Loe raamatut: «Luchas inmediatas», lehekülg 3

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NOMBRAR EL PRESENTE

El modo en que los científicos sociales nombran los fenómenos de este mundo real tiene implicaciones para el presente vivido por la gente corriente. En este apartado mostraremos cómo se ha desplegado este proceso –desde la noción de articulación de modos de producción a la de economía informalizada, y de ahí a la designación actual de «economía regional»–. Conscientes de estas designaciones cambiantes y de sus implicaciones, argumentaremos a favor de un tipo particular de antropología histórica que preste atención a las maneras concretas en que se usa el poder para hacer posible la explotación y que con el tiempo conforman tipos diferentes de persona social.

En los años sesenta en varias comarcas al oeste y al suroeste de la ciudad portuaria de Alicante se instalaron pequeñas y medianas empresas que producían zapatos para el mercado nacional e internacional. Se trata de las áreas alrededor de Elda y Novelda, el Vinalopó al oeste de Elche y el área por la que nos interesamos, la Vega Baja, al sur de esta ciudad. Mientras la demanda de zapatos crecía durante la década, tuvo lugar una forma concreta de integración vertical. En el polo comercial, algunas de las compañías con más éxito se vincularon fuertemente a empresas minoristas de Estados Unidos, conformándose no solo a requerimientos de diseño, sino a menudo a características concretas del proceso de producción, y, en la mayoría de casos, dependiendo de anticipos crediticios norteamericanos. En el polo de la producción, la mano de obra de la fábrica fue complementada por talleres situados en Elche, que habitualmente elaboraban accesorios primarios básicos, contratados a corto plazo, junto con mujeres que trabajaban a domicilio en una cadena que iba desde trabajos especializados recurrentes y estables hasta labores menores realizadas ad hoc y a corto plazo.

Cuando el sistema de distribución se hizo más sofisticado y la organización sindical de Elche elevó los salarios urbanos, la dispersión de la producción empezó a extenderse hacia núcleos de población más alejados del centro, a lo que siguió la construcción de fábricas en pueblos de la Vega Baja. Simultáneamente, la dependencia de capital de Estados Unidos se redujo porque los empresarios buscaron el desarrollo de un conjunto más amplio de mercados para sus mercancías. Como resultado, surgió un conjunto mucho más complejo de relaciones entre fábricas, talleres, distribuidores y trabajadores a domicilio.

En gran medida, lo que estaba pasando en Elche no era sino una variación de las transformaciones en la producción manufacturera a lo largo y ancho de Europa. Aunque la producción textil, ejemplificada por Laura Ashley en Gran Bretaña y Bennetton en Italia, es la más conocida, muy cerca de nuestro mismo emplazamiento, la Ford Motor Company, después de una investigación cuidadosa y muy publicitada, había establecido su planta de montaje del modelo Fiesta justo al sur de la ciudad de Valencia.

Esto fue considerado un gran triunfo para España frente a los países industriales más prominentes de Europa, y para el País Valenciano en particular; ¿pero cómo se llevó a cabo tal triunfo? Aparte del aspecto anodino de que el emplazamiento estaba bien situado en el enlace de ejes de comunicación claves, parece que la decisión se basó en la realpolitik de los poderes nacionales y regionales y en las estructuras de clase. Los tecnócratas franquistas utilizaron todos los medios para asegurar a Ford la continuidad futura del régimen autoritario (Lluch, 1976; Picó López, 1976). Al hacerlo, sin duda, insistieron no solo en la larga familiaridad de los trabajadores locales con las técnicas manufactureras, sino también en la ausencia de militancia colectiva asociada con empresas de producción a gran escala.

La planta del modelo Fiesta representó un giro significativo hacia el interés renovado del capital en el área del Levante o Valencia, conocida popularmente por sus naranjas y huertas. De manera creciente, los propietarios más acomodados de explotaciones agrícolas empezaron a orientarse hacia cultivos de trabajo menos intensivo, convirtiéndose ellos mismos en familias pluriactivas o agrupándose en explotaciones de siete u ocho familias y subcontratando todo el cuidado y la recolección de sus cosechas de cítricos a «contratantes de maquinaria».4 Como remarcó Arnalte Alegre (1980), estaba apareciendo un nuevo sistema social sutil y complejo que, por una parte, industrializaría la agricultura y, por otra, ruralizaría la industria.

¿Cuál fue, entonces, la imaginería que usaron los tecnócratas para representar esos procesos? Bajo la ruralidad bucólica de un área conocida superficialmente por su rica agricultura de regadío dirigida a los mercados internacionales, se descubrían importantes segmentos de la población instruidos en el uso de maquinaria industrial o expertos en la actividad comercial. El resultado fue una cultura especialmente adecuada a las necesidades de la Ford: dirigiendo su atención a la práctica diaria de hacer que sus pequeñas empresas respondieran a las oportunidades de cambio, estas personas eran económicamente adaptables y, al mismo tiempo, no tenían ninguna inclinación hacia las políticas redentorias de las clases trabajadoras. Encaradas con una transformación u otra en su entorno socioeconómico, su respuesta sería descubrir algún cambio en las metas económicas hacia las que pudieran dirigir sus tareas, no simplemente suspender la actividad y quejarse o, como los agricultores franceses del otro lado de la frontera, manifestarse en París, dirigir ataques relámpago sobre supermercados que venden productos agrícolas extranjeros o secuestrar el tren Barcelona-París (Lem, 1999).

Debemos recordar que aquí estamos hablando de los primeros setenta. En la prensa y en los documentos políticos, ciertamente se veía la industria como un tema importante para el futuro de Europa, pero se planteaba también la cuestión de la explotación agrícola familiar, su viabilidad y su supervivencia. Valencia parecía ofrecer una salida con la introducción de la industria en las áreas rurales. Entre los académicos, estaban en uso otras dos imágenes, ambas procedentes de estudios recientes del Tercer Mundo. Ampliamente inspirados por estudios marxistas, los investigadores destacaron la superimposición sobre un modo preexistente de producción (aunque en sí mismo fuera una variante del capitalismo rural) de un nuevo modo de producción que aprovechaba elementos del modo anterior, aunque distorsionando de este modo muchos de sus elementos (Servolin, 1972; Faure, 1978; Vergopoulos, 1978). Todo aquel que conociera bien el caso valenciano era muy consciente de que la industria estaba lejos de ser nueva, pues la mayor parte se sustentaba y apoyaba en el trabajo de transformación que producía el valor añadido crucial de muchos de los productos agrícolas tradicionales de la zona: cáñamo, esparto, algodón, cría del gusano de seda y viñas.5

Un segundo cuerpo bibliográfico, óptimamente representado en The Informal Economy: Studies in Advanced and Less Developed Countries (Portes, Castells y Benton, 1989; véanse también Redclift y Mingione, 1985; Pahl, 1984, 1988), empezó a atraer la atención hacia los rasgos particulares del trabajo que eran esenciales para la supervivencia de muchos trabajadores europeos, quizá incluso para la mayoría, y sin duda de significación creciente para el bienestar de las economías nacionales en su conjunto. Castells y Portes, en la introducción a su trabajo colectivo, muestran lo que hizo relevante el tema de la economía informal en el mundo occidental. La cuestión de cómo definir algo llamado «economía informal», dijeron, era mucho menos importante que registrar el proceso según el cual las economías occidentales estaban siendo crecientemente informalizadas, con sectores de la economía que hasta el momento funcionaban por medio de instituciones burocráticas, jerárquicas y relativamente estables, siendo reemplazadas por alternativas menos visibles, menos permanentes y menos estables. Que ese tipo de caracterización era muy adecuado a la realidad valenciana quedó reflejado por la publicación en la Institució Valenciana d’Estudis i Investigació de La otra economía: trabajo negro y sector informal (Sanchis y Miñana, 1988), así como por la traducción por parte de la institución de textos que trataban la industria rural y las economías sumergidas (e.g., Houssel, 1985). Fueron figuras especialmente notables en este trabajo Enric Sanchis (1984) y Josep Antoni Ybarra (1986). Lo que empezó a ocurrir en este segundo tipo de caracterización de los procesos económicos en Valencia fue un cambio que llevó de la investigación de la naturaleza del capital a la de la naturaleza del trabajo asalariado, y del trabajo, en general, y el modo de vida.

A pesar de sus diferentes focos de atención, el efecto de estas imágenes en su conjunto fue un cambio de paradigma en las teorías del desarrollo capitalista. Unos estudios que muestran la inserción histórica de una forma de producción capitalista en el sur de Europa, que tenía sus características propias bastante diferentes de los modelos hegemónicos de la industrialización septentrional, se combinan con estudios que muestran no solo que las formas informales de trabajo iban adquiriendo una importancia creciente en Europa (como, en efecto, ocurría), sino que, en grados y formas diferentes, habían sido parte de los medios de vida de la gente y, por ello, de las economías nacionales a lo largo del llamado periodo de la industrialización.

Tanto si fue por azar como si fue planificado de antemano, las empresas zapateras de Elche, las fábricas de muebles de Castellón o la planta Ford cerca de Valencia fueron capaces de aprovechar una serie de características sociológicas y culturales que venían con una sociedad que a la mayoría se nos dijo que ya no existía; una sociedad en la que una agricultura comercial relativamente efectiva operaba al lado de una producción artesana rural.6 Para los historiadores económicos de la región, la cuestión fundamental era por qué este camino no se transformó en autovía; para aquellos que trabajan sobre la informalización de la economía regional, lo apremiante era registrar los costes sociales de la transformación de disposiciones sociales anteriores en beneficio de lo que parecía ser un tipo especialmente depredador de capitalismo.

Sin embargo, la convergencia de estas dos corrientes intelectuales –más allá de España y de Valencia– iba a producir una lectura completamente opuesta. Las escenas de pesadilla de los cuentos de hadas de Grimm iban a generar una vida nueva «a lo Disney», reinventando la articulación de los modos de producción y la innegable informalización de la economía europea en forma de cadenas de producción diseminadas, mercados sociales, obreros y empresas más flexibles, todo reunido en el espacio de unas economías regionales prósperas. En manos de Piore y Sabel (1984), resultaba que el camino de los sistemas de producción diseminados a pequeña escala y entrelazados regionalmente no había fracasado en el sentido darwiniano. Su defunción temprana había sido acelerada por las atenciones paternalistas de un estado profundamente antirregional (véase también Sabel y Zeitlin, 1984). Allí donde estas atenciones habían sido especialmente completas, las utopías florecientes se habían suprimido, perdidas para los historiadores y silenciadas en los programas de desarrollo industrial. Por suerte, donde el Estado había sido más inepto, o quizá demasiado preocupado por otras circunstancias, notablemente en Italia, había signos de la capacidad de resistencia de este tipo de economía invertida, donde la lealtad era tan importante como la competencia, donde las estrategias de mercado se volvían «impuras» por la retención persistente de los cálculos sociales en las decisiones de los agentes, donde empresas formales bien protegidas y celosamente guardadas se transformaban en conjuntos de operaciones que se ensamblaban en redes que se formaban alrededor de proyectos a más largo o a más corto plazo.

Sin duda, las implicaciones para las políticas públicas fueron devastadoras. Donde una vieja escuela de pensamiento había buscado descubrir por qué una economía como la de la Valencia del siglo XIX no había conseguido despegar a causa de las características locales que la distinguían del modelo Manchester, septentrional y con más éxito, ahora resultaba que había joyas escondidas en la corona valenciana que esperaban ser descubiertas. Allí donde alguna gente veía trabajo infantil en Italia, Sabel era capaz de identificar la cuidadosa protección de un sistema de aprendizaje basado en la familia.

Sería ingenuo imaginar que estas diferentes imágenes de una realidad más o menos idéntica no tuvieron efecto alguno sobre la gente corriente, que intentaba día a día subsistir, así como, en la medida de lo posible, imaginar cómo podría ser un futuro realista para ellos y sus hijos. Los primeros trabajos sobre la informalización de la economía europea adoptaron una posición generalmente crítica hacia el fenómeno e incentivaron las políticas dirigidas contra su expansión. En claro contraste, la bibliografía más reciente sobre la economía regional se desarrolla invariablemente para generar unas políticas que intensifiquen los rasgos de vida social que vuelvan la economía regional más competitiva.

HISTORIAS DEL PRESENTE

La exploración histórica del papel de las relaciones de clase y las fuerzas cambiantes que aseguran la obtención continuada de plusvalía del trabajo de la gente está ausente de las dos imágenes sociológicas antes mencionadas –la informalización de la vida económica o su conceptualización en términos de una economía regional socializada–. Mientras que las estimaciones de los recursos locales de capital social y la elasticidad del trabajo flexible pueden tener algunos resultados prácticos en las políticas públicas, resulta más crítica la necesidad de explorar, a través de una historia del presente, las distintas influencias, restricciones, movimientos y bloqueos que fueron la expresión y constitución del poder y las piezas clave de las diferenciaciones: no una única historia de la economía regional neta y ordenada con una cultura local añadida, sino múltiples historias y una heterogeneidad de actores con nociones bastante diferentes de lo que podría ser valorado positivamente en la cultura local.

En realidad, la historia que los tecnócratas habían dibujado para Ford con respecto a la política era para su propia conveniencia, abreviada y superficial. No había nada natural –ni cultural– en la falta de inclinación de los valencianos por la política reivindicativa. Es posible que los tecnócratas de Franco fueran completamente inconscientes de que la Primera Internacional Anarquista se celebró cerca de allí, en Alcoy en los años setenta del siglo XIX, pero difícilmente podían haber olvidado que Valencia fue la sede final del Gobierno republicano en 1939, o que la provincia de Alicante, al sur, había dado un apoyo muy fuerte al sindicato socialista Unión General de Trabajadores. No obstante, la negación del pasado político de la gente trabajadora tiene una larga historia en la zona (si no, más extensamente, en el conjunto de España), que llega hasta el presente.

Sin embargo, empresas como Ford perseguían algo cuando investigaron y encontraron un grupo de personas que estaban preparadas para trabajar esa hora extra, que estaban en todo momento oteando el horizonte de las tendencias de cambio económico que exigirían un giro rápido a sus tácticas y cuya relación con la familia y las amistades reflejaba las necesidades picarescas de tales proyectos de subsistencia. Pero las historias de este presente son realmente complejas.

Cuando la industria del zapato empezó a tener una fuerte presencia en la Vega Baja, no supuso en modo alguno la introducción de un producto o proceso nuevo sobre una tabula rasa social y económica. Durante mucho tiempo, la comarca había sido la principal productora de alpargatas de España, usadas por la inmensa mayoría de la clase obrera durante la primera mitad del siglo XX (Bernabé Maestre, 1976).7 Dependientes de la producción agrícola y el procesamiento de la fibra de cáñamo, las alpargatas no salieron tampoco ex nihilo. Antes de ser la principal proveedora de calzado de España, la comarca había sido la mayor productora de velas –muy demandadas por las numerosas flotas marineras de España– y, posteriormente, de soga y de redes de pesca, siendo todos estos productos dependientes del cultivo de cáñamo y de su procesamiento en fibra. Incluso actualmente, los zapatos no son en absoluto la única manufactura producida en la comarca. Crevillente tiene un papel análogo en la producción de alfombras y esterillas al de Elche en la producción de zapatos; en la zona se producen también muñecas, ropa de muñeca y otros juguetes.

Todo esto podría sugerir que la industria manufacturera era complementaria del desarrollo agrícola. Y aunque puede haber sido así con respecto a los productos agrícolas, no lo fue en absoluto para el trabajo y menos aún para la tierra. Cuando se sitúa en el marco más amplio de la agricultura española del siglo XIX, la Vega Baja no es en muchos aspectos ni carne ni pescado, no es el emplazamiento de las pequeñas explotaciones agrícolas viables de algunas partes del norte ni está monopolizada por el sistema de latifundios de Andalucía. Beneficiaria de un antiguo sistema de irrigación basado en el río Segura, la zona no había tenido mucho éxito en usar este sistema para la agricultura intensiva que podría haber generado explotaciones de tamaño mediano, como, por ejemplo, las de Cataluña. Esto se explica parcialmente por la posesión de gran parte de la Vega Baja por grandes terratenientes aristocráticos, de manera similar al caso del sur de España. Estos propietarios hicieron uso de los recursos del poder derivados de una sociedad jerárquica para mantener bajos los costes del trabajo y de esta manera reducir la necesidad de inversiones de capital fijo (incluyendo el mantenimiento del suelo y el riego y la experimentación con semillas y fertilizantes, así como la maquinaria).

El resultado fue que cada avance en la producción industrial dentro o en la periferia de la comarca, si bien aparentemente de manera casi fortuita, producía una útil demanda de algún cultivo agrícola, también producía de manera mucho más obvia y amenazadora una demanda de trabajo. De hecho, aunque la demanda constante de productos agrícolas comerciales por parte de las manufacturas locales era beneficiosa, han sido mucho más destacables las enormes oscilaciones de un cultivo de exportación a otro. Productora durante mucho tiempo de aceite de oliva y, en menor medida, de trigo, el área se vio afectada por la crisis de la filoxera en Francia a finales del siglo XIX, lo que provocó un giro parecido a la fiebre del oro hacia la producción de vino. Los olivos fueron arrancados y reemplazados por vides, aunque en muchos casos para cuando la plantación había alcanzado los cinco años de madurez, el «boom» ya había acabado y la demanda de vino decrecía. Más tarde, después de 1939 y la Guerra Civil, la política de Franco de autarquía para España originó un «boom» del cáñamo más completo que el precedente del vino. De nuevo, con la apertura de España en 1959, el cáñamo se convirtió rápidamente en un reliquia y las habilidades y ocupaciones asociadas con él pasaron a ser obsoletas.

De estas tendencias históricas podemos aprender dos cosas. Quizá la más importante es la extrema volatilidad de la economía, respondiendo como hacía a corrientes nacionales y internacionales. Traducido al mundo de la gente trabajadora, tales cambios de dirección en periodos más cortos que una generación se tradujeron en una incertidumbre persistente y crónica. Combinada con los intentos de las clases terratenientes de resistirse a la mercantilización del trabajo mediante el recurso a contratos laborales y a relaciones de propiedad jerárquicos y personalistas, esta misma incertidumbre se hace inherente al sistema de producción y apropiación de valor, un engranaje crucial que dirige la mecánica de la reproducción social del capitalismo agrícola local.

Lo segundo que aprendemos tiene que ver con la historia, larga pero irregular, del papel de la manufactura en la comarca. Frecuentemente, investigadores de otras economías regionales han apuntado el simple hecho de una presencia de medios de subsistencia no agrícolas en el medio rural (para una crítica, véase Ghezzi, 2001), pero necesitamos más dimensiones del cuadro. La manufactura no estaba presente en todos los lugares del escenario regional y en modo alguno era coherente en su crecimiento o caída o en la manera como afectaba a la gente corriente de los pueblos de la Vega Baja.

Y esto nos lleva a nuestro tercer aspecto en la historia de la zona: la cuestión del movimiento. Durante muchos años, los costes del jornal pudieron ser minimizados mediante una simple manipulación de la inseguridad: los jornaleros necesitaban trabajo y, jugando con los riesgos del mercado de trabajo diario en cada plaza del pueblo, los propietarios agrícolas, sus encargados y los grandes arrendatarios eran capaces de satisfacer las demandas cambiantes del ciclo agrícola. Pese a ello, incluso en las mejores circunstancias, un mundo como ese no podía ser completamente contenido. La necesidad anual de recolectores de trigo en La Mancha o de vendimiadores en Cataluña era siempre una atracción. Esta era sobre todo estacional y, como el servicio militar para los jóvenes, el viaje se vivía individualmente. No obstante, los «molinos satánicos» de Elche, Crevillente o Callosa de Segura, por no mencionar otros atractivos más lejanos, ejercieron una presión constante sobre la obtención de plusvalía absoluta de los trabajadores agrícolas, y la principal manera de resolverlo fue el control del movimiento. El catalizador de tal estrategia fue la inseguridad. Hemos visto qué volátil era la economía, y a esto se tienen que añadir los riesgos naturales de un clima extremadamente incierto, no contrarrestado en absoluto por el riego. Simplemente ser capaz de asegurar comida suficiente para la propia familia era en sí mismo un logro.

Por tanto, las tensiones y contradicciones contenidas en el movimiento eran sentidas de manera bastante diferente por personas diferentes de la comarca. Con el tiempo, este fetiche de lo fijo y la sospecha del movimiento adquirieron un sentido más amplio y metafórico. Tanto para el trabajador itinerante como para el patrono local bien establecido había inevitablemente algo temible y desconocido en el mundo que esperaba tan cerca como Elche o Crevillente, aún más temible en Barcelona o quizá incluso más lejos. El sentimiento de que uno volvía «afectado» de alguna manera empezó a extenderse. Para muchos trabajadores se trataba de verse afectado por la experiencia. Algunas veces estas experiencias eran, a corto plazo, desagradables, incluso un revés, pero, consideradas en su conjunto y con la perspectiva de los años, podían significar una educación, un movimiento hacia un tipo de madurez más cosmopolita. En cambio, para aquellos que se había dejado atrás –no solo los patronos y sus agentes, sino sus dependientes más subordinados–, el viaje implicaba ser afectado por algo desconocido y casi inevitablemente amenazador e impuro –impuro en el sentido de que perturbaba el orden conocido del mundo local, introduciendo variables nuevas en la toma de decisiones y posibilidades más amplias para un futuro.

Si pretendiéramos preguntar cómo empezó a existir una cultura de la localidad en esta área o cómo podía ser la textura específica de su estructura de sentimiento, entonces podría valer la pena reflexionar sobre estos rasgos.