de los roles de género consolidó formas de actuación de las mujeres que, de algún modo, suponían una continuidad de las pautas femeninas tradicionales en la cultura política del blasquis­mo, aunque en este caso, adecuadas al nuevo contexto democrático. Como señala Joan Scott, la experiencia de los sujetos sucede dentro de significados lingüísticos previa­mente establecidos.[10]Estos significados establecidos respecto a la feminidad, se incor­poraron a los discursos y a las formas de actuación de las AFR, que heredaron muchos de las atribuciones de género que a lo largo del tiempo habían caracterizado a otras blasquistas en décadas anteriores, entre ellas a Dolores Ferrer, a Elena Just y a Amalia y Ana Carvia, a quienes en los homenajes que se les tributaron en este período se les reconocía su condición de guías y precursoras de las citadas Agrupaciones.[11]

DOLORES FERRER. ENTRE LA PARTICIPACIÓN EN LA POLÍTICA Y LA VIDA FAMILIAR

Esta doña Dolores [...]. No tiene espíritu sufragista; es por el contrario muy mujer; [...] como ahora, en nuestros días, lo es Gina Lombroso; ilustre tres veces: por ser hija de Lombroso, por ser esposa de Ferrero y por ella; por las obras suyas. Un fino, delicado temperamento femenino.[12]

Dolores Ferrer formaba parte de una antigua familia local en la que todos habían sido liberales y republicanos, y en la que todos también habían compartido los trabajos manuales o del campo «con los trabajos de la inteligencia». En su casa había «libros antiguos de fina doctrina y grabados, cartas geográficas», además de recuerdos de ciudades europeas y españolas. Ella era como su hermano, fiel a la tradición familiar; «ama[ba] los libros y le gusta[ba] conversar sobre arte y religión y política». También hablaba y discutía en el Casino Republicano «con palabras exactas, con tino y mesura», de todos los temas, alentando a viejos y jóvenes que creían en ella y que luchaban por el «advenimiento de la aurora republicana». Su identidad se definía, principalmente, por las relaciones que mantenía con los hombres de su propia familia, aunque también por sus propias «obras» en el ámbito del casino republicano. El texto de Just señalaba además de forma explícitamente su condición de «muy mujer» como opuesta a la de sufragista.[13]

Ambivalente entre el espacio público y la privacidad, el modelo deseable de mu­jer republicana, como en el caso de Dolores Ferrer, se constituía en el blasquismo en relación con la cultura, la sociabilidad y el entorno familiar. Un entorno que ampliaba sus fronteras e incluía al partido y al movimiento, consolidando una identidad colectiva que estaba en función de «la gran familia republicana», pues como afirmaba un orador en los actos de celebración de la Primera República: «El que se llame republicano es nuestro hermano. [Ya que] todos formamos una sola familia».[14]Por este motivo, las representaciones de la feminidad no eran ajenas a la esfera pública y las atribuciones de las mujeres eran también participar en el formidable tejido asociativo popular que, en torno a 1900, se articuló en torno al blasquismo.[15]

Puesto que se entendía además que la ideología política debía plasmarse en la vida personal y en el quehacer cotidiano, resultaba deseable que esposas e hijas compartie­sen ideas, principios y valores con los hombres de su entorno. De esta forma, ellas se constituían en compañeras, apoyo y sostén de los militantes republicanos a los que les unían las mismas convicciones y a los que ofrecían refugio y afecto. Tal era el caso, por ejemplo, de Alfredo Calderón, de quien El Pueblo decía que cuando «se ve[ía] envuelto en [...] las persecuciones y los odios, enc[ontraba] ánimos en los santos afectos de la familia [...] donde relampaguea[ba] el más puro amor: el de la esposa y los hijos».[16]

En situaciones de mayor adversidad, a las mujeres se las representaba animando a los hombres a mantenerse firmes en sus luchas hasta llegar al martirio, como había sucedido en la resistencia al asedio de Numancia.[17]Definidas como indomables, heroicas, pero a la vez, santas y buenas,[18]los rasgos deseables de la feminidad blasquista combi­naban atribuciones de ambos sexos. De mujeres como George Sand, Emilia Pardo Bazán o Carmen de Burgos, se llegaba a afirmar con admiración que gozaban de un talento homólogo al masculino y de conductas que denotaban «virilidad».[19]Contrariamente, de mujeres extranjeras como las abogadas Mackinley y Bajan, que habían presentado su candidatura a la presidencia de los Estados Unidos, o de las socialistas que articulaban sus demandas igualitarias en el Congreso Socialista de Gotha, se consideraba que mantenían actitudes y pretensiones inapropiadas, puesto que las gestión del gobierno, los derechos y las elecciones políticas eran asuntos reservados exclusivamente a los varones.[20]

Desde estos presupuestos, la reclamación del sufragio femenino se juzgaba co­mo una cuestión propia de exaltadas y poco conveniente. El feminismo aceptable o «no enojoso», debía consistir en hacer conscientes a las mujeres de las discriminaciones legales y de los prejuicios que las costumbres y la religión les imponían en materia sen­timental y sexual. Por ello, las demandas del matrimonio civil y de la ley del divorcio, temas habituales en los discursos blasquistas, hacían referencia también a la liberación femenina de los falsos pudores y de los matrimonios de conveniencia que acrecentaban su sometimiento.[21]De esta forma la cultura política del blasquismo incorporaba de forma habitual en los lenguajes de la política toda una serie de simbologías en torno a la vida privada y familiar, y abundantes metáforas sexuales y referidas al género.[22]

A las republicanas no se las calificaba, por tanto, como criaturas domésticas en el sentido estricto del término, ni sus roles coincidían con las normas de decencia y pudor atribuidas a «El Ángel del Hogar»,[23]aunque sí se continuaban manteniéndose ámbitos de intervención y cometidos diferenciados en función del género. En una velada promovida por el Casino de Fusión Republicana del distrito del Museo, el orador expresaba esta idea «Alent[ando] a los hombres á continuar la misión liberadora, y salud[ando] á las hermosas mujeres que se veían en la sala, felicitándolas por su independencia de ideas».[24]

Esta diferencia de funciones no impedía que las mujeres participaran en los actos, veladas y bailes de los Casinos y demás asociaciones obreras, en los encuentros organi­zados por las escuelas laicas, en los mítines, las manifestaciones, las algaradas callejeras u otros rituales de movilización, en los que su presencia era numerosa. El hecho de que las mujeres estuvieran formadas e integradas en las ideas, rituales y espacios de la cultura política republicana resultaba crucial para la reproducción de la ideología blasquista. Por este motivo, las madres debían instruirse, fundamentalmente, para acrecentar su consciencia sobre las desigualdades sociales y sobre las problemáticas políticas con el objetivo de que su prole aprendiera, también de ellas, los principios del grupo. Esta labor de «madres e iniciadoras» también en cuestiones sociopolíticas, en última instancia, garantizaba la consecución de un futuro más justo. Adolfo Gil y Morte, por ejemplo, en un mitin en el casino «El Pueblo», elogiaba la firmeza de convicciones de las mujeres republicanas «porque ellas eran las madres de las futuras generaciones revolucionarias llamadas a realizar grandes empresas».[25]

La instrucción femenina se legitimaba, por tanto, en base a sus tareas como com­pañeras de los hombres y educadoras de los hijos e hijas, lo que confería una función política a los papeles de las mujeres como agentes y protagonistas del cambio social, aún cuando les limitaba el ejercicio de su individualidad en un sentido pleno.[26]La transmisión que debían realizar las mujeres de la cultura republicana acrecentaba la cohesión familiar y garantizaba la pervivencia del movimiento que, en una heteronimia de la religión católica, difundía una nueva fe basada en el «progreso humano». Una fe que, sin intermediaciones sobrenaturales, dependía de las convicciones que hombres y mujeres fuesen capaces de inculcar a sus descendientes.[27]

Las imágenes y prácticas de vida de las blasquistas estaban pues en función del nuevo modelo de vida política y de relaciones familiares notablemente politizadas aun­que, en términos generales, a las mujeres se les seguían negando la participación en los asuntos transcendentales de la política y en la elaboración de la ideología colectiva. Su valor «como mujeres» –y esa era también la percepción de Julio Just– dependía de los hombres de su familia, y el mérito de sus propias obras estaba sobre todo en función de su adhesión a la «causa» republicana. Sin embargo, las blasquistas militantes constituían modelos femeninos que otorgaban legitimidad a un proyecto de relaciones modernas, progresistas, laicas y opuestas, en todo caso, al de la Liga Católica, cuya organización femenina, la Junta de Protección de Intereses Católicos, se había formado en 1901 con la finalidad de oponerse al blasquismo, re-cristianizar las costumbres sociales y socorrer e instruir a las obreras.[28]

En última instancia, las mujeres que manifestaban su «ferviente republicanismo», tenían un cierto peso en la estructura política del movimiento.[29]Con lo cual, la adapta­ción de las atribuciones femeninas a la cultura propia del republicanismo, al cargarse de ideología, otorgó a las republicanas un nuevo valor para consolidar el proyecto político blasquista, lo que les proporcionó status social de cierta relevancia.[30]

En agosto de 1931, nada más proclamarse la II República, se creaban en Valencia las Agrupaciones Femeninas Republicanas (AFR) vinculadas al blasquismo. También en este caso, la oposición a la Acción Cívica de la Mujer (ACM), organización femenina vinculada a la Derecha Regional Valenciana, actuó de acicate en el rápido y numeroso encuadramiento de las mujeres republicanas.[31]Entre 1931 y 1933, llegaron a existir en la ciudad y en las comarcas valencianas 28 agrupaciones femeninas integradas en una Federación cuyas tareas estaban dirigidas a la formación cívica y política de las mujeres.

En el momento de su constitución, el diario El Pueblo hacía un llamamiento a «las veteranas correligionarias» y a todas las republicanas de Valencia, y las invitaba a inscribirse en sus filas por la importancia que revestía su participación social.[32]Dichas agrupaciones llevaban habitualmente el nombre de novelas de Blasco Ibáñez como por ejemplo, «La Barraca», «Entre Naranjos», «Flor de Mayo» o la denominación del barrio al que pertenecían. En muchos casos, las agrupaciones estaban además ubicadas en los mismos locales de los casinos ya existentes, donde desarrollaban una labor autónoma centrada en la formación política de las mujeres.

La iniciativa de su creación había partido de una Junta Central Femenina que, tras proclamarse la Segunda República y en colaboración con los dirigentes del partido, había tomado la decisión de impulsar un programa de «Actividades Feministas» con la finalidad de dinamizar el asociacionismo entre las mujeres para que se preparasen para ejercer una ciudadanía activa.[33]

Las Agrupaciones Femeninas mantenían una cierta independencia del partido, y la constitución y organización de sus juntas directivas o de sus actos públicos dependían exclusivamente de las asociadas. Sin embargo, las actividades programadas tenían el mismo carácter ambivalente que había caracterizado los rasgos de la feminidad blasquista en las décadas anteriores. Las tareas «femeninas» de las agrupaciones estaban relacio­nadas con la asistencia y los cuidados a los demás, y consistían en «hacer el bien», pero «sin alardes ni fanatismos religiosos» y, en algunos casos, en recoger fondos mediante la organización de fiestas benéficas con el objetivo de, posteriormente, repartir dinero o cocidos de navidad entre las familias necesitadas del distrito en el que estaban ubicadas.[34]En 1932, crearon también «El Ropero Autonomista» dedicado a beneficiar a los hogares míseros. El acto más emblemático de dicho Ropero lo constituyó la conmemoración de «La llegada de los restos de don Vicente Blasco Ibáñez» donde se repartieron «a los necesitados 3.000 mantas y 20.000 pesetas en bonos de dos pesetas», en medio de una semana cuajada de otros festejos. El reparto se efectuó en la Plaza de Toros, y El Pueblo reseñó la entrega del dinero y demás regalos y dio publicidad a las consiguientes aglome­raciones de gente que se produjeron.[35]Aunque el Ropero se gestionaba desde un enfoque cercano al «humanismo laicista», limitaba las funciones políticas de las blasquistas al trabajo asistencial propio de la feminidad más tradicional.[36]

Paralelamente, las conferencias culturales y políticas programadas por las AFR llevaban títulos tan significativos como «La política, las mujeres y sus derechos», «Ga­lantería y derechos para la mujer», «Deberes de la República con la mujer y de la mujer para con la República», «La cuestión social y la mujer».[37]En algunos casos, finaliza­das las conferencias se organizaba un «grandioso baile, amenizado por la orquesta La Caraba», y había «grandes regalos para las señoritas, concursos y premios».[38]En estas actividades se invertían los papeles respecto a la función de los sexos, puesto que eran las presidentas de las agrupaciones las protagonistas de los actos y las que invitaban a otros integrantes del movimiento blasquista como «agrupaciones, socios y familiares», aún cuando los que impartían las conferencias solían ser varones.[39]

En otros casos, las llamadas a la población femenina para que se inscribiesen en las agrupaciones apelaban a los deberes maternales de las mujeres afirmando: «vuestros hijos os lo agradecerán, ya que gracias a vosotras se humanizaran las costumbres, se extinguirá toda tiranía y la justicia imperará en el mundo».[40]En este caso, la maternidad continuaba siendo un mecanismo discursivo que apelaba a la organización y participación cívica de las mujeres, aunque en este contexto, dicho mecanismo no era ya el fundamental.

Por esos años, también las pautas y recomendaciones en torno a la «vida familia republicana» habían desaparecido prácticamente de las páginas de El Pueblo. Los debates sobre la promulgación de la Constitución y de la ley de divorcio,[41]ponían de manifiesto la mayor coincidencia de las prácticas sociales y legislativas con el modelo de relaciones familiares que los blasquistas vivían ya en clave civil y secularizada. Buena prueba de ello era la reiterada publicación de matrimonios civiles que se anunciaban en los juzgados municipales de los distritos de la ciudad. Estos casamientos civiles estaban «intervenidos» por el grupo librepensador de la Casa del Pueblo Radical. Un grupo que se ocupaba de tramitar la documentación de los futuros cónyuges «para allanar cuantas dificultades puedan encontrar para ello».[42]

Las campañas emprendidas por la Acción Cívica de la Mujer, sobre todo las desti­nadas a desprestigiar la labor legislativa del bienio progresista en temas como la ley del divorcio y la laicidad de la educación, eran además respondidas por las AFR, posicio­nándose a favor de la secularización de las prácticas de vida, tal y como proclamaban el nuevo Estado y la Constitución. Paralelamente, se desacreditaba a las mujeres católicas por su «fanatismo religioso» y por la manipulación política de la que eran objeto por parte de la jerarquía eclesial.[43]

En febrero de 1932, Melquíades Álvarez en un «discurso político» pronunciado en el Teatro Principal de Valencia, se dirigía a las mujeres para recomendarles: «Trabajad por ella en el hogar y fuera del hogar, que a vosotras se deberá la consolidación de la libertad, el triunfo de la democracia y el afianzamiento de la República».[44]Como afir­maban sus palabras, el «doble trabajo» de las mujeres en lo privado y en lo público, en aras de mantener los valores republicanos, seguía, por esas fechas plenamente vigente. El discurso de las esferas complementarias entre los sexos era asumido también por parte de algunas agrupaciones. Así la Agrupación Femenina de la Vega decía: «No pretendemos suplantar a los hombres en las actividades que le son propias, sólo deseamos llevar a la vida nacional un poco de ternura del hogar».[45]

Esta duplicidad de funciones entre lo político y lo benéfico y asistencial que, efectivamente, siguieron manteniendo las AFR, posibilitó en última instancia a un mayor número de mujeres de tendencia republicana, pero moderada, acceder a una sociabilidad política respetable. Una sociabilidad que les permitió superar los estrechos límites de la domesticidad que, en gran manera y con la pasividad de los partidos de izquierdas, había impuesto hasta entonces la moral católica.[46]

ELENA JUST. INSTRUCCIÓN Y LIDERAZGOS FEMENINOS

Iba al frente de las manifestaciones tumultuosas [...]. Tenía en la masonería a cargo suyo las obras de misericordia [...] Leía mucho. Tenía grandes estantes llenos de libros; las obras de Voltaire y de Víctor Hugo; las «Memorias de Garibaldi» [...].[47]

Como relata su sobrino Julio Just, doña Elena tenía una sólida formación intelectual y política y había mantenido relaciones de amistad con las figuras más representativas del partido como Blasco Ibáñez, Azzati o Castrovido, y también, con personalidades feme­ninas como Belén Sárraga. Los rasgos que caracterizaban su identidad hacían referencia tanto a la difusión de los ideales librepensadores entre las mujeres, como a la atención a los más necesitados. Su formación propiciaba además, que a su casa acudieran otros republicanos en busca de ayuda material y de consejo político y por ello, «[su] casa estaba siempre llena de gente». Por ello también, sus correligionarios la elogiaban comúnmente por «sus dotes como propagandista y por sus valientes actuaciones y palabras».[48]

Carismática y respetada en el entorno blasquista, la maestra Elena Just Castillo había nacido en tiempos de la Primera República, y su familia era de reconocida ideología republicana y librepensadora. A finales del siglo XIX había fundado un grupo dentro de la masonería femenina –las Hijas de la Unión n.º 5– que se dedicaba a obras benéficas en las prisiones y hospitales.[49]Había puesto también en pie una asociación de enfermeras, y en 1899 organizó, junto con la también maestra Carmen Soler,[50]otra sociedad deno­minada Bien de Obreras, cuyo objetivo era «la educación de la mujer en todos aquellos conocimientos prácticos y útiles para las obreras».[51]Asimismo, fue colaboradora habitual de la publicación librepensadora Las Dominicales del Libre Pensamiento de Madrid y de La Antorcha Valentina (1889-1896), vinculada a la logia Puritana de Valencia. Elena Just escribía con el seudónimo de «Palmira» y recomendaba a las mujeres instruirse, abrazar la «libre conciencia» y mantener una actitud crítica frente a los dogmas y las imposiciones de la religión católica.[52]

Con el paso del tiempo, la asociación Bien de Obreras sólo tuvo una actuación destacada en la huelga de las hilanderas en 1902, en la que las propias Carmen Soler y Elena Just se hicieron cargo de negociar las demandas de las obreras con el gobernador civil. En este caso, más de 400 hilanderas exigieron un aumento de salario y mejores horarios.[53]El apoyo unánime de las sociedades obreras masculinas, que contaban con una notable fuerza en la ciudad, estuvo a punto de provocar una huelga general tras dos meses de cierre de las fábricas de hilados. Finalmente, las hilanderas consiguieron que se aceptaran sus reivindicaciones y volvieron al trabajo. Sin embargo, y como afirma Ramiro Reig, «les dones havien irromput amb èxit en la lluita sindical, però açò no va bastar perquè els homes sabessen integrar-les en el moviment organitzat».[54]

Con posterioridad a esas fechas, las obreras no contaron con ninguna organización específica que les permitiera instruirse para mejorar su cualificación profesional, o cons­truir una conciencia femenina en relación a su conciencia de clase, ya que comúnmente, las retóricas blasquistas hacían referencia a una forma de entender el trabajo femenino relacionándolo con ocupaciones de mayor rango. Desde una perspectiva interclasista, el republicanismo valenciano fue paulatinamente conformando una imagen del trabajo de las obreras como trabajo aniquilador, proclive a los abusos patronales y con salarios ínfimos.[55]Y en contraste, prefiguró la vía de la instrucción de las jóvenes como el camino más adecuado para que en el futuro pudieran desarrollar actividades laborales de mayor rango y más rentables económicamente. El ejemplo eran las mujeres extrajeras de las que se decía: «Con la joven inglesa, no es posible esa explotación de su honrado trabajo, porque [...] bien dotado el cerebro por la instrucción que recibe, se halla en condiciones y con aptitudes para cualquier trabajo bien remunerado».[56]De este modo, las mujeres instruidas que ejercían una profesión eran elogiadas en el periódico, ya que se consideraba que la educación las capacitaba para elegir sus propios itinerarios laborales y, también, para ser más autónomas en «la carrera del matrimonio» cuya opción, en ningún caso, debía adoptarse basándose en razones económicas o de «conveniencia».[57]

Estas mismas ideas se repetían en 1906 en un mitin de Adolfo Beltrán dedicado específicamente a las «señoras» y titulado «La influencia que para su emancipación tiene el progreso». En este caso, el diputado recomendaba a las mujeres distintas vías para superar su subordinación. Entre ellas, participar en la vida pública desde posiciones progresistas interviniendo en el arte, la ciencia y la cultura. Y también a través de la instrucción, donde «las mujeres [tenían] abiertas las aulas de las Universidades é Insti­tutos». El ejemplo, en este caso, era que en «la primera Universidad del mundo, en la Sorbona de París, una mujer, Madame Curie forma[ba] parte del Claustro y explica[ba] Física y Química ante las notabilidades más eminentes de la ciencia».[58]

En base a estos planteamientos, los blasquistas manifestaban comúnmente su admiración por mujeres ilustradas o maestras. Así, las páginas de El Pueblo elogiaban en una reseña biográfica a la médica Manuela Solís Claras,[59] «[...] la ilustre dama va­lenciana gloria de las letras, de la ciencia y de las mujeres españolas».[60]La escritora Rosario de Acuña, las ya citadas George Sand, Emilia Pardo Bazán, Carmen de Burgos, o las maestras institucionistas María de Maeztu o María Carbonell,[61]eran consideradas también mujeres admirables por su educación y por la tarea pública que desarrollaban y, en algunos casos, ejemplos de «liberación femenina».