Loe raamatut: «Teoría y análisis de la cultura», lehekülg 2

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MATERIALES PARA UNA TEORÍA DE LAS IDENTIDADES SOCIALES (*)

Introducción

Comencemos señalando una paradoja: la aparición del concepto de identidad en las ciencias sociales es relativamente reciente, hasta el punto de resultar difícil encontrarlo entre los títulos de una bibliografía antes de 1968. Sin embargo, los elementos centrales de este concepto estaban ya presentes —en filigrana y bajo formas equivalentes— en la tradición socioantropológica desde los clásicos. (1)

¿Qué es lo que explica, entonces, su tematización explícita cada vez más frecuente en los dos últimos decenios, durante los cuales se han multiplicado exponencialmente los artículos, libros y seminarios que tratan explícitamente de identidad cultural, de identidad social o, simplemente, de identidad, tema de un seminario de Levi–Strauss entre 1974 y 1975, y de un libro clásico de Loredana Sciolla publicado en 1983?

Bajo la idea de que los nuevos objetos de estudio no nos caen del cielo, J.W. Lapierre sostiene que el tópico de la identidad se ha impuesto inicialmente a la atención de los estudiosos en ciencias sociales, por la emergencia de los movimientos sociales que han tomado por pretexto la identidad de un grupo (étnico, regional, etcétera) o de una categoría social (movimientos feministas, por ejemplo), para cuestionar una relación de dominación o reivindicar una autonomía. “En diferentes puntos del mundo, los movimientos de minorías étnicas o lingüísticas han suscitado interrogaciones e investigaciones sobre la persistencia y el desarrollo de las identidades culturales. Algunos de estos movimientos son muy antiguos (piénsese, por ejemplo, en los kurdos). Pero sólo han llegado a imponerse en el campo de la problemática de las ciencias sociales en cierto momento de su dinamismo que coincide, por cierto, con la crisis del Estado–Nación y de su soberanía atacada simultáneamente desde arriba (el poder de las firmas multinacionales y la dominación hegemónica de las grandes potencias) y desde abajo (las reivindicaciones regionalistas y los particularismos culturales)”. (2)

Las nuevas problemáticas últimamente introducidas por la dialéctica entre globalización y neolocalismos, por la transnacionalización de las franjas fronterizas y, sobre todo, por los grandes flujos migratorios que han terminado por trasplantar el “mundo subdesarrollado” en el corazón de las “naciones desarrolladas”, lejos de haber cancelado o desplazado el paradigma de la identidad, parecen haber contribuido más bien a reforzar su pertinencia y operacionalidad como instrumento de análisis teórico y empírico.

A continuación nos proponemos un objetivo limitado y preciso: reconstruir, mediante un ensayo de homologación y síntesis, los lineamientos centrales de la teoría de la identidad, a partir de los desarrollos parciales y desiguales de esta teoría esencialmente interdisciplinaria en las diferentes disciplinas sociales, particularmente en la sociología, la antropología y la psicología social. Creemos que de este modo se puede sortear, al menos parcialmente, la anarquía reinante en cuanto a los usos del término “identidad”, así como el caos terminológico que habitualmente le sirve de cortejo.

La identidad como distinguibilidad

Nuestra propuesta inicial es situar la problemática de la identidad en la intersección de una teoría de la cultura y de una teoría de los actores sociales (“agency”). O más precisamente, concebir la identidad como elemento de una teoría de la cultura distintivamente internalizada como “habitus” (3) o como “representaciones sociales” (4) por los actores sociales, sean éstos individuales o colectivos. De este modo, la identidad no sería más que el lado subjetivo de la cultura considerada bajo el ángulo de su función distintiva.

Por eso, la vía más expedita para adentrarse en la problemática de la identidad, quizás sea la que parte de la idea misma de distinguibilidad.

En efecto, la identidad se atribuye siempre en primera instancia a una unidad distinguible, cualquiera que ésta sea (una roca, un árbol, un individuo o un grupo social). “En la teoría filosófica —dice D. Heinrich— la identidad es un predicado que tiene una función particular; por medio de él una cosa u objeto particular se distingue como tal de las demás de su misma especie”. (5)

Ahora bien, debemos de advertir inmediatamente una diferencia capital entre distinguibilidad de las cosas y la distinguibilidad de las personas. Las cosas sólo pueden ser distinguidas, definidas, categorizadas y nombradas a partir de rasgos objetivos observables desde el punto de vista del observador externo: el de la tercera persona. Tratándose de personas, en cambio, la posibilidad de distinguirse de los demás también debe de ser reconocida por los demás, en contextos de interacción y comunicación, lo cual requiere una “intersubjetividad lingüística” que moviliza tanto la primera persona (el hablante) como la segunda (el interpelado, el interlocutor). (6)

Dicho de otro modo, las personas no sólo están investidas de una identidad numérica, como las cosas, sino también, como se verá enseguida, de una identidad cualitativa que se forma, se mantiene y se manifiesta en y por los procesos de interacción y comunicación social. (7)

En suma, no basta que las personas se perciban como distintas bajo algún aspecto. También tienen que ser percibidas y reconocidas como tales. Toda identidad (individual o colectiva) requiere la sanción del reconocimiento social para existir social y públicamente. (8)

Una tipología elemental

Situándose en esta perspectiva de polaridad entre autorreconocimiento y heterorreconocimiento, a su vez articulada según la doble dimensión de la identificación (capacidad del actor de afirmar la propia continuidad y permanencia y de hacerlas reconocer por otros) y de la afirmación de la diferencia (capacidad de distinguirse de otros y de lograr el reconocimiento de esta diferencia), Alberto Melucci (9) elabora una tipología elemental que distingue analíticamente cuatro posibles configuraciones identitarias: 1) identidades segregadas, cuando el actor se identifica y afirma su diferencia independientemente de todo reconocimiento por parte de otros; (10) 2) identidades heterodirigidas, cuando el actor es identificado y reconocido como diferente por los demás, pero él mismo posee una débil capacidad de reconocimiento autónomo; (11) 3) identidades etiquetadas, cuando el actor se autoidentifica en forma autónoma, aunque su diversidad ha sido fijada por otros; (12) 4) identidades desviantes, en cuyo caso “existe una adhesión completa a las normas y modelos de comportamiento que proceden de afuera, de los demás; pero la imposibilidad de ponerlas en práctica nos induce a rechazarlos mediante la exasperación de nuestra diversidad”. (13)

Esta tipología de Melucci reviste gran interés, no tanto por su relevancia empírica sino porque ilustra cómo la identidad de un determinado actor social resulta, en un momento dado, de una especie de transacción entre auto y heterorreconocimiento. La identidad concreta se manifiesta, entonces, bajo configuraciones que varían según la presencia y la intensidad de los polos constituyentes. De aquí se infiere que, propiamente hablando, la identidad no es una esencia, atributo o propiedad intrínseca del sujeto, sino que tiene un carácter intersubjetivo y relacional. Es la autopercepción de un sujeto en relación con los otros; a lo que corresponde, a su vez, el reconocimiento y “aprobación” de los otros sujetos. En suma, la identidad de un actor social emerge y se afirma sólo en la confrontación con otras identidades en el proceso de interacción social, la cual frecuentemente implica relación desigual y, por ende, luchas y contradicciones.

Una distinguibilidad cualitativa

Dejamos dicho que la identidad de las personas implica una distinguibilidad cualitativa (y no sólo numérica) que se revela, se afirma y se reconoce en los contextos pertinentes de interacción y comunicación social. Ahora bien, la idea misma de “distinguibilidad” supone la presencia de elementos, marcas, características o rasgos distintivos que definan de algún modo la especificidad, la unicidad o la no sustituibilidad de la unidad considerada. ¿Cuáles son esos elementos diferenciadores o diacríticos en el caso de la identidad de las personas?

Las investigaciones realizadas hasta ahora destacan tres series de elementos: 1) la pertenencia a una pluralidad de colectivos (categorías, grupos, redes y grandes colectividades); 2) la presencia de un conjunto de atributos idiosincráticos o relacionales; 3) una narrativa biográfica que recoge la historia de vida y la trayectoria social de la persona considerada.

Por lo tanto, el individuo se ve a sí mismo —y es reconocido— como “perteneciendo” a una serie de colectivos; como “siendo” una serie de atributos; y como “cargando” un pasado biográfico incanjeable e irrenunciable.

La pertenencia social

La tradición sociológica ha establecido sólidamente la tesis de que la identidad del individuo se define principalmente —aunque no exclusivamente— por la pluralidad de sus pertenencias sociales. Así, por ejemplo, desde el punto de vista de la personalidad individual se puede decir que “el hombre moderno pertenece en primera instancia a la familia de sus progenitores; luego, a la fundada por él mismo, y por lo tanto, también a la de su mujer; por último, a su profesión, que ya de por sí lo inserta frecuentemente en numerosos círculos de intereses [...]. Además, tiene conciencia de ser ciudadano de un Estado y de pertenecer a un determinado estrato social. Por otra parte, puede ser oficial de reserva, pertenecer a un par de asociaciones y poseer relaciones sociales conectadas, a su vez, con los más variados círculos sociales...” (14)

Pues bien, esta pluralidad de pertenencias, lejos de eclipsar la identidad personal, precisamente la define y constituye. Más aún, según G. Simmel debe postularse una correlación positiva entre el desarrollo de la identidad del individuo y la amplitud de sus círculos de pertenencia. (15) Es decir, cuanto más amplios son los círculos sociales de los cuales se es miembro, tanto más se refuerza y se refina la identidad personal.

¿Pero qué significa la pertenencia social? Implica la inclusión de la personalidad individual en una colectividad hacia la cual se experimenta un sentimiento de lealtad. Esta inclusión se realiza generalmente mediante la asunción de algún rol dentro de la colectividad considerada (v. gr., el rol de simple fiel dentro de una iglesia cristiana, con todas las expectativas de comportamiento anexas al mismo); pero sobre todo mediante la apropiación e interiorización al menos parcial del complejo simbólico–cultural que funge como emblema de la colectividad en cuestión (v.gr., el credo y los símbolos centrales de una iglesia cristiana). (16) De donde se sigue que el status de pertenencia tiene que ver fundamentalmente con la dimensión simbólico–cultural de las relaciones e interacciones sociales.

Falta añadir una consideración capital: la pertenencia social reviste diferentes grados que pueden ir de la membresía meramente nominal o periférica, a la membresía militante e incluso conformista, y no excluye por sí misma la posibilidad del disenso. En efecto, la pertenencia categorial no induce necesariamente la despersonalización y uniformización de los miembros del grupo. Más aún, la pertenencia puede incluso favorecer, en ciertas condiciones y en función de ciertas variables, la afirmación de las especificidades individuales de los miembros. (17) Algunos autores llaman “identización” a esta búsqueda, por parte del individuo, de cierto margen de autonomía respecto de su propio grupo de pertenencia. (18)

Ahora bien, ¿cuáles son, en términos más concretos, los colectivos a los cuales un individuo puede pertenecer?

Propiamente hablando y en sentido estricto, se puede pertenecer —y manifestar lealtad— sólo a los grupos y colectividades definidas a la manera de Merton. (19) Pero en un sentido más lato y flexible, también se puede pertenecer a determinadas “redes” sociales (network), definidas como relaciones de interacción coyunturalmente actualizadas por los individuos que las constituyen, (20) y a determinadas “categorías sociales”, en el sentido más bien estadístico del término. (21)

Las “redes de interacción” tendrían particular relevancia en el contexto urbano. (22) Por lo que toca a la pertenencia categorial —v. gr., ser mujer, maestro, clasemediero, yuppie— sabemos que desempeña un papel fundamental en la definición de algunas identidades sociales (por ejemplo, la identidad de género), debido a las representaciones y estereotipos que se le asocian. (23)

La tesis de que la pertenencia a un grupo o a una comunidad implica compartir el complejo simbólico–cultural que funciona como emblema de los mismos, nos permite reconceptualizar dicho complejo en términos de “representaciones sociales”. Entonces diremos que pertenecer a un grupo o a una comunidad implica compartir —al menos parcialmente— el núcleo de representaciones sociales que lo caracteriza y define. El concepto de “representación social” ha sido elaborado por la escuela europea de psicología social, (24) recuperando y poniendo en operación un término de Durkheim por mucho tiempo olvidado. Se trata de construcciones sociocognitivas propias del pensamiento ingenuo o del “sentido común”, susceptibles de definirse como “conjunto de informaciones, creencias, opiniones y actitudes a propósito de un objeto determinado”. (25) Las representaciones sociales serían, entonces, “una forma de conocimiento socialmente elaborado y compartido, y orientada a la práctica, que contribuye a la construcción de una realidad común a un conjunto social”. (26)

Las representaciones sociales así definidas —siempre socialmente contextualizadas e internamente estructuradas— sirven como marcos de percepción e interpretación de la realidad, también como guías de los comportamientos y prácticas de los agentes sociales. De este modo, los psicólogos sociales han podido confirmar una antigua convicción de los etnólogos y sociólogos del conocimiento: los hombres piensan, sienten y ven las cosas desde el punto de vista de su grupo de pertenencia o de referencia.

Pero las representaciones sociales también definen la identidad y especificidad de los grupos. Ellas “tienen también por función situar a los individuos y a los grupos en el campo social [...], permitiendo de este modo la elaboración de una identidad social y personal gratificante, es decir, compatible con sistemas de normas y de valores social e históricamente determinados”. (27) Ahora estamos en condiciones de precisar de modo más riguroso en qué sentido la pertenencia social es uno de los criterios básicos de “distinguibilidad” de las personas: en el sentido de que a través de ella los individuos internalizan en forma idiosincrática e individualizada las representaciones sociales propias de sus grupos de pertenencia o de referencia. Esta afirmación nos permitirá más adelante comprender mejor la relación dialéctica entre identidades individuales e identidades colectivas.

Atributos identificadores

Además de la referencia a sus categorizaciones y círculos de pertenencia, las personas también se distinguen —y son distinguidas— por una determinada configuración de atributos considerados como aspectos de su identidad. “Se trata de un conjunto de características tales como disposiciones, hábitos, tendencias, actitudes o capacidades, a lo que se añade lo relativo a la imagen del propio cuerpo”. (28)

Algunos de esos atributos tienen una significación preferentemente individual y funcionan como “rasgos de personalidad” (inteligente, perseverante, imaginativo), mientras que otros tienen una significación preferentemente relacional, en el sentido de que denotan rasgos o características de socialidad (tolerante, amable, comprensivo, sentimental).

Sin embargo, todos los atributos son materia social: “Incluso ciertos atributos puramente biológicos son atributos sociales, pues no es lo mismo ser negro en una ciudad estadounidense que serlo en Zaire...” (29)

Muchos atributos derivan de las pertenencias categoriales o sociales de los individuos, razón por la cual tienden a ser a la vez estereotipos ligados a prejuicios sociales respecto de ciertas categorías o grupos. En los Estados Unidos, por ejemplo, se percibe a las mujeres negras como agresivas y dominantes, a los hombres negros como sumisos, dóciles y no productivos, y a las familias negras como matriarcales y patológicas. Cuando el estereotipo es despreciativo, infamante y discriminatorio, se convierte en estigma, es decir, una forma de categorización social que fija atributos profundamente desacreditadores. (30)

Según los psicólogos sociales, los atributos derivan de la percepción o de la impresión global sobre las personas en los procesos de interacción social; manifiestan un carácter selectivo, estructurado y totalizante, y suponen “teorías implícitas de la personalidad” —variables en tiempo y espacio— que sólo son una manifestación más de las representaciones sociales propias del sentido común. (31)

Narrativa biográfica: historias de vida

En una dimensión más profunda, la distinguibilidad de las personas remite a la revelación de una biografía incanjeable, relatada en forma de “historia de vida”. Es lo que algunos autores denominan identidad biográfica, (32) o también identidad íntima. (33) Esta dimensión de la identidad también requiere como marco el intercambio interpersonal. En efecto, en ciertos casos éste progresa poco a poco a partir de ámbitos superficiales hacia capas más profundas de la personalidad de los actores sociales, hasta llegar al nivel de las llamadas “relaciones íntimas”, de las cuales las “relaciones amorosas” sólo constituyen un caso particular. (34) Es precisamente en este nivel de intimidad donde suele producirse la llamada “autorrevelación” recíproca (entre conocidos, camaradas, amigos o amantes) por la que al requerimiento de un conocimiento más profundo (“dime quién eres: no conozco tu pasado”) se responde con una narrativa autobiográfica de tono confidencial (self–narration). Esta “narrativa” configura, o mejor dicho, reconfigura una serie de actos y trayectorias personales del pasado para conferirle un sentido.

En el proceso de intercambio interpersonal, mi contraparte puede reconocer y apreciar en diferentes grados mi “narrativa personal”. Incluso puede reinterpretarla y hasta rechazarla y condenarla. Pues como dice Pizzorno, “en mayor medida que las identidades asignadas por el sistema de roles o por algún tipo de colectividad, la identidad biográfica es múltiple y variable. Cada uno de los que dicen conocerme selecciona diferentes eventos de mi biografía. Muchas veces son eventos que nunca ocurrieron. E incluso cuando han sido verdaderos, su relevancia puede ser evaluada de diferentes maneras, hasta el punto de que los reconocimientos que a partir de allí se me brindan pueden llegar a ser irreconocibles para mí mismo”. (35)

En esta especie de transacción entre mi autonarrativa personal y el reconocimiento de la misma por parte de mis interlocutores, sigue desempeñando un papel importante el filtro de las representaciones sociales, por ejemplo, la “ilusión biográfica”, que consiste en atribuir coherencia y orientación intencional a la propia vida “según el postulado del sentido de la existencia narrada (e implícitamente de toda existencia)”; (36) la autocensura espontánea de las experiencias dolorosas y traumatizantes; y la propensión a hacer coincidir el relato con las normas de la moral corriente, es decir, con un conjunto de reglas y de imperativos generadores de sanciones y censuras específicas. (37) “Producir una historia de vida, tratar la vida como una historia, es decir, como el relato coherente de una secuencia significante y orientada de acontecimientos, equivale posiblemente a ceder a una ilusión retórica, a una representación común de la existencia a la que toda una tradición literaria no ha dejado y no deja de reforzar”. (38)

¿Y las identidades colectivas?

Hasta aquí hemos considerado la identidad principalmente desde el punto de vista de las personas individuales, y la hemos definido como una distinguibilidad cualitativa y específica basada en tres series de factores discriminantes: una red de pertenencias sociales (identidad de pertenencia, identidad categorial o identidad de rol); una serie de atributos (identidad caracterológica); y una narrativa personal (identidad biográfica). Hemos visto cómo en todos los casos las representaciones sociales desempeñan un papel estratégico y definitorio, por lo que podríamos definir también la identidad personal como la representación —intersubjetivamente reconocida y “sancionada”— que tienen las personas de sus círculos de pertenencia, de sus atributos personales y de su biografía irrepetible e incanjeable.

¿Pero podemos hablar también, en sentido propio, de identidades colectivas? Este concepto parece presentar de entrada cierta dificultad derivada de la famosa aporía sociológica que consiste en la tendencia a hipostasiar los colectivos. Por eso algunos autores sostienen abiertamente que el concepto de identidad sólo puede concebirse como atributo de un sujeto individual. Así, según P. Berger, “no es aconsejable hablar de ‘identidad colectiva’ a causa del peligro de hipostatización falsa (o reificadora)”. (39)

Sin embargo, se puede hablar en sentido propio de identidades colectivas si es posible concebir actores colectivos propiamente dichos, sin necesidad de hipostasiarlos ni de considerarlos como entidades independientes de los individuos que los constituyen. Tales son los grupos (organizados o no) y las colectividades en el sentido de Merton. Dichos grupos (minorías étnicas o raciales, movimientos sociales, partidos políticos y asociaciones varias) y colectividades (v. gr., una nación) no pueden considerarse como simples agregados de individuos (en cuyo caso la identidad colectiva sería también un simple agregado de identidades individuales), pero tampoco como entidades abusivamente personificadas trascendentes a los individuos que los constituyen (lo cual implicaría la hipostatización de la identidad colectiva).

Se trata más bien de entidades relacionales presentadas como totalidades diferentes de los individuos que las componen y que, en cuanto tales, obedecen a procesos y mecanismos específicos. (40) Dichas entidades relacionales están constituidas por individuos vinculados entre sí por un sentimiento común de pertenencia, lo que implica, como se ha visto, compartir un núcleo de símbolos y representaciones sociales y, por lo mismo, una orientación común a la acción. Además, se comportan como verdaderos actores colectivos capaces de pensar, hablar y operar a través de sus miembros o de sus representantes según el conocido mecanismo de la delegación (real o supuesta). (41)

En efecto, un individuo determinado puede interactuar con otros en nombre propio, sobre bases idiosincráticas, o también en cuanto miembro o representante de uno de sus grupos de pertenencia. “La identidad colectiva —dice Pizzorno— es la que me permite conferir significado a una determinada acción en cuanto realizada por un francés, un árabe, un pentecostal, un socialista, un fanático del Liverpool, un fan de Madonna, un miembro del clan de los Corleone, un ecologista, un kwakintl, u otros. Un socialista puede ser también cartero o hijo de un amigo mío, pero algunas de sus acciones sólo las puedo comprender porque es socialista”. (42)

Con excepción de los rasgos propiamente psicológicos o de personalidad atribuibles exclusivamente al sujeto–persona, los elementos centrales de la identidad (capacidad de distinguirse y ser distinguido de otros grupos, definir los propios límites, generar símbolos y representaciones sociales específicos y distintivos, configurar y reconfigurar el pasado del grupo como una memoria colectiva compartida por sus miembros, paralela a la memoria biográfica constitutiva de las identidades individuales); e incluso de reconocer ciertos atributos como propios y característicos, también pueden aplicarse perfectamente al sujeto–grupo o, si se prefiere, al sujeto–actor colectivo.

Por lo demás, conviene resaltar la relación dialéctica existente entre identidad personal e identidad colectiva. En general, la identidad colectiva debe concebirse como una zona de la identidad personal, si es verdad que ésta se define en primer lugar por las relaciones de pertenencia a múltiples colectivos ya dotados de identidad propia en virtud de un núcleo distintivo de representaciones sociales, como serían, por ejemplo, la ideología y el programa de un partido político determinado. No dice otra cosa Carlos Barbé en el siguiente texto: “Las representaciones sociales referentes a las identidades de clase, por ejemplo, se dan dentro de la psique de cada individuo. Tal es la lógica de las representaciones y, por lo tanto, de las identidades por ellas formadas”. (43)

No está por demás, finalmente, enumerar algunas proposiciones axiomáticas en torno a las identidades colectivas, con el objeto de prevenir malentendidos.

1) Sus condiciones sociales de posibilidad corresponden a las que condicionan la formación de todo grupo social: la proximidad de los agentes individuales en el espacio social. (44)

2) La formación de las identidades colectivas no implica en absoluto que éstas se hallen vinculadas a la existencia de un grupo organizado.

3) Existe una “distinción inadecuada” entre agentes colectivos e identidades colectivas, en la medida en que éstas sólo constituyen la dimensión subjetiva de los primeros y no su expresión exhaustiva. Por lo tanto, la identidad colectiva no es sinónimo de actor social.

4) No todos los actores de una acción colectiva comparten unívocamente y en el mismo grado las representaciones sociales que definen subjetivamente la identidad colectiva de su grupo de pertenencia. (45)

5) Frecuentemente las identidades colectivas constituyen uno de los prerrequisitos de la acción colectiva. Pero de aquí no se infiere que toda identidad colectiva genere siempre una acción colectiva ni que ésta tenga siempre por fuente obligada una identidad colectiva. (46)

6) Las identidades colectivas no tienen necesariamente por efecto la despersonalización y la uniformización de los comportamientos individuales (salvo en el caso de las llamadas “instituciones totales”, como un monasterio o una institución carcelaria). (47)

La identidad como persistencia en el tiempo

Otra característica fundamental de la identidad, personal o colectiva, es su capacidad para perdurar, aunque sea imaginariamente, en el tiempo y en el espacio. Es decir, la identidad implica la percepción de ser idéntico a sí mismo a través del tiempo, del espacio, y la diversidad de las situaciones. Si anteriormente la identidad se nos aparecía como distinguibilidad y diferencia, ahora se nos presenta (tautológicamente) como igualdad o coincidencia consigo mismo. De aquí derivan la relativa estabilidad y consistencia que suelen asociarse con la identidad, así como también la atribución de responsibilidad a los actores sociales y la relativa previsibilidad de los comportamientos. (48)

También esta dimensión de la identidad remite a un contexto de interacción. En efecto, “también los otros esperan de nosotros que seamos estables y constantes en la identidad que manifestamos; que nos mantengamos conformes a la imagen que proyectamos habitualmente de nosotros mismos (de aquí el valor peyorativo asociado a calificativos tales como inconstante, versátil, cambiadizo, inconsistente, ‘camaleón’, etcétera); y los otros están siempre listos para ‘llamarnos al orden’, para comprometernos a respetar nuestra identidad”. (49)

Pero más que de permanencia, habría que hablar de continuidad en el cambio, en el sentido de que la identidad a la que nos referimos es la que corresponde a un proceso evolutivo, (50) y no a una constancia sustancial. Hemos de decir entonces que es más bien la dialéctica entre permanencia y cambio, entre continuidad y discontinuidad, la que caracteriza por igual a las identidades personales y a las colectivas. Éstas se mantienen y duran adaptándose al entorno y recomponiéndose incesantemente, sin dejar de ser las mismas. Se trata de un proceso siempre abierto y, por ende, nunca definitivo ni acabado.

Debe situarse en esta perspectiva la tesis de Fredrik Barth, según la cual la identidad se define primariamente por la continuidad de sus límites, es decir, por sus diferencias, y no tanto por el contenido cultural que en un momento determinado marca simbólicamente dichos límites o diferencias. Por lo tanto, pueden transformarse con el tiempo las características culturales de un grupo sin alterar su identidad. O, dicho en términos de George de Vos, pueden variar los “emblemas de contraste” de un grupo sin alterar su identidad. (51)

Esta tesis impide extraer conclusiones apresuradas de la observación de ciertos procesos de cambio cultural “por modernización” en las zonas fronterizas o en las áreas urbanas. Así, por ejemplo, los fenómenos de “aculturación” o de “transculturación” no implican automáticamente una “pérdida de identidad” sino sólo su recomposición adaptativa. (52) Incluso pueden provocar la reactivación de la identidad mediante procesos de exaltación regenerativa.

Pero lo dicho hasta aquí no permite dar cuenta de la percepción de transformaciones más profundas que parecen implicar una alteración cualitativa de la identidad, tanto en el plano individual como en el colectivo. Para afrontar estos casos se requiere reajustar el concepto de cambio, tomando en cuenta, por un lado, su amplitud y su grado de profundidad y, por otro, sus diferentes modalidades.