Loe raamatut: «Teoría y análisis de la cultura», lehekülg 4

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22- Paolo Guidicini, Dimensione comunità, Franco Angeli, Milán, 1985, p. 48.

23- Por ejemplo, a la categoría “mujer” se asocia espontáneamente una serie de “rasgos expresivos”: pasividad, sumisión, sensibilidad a las relaciones con otros; mientras que a la categoría “hombre” se asocian “rasgos instrumentales: activismo, espíritu de competencia, independencia, objetividad y racionalidad” (Lorenzi–Cioldi, 1988, p. 41).

24- Denise Jodelet, Les représentations sociales, Presses Universitaires de France, París, 1989, p. 32.

25- Jean–Claude Abric, op. cit., p. 19.

26- D. Jodelet, op. cit., p. 36. Debe advertirse, sin embargo, que según los psicólogos sociales de esta escuela, los individuos modulan siempre de modo idiosincrático el núcleo de las representaciones compartidas, lo que excluye el modelo del unanimismo y del consenso. Por consiguiente, pueden existir divergencias y hasta contradicciones de comportamiento entre individuos de un mismo grupo que comparten un mismo haz de representaciones sociales.

27- G. Mugny y F. Carugati, L’intelligence au pluriel: les représentations sociales de l’intelligence et de son développement, DelVal, Cousset, 1985, p. 183.

28- Edmond Marc Lipiansky, Identité et comunication, Presses Universitaires de France, París, 1992, p. 122.

29- Alfonso Pérez–Agote, “La identidad colectiva: una reflexión abierta desde la sociología”, en Revista de Occidente, núm. 56, 1986, pp. 76–90.

30- Erving Goffman, Estigma. La identidad deteriorada, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1986.

31- Henri Paicheler, “L’épistémologie du sens commun”, en Sergio Moscovici (ed.), Psychologie Sociale, Presses Universitaires de France, París, 1984, pp. 277–307.

32- Alessandro Pizzorno, “Identità e sapere inutile”, en Rassegna Italiana di Sociologia, núm. 3, año XXX, ١٩٨٩, pp. 305–319.

33- Lipiansky, op. cit., p. 121.

34- Sharon S. Brehm, “Les relations intimes”, en S. Moscovici (ed.), Psychologie..., op. cit., pp. 169–191.

35- Pizzorno, op. cit., p. 318.

36- Pierre Bourdieu, “L’illusion biographique”, en Actes de la Recherche en Sciences Sociales, núms. 62/63, 1986, pp. 69–72.

37- Ibid.

38- Bourdieu, op. cit., p. 70.

39- Peter L. Berger, “La identidad como problema en la sociología del conocimiento”, en Gunter W. Remmling, Hacia la sociología del conocimiento, Fondo de Cultura Económica, México, 1982, pp. 355–368.

40- Lipiansky, op. cit., p. 88.

41- Sobre el fetichismo, las usurpaciones y las perversiones potenciales inherentes a este mecanismo, ver, Bourdieu, 1984: “La relación de delegación corre el riesgo de disimular la verdad de la relación de representación y la paradoja de situaciones en las que un grupo sólo puede existir mediante la delegación en una persona singular —el secretario general, el Papa, etcétera— que puede actuar como persona moral, es decir, como sustituto del grupo. En todos estos casos, y según la ecuación establecida por los canonistas —la Iglesia es el Papa—, según las apariencias el grupo hace al hombre que habla en su lugar, en su nombre (así se piensa en términos de delegación), mientras que en realidad es igualmente verdadero decir que el portavoz hace al grupo...” (p. 49).

42- Alessandro Pizzorno, “Spiegazione come reidentificazione”, en Rassegna Italiana di Sociologia, núm. 2, año XXX, 1989, pp. 161–183.

43- Carlos Barbé, “L’identità —‘individuale’ e ‘collettiva’— come dimenzione soggettiva dell’azione sociale”, en Laura Balbo et alii, Complessità sociale e identità, Franco Angeli, Milán, 1985, pp. 261–276.

44- “Si bien la probabilidad de reunir real o nominalmente —por la virtud del delegado— a un conjunto de agentes es tanto mayor cuanto más próximos se encuentran éstos en el espacio social y cuanto más restringida y, por lo tanto, más homogénea es la clase construida a la que pertenecen, la reunión entre los más próximos nunca es necesaria y fatal [...], así como también la reunión entre los más alejados nunca es imposible” (Bourdieu, 1984, p. 3–4).

45- “Incluso las identidades más fuertes de la historia (identidades nacionales, religiosas y de clase) no corresponden nunca a una serie unívoca de representaciones en todos los sujetos que la comparten” (Barbé, 1985, p. 270).

46- “Una verbena pluricategorial o una huelga pueden resultar muy bien de una coincidencia de intereses y hasta de eventuales y momentáneas identificaciones, pero no de una identidad” (Barbé, 1985, p. 271).

47- Por lo tanto, no parece que deba admitirse el modelo del continuum de comportamientos propuesto por Tajfel (1972), entre un polo exclusivamente personal que no implique referencia alguna a los grupos de pertenencia, y un polo colectivo y despersonalizante, donde los comportamientos estarían totalmente determinados por diversos grupos o categorías de pertenencia. Este modelo está impregnado por la idea de una oposición irreconciliable entre una realidad social coactiva e inhibidora, y un yo personal en búsqueda permanente de libertad y autorrealización autónoma.

48- Desde esta perspectiva constituye una contradictio in terminis la idea de una identidad caleidoscópica, fragmentada y efímera que sería propia de la “sociedad posmoderna” según el discurso especulativo de ciertos filósofos y ensayistas.

49- Lipiansky, op. cit., p. 43.

50- Incluso esta expresión resulta todavía inexacta. Habría que hablar más bien de proceso dinámico, ya que nuestra biografía, por ejemplo, es más bien un proceso cíclico, no según un modelo evolutivo y lineal sino conforme con una dialéctica de recomposiciones y rupturas.

51- George de Vos y Lola Romanuci Ross, Ethnic Identity, University of Chicago Press, Chicago, 1982, p. XII.

52- Para una discusión pormenorizada de esta problemática, ver, Giménez, 1994, pp. 171–174.

53- Georges Ribeil, Tensions et mutations sociales, Presses Universitaires de France, París, 1974, p. 142 y ss.

54- Ver una discusión de este tópico, en Giménez, 1993, p. 44 y ss.

55- D.L. Horowitz, “Ethnic Identity”, en N. Glazer y D.P. Moynihan (eds.), Ethnic Theory and Experience, Harvard University Press, Cambridge, 1975, p. 115 y ss.

56- Amalia Signorelli, “Identità etnica e cultura di massa dei lavoratori migranti”, en Angelo Di Carlo (ed.) I luoghi dell’identità, Franco Angeli, Milán, 1985, pp. 44–60.

57- Lipiansky, op. cit., p. 41.

58- Como ya lo había señalado Max Weber, “toda diferencia de ‘costumbres’ puede alimentar en sus portadores un sentimiento específico de honor y dignidad” (Weber, 1944, p. 317).

59- Fredrik Barth, Los grupos étnicos y sus fronteras, Fondo de Cultura Económica, México, 1976, p. 29.

60- Pierre Bourdieu, Ce que parler veut dire, Fayard, París, 1982, p. 136 y ss.

61- Alberto Izzo, “Il concetto di ‘mondo vitale’”, en L. Balbo et alii, op. cit., p. 132 y ss.

62- Wanda Dressler–Halohan, Françoise Morin y Louis Quere, L’identité de “pays” à l’épreuve de la modernité, Centre d’Études des Mouvements Sociaux–EHESS, París, 1986, pp. 35–58.

63- Loredana Sciolla, Identità, Rosenberg & Sellier, Turín, 1983, p. 48.

64- Pierre Bourdieu, Choses dites, Les Éditions de Minuit, París, 1987, p. 147 y ss.

65- Según Bourdieu, “la verdad de la interacción nunca se encuentra por entero en la interacción, tal como ésta se manifiesta a la observación” (1987, p. 151). Y en otra parte afirma que las interacciones sociales no son más que “la actualización coyuntural de la relación objetiva” (1990, p. 34).

66- Pierre Bourdieu, “Une interprétation de la théorie de la religion de Max Weber”, en Archives Européennes de Sociologie, pp. 2–21.

67- Alain Accardo, Initiation à la sociologie de l’illusionisme social, Le Mascaret, Burdeos, 1983, pp. 56–57.

68- J.W. Lapierre, op. cit., pp. 195–206.

69- Loredana Sciolla, Identità, op. cit., p. 22.

70- A. Melucci, L’invenzione del presente, Il Mulino, Bolonia, 1982, p. 66.

71- Michael L. Hecht, Mary Jane Collier y Sidney A. Ribeau, African American Communication. Ethnic Identity and Cultural Interpretation, Sage Publications, Londres, 1993, pp. 46–52.

72- Habermas, op. cit., vol. II, p. 122 y ss.

73- Lipiansky, op. cit., p. 122.

74- Alessandro Pizzorno, “Spiegazione come...”, op. cit., p. 177.

75- Véase una aplicación de estos procedimientos al análisis político, en el mismo Pizzorno, 1994, particularmente pp. 11–13.

76- Melucci, op. cit., p. 70.

77- Pérez-Agote, op. cit.

78- El autor está pensando en los “nacionalismos periféricos” de España, como el de los vascos, por ejemplo.

79- Tal ha sido el caso de los rancheros de la sierra “jamilchiana” (límite sur entre Jalisco y Michoacán), categorizados genéricamente como “campesinos” y “descubiertos” como actores sociales con identidad propia por Esteban Barragán López, en un sugestivo estudio publicado por la revista Relaciones (1990, pp. 75–106), de El Colegio de Michoacán.

80- Hecht, op. cit.,

81- Michel Bassand y François Hainard, Dynamique socio–culturelle régionale, Presses Polytechniques Romandes, Lausana.

82- R. Gubert, L’appartenenza territoriale tra ecologia e cultura, Reverdito Edizioni, Trento, 1992.

83- Gioia di Cristofaro Longo, Identità e cultura, Edizioni Studium, Roma.

84- “La identidad es un nudo teórico fundamental del ‘saber femenino’. La formación de identidades colectivas e individuales de las mujeres constituye un dato emergente, problemático y disruptivo de nuestro tiempo. Al discutir sobre la identidad, no podemos menos que plantear la cuestión de las relaciones entre las contribuciones del feminismo y las de otros enfoques y tradiciones de estudio” (Balbo, 1983).

85- P.H. Collins, “The Social Construction of Black Feminist Thought”, en M. Malson et alii (eds.), Black Women in America, University of Chicago Press, Chicago, 1990, pp. 297–326.

86- Melucci, L’invenzione..., op. cit.; Nomads of the Present, Temple University Press, Filadelfia, 1989.

87- A. Pizzorno, Le radici della politica assoluta, Feltrinelli, Milán, 1994.

88- Hecht, ibid.

89- Miguel Alberto Bartolomé y Alicia Mabel Barrabás, La pluralidad en peligro, Instituto Nacional de Antropología e Historia/Instituto Nacional Indigenista, México, 1996.

90- Mike Featherstone (ed.), Global Culture, Sage Publications, Londres, 1992.

91- Michael Kearney, “Borders and Boundaries of State and Self at the End of the Empire”, en Journal of Historical Sociology, pp. 52–74.

IDENTIDADES ASESINAS (*)

1

Mi vida de escritor me ha enseñado a desconfiar de las palabras. Las que parecen más claras suelen ser las más traicioneras. Uno de esos falsos amigos es precisamente “identidad”. Todos creemos saber el significado de esta palabra y seguimos fiándonos de ella incluso cuando, insidiosamente, empieza a significar lo contrario.

Lejos de mí la idea de redefinir una y otra vez el concepto de identidad. Es el problema esencial de la filosofía desde el “conócete a ti mismo” de Sócrates hasta Freud, pasando por tantos otros maestros; para abordarlo de nuevo se necesitaría hoy mucha más competencia de la que yo tengo, y mucha más temeridad. La tarea que me he impuesto es infinitamente más modesta: tratar de comprender por qué tanta gente comete hoy crímenes en nombre de su identidad religiosa, étnica, nacional o de otra naturaleza. ¿Ha sido así desde los albores de la historia o, por el contrario, hay realidades que son específicas de nuestra época? Es posible que algunas de mis palabras le parezcan al lector demasiado elementales. Pero es porque he tratado de reflexionar con la máxima serenidad, paciencia y lealtad que me han sido posibles, sin recurrir a ningún tipo de jerga ni a ninguna engañosa simplificación.

En lo que se ha dado en llamar el “documento de identidad” figuran nombre y apellidos, fecha y lugar de nacimiento, una fotografía, determinados rasgos físicos, la firma y, a veces, la huella dactilar: toda una serie de indicaciones que demuestran, sin posibilidad de error, que el titular de ese documento es fulano y que no hay, entre los miles de millones de seres humanos, ningún otro que pueda confundirse con él, ni siquiera su Sosia o su hermano gemelo.

Mi identidad es lo que hace que yo no sea idéntico a ninguna otra persona.

Así definido, el término “identidad” denota un concepto relativamente preciso que no debería prestarse a confusión. ¿Realmente hace falta una larga argumentación para establecer que no puede haber dos personas idénticas? Aun en el caso de que el día de mañana, como es de temer, se llegara a “clonar” seres humanos, en sentido estricto esos clones sólo serían idénticos en el momento de “nacer”; ya desde sus primeros pasos en el mundo empezarían a ser diferentes.

La identidad de una persona está constituida por infinidad de elementos que evidentemente no se limitan a los que figuran en los registros oficiales. La gran mayoría de la gente, desde luego, pertenece a una tradición religiosa, a una nación, y en ocasiones a dos; a un grupo étnico o lingüístico, a una familia más o menos extensa, a una profesión, a una institución, a un determinado ámbito social. Y la lista no acaba ahí, prácticamente podría no tener fin: podemos sentirnos pertenecientes, con más o menos fuerza, a una provincia, pueblo, barrio, clan, un equipo deportivo o profesional, una pandilla de amigos, un sindicato, una empresa, un partido, una asociación, una parroquia, una comunidad de personas con las mismas pasiones, preferencias sexuales o minusvalías físicas, o que se enfrentan a los mismos problemas ambientales.

No todas esas pertenencias tienen, claro está, la misma importancia, o al menos no la tienen simultáneamente. Pero ninguna de ellas carece por completo de valor. Son los elementos constitutivos de la personalidad, casi diríamos los “genes del alma”, siempre que precisemos que en su mayoría no son innatos.

Aunque cada uno de esos elementos está presente en gran número de individuos, nunca se da la misma combinación en dos personas distintas, y es justamente ahí donde reside la riqueza de cada uno, su valor personal, lo que hace que todo ser humano sea singular y potencialmente insustituible.

Puede que un accidente, feliz o infortunado, o incluso un encuentro fortuito, pesen más en nuestro sentimiento de identidad que el hecho de tener detrás un legado milenario. Imaginemos el caso del encuentro entre un serbio y una musulmana que se conocieron hace veinte años en un café de Sarajevo, que se enamoraron y se casaron. Ya nunca podrán percibir su identidad del mismo modo que una pareja cuyos dos integrantes sean serbios o musulmanes. Cada uno de ellos llevará siempre consigo las pertenencias que recibieron de sus padres al nacer, pero ya no las percibirá de la misma manera ni les concederá el mismo valor.

Sigamos en Sarajevo. Hagamos allí, mentalmente, una encuesta imaginaria. Vemos, en la calle, a un hombre de cincuenta y tantos años. Hacia 1980, ese hombre habría proclamado con orgullo y sin reservas: “¡soy yugoslavo!” Interrogado un poco después, habría concretado que vivía en la República Federal de Bosnia–Herzegovina, procedente, por cierto, de una familia de tradición musulmana.

Si lo hubiéramos vuelto a ver doce años después, en plena guerra, habría contestado de manera espontánea y enérgica: “¡soy musulmán!” Es posible que se hubiera dejado crecer la barba reglamentaria. Habría añadido enseguida que era bosnio, y no habría puesto buena cara si le hubiésemos recordado que no hacía mucho afirmaba orgulloso ser yugoslavo.

Hoy, cuestionado en la calle, nos diría en primer lugar que es bosnio, y después musulmán. Justo en ese momento iba a la mezquita, añade, y también quiere decir que su país forma parte de Europa, y espera que algún día se integre a la Unión Europea.

¿Cómo querrá definirse nuestro personaje cuando lo volvamos a ver en ese mismo sitio dentro de veinte años? ¿Cuál de sus pertenencias pondrá en primer lugar? ¿Será europeo, musulmán, bosnio? ¿Otra cosa? ¿Balcánico tal vez?

No me atrevo a hacer un pronóstico. Todos esos elementos forman parte efectivamente de su identidad. Nació en una familia de tradición musulmana; por su lengua pertenece a los eslavos meridionales, no hace mucho agrupados en un mismo Estado, y hoy nuevamente separados; vive en una tierra, en un tiempo otomana y en otro austriaca, y que participó en las grandes tragedias de la historia europea. Según las épocas, una u otra de sus pertenencias se “hinchó”, si es que puede decirse así, hasta ocultar todas las demás y confundirse con su identidad entera. A lo largo de su vida le habrán contado todo tipo de patrañas. Que era proletario y nada más. Yugoslavo y nada más. Y, más recientemente, musulmán y nada más; hasta es posible que le hayan hecho creer, durante unos difíciles meses, ¡que tenía más cosas en común con los habitantes de Kabul que con los de Trieste!

En todas las épocas hubo gente que nos hace pensar que había entonces una sola pertenencia primordial, tan superior a las demás en todas las circunstancias, que estaba justificado denominarla “identidad”. La religión para unos, la nación o la clase social para otros. En la actualidad, sin embargo, basta con echar una mirada a los diferentes conflictos que se están produciendo en el mundo para advertir que no hay una única pertenencia que se imponga de manera absoluta sobre las demás. Allí donde la gente se siente amenazada en su fe, es la pertenencia a una religión la que parece resumir toda su identidad. Pero si lo que está amenazado es la lengua materna o el grupo étnico, entonces se producen feroces enfrentamientos entre correligionarios. Los turcos y los kurdos comparten la misma religión, la musulmana, pero tienen lenguas distintas; ¿es por ello menos sangriento el conflicto que los enfrenta? Tanto los hutus como los tutsis son católicos y hablan la misma lengua, pero ¿acaso ello les ha impedido matarse entre sí? También son católicos los checos y los eslovacos, pero ¿ha favorecido su convivencia esa fe común?

Con todos estos ejemplos quiero insistir: si bien en todo momento hay entre los componentes de la identidad de una persona, una determinada jerarquía, ésta no es inmutable sino cambia con el tiempo y modifica profundamente los comportamientos.

Además, las pertenencias que importan en la vida de cada cual no son siempre las que cabría considerar fundamentales: la lengua, el color de la piel, la nacionalidad, clase social o religión. Pensemos en un homosexual italiano en la época del fascismo. Ese aspecto específico de su personalidad tenía para él su importancia, es de suponer, pero no más que su actividad profesional, sus preferencias políticas o sus creencias religiosas. Y de repente se abate sobre él la represión oficial, siente la amenaza de la humillación, la deportación, la muerte (al elegir este ejemplo echo mano obviamente de ciertos recuerdos literarios y cinematográficos). Así, ese hombre, patriota y quizás nacionalista años antes, ya no es capaz de disfrutar ahora con el desfile de las tropas italianas, e incluso llega a desear su derrota, sin duda. Al verse perseguido, sus preferencias sexuales se imponen sobre las demás, eclipsando incluso el hecho de pertenecer a la nación italiana que, sin embargo, alcanza en esta época su paroxismo. Habrá que esperar a la posguerra para que, en una Italia más tolerante, nuestro hombre se sienta de nuevo plenamente italiano.

Muchas veces la identidad que se proclama está calcada —en negativo— de la del adversario. Un irlandés católico se diferencia de los ingleses ante todo en la religión, pero también se considerará, contra la monarquía, republicano, y si no conoce lo bastante el gaélico al menos hablará el inglés a su manera; un dirigente católico que se expresara con el acento de Oxford parecería casi un renegado.

Esa complejidad, a veces amable, a menudo trágica, de los mecanismos de la identidad puede ilustrarse con decenas de ejemplos. Citaré algunos en las páginas siguientes, unos de manera sucinta, otros con más detalle, sobre todo los que se refieren a la región de donde procedo: Oriente Próximo, el Mediterráneo, el mundo árabe y, en primer lugar, Líbano, un país donde la gente tiene que preguntarse constantemente por sus pertenencias, sus orígenes, sus relaciones con los demás, y el lugar, al sol o a la sombra, que puede ocupar en él.

2

Igual que otros hacen examen de conciencia, yo a veces me veo haciendo lo que podríamos llamar “examen de identidad”. No trato con ello —ya se habrá adivinado— de encontrar en mí una pertenencia “esencial” en donde pueda reconocerme, así que adopto la actitud contraria: rebusco en mi memoria para que aflore el mayor número posible de componentes de mi identidad, los agrupo y hago la lista, sin renegar de ninguno de ellos.

Vengo de una familia originaria del sur de Arabia que se estableció hace siglos en la montaña libanesa, y se fue dispersando después, en sucesivas migraciones, por varios rincones del planeta, desde Egipto hasta Brasil, desde Cuba hasta Australia. Tiene el orgullo de haber sido siempre, a la vez, árabe y cristiana, probablemente desde el siglo II o III, es decir, mucho antes de que apareciera el Islam y antes, incluso de la conversión de Occidente al cristianismo.

El hecho de ser cristiano y de tener por lengua materna el árabe, lengua sagrada del Islam, es una de las paradojas fundamentales que han forjado mi identidad. Hablar el árabe teje unos lazos que me unen a todos quienes la utilizan a diario en sus oraciones, a muchas personas que en su gran mayoría la conocen peor que yo. Si alguien en Asia central se encuentra con un viejo erudito a la puerta de una madrasa timurí, le basta con dirigirse a él en árabe para sentirse en una tierra amiga y para que él le hable con el corazón, como no se atrevería a hacerlo jamás en ruso o en inglés.

La lengua árabe nos es común a él, a mí y a más de mil millones de personas. Por otra parte, mi pertenencia al cristianismo —da lo mismo que sea profundamente religiosa o sólo sociológica— me une también de manera significativa a todos los cristianos del mundo, unos dos mil millones. Muchas cosas me separan de cada cristiano, como de cada árabe y de cada musulmán, pero al mismo tiempo tengo con todos ellos un parentesco innegable, en el primer caso religioso e intelectual, en el segundo lingüístico y cultural.

Dicho esto, el hecho de ser a la vez árabe y cristiano es una condición muy específica, muy minoritaria, y no siempre fácil de asumir; marca a la persona de una manera profunda y duradera; en mi caso, no puedo negar que ha sido determinante en la mayoría de las decisiones que he tenido que tomar a lo largo de mi vida, incluida la de escribir este libro.

Así, al contemplar por separado esos dos elementos de mi identidad, me siento cercano, por la lengua o religión, a más de la mitad de la humanidad; y al tomarlos juntos, simultáneamente, me veo enfrentado a mi especificidad.

Lo mismo podría decir de otras de mis pertenencias: el hecho de ser francés lo comparto con unos sesenta millones de personas; el de ser libanés, con entre ocho y diez millones, si cuento la diáspora; pero el hecho de ser ambas cosas, francés y libanés, ¿con cuántos lo comparto? Con unos miles, cuando mucho.

Cada una de mis pertenencias me vincula con muchas personas; sin embargo, cuanto más numerosas son las pertenencias que tengo en cuenta, tanto más específica se revela mi identidad.

Aunque me extienda un poco más sobre mis orígenes, debería precisar que nací en el seno de la comunidad denominada católica–griega o melquita, la cual reconoce la autoridad del Papa, si bien sigue siendo fiel a algunos ritos bizantinos. A primera vista, eso no es más que un detalle, una curiosidad, pero pensándolo mejor resulta un aspecto determinante de mi identidad: en un país como Líbano, donde las comunidades más fuertes han luchado durante mucho tiempo por su territorio y por su parcela de poder, los miembros de las comunidades muy minoritarias como la mía, raras veces han tomado las armas y han sido los primeros en exiliarse. Personalmente, yo siempre me negué a involucrarme en una guerra que me parecía absurda y suicida; pero esa forma de ver las cosas, esa mirada distante, esa negativa a tomar las armas no deja de tener relación con mi pertenencia a una comunidad marginada.

Así que soy melquita. Sin embargo, si alguien se entretuviera un día en buscar mi nombre en el registro civil —que en Líbano, como cabe imaginar, está organizado en función de las confesiones religiosas—, no me encontraría entre los melquitas sino en la sección de los protestantes. ¿Por qué? Sería demasiado largo de explicar. Me limitaré a contar que en nuestra familia había dos tradiciones religiosas enfrentadas, y que durante toda mi infancia fui testigo de esa rivalidad; testigo, y en ocasiones objeto de ella: si me matricularon en la escuela francesa, la de los jesuitas, fue porque mi madre, decididamente católica, quería sustraerme a la influencia protestante que dominaba entonces en la familia de mi padre, en la cual era tradicional enviar a los hijos a los colegios americanos o ingleses. Y es por ese conflicto que soy francófono, y es por ello también que, durante la guerra de Líbano, me fui a vivir a París y no a Nueva York, Vancouver o Londres, y por lo que comencé a escribir en francés.

¿Más detalles todavía de mi identidad? Podría hablar de mi abuela turca, de su esposo, maronita de Egipto, y de mi otro abuelo, muerto mucho antes de que yo naciera, de quien me han contado que fue poeta, librepensador, masón tal vez y, en cualquier caso, violentamente anticlerical. Podría remontarme hasta un tío tatarabuelo, el primer traductor de Molière al árabe, y que lo llevó, en 1848, a las tablas de un teatro otomano.

Pero no lo haré, pues basta con esto, y pasaré a una pregunta: ¿cuántos de mis semejantes comparten conmigo esos elementos dispares que han configurado mi identidad y esbozado, en líneas generales, mi itinerario personal? Muy pocos. A lo mejor ninguno. Y es en esto en lo que quiero insistir: gracias a cada una de mis pertenencias, tomadas por separado, estoy unido por un cierto parentesco a muchos de mis semejantes; gracias a esos mismos criterios, pero tomados todos juntos, tengo mi identidad propia, que no se confunde con ninguna otra.

Extrapolaré un poco y diré que tengo en común con cada ser humano algunas pertenencias, pero que no hay en el mundo nadie que las comparta todas, ni siquiera muchas de ellas. De las posibles decenas de criterios que podría enumerar, bastaría con unos cuantos para establecer con claridad mi identidad específica, distinta a la de cualquier otra persona, incluso de mi propio hijo o de mi padre.

Dudé mucho antes de ponerme a escribir las páginas precedentes. ¿Debía extenderme así, desde el principio del libro, sobre mi caso personal? Por un lado, y sirviéndome del ejemplo que mejor conozco, quería decir de qué manera una persona puede afirmar a un tiempo, en función de algunos criterios de pertenencia, los lazos que la unen a sus semejantes y aquello que la hace singular. Por otro, no ignoraba que cuanto más nos adentramos en el análisis de un caso particular, más riesgo corremos de que se nos replique que se trata precisamente de eso, de un caso particular.

Al final me tiré al ruedo, convencido de que todo el que trate con buena fe de hacer también su “examen de identidad”, no tardará en descubrir que su caso es tan particular como el mío. La humanidad entera se compone sólo de casos particulares, pues la vida crea diferencias, y si hay “reproducción”, nunca es con resultados idénticos. Todos los seres humanos, sin excepción, poseemos una identidad compuesta; basta con hacernos algunas preguntas para que afloren olvidadas fracturas e insospechadas ramificaciones, para descubrirnos como seres complejos, únicos, irremplazables.

Es exactamente eso lo que caracteriza la identidad de cada cual: compleja, única, irreemplazable, imposible de confundirse con ninguna otra. Lo que me hace insistir en este punto es ese hábito mental, tan extendido hoy y a mi juicio sumamente pernicioso, según el cual para que una persona exprese su identidad le basta con decir “soy árabe”, “francés”, “negro”, “serbio”, “musulmán” o “judío”. A quien como yo, que acabo de enumerar sus múltiples pertenencias, se le acusa al instante de querer “disolver” su identidad en un batiburrillo informe, donde todos los colores quedarían difuminados. Sin embargo, lo que trato de decir es lo contrario. No que todos los hombres sean parecidos sino que cada uno es distinto de los demás. Un serbio es sin duda distinto de un croata, pero también cada serbio es distinto de todos los demás serbios, y cada croata distinto de todos los demás croatas. Y si un cristiano libanés es diferente de un musulmán libanés, no conozco tampoco a dos cristianos libaneses que sean idénticos, ni a dos musulmanes, del mismo modo que no hay en el mundo dos franceses, dos africanos, dos árabes o dos judíos idénticos.

Las personas no son intercambiables y es frecuente observar en el seno de la misma familia ruandesa, irlandesa, libanesa, argelina o bosnia, y entre dos hermanos que han vivido en el mismo entorno, diferencias en apariencia mínimas que, sin embargo, les harán reaccionar en materia de política, de religión o de su vida cotidiana, de dos maneras totalmente opuestas: incluso podrían determinar que uno de ellos mate y otro prefiera el diálogo y la conciliación.

A pocos se les ocurriría discutir explícitamente todo lo que acabo de decir. Pero nos comportamos como si no fuera así. Por comodidad englobamos bajo el mismo término a la gente más distinta, y por comodidad también les atribuimos crímenes, acciones colectivas, opiniones colectivas: “los serbios han hecho una matanza”, “los ingleses han saqueado”, “los judíos han confiscado”, “los negros han incendiado”, “los árabes se niegan”. Sin mayores problemas formulamos juicios: tal o cual pueblo es “trabajador”, “hábil” o “vago”, “desconfiado” o “hipócrita”, “orgulloso” o “terco”, y a veces terminan convirtiéndose en convicciones profundas.