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Loe raamatut: «Cuentos Clásicos del Norte, Segunda Serie», lehekülg 6

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– ¡Deteneos! —

La mirada, el continente y la actitud de mandato; el solemne y marcial timbre de la voz, acostumbrada tanto a dirigir las huestes en el campo de batalla como a elevarse hasta la divinidad en fervorosa plegaria, fueron irresistibles. A la voz del anciano y ante su brazo erguido, calló inmediatamente el redoble del tambor y la línea entera se detuvo. Un temblor de entusiasmo se apoderó de la multitud. Aquella augusta aparición, en que se combinaban la santidad y el poder, tan blanca, tan vagamente entrevista, con sus antiguas vestiduras, podía ser únicamente algún viejo campeón de la causa de la justicia, levantado de su tumba por el redoble del tambor de los opresores. Lanzaron una triunfante y reverente exclamación, y aguardaron la liberación de la Nueva Inglaterra.

El gobernador y los caballeros de su bando, al darse cuenta de su inesperada detención, avanzaron rápidamente como si quisieran lanzar sus atemorizados y palpitantes corceles contra la blanca aparición. El anciano, sin embargo, no retrocedió un paso; y recorriendo con mirada austera el grupo que le rodeaba a medias, la fijó al cabo severamente en Sir Édmund Andros. Podría haberse creído que el sombrío anciano era el jefe allí, y que el gobernador y el consejo, con todos los soldados que les acompañaban, representando todo el poder y la autoridad real, no tenían más recurso que obedecer.

– ¿Qué hace aquí este viejo? – gritó Édward Rándolph ferozmente. – ¡Adelante, Sir Édmund! Haced avanzar a los soldados y no dejéis a este viejo chocho más alternativa que la que dais a toda la nación: ¡hacerse a un lado o ser pisoteados!

– Vamos, vamos, mostremos algún respeto al buen patriarca, – dijo riendo Búllivant. – ¿No veis que es algún antiguo dignatario que ha estado durmiendo estos treinta años y no sabe nada de los cambios ocurridos? ¡Sin duda piensa echarnos abajo con alguna proclama en nombre del viejo Noll!33

– ¿Estáis loco, anciano? – preguntó Sir Édmund Andros en tono rudo e incisivo. – ¿Cómo os atrevéis a detener la marcha del gobernador del rey Jaime?

– Habría detenido en estos momentos aun la marcha del mismo rey, – replicó el respetable personaje con severa compostura. – Me encuentro aquí, señor gobernador, porque el grito del pueblo oprimido ha llegado hasta mi escondida morada; e implorando ardientemente la protección del Señor, me ha sido otorgado aparecer una vez más sobre la tierra en defensa de la causa justa de sus santos. Y ¿qué diré de Jaime? No existe ya este tirano en el trono de Inglaterra; y mañana al mediodía su nombre será objeto de escarnio en esta misma calle donde vos lo hacíais emblema de terror. ¡Atrás, tú que has sido gobernador, atrás! ¡Esta noche tu poder ha terminado; mañana, la prisión! ¡Atrás, a menos que desees que te pronostique el cadalso! —

El pueblo se había aproximado más y más, bebiendo las palabras de su campeón, que hablaba con acento singular, como alguien que no estuviera acostumbrado a hacer uso de la palabra, excepto con los muertos de años atrás. Pero su voz sacudió el espíritu de la multitud. Afrontaron a los soldados, sacando a relucir algunas armas y listos a convertir en instrumentos de muerte las mismas piedras de las calles. Sir Édmund Andros miró al anciano; recorrió luego la multitud con ojos duros y crueles, encontrando por todas partes aquella ira sombría tan difícil de ablandar o quebrantar; y otra vez fijó su mirada en la figura del anciano, obscuramente delineada en el espacio libre, donde ni amigos ni enemigos se habían atrevido a penetrar. Cualesquiera que fuesen sus pensamientos, no pronunció una sola palabra que pudiera descubrirlos. Mas, sea que estuviese dominado por la mirada del blanco adalid, sea que adivinara el peligro en la actitud amenazadora del pueblo, lo cierto es que retrocedió ordenando a sus soldados una retirada lenta y a la defensiva. Antes de que se pusiera el nuevo sol, el gobernador y todos los generales que tan orgullosamente montaban a su lado estaban prisioneros, y tan pronto como se supo que Jaime había abdicado, Guillermo fué proclamado rey en toda la Nueva Inglaterra.

Mas ¿dónde estaba el anciano Campeón? Algunos dijeron que mientras se retiraban las tropas de King Street y el pueblo se amotinaba tumultuosamente en su seguimiento, vióse a Brádstreet, el viejo gobernador, abrazar a una figura que aparentaba ser aun de mucha más edad que él. Otros afirmaban muy seriamente que, en tanto que se maravillaban del aspecto imponente del anciano, habíase éste desvanecido ante sus ojos, fundiéndose suavemente entre las sombras del crepúsculo hasta que quedó solamente el espacio vacío. Pero todos convenían en que la blanca figura había desaparecido. Los hombres de aquella época aguardaron mucho tiempo su reaparición, tanto a la luz del día como en las horas del crepúsculo; pero jamás volvieron a verle, ni supieron cuándo se celebraron sus exequias, ni dónde se encontraba su piedra tumularia.

¿Quién fué el anciano campeón? Quizá podría descubrirse su nombre en los anales de aquel tribunal que dictó una sentencia, demasiado excelsa para el tiempo, pero gloriosa en la eternidad por su lección humillante para los monarcas, y altamente ejemplarizados para los vasallos. He oído decir que dondequiera que los puritanos necesitan mostrar el espíritu de sus ascendientes, aparece de nuevo el anciano. Transcurridos ochenta años, se presentó otra vez en King Street. Cinco años después, en la aurora de cierta mañana de abril, apareció en la pradera frente a la capilla de los cuáqueros en Léxington, donde se levanta ahora el obelisco de granito con una lápida conmemorativa de la primera caída de la revolución. Y cuando nuestros padres preparaban el parapeto de Búnker Hill, el viejo guerrero estuvo rondando toda la noche en los alrededores. ¡Mucho, mucho tiempo puede transcurrir antes de que se presente otra vez! Su hora es la hora de obscuridad, de adversidad y de peligro. Mas, si la tiranía nacional nos oprimiera alguna vez o el paso de los invasores violara nuestro suelo, volvería de nuevo el anciano campeón, porque encarna el espíritu genuino de la Nueva Inglaterra; y su aparición simbólica en la hora del peligro representará siempre la promesa de que los hijos de la Nueva Inglaterra sabrán corresponder a su alcurnia.

EL MAY-POLE DE MERRY MOUNT 34

Tema admirable para una novela filosófica es la historia de los primeros colonos en Mount Wóllarton o Merry Mount. En el ligero bosquejo a continuación, los hechos consignados en las severas páginas de nuestros cronistas de la Nueva Inglaterra hanse cambiado casi espontáneamente en una especie de alegoría. Las mascaradas, mojigangas y costumbres festivas descritas en el texto, están de acuerdo con los usos de aquel tiempo. Puede tomarse como autoridad en esta materia el Book of English Sports and Pastimes de Strutt.

HERMOSOS días los de Merry Mount, cuando el May-pole era el estandarte de aquella alegre colonia! Los que lo erigían como triunfante bandera hacían brotar claridad y alegría sobre las agrestes colinas de la Nueva Inglaterra, y esparcían semillas de flores en todo el país circunvecino. El regocijo y la melancolía se disputaban entonces el imperio. La víspera de San Juan había llegado, aportando a los bosques verdor más intenso y llevando en su regazo rosas de color más vivido que los tiernos pimpollos de la primavera. Pero Mayo, o su espíritu gozoso, habitaba el año entero en Merry Mount, divirtiéndose en los meses de verano, alborotando en el otoño y calentándose en torno del fuego durante las brumas del invierno. Revoloteaba con sonrisa soñadora a través del mundo lleno de pesares y preocupaciones hasta que vino a establecer sus lares entre los espíritus risueños de Merry Mount.

Jamás se había visto el May-pole tan galanamente ataviado como en aquella tarde víspera de San Juan. El venerado emblema era un pino que había conservado la flexible gracia de la juventud aunque igualaba en altura a los monarcas más potentes de la antigua selva. En su cima flotaba una bandera de seda que ostentaba los colores del arco iris. Abajo, cerca del suelo, el tronco estaba revestido de ramas de abedul y varias otras del verde más lleno de vida, entre las que se mezclaban algunas de hojas argentadas, sujetas con cintas flotantes en fantásticos nudos de veinte colores distintos, a cual más encendidos. Flores cultivadas y flores silvestres reían alegremente entre el verdor, tan fresco y húmedo, que parecía haber brotado por arte de magia en este regocijado pino. Hacia donde terminaba este verde y florido esplendor, veíase pintado el May-pole con los siete brillantes colores de la bandera que ostentaba al tope. De las ramas verdes más bajas pendía una frondosa guirnalda de rosas, cogidas algunas en los parajes más soleados del bosque, y otras, de colorido aun más rico, nacidas de las semillas inglesas que los colonos habían cultivado. ¡Oh, pueblo de la edad de oro, cuya principal ocupación era cultivar flores!

Mas ¿qué significaba la extraña multitud que cogida de las manos veíase el torno del May-pole? No podía suponerse seguramente que los faunos y ninfas de las antiguas fábulas, arrojados de sus clásicas grutas, hubieran buscado refugio en los frescos bosques del oeste, como lo habían hecho los demás perseguidos. Éstos parecían monstruos góticos, aunque quizá de descendencia griega. En los hombros de un hermoso mancebo erguíanse la cabeza y las astas ramosas de un ciervo; otro, humano en todo lo demás, tenía un rostro horrible de lobo; un tercero, con el tronco y las piernas de hombre, mostraba la barba y los cuernos de un venerable macho cabrío. Por allá se destacaba la figura erguida de un oso, fiera en todos sus detalles, salvo en sus piernas traseras, cubiertas de medias de seda color de rosa. Y allí otra vez, casi portentoso, aparecía un verdadero oso de las profundidades de la selva, extendiendo sus garras delanteras prontas a estrechar manos humanas, y tan dispuesto al parecer como los demás de la rueda a desempeñar su parte en la danza. Su figura inferior levantóse a medias para llegar a la altura de sus compañeros cuando éstos se detuvieron. Otros rostros tenían la apariencia de hombres o mujeres, pero disformes y extravagantes, con rojas narices colgando delante de las bocas que mostraban horribles profundidades, distendiéndose de oreja a oreja en una perpetua carcajada. Podía verse allí al hombre primitivo, bien conocido en la heráldica, peludo como un cinocéfalo y con su cinturón de hojas verdes. A su lado se discernía una figura más noble quizá, pero siempre contrahecha, un cazador indio con penacho de plumas y cinturón de conchas. Muchos personajes de esta bizarra compañía llevaban gorros de bufones y pequeños cascabeles pendientes de su atavío, que vibraban con sones argentinos en armonía con la música inaudita de su espíritu jovial. Algunos mancebos y doncellas ofrecían aspecto más serio, pero mantenían bien su puesto, sin embargo, en medio de la heterogénea multitud, por el arrobamiento exaltado que se revelaba en sus facciones. Todos estos personajes eran los colonos de Merry Mount solazándose en la vasta sonrisa del sol poniente alrededor de su venerado May-pole.

Si algún paseante extraviado en la melancólica selva hubiera oído este regocijo y lanzado una furtiva y quizá medrosa mirada al espectáculo, habría juzgado que era el séquito de Como, convertidos ya en brutos algunos de sus personajes, otros a media transformación entre el hombre y la bestia, y embriagados otros en el torrente de enloquecedora alegría que precedía al cambio. Entretanto, una banda de puritanos, que, invisible, espiaba la escena, asimilaba la mascarada a los espíritus diabólicos y corrompidos con los cuales poblaba su superstición el negro caos.

Dentro del círculo de monstruos se destacaban dos figuras tan aéreas que hacían pensar que jamás hubieran hollado piso más sólido que nubes de púrpura y doradas. La una era un mancebo de resplandecientes vestiduras, con una banda semejando el arco iris que le cruzaba sobre el pecho. Su mano derecha sostenía un cetro dorado, emblema de alta dignidad entre los alegres adoradores del May-pole; mientras oprimía con la izquierda los gráciles dedos de una hermosa doncella, no menos brillantemente ataviada que su compañero. Vívidas rosas contrastaban, en su esplendente colorido, con los obscuros y sedosos rizos de sus cabelleras, y veíanse esparcidas a sus pies, donde quizá brotaron espontáneamente. Detrás de la luminosa pareja y tan próximo al May-pole que las ramas más bajas sombreaban su semblante jovial, había un sacerdote inglés adornado de sus vestiduras canónicas, pero cubiertas de flores a la moda del paganismo, y llevando una corona de vid natural. Por el extravío de sus ojos movibles y la decoración pagana de su continente parecía el monstruo más selvático y el verdadero. Como de la reunión.

– ¡Adoradores del May-pole! – exclamó el florido oficiante, – alegremente han resonado los bosques todo el día con vuestro regocijo. Pero ésta debe ser vuestra hora más feliz, corazones míos. Sí; aquí están el rey y la reina de Mayo, a quienes yo, un clérigo de Oxford y gran sacerdote de Merry Mount, voy a unir en este instante con los santos lazos de Himeneo. ¡Levantad vuestro espíritu ligero, vosotros, bailarines moriscos, hombres de las selvas y risueñas doncellas, osos, lobos y cornudos caballeros! Venid, entonad un coro ahora, vibrante con el antiguo júbilo de la alegre Inglaterra, y con el entusiasmo más exaltado de esta fresca selva; y luego, una danza para mostrar a esta joven pareja para qué se ha hecho la vida y cuán ligeramente habrán de atravesarla! ¡Vosotros todos que amáis el May-pole, prestad vuestras voces para entonar el canto nupcial del rey y la reina de Mayo! —

Este himeneo era acontecimiento más serio de los que tenían lugar de ordinario en Merry Mount, donde la broma y la farsa, la travesura y la fantasía fomentaban un continuo carnaval. El rey y la reina de Mayo, aun cuando debieran perder su título al ocaso, iban a ser real y verdaderamente compañeros en la danza de la vida, comenzando el compás aquella misma hermosa tarde. La guirnalda de rosas que pendía de las verdes ramas bajas del May-pole había sido trenzada para ellos y se arrojaría sobre sus cabezas unidas como símbolo de su florida unión. Así, tan luego que el sacerdote concluyó, una exclamación tumultuosa brotó del grupo de figuras monstruosas.

– ¡Comenzad la estrofa, reverendo padre, – gritaron todos; – y jamás habrán coreado los bosques ecos tan regocijados como los que lanzaremos al aire los adoradores del May-pole!

Inmediatamente se dejó oír un preludio de flautas, cítaras y violas, tocado por hábiles ministriles desde el fondo de una arboleda vecina, con tan alegre cadencia que hasta las ramas del May-pole se estremecieron a sus sones. Pero el rey de Mayo, el del cetro dorado, buscando los ojos de su reina, sorprendióse de la mirada casi melancólica que tropezó con la suya.

– Édith, mi dulce reina de Mayo, – murmuró en tono de reproche, – ¿esta guirnalda de rosas pende acaso sobre nuestras tumbas que tan triste apareces? ¡Oh, Édith! ¡Ésta es nuestra época de oro! No la opaques con sombras de melancolía; porque nada nos traerá el futuro más hermoso que el recuerdo de lo que en estos momentos está pasando.

– ¡Esto es precisamente lo que me entristece! ¿Cómo ha venido también a tu mente? – dijo Édith en tono aun más bajo que el suyo; pues era delito de alta traición estar triste en Merry Mount. – Por esto suspiro en medio del festival y de la música. Y además, querido Édgar, me parece debatirme en un sueño, y pienso que las figuras de nuestros joviales amigos son visiones; que su alegría es imaginaria; y que no somos nosotros en realidad el rey y la reina de Mayo. ¿Qué misterio es éste que oprime mi corazón? —

Precisamente en aquel instante, como al influjo de algún conjuro, cayó una ligera lluvia de hojas de rosa ya marchitas del May-pole. ¡Ay de los pobres amantes! Tan pronto como ardieron sus corazones en la verdadera pasión, sintieron algo vago y perecedero en sus anteriores placeres y les acometió un medroso presentimiento de cambios inevitables. Desde el momento en que amaron profundamente, cayeron bajo la ley terrenal de pesar y preocupaciones, de alegrías turbadas, y se encontraron ya extraños en Merry Mount. Éste era el misterio del corazón de Édith. Dejemos ahora que el sacerdote los una, y que las máscaras se diviertan en torno del May-pole, hasta que el último rayo del sol se refleje en su cima, y las sombras de la selva pongan su melancolía en medio de las danzas. Veamos, entretanto, quiénes eran estos alegres personajes.

Hace doscientos años, quizá más, que el mundo antiguo y sus habitantes se fatigaron mutuamente de sus sempiternas relaciones. Los hombres emigraron por millares hacia el oeste; unos, para trocar cuentas de vidrio y baratijas de joyería por las pieles de los cazadores indios; otros, para conquistar terrenos vírgenes; y otros, más austeros, para orar. Pero ninguno de estos motivos había sido el aliciente para los colonizadores de Merry Mount. Sus jefes fueron hombres que habían gozado tanto de la vida, que cuando se presentaron los enfadosos huéspedes, Pensamiento y Sabiduría, se encontraron arrollados por la turba de pompas y vanidades a las cuales debían haber puesto en fuga. Obligaron al errante Pensamiento y a la Sabiduría pervertida a endosar una máscara y representar la farsa de la Locura. Los hombres de quienes nos ocupamos, habiendo perdido la fresca alegría del corazón, imaginaron una filosofía de placer desenfrenado y vinieron a estos lugares para realizar sus fantasías. Reunieron adeptos en aquella aturdida raza cuya vida entera transcurre como los días festivos de los hombres graves. Había en su séquito ministriles no del todo desconocidos en las calles de Londres; cómicos ambulantes, cuyo teatro fueran los salones de los gentileshombres; bufones, juglares y saltimbanquis, cuya ausencia se dejaría sentir por largo tiempo en las romerías, fiestas conmemorativas y ferias; en una palabra, forjadores de alegría en todo sentido, que abundaban en aquella época, pero que comenzaron a desaparecer con el desarrollo del puritanismo. Ligeros habían sido sus pasos sobre la tierra y ligeramente cruzaron ellos el océano. Muchos habían sido arrojados por sus sufrimientos en desesperada locura de placer; otros eran tan locamente festivos por la fuerza de su juventud, como el rey y la reina de Mayo; mas, cualquiera que fuese la causa de su regocijo, jóvenes y viejos estaban alegres en Merry Mount. Los jóvenes se creían felices. Los de más edad, aun cuando supieran que el regocijo es solamente una falsa felicidad, seguían, sin embargo, obstinadamente la engañosa sombra pues que siquiera llevaba brillante atavío. Frívolos impenitentes durante toda su vida, no se atrevían a aventurarse en las austeras verdades de la existencia, ni aun con la esperanza de encontrar los goces verdaderos.

Todos los pasatiempos clásicos de la vieja Inglaterra habíanse transplantado allí. El rey de Christmas ostentaba su corona y el monarca de Misrule (Desconcierto) llevaba un cetro poderoso. La víspera de San Juan cortaban varios acres de bosque para hacer hogueras y danzaban a su lumbre toda la noche coronados de guirnaldas y arrojando flores a las llamas. En tiempo de cosecha, aun cuando su campo fuese el más pequeño, hacían una imagen con las gavillas de maíz, la decoraban con guirnaldas de otoño y llevábanla en triunfo al hogar. Pero lo que caracterizaba especialmente a los colonos de Merry Mount era su veneración por el May-pole, que ha convertido su historia en un cuento lleno de poesía. La primavera cubría de botones y de frescos y verdes vástagos el venerado emblema; el verano le traía rosas del más vivo colorido y el follaje perfecto de los bosques; el otoño le enriquecía con su pompa roja y amarilla que convertía cada hoja silvestre del bosque en una pintada flor; y el invierno le plateaba con su escarcha, adornándole de estalactitas hasta que resplandecía a la luz semejando todo él un rayo helado del sol. Así alternaban las estaciones su homenaje al May-pole pagándole el tributo de su más rico esplendor. Sus adeptos bailaban en torno del árbol por lo menos una vez al mes; denominábanle a veces su religión o su altar; pero en toda ocasión representaba el estandarte de Merry Mount.

Desgraciadamente, había en el Nuevo Mundo ciertos hombres que alardeaban de una fe más austera que la de aquellos alegres adoradores del May-pole. No muy lejos de Merry Mount había una colonia de puritanos, hombres los más infelices, que recitaban sus plegarias antes del amanecer y trabajaban luego en los bosques o en las sementeras hasta que la noche les llamaba de nuevo a la oración. Tenían siempre sus armas apercibidas para atacar a los salvajes extraviados. Cuando se reunían en cónclave, jamás era para sostener el clásico regocijo inglés, sino para escuchar sermones que se prolongaban tres horas, o proclamar premios por cabezas de lobos o cabelleras de indios. Sus fiestas eran días de vigilia y su distracción principal el canto de los salmos. ¡Desgraciado del mozo o doncella que siquiera soñara con la danza! Los hombres eminentes hacían un signo al condestable; y ponían en el cepo a los réprobos de pies ligeros; o de haber danza, era en derredor del poste de los azotes, que podía llamarse el May-pole de los puritanos.

Una partida de estos feroces puritanos, abriéndose paso penosamente a través de las dificultades de la selva y revestido cada uno de una armadura de hierro pesadísima para embarazar su marcha, llegaba a veces hasta el risueño recinto de Merry Mount. Allí estaban los suaves colonos, regocijándose en torno del May-pole; quizá enseñando la danza a algún oso, o tratando de comunicar su alegría a los graves indios; o disfrazándose con las pieles de los ciervos y los lobos que habían cazado con este objeto. A menudo la colonia entera, y los magistrados como todos los demás, jugaba un juego semejante a la gallina ciega, en el cual perseguían los gozosos pecadores, con los ojos vendados, a uno de ellos sin vendar que hacía de chivo y a quien debían descubrir por el ruido de los cascabeles que llevaba en sus vestidos. Se dice que una vez vióseles escoltando hasta su tumba un cadáver cubierto de flores, en medio de músicas festivas y gran regocijo. ¿Reiría el difunto? En sus momentos de tranquilidad cantaban baladas y recitaban historias para edificación de sus piadosos visitantes; o llenábanles de perplejidad con sus juegos de prestidigitación; o les hacían muecas desde el centro de collarines de caballo; y cuando se fatigaban de diversión, hacían broma de su mismo cansancio y comenzaban a apostar a los bostezos. Presenciando todas estas enormidades, los hombres de hierro sacudían la cabeza y fruncían las cejas de manera tan sombría que los alegres alborotadores levantaban los ojos al cielo para observar la momentánea nube que había opacado el resplandor del sol que, estaba sobrentendido, debía brillar constantemente en aquellos parajes. De otro lado, afirmaban los puritanos que cuando elevaban un salmo en sus lugares consagrados, el eco que devolvían las selvas semejaba muchas veces el estribillo de un alegre coro que terminaba en una carcajada. ¿Quién sino el demonio y sus fieles secuaces, los habitantes de Merry Mount, había de molestarles? Con el tiempo levantóse una enemistad, amarga y sombría de un lado, y tan seria como podía serlo, por el otro, entre los puritanos y los espíritus ligeros que habían jurado pleito homenaje al May-pole. El carácter futuro de la Nueva Inglaterra hallábase en juego en esta insoportable querella. Si los feroces santos llegaban a establecer su jurisdicción sobre los joviales pecadores, su espíritu obscurecería el ambiente y convertiría el país en una tierra de rostros nublados, de ardua labor, de sermones y salmos por toda la eternidad. Pero si el estandarte de Merry Mount alcanzaba la primacía, brillaría el sol sobre las colinas, las flores embellecerían la floresta, y toda la posteridad rendiría homenaje al May-pole.

Después de estos detalles auténticos de la historia, volvamos a las nupcias del rey y la reina de Mayo. ¡Ah! hemos demorado demasiado y nos vemos obligados a ensombrecer nuestra historia repentinamente. Lanzando una ojeada al May-pole, encontramos que un solitario rayo de sol se desvanece en su cima dejando solamente un débil matiz dorado fundiéndose entre los tonos irisados de la bandera. Aun esta dudosa luz comienza a desaparecer, abandonando el dominio entero de Merry Mount a las brumas del atardecer, que tan instantáneamente han surgido de los negros bosques circunvecinos. Mas algunas de estas obscuras sombras asumen figura humana.

Sí; con el sol poniente, ha pasado para Merry Mount su último día de regocijo. El círculo de alegres máscaras estaba roto y en desorden; el ciervo bajaba sus astas tristemente; el lobo se volvía más débil que un cordero; los cascabeles de los danzantes moriscos repiqueteaban con trémulos sones de terror. Los puritanos habían tomado una parte característica en la mascarada del May-pole. Sus sombrías figuras mezclábanse a las bizarras formas de sus enemigos, convirtiendo la escena en un cuadro de actualidad semejante al despertar de la mente en medio de las fantasías desparpajadas de un sueño. El jefe del bando hostil erguíase en el centro del círculo, mientras el séquito de monstruos se inclinaba en torno suyo semejando espíritus del mal en presencia de un mago temido. Ninguna farsa fantástica podía continuarse en su presencia. Tan indomable se revelaba la energía de su continente, que la figura entera, rostro cuerpo y ánima, parecía forjada en hierro, toda de una pieza con el casco y la armadura, aunque dotada de vida y pensamiento. ¡Era el puritano de los puritanos; era Éndicott en persona!

– ¡Detente, sacerdote de Baal! – dijo con torvo ceño y colocando su mano irreverente en la sobrepelliz. – ¡Te conozco, Bláckstone!35 Eres el hombre que jamás pudo soportar disciplina alguna, ni siquiera la de tu corrompida religión, y has venido aquí a predicar la iniquidad de que diste el ejemplo con tu propia vida. Mas ahora se verá que el Señor ha santificado estos lugares por medio de su pueblo escogido. ¡Anatema sobre los profanadores! ¡Y ante todo, sobre esta abominación cubierta de flores, el altar de tu religión! —

Y con su cortante espada asaltó Éndicott el venerado May-pole. No resistió el árbol por largo tiempo su poderoso brazo. Gimió con tristes ecos; llovieron hojas y capullos sobre el cruel exaltado; y cayó por último el estandarte de Merry Mount arrastrando sus verdes ramas, cintas y flores, símbolo de placeres desvanecidos. A su caída, cuenta la tradición, se puso el cielo más obscuro y enviaron los bosques sombras más tétricas sobre aquellos lugares.

– ¡Allí, – gritó Éndicott, mirando su obra con aire triunfador, – allí yace el único May-pole de la Nueva Inglaterra! Tengo la firme convicción de que su caída decidirá la suerte de los livianos e indolentes sectarios de la alegría durante nuestros días y los de toda nuestra posteridad. ¡Amén, dice John Éndicott!

– ¡Amén! – coreó su séquito.

Los adoradores del May-pole lanzaron un gemido por su ídolo. A esta manifestación, el jefe puritano dirigió una mirada a la cuadrilla de Como, en que cada figura, representación de la más franca alegría llevaba en aquel momento la expresión de hondo abatimiento y tristeza.

– Valiente capitán, – inquirió Péter Pálfrey, el más anciano de la banda, – ¿qué disposiciones se tomarán con respecto de los prisioneros?

– No pensaba arrepentirme jamás de haber echado abajo un May-pole y, no obstante encuentro ahora en mi corazón que le plantaría de nuevo para procurar a todos estos paganos otra danza en torno de su ídolo. ¡Hubiera servido perfectamente como poste de azotes!

– Hay bastantes pinos, sin embargo, – sugirió el lugarteniente.

– Es verdad, buen anciano, – replicó el jefe. – De consiguiente, atad a la condenada banda y procurad a cada uno de ellos una pequeña ración de cardenales como adelanto de nuestra futura justicia. Colocad luego en el cepo a algunos de esos villanos para que descansen hasta que la Providencia los conduzca a una de nuestras bien organizadas colonias donde podremos encontrar acomodo para todos. Después pensaremos en otros castigos, como marcas de hierro candente o corte de las orejas.

– ¿Cuántos azotes para el sacerdote? – preguntó el anciano Pálfrey.

– Ninguno todavía, – respondió Éndicott, dirigiendo su inflexible ceño hacia el reo. – El gran tribunal general determinará si los azotes y larga prisión, acompañados de otras severas penas, serán expiación suficiente por sus culpas. ¡Dejadle mirar dentro de sí mismo! Por violaciones de orden civil podríamos sentir piedad, mas ¡ay de aquel que ataca nuestra religión!

– Y el oso danzante, ¿compartirá también los azotes de sus compañeros? – preguntó el oficial.

– ¡Disparad vuestras armas en su cabeza! – exclamó el enérgico puritano. – ¡Sospecho algún maleficio en esta bestia!

– Aquí hay una resplandeciente pareja, – continuó Péter Pálfrey, señalando con su arma al rey y la reina de Mayo. – Parecen ser de alto rango entre estos malhechores. Pienso que su dignidad merece por lo menos doble ración de azotes. —

Éndicott, apoyándose sobre su espada, miró atentamente el atavío y el continente de la desventurada pareja. Estaban pálidos, temerosos y abatidos; pero notábase en ellos cierto aire de mutuo sostén y pura afección que daba y pedía aliento a la vez, que demostraba que eran marido y mujer, con la sanción de un sacerdote en su amor. En el momento del peligro arrojó el joven su dorado cetro, enlazando con su brazo a la reina de Mayo que se reclinaba en su pecho, muy ligeramente para dejarle sentir ningún peso, mas lo bastante para expresar que sus destinos estaban unidos para siempre, en la fortuna o en la adversidad. Miráronse primero uno a otro y luego enderezaron la vista a la torva faz del capitán. Así transcurría la primera hora de sus bodas, mientras los vanos placeres de que sus compañeros eran el emblema se trocaban en las arduas dificultades de la vida, personificadas en los sombríos puritanos. Mas nunca se había revelado su juvenil belleza tan elevada y tan pura como cuando su esplendor se abrillantaba con el infortunio.

33.Apodo dado comúnmente a Óliver Crómwell —La Redacción.
34.Dejamos en inglés el nombre de May-Pole (Árbol de Mayo) porque al traducirlo, en la relación llena de poesía a que sirve de tema, creeríamos despojarlo de su clásico sello de leyenda. —La Redacción.
35.Si el gobernador Éndicott no hubiera hablado con tal seguridad, juzgaríamos que aquí existía error. Aun cuando el reverendo Mr. Bláckstone era un excéntrico, nunca se le conoció como hombre inmoral. Más bien nos permitimos dudar de su identidad con el sacerdote de Merry Mount.