Loe raamatut: «Teoría y análisis de la cultura», lehekülg 3

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En efecto, si asumimos como criterio su amplitud y grado de profundidad, podemos concebir el cambio como un concepto genérico que comprende dos formas más específicas: la transformación y la mutación. (53) La transformación sería un proceso adaptativo y gradual que se da en la continuidad, sin afectar significativamente la estructura de un sistema, cualquiera que ésta sea. La mutación, en cambio, supondría una alteración cualitativa del sistema, es decir, el paso de una estructura a otra.

En el ámbito de la identidad personal, podrían caracterizarse como mutación los casos de “conversión” en los que una persona adquiere la convicción —al menos subjetiva— de haber cambiado profundamente, de haber experimentado una verdadera ruptura en su vida, en fin, de haberse despojado del “hombre viejo” para nacer a una nueva identidad. (54)

En cuanto a las identidades colectivas, se pueden distinguir dos modalidades básicas de alteración de una unidad identitaria: la mutación por asimilación y la mutación por diferenciación. Según Horowitz, la asimilación comporta, a su vez, dos figuras básicas: la amalgama (dos o más grupos se unen para formar un nuevo grupo con una nueva identidad), y la incorporación (un grupo asume la identidad de otro). (55) La diferenciación, por su parte, también asume dos figuras: la división (un grupo se escinde en dos o más de sus componentes) y la proliferación (uno o más grupos generan grupos adicionales diferenciados).

La fusión de diferentes grupos étnicos africanos en la época de la esclavitud para formar una sola y nueva etnia, la de los “negros”; la plena “americanización” de algunas minorías étnicas en los Estados Unidos; la división de la antigua Yugoslavia en sus componentes étnico–religiosos originarios; y la proliferación de las sectas religiosas a partir de una o más “iglesias madres”, podrían ejemplificar estas diferentes modalidades de mutación identitaria.

La identidad como valor

La mayor parte de los autores destaca otro elemento característico de la identidad: el valor (positivo o negativo) atribuido invariablemente a la misma. En efecto, “existe una difusa convergencia entre los estudiosos en la constatación de que el hecho de reconocerse una identidad étnica, por ejemplo, comporta para el sujeto la formulación de un juicio de valor, la afirmación de lo más o de lo menos, de la inferioridad o de la superioridad entre él mismo y el partner respecto del cual se reconoce como portador de una identidad distintiva”. (56)

Digamos, entonces, que la identidad se halla siempre dotada de cierto valor para el sujeto, generalmente distinto del que confiere a los demás sujetos que constituyen su contraparte en el proceso de interacción social. Y ello es así, en primer lugar, porque “aún inconscientemente, la identidad es el valor central en torno al cual cada individuo organiza su relación con el mundo y con los demás sujetos (en este sentido, el ‘sí mismo’ es necesariamente ‘egocéntrico’)”. Y en segundo lugar, “porque las mismas nociones de diferenciación, de comparación y de distinción, inherentes [...], al concepto de identidad, implican lógicamente como corolario la búsqueda de una valorización de sí mismo respecto de los demás. La valorización puede aparecer incluso como uno de los resortes fundamentales de la vida social, aspecto que E. Goffman ha puesto en claro a través de la noción de face”. (57)

Concluyamos entonces: los actores sociales individuales o colectivos tienden, en primera instancia, a valorar positivamente su identidad, lo que tiene por consecuencia estimular la autoestima, la creatividad, el orgullo de pertenencia, la solidaridad grupal, la voluntad de autonomía y la capacidad de resistencia contra la penetración excesiva de elementos exteriores. (58)

Pero en muchos otros casos se puede tener también una representación negativa de la propia identidad, sea porque ésta ha dejado de proporcionar el mínimo de ventajas y gratificaciones para poder expresarse con éxito moderado en un determinado contexto social, (59) o porque el actor social ha introyectado los estereotipos y estigmas que le atribuyen, en el curso de las “luchas simbólicas” por las clasificaciones sociales, los actores (individuos o grupos) que ocupan la posición dominante en la correlación de fuerzas materiales y simbólicas, y que, por lo mismo, se arrogan el derecho de imponer la definición “legítima” de la identidad y la “forma legítima” de las clasificaciones sociales. (60) En estos casos, la percepción negativa de la propia identidad genera frustración, desmoralización, complejo de inferioridad, insatisfacción y crisis.

La identidad y su contexto social más amplio

En cuanto construcción interactiva o realidad intersubjetiva, las identidades sociales requieren, en primera instancia y como condición de posibilidad, de contextos de interacción estables constituidos en forma de “mundos familiares” de la vida ordinaria, conocidos desde dentro por los actores sociales no como objetos de interés teórico sino con fines prácticos. Se trata del mundo de la vida en el sentido de los fenomenólogos y de los etnometodólogos, es decir, “el mundo conocido en común y dado por descontado” (the world known in common and taken for granted), juntamente con su trasfondo de representaciones sociales compartidas, es decir, de tradiciones culturales, expectativas recíprocas, saberes compartidos y esquemas comunes (de percepción, interpretación y evaluación). (61)

En efecto, es este contexto endógenamente organizado el que permite a los sujetos administrar su identidad y sus diferencias, mantener entre sí relaciones interpersonales reguladas por un orden legítimo, interpelarse mutuamente y responder “en primera persona”, es decir, siendo ‘el mismo’ y no alguien diferente, de sus palabras y de sus actos. Y todo esto es posible porque dichos “mundos” proporcionan a los actores sociales un marco a la vez cognitivo y normativo capaz de orientar y organizar interactivamente sus actividades ordinarias. (62)

Debe postularse, por lo tanto, una relación de determinación recíproca entre la estabilidad relativa de los “contextos de interacción”, también llamados “mundos de la vida”, y la identidad de los actores que inscriben en ellos sus acciones concertadas.

¿Cuáles son los límites de estos “contextos de interacción” que sirven de entorno o “ambiente” a las identidades sociales? Son variables según la escala considerada y se tornan visibles cuando dichos contextos implican también procedimientos formales de inclusión–identificación, lo que es el caso cuando se trata de instituciones como un grupo doméstico, un centro de investigación, una empresa, una administración, una comunidad local, un Estado–Nación, etcétera. Pero en otros casos, la visibilidad de los límites constituye un problema, como cuando nos referimos a una “red” de relaciones sociales, aglomeración urbana o región.

Según el análisis fenomenológico, una de las características centrales de las sociedades llamadas “modernas” sería precisamente la pluralización de los mundos de la vida en el sentido antes definido, por oposición a la unidad y al carácter englobante de los mismos en las sociedades premodernas culturalmente integradas por un universo simbólico unitario (v. gr., una religión universalmente compartida). Tal pluralización no podría menos que acarrear consecuencias para la configuración de las identidades sociales. Por ejemplo, cuando el individuo se confronta desde la primera infancia con “mundos” de significados y definiciones de la realidad no sólo diferentes sino también contradictorios, la subjetividad ya no dispone de una base coherente y unitaria donde arraigarse y, en consecuencia, la identidad individual ya no se percibe como dato o destino sino como opción y construcción del sujeto. Por eso “la dinámica de la identidad moderna es cada vez más abierta, proclive a la conversión, exasperadamente reflexiva, múltiple y diferenciada”. (63)

Hasta aquí hemos postulado como contexto social inmediato de las identidades el “mundo de la vida” de los grupos sociales, es decir, la sociedad concebida desde la perspectiva endógena de los agentes que participan en ella.

Pero esta perspectiva es limitada y no agota todas las dimensiones posibles de la sociedad. Por eso hay que añadir de inmediato que la organización endógena de los mundos compartidos con base en las interacciones prácticas de la gente en su vida ordinaria se halla recubierta, sobre todo en las sociedades modernas, por una organización exógena que confía a instituciones especializadas (derecho, ciencia, arte, política, mass media, etcétera) la producción y el mantenimiento de contextos de interacción estables. Es decir, la sociedad es también sistema, estructura o espacio social constituido por “campos” diferenciados, en el sentido de Bourdieu. (64) Y precisamente son tales “campos” los que constituyen el contexto social exógeno y mediato de las identidades sociales.

Efectivamente, las interacciones sociales no se producen en el vacío —lo que sería una especie de abstracción psicológica— sino que se hallan “empacadas”, por así decirlo, en la estructura de relaciones objetivas entre posiciones en los diferentes campos sociales. (65) Esta estructura determina las formas que pueden revestir las interacciones simbólicas entre agentes y la representación que éstos pueden tener de la misma. (66)

Desde esta perspectiva, se puede decir que la identidad no es más que la representación de los agentes (individuos o grupos) de su posición (distintiva) en el espacio social, y de su relación con otros agentes (individuos o grupos) que ocupan la misma posición o posiciones diferenciadas en el mismo espacio. Por eso el conjunto de representaciones definitorias de la identidad de un determinado agente a través de las relaciones de pertenencia, nunca desborda o transgrede los límites de compatibilidad definidos por el lugar que ocupa en el espacio social. Así, por ejemplo, la identidad de un grupo campesino tradicional siempre será congruente con su posición subalterna en el campo de las clases sociales, y sus miembros se regirán por reglas implícitas como “no creerse más de lo que uno es”, “no ser pretencioso”, “darse su lugar”, “no ser iguales ni igualados”, “conservar su distancia”, etcétera. Es lo que Goffman denomina sense of one’s place que, según nosotros, deriva de la “función locativa” de la identidad.

Se puede decir, por consiguiente, que en la vida social las posiciones y las diferencias de posiciones (fundadoras de identidad), existen bajo dos formas: una forma objetiva, es decir, independiente de todo lo que los agentes puedan pensar de ellas, y una forma simbólica y subjetiva, esto es, bajo la forma de la representación que los agentes se forjan de las mismas. De hecho, las pertenencias sociales (familiares, profesionales, etcétera) y muchos de los atributos que definen una identidad revelan propiedades de posición. (67) Y la voluntad de distinción de los actores, que refleja precisamente la necesidad de poseer una identidad social, traduce en última instancia la distinción de posiciones en el espacio social.

Utilidad teórica y empírica del concepto de identidad

Llegados a este punto podríamos plantear la siguiente pregunta: ¿cuál es la utilidad teórica y empírica del concepto de identidad en sociología y, por extensión, en antropología?

No faltan autores que le atribuyen una función meramente descriptiva, útil para definir, en todo caso, un nuevo objeto de investigación sobre el fondo de la diversidad fluctuante de nuestra experiencia, pero no una función explicativa que torne más inteligible dicho objeto permitiendo formular hipótesis acerca de los problemas que se plantean a propósito del mismo. J.W. Lapierre escribía hace tiempo: “El concepto de identidad no explica nada. Más bien define un objeto, un conjunto de fenómenos sobre los cuales antropólogos y sociólogos se plantean cuestiones del tipo ‘cómo explicar y comprender que...’” (68)

Sin embargo, basta echar una ojeada a la abundante literatura generada en torno al tópico para percatarse de que el concepto en cuestión también ha sido utilizado como instrumento de explicación.

Digamos, de entrada, que la teoría de la identidad por lo menos permite entender mejor la acción y la interacción social. En efecto, esta teoría puede considerarse como una prolongación (o profundización) de la teoría de la acción, en la medida en que es la identidad la que permite a los actores ordenar sus preferencias y escoger, en consecuencia, ciertas alternativas de acción. Es lo que Loredana Sciolla denomina función selectiva de la identidad. (69) Situándose en esta misma perspectiva, A. Melucci define la identidad como “la capacidad de un actor de reconocer los efectos de su acción como propios y, por lo tanto, de atribuírselos”. (70)

En lo tocante a la interacción, hemos dicho que es el “medium” donde se forma, se mantiene y se modifica la identidad. Pero una vez constituida ésta influye, a su vez, sobre la misma, conformando expectativas y motivando comportamientos. Además, la identidad, por lo menos la identidad de rol, se actualiza o se representa en la misma interacción. (71)

La “acción comunicativa” es un caso particular de interacción. (72) Pues bien, la identidad es a la vez un prerrequisito y un componente obligado de la misma: “Comunicarse con otro implica una definición, a la vez relativa y recíproca, de la identidad de los interlocutores: se requiere ser y saberse alguien para el otro, como también nos forjamos una representación de lo que el otro es en sí mismo y para nosotros”. (73)

Pero el concepto de identidad no sólo permite comprender, dar sentido y reconocer una acción sino también explicarla. Para A. Pizzorno, comprender una acción significa identificar su sujeto y prever su posible curso, “porque la práctica del actuar en sociedad nos dice, más o menos claramente, que a identidades (I1) corresponde una acción que sigue reglas (R1)”. (74) Explicar una acción, en cambio, implicaría reidentificar a su sujeto mediante el experimento mental de hacer variar sus posibles fines y reconstruir, incluso históricamente, su contexto cultural pertinente (“ricolocazione culturale”), todo ello a partir de una situación de incertidumbre que dificulta la comprensión de la misma (“intoppo”). (75)

Pero hay más: el concepto de identidad también se ha revelado útil para la comprensión y explicación de los conflictos sociales, bajo la hipótesis de que en el fondo de todo conflicto se esconde siempre un conflicto de identidad. “En todo conflicto por recursos escasos siempre está presente un conflicto de identidad: los polos de la identidad (auto y heteroidentificación) se separan, y la lucha es una manera de afirmar la unidad, de restablecer el equilibrio de su relación, y la posibilidad del intercambio con el otro fundado en el reconocimiento”. (76)

Situándose en esta perspectiva, Alfonso Pérez–Agote (77) ha formulado una distinción útil entre conflictos de identidad e identidades en conflicto: “Por conflicto de identidad entiendo aquel conflicto social que se origina y desarrolla con motivo de la existencia de dos formas —al menos— de definir la pertenencia de una serie de individuos a un grupo (78) [...]. Por identidades en conflicto o conflicto entre identidades entiendo aquellos conflictos sociales entre colectivos que no implican una disputa sobre la identidad sino que más bien la suponen, en el sentido de que el conflicto es un reconocimiento por parte de cada colectivo de su propia identidad y de la identidad del otro; un ejemplo prototípico lo constituyen los conflictos étnicos y raciales en un espacio social concreto, como puede ser una ciudad estadounidense”.

En un plano más empírico, el análisis en términos de identidad ha permitido descubrir la existencia de actores sociales por largo tiempo ocultos bajo categorías o segmentos sociales más amplios. (79) También ha permitido entender mejor los obstáculos que enturbian las relaciones interétnicas entre la población negra y los americanos–europeos en los Estados Unidos, poniendo al descubierto los mecanismos de la discriminación racial y explicitando las condiciones psicosociales para una mejor relación intra e interétnica. (80)

En fin, también parecen indudables las virtudes heurísticas del concepto. El punto de vista de la identidad ha permitido plantear bajo un ángulo nuevo, por ejemplo, los estudios regionales (Bassand, (81) Gubert, (82)) y los de género (Di Cristofaro Longo, (83) 1993; Balbo, (84) Collins (85)), así como también los relativos a los movimientos sociales (Melucci (86)), partidos políticos (Pizzorno (87)), conflictos raciales e interétnicos (Hecht, (88) Bartolomé (89)), a la situación de los estados nacionales entre la globalización y la resurgencia de los particularismos étnicos (Featherstone (90)), a la fluidez cultural de las franjas fronterizas y a la configuración transnacional de las migraciones (Kearney (91)), por mencionar sólo algunos de los campos de estudio revitalizados por el paradigma de la identidad.

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1- Gabriele Pollini, Appartenenza e identità, Franco Angeli, Milán, 1987.

2- J.W. Lapierre, L’identité collective, object paradoxal: d’où nous vient–il?, en Recherches Sociologiques, núms. 2/3, vol. XV, pp. 195–200.

3- Pierre Bourdieu, “Les trois états du capital”, en Actes de la Recherche en Sciences Sociales, núm. 30, pp. 3–6.

4- Jean–Claude Abric, Pratiques sociales et représentations, Presses Universitaires de France, París, 1994, p. 16.

5- Jürgen Habermas, Teoría de la acción comunicativa, vols. I–II, Editorial Taurus, Madrid, 1987, p. 145.

6- Jürgen Habermas, op. cit., vol. II, p. 144.

7- Habermas, ibid., Es decir, como individuo no sólo soy distinto por definición de todos los demás individuos, como una piedra o cualquier otra realidad individual, sino que, además, me distingo cualitativamente porque, por ejemplo, desempeño una serie de roles socialmente reconocidos (identidad de rol), porque pertenezco a determinados grupos que también me reconocen como miembro (identidad de pertenencia), o porque poseo una trayectoria o biografía incanjeable también conocida, reconocida e incluso apreciada por quienes dicen conocerme íntimamente.

8- “La autoidentificación de un actor debe disfrutar de un reconocimiento intersubjetivo para poder fundar la identidad de la persona. La posibilidad de distinguirse de los demás debe ser reconocida por los demás. Por lo tanto, la unidad de la persona, producida y mantenida a través de la autoidentificación, se apoya a su vez en la pertenencia de un grupo, en la posibilidad de situarse en el interior de un sistema de relaciones”. (Melucci, 1985).

9- A. Melucci, Il gioco dell’io. Il cambiamento di sé in una società globale, Feltrinelli, Milán, 1991, pp. 40–42.

10- Según el autor se pueden encontrar ejemplos empíricos de esta situación en la fase de formación de los actores colectivos, en ciertas fases de la edad evolutiva, en las contraculturas marginales, en las sectas y en determinadas configuraciones de la patología individual (v. gr., desarrollo hipertrófico del yo, o excesivo repliegue sobre sí mismo).

11- Tal sería, por ejemplo, el caso del comportamiento gregario o multitudinario, de la tendencia a confluir hacia opiniones y expectativas ajenas, y también el de ciertas fases del desarrollo infantil destinadas a ser superarse posteriormente en el proceso de crecimiento. La patología, por su parte, suele descubrir la permanencia de formas simbióticas o de apego que impiden el surgimiento de una capacidad autónoma de identificación.

12- Es la situación que puede observarse, según Melucci, en los procesos de labeling social, cuyo ejemplo más visible sería la interiorización de estigmas ligados a diferencias sexuales, raciales y culturales, así como también a impedimentos físicos.

13- Por ejemplo, el robo en los supermercados no sería más que la otra cara del consumismo, así como “muchos otros comportamientos autodestructivos a través del abuso de ciertas substancias no son más que la otra cara de las expectativas demasiado elevadas a las que no tenemos posibilidades de responder” (Ibid., p. 42).

14- Pollini, op. cit., p. 32.

15- Ibid., p. 33.

16- Gabriele Pollini, “Appartenenza socio–territoriale e mutamento culturale”, en Vincenzo Cesareo (ed.), La cultura dell’Italia contemporanea, Fondazione Giovanni Agnelli, Turín, pp. 185–225.

17- Fabio Lorenzi-Cioldi, Individus dominants et groupes dominés, Presses Universitaires de Grenoble, Grenoble, 1988, p. 19.

18- P. Tap, Identités collectives et changements sociaux, Privat, Toulouse, 1980.

19- Robert K. Merton, Éléments de théorie et de méthode sociologique, Librairie Plon, París, 1965. Según Merton se entiende por grupo “un conjunto de individuos en interacción según reglas establecidas” (p. 240). Por lo tanto, una aldea, un vecindario, una comunidad barrial, una asociación deportiva y cualquier otra socialidad definida por la frecuencia de interacciones en espacios próximos, serían “grupos”. Las colectividades, en cambio, serían conjuntos de individuos que, aun en ausencia de toda interacción y contacto próximo, experimentan cierto sentimiento de solidaridad “porque comparten ciertos valores y porque un sentimiento de obligación moral los impulsan a responder como es debido a las expectativas ligadas a ciertos roles sociales” (p. 249). Por consiguiente, para Merton serían “colectividades”, las grandes “comunidades imaginadas”, en el sentido de B. Anderson (1983), como la nación y las iglesias universales (pensadas como “cuerpos místicos”). Algunos autores han caracterizado la naturaleza peculiar de la pertenencia a estas grandes comunidades anónimas, imaginadas e imaginarias, llamándola “Identificación por proyección o referencia”, en clara alusión al sentido freudiano del sintagma (Galissot, 1987).

20- Las “redes” suelen concebirse como relaciones de interacción entre individuos, de composición y sentido variables, que no existen a priori ni requieren de la contigüidad espacial como los grupos propiamente dichos, sino son creadas y actualizadas cada vez por los individuos (Hecht, 1993).

21- Las categorías sociales han sido definidas por Merton como “agregados de posiciones y de estatutos sociales cuyos detentadores (o sujetos) no se encuentran en interacción social; éstos responden a las mismas características (sexo, edad, renta, etcétera) pero no comparten necesariamente un cuerpo común de normas y valores” (Merton, 1965, p. 249).