Lost in Music

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Lost in Music
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Lost in Music. A Pop Odyssey

© 1995, Giles Smith

Todos los derechos reservados

Dirección editorial: Didac Aparicio y Eduard Sancho

Traducción: Silvia Guiu

Diseño: Pablo Martín y Rafa Roses

Maquetación: Endoradisseny

Primera edición en papel: Febrero de 2014

Primera edición digital: Junio de 2020

© 2020, Contraediciones, S.L.

c/ Elisenda de Pinós, 22

08034 Barcelona

contra@contraediciones.com

www.editorialcontra.com

© 2014, Silvia Guiu, de la traducción

ISBN: 978-84-18282-23-2

Composición digital: Pablo Barrio

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual.

ÍNDICE

1  INTRODUCCIÓN

2  EL GRUPO SIN NOMBRE

3  LOS BEATLES

4  T. REX

5  T. REX OTRA VEZ

6  RELIC

7  FACES

8  SCOTT JOPLIN

9  10cc

10  PONY

11  FALLOUT

12  ANDREW RIDGELEY

13  ROSE ROYCE

14  STEVIE WONDER

15  PINK FLOYD

16  BOB DYLAN

17  XTC

18  THE BUZZCOCKS

19  DEAN FRIEDMAN

20  RICKIE LEE JONES

21  LOS ORPHANS OF BABYLON

22  THREE TIMES A DAY

23  QUINCY JONES

24  NIK KERSHAW

25  RANDY CRAWFORD

26  LOS ORPHANS OF BABYLON, TOMA DOS

27  SADE

28  LOS COCTEAU TWINS

29  MADONNA

30  LOS ORPHANS OF BABYLON, TOMA TRES

31  SCRITTI POLITTI

32  LOS CLEANERS FROM VENUS

33  ELVIS COSTELLO

34  LOS CLEANERS FROM VENUS, TOMA DOS

35  ARETHA FRANKLIN

36  LOS CLEANERS FROM VENUS, TOMA TRES

37  PAUL CARRACK

38  LOS CLEANERS FROM VENUS, TOMA CUATRO

39  DOS HIMNOS

40  LOS CLEANERS FROM VENUS, TOMA CINCO

41  PHIL COLLINS

42  LOS ORPHANS: TODAVÍA VIVEN

43  GRACE JONES

44  BLUR

45  SISTERS WITH VOICES

46  LOS CLEANERS FROM VENUS Y ALGO MÁS

47  TONY BLAIR

48  TODD RUNDGREN

49  LOS CLEANERS FROM VENUS…

50  EPÍLOGO. VEINTE AÑOS DESPUÉS

Para mi madre y mi padre

Agradecimientos

Gracias a Ben Cairns, Tristan Davies, Diana Eden, Georgia Garrett, Nick Hornby, Anthony Lane, Cat Ledger, Charlie Meredith, Ian Parker, Tom Sutcliffe, Andrew Watson y Richard Williams. Y gracias en especial a Sabine Durrant.

That’s a tape That we made But I’m sad to say It never made the grade That was me Third guitar I wonder where the others are.

Es una cinta Que hicimos Pero me duele Porque no estaba a la altura Ese era yo El tercer guitarrista Me pregunto dónde están los demás.

Randy Newman, «Vine Street»

INTRODUCCIÓN

En la primavera de 1989, poco después de cumplir veintisiete años y mientras esperaba bajo la aguanieve en una parada de autobús de Colchester, me di cuenta de que probablemente, no nos engañemos, había fracasado en mi misión de convertirme en Sting. Al menos por el momento. Era por la tarde, aunque ya había oscurecido, y RCA Records de Alemania acababa de dejar en la estacada a los Cleaners from Venus.

Es posible que no leyeras nada sobre el tema; por desgracia escasearon los titulares airados en la prensa y los editoriales estupefactos en las revistas del sector. A decir verdad, no hubo ni uno. Pero los Cleaners from Venus era el grupo en el que yo tocaba, y durante tres años y medio este grupo había sido el eje central de mi plan para convertirme en una estrella del pop y de mi campaña para ser el nuevo Sting. Había tocado en otros grupos antes, pero este era por el que había apostado todas mis fichas, al que había dedicado todas mis energías, desde nuestros horribles inicios en una ciudad industrial de Essex, pasando por nuestro triunfal contrato de grabación con RCA Alemania (¿por qué RCA Alemania? Porque nadie más nos quiso), hasta llegar a las 11:30 de la mañana de ese amargo día, en el que un pez gordo de Hamburgo se puso en contacto con nuestro mánager de Londres y le dijo en alemán: «Estáis despedidos».

Para ser justos con RCA, las cosas no habían ido muy bien. Las ventas del primer álbum de los Cleaners from Venus, Going to England, habían sido insignificantes. Además, por increíble que parezca, se vieron afectadas negativamente por las ventas del segundo álbum, Town & Country. La última vez que habíamos actuado en directo en Hamburgo (en la gira Town & Country de 1988), el presidente de la compañía de discos se había marchado después de la tercera canción, abatido y sacudiendo la cabeza. Es más, nuestro mánager estaba a punto de largarse, el batería iba a ser deportado a Japón y el cantante, que escribía todas las canciones y era al fin y al cabo el líder del grupo, se había pirado hacía tiempo para hacerse jardinero.

Eso me dejaba a mí, recién bajado del tren de Londres en la North Station, esperando el número 5 para que me llevara hasta el centro, a través de la carretera de sentido único hasta Crouch Street y por fin hacia el Oeste por Lexden Road, a la izquierda en el semáforo de la tienda de muebles MFI, hasta llegar a casa de mi madre.

Era una pena porque me gustaba mucho el trabajo de Sting. Estaba bien pagado; de hecho, no había otro mejor pagado. El horario era genial (porque, ¿qué hace Sting en realidad durante todos esos meses que pasan entre álbumes y giras? Supongo que holgazanea); casas en Hampstead y Nueva York y Miami y Los Ángeles (la antigua casa de Barbra Streisand, de hecho). No es que quisiera hacer un álbum que sonara como los suyos, pero estaba claro que me gustaba su estilo de vida. Conciertos, fans. Música pop. Ser una estrella del pop.

En sentido estricto, está claro que vacantes para ser el nuevo Sting no se habían anunciado, aunque, como los aspirantes a músico suelen hacer, entiendo la mera existencia de Sting como un indicio de que el mundo necesita Stings. En cualquier caso, el hecho de que nadie lo dijera, y menos que se dirigieran a mí al decirlo, era realmente el menor de los obstáculos insalvables que ignoré a propósito cuando me lancé de cabeza a mi misión.

 

Este libro es la historia de ese viaje; el viaje de un hombre por el mundo del rock y luego de vuelta a los brazos de mamá. Y, al mismo tiempo, es un libro sobre lo que te pasa cuando el pop te atrapa. Y, créeme, lo hace con todas sus fuerzas. Es así de avasallador. Tienes que andarte con ojo. Invitas al pop a pasarse por tu casa y, sin darte cuenta, te está diciendo qué ponerte y eligiendo a tus amigos.

A los jóvenes de la década de 1970, los mayores a menudo nos decían que no siempre estaríamos bajo el yugo tiránico del pop. Decían que el pop no era más que otra fase por la que pasabas, una especie de adolescencia. Acabaría desapareciendo, como las espinillas, al cumplir los veinte años y sería sustituido, poco a poco, por un gusto adulto hacia la música clásica: orquestas, óperas… la música de verdad, música que requería más que esos tres minutos de cabeceos espasmódicos y que (según contaban los rumores) te daba mucho más a cambio.

Sin embargo, he cumplido ya treinta y dos años y todavía no ha pasado nada. El pop ya no es solo para los jóvenes y no solo son ellos los que lo hacen. Ahora parece que la juventud fue una fase por la que pasó el pop. Yo he crecido con el pop, y el pop ha crecido conmigo. Ahora los dos somos muy diferentes a como éramos en 1970. Pero, de vez en cuando, un leve desasosiego, cuyo origen me gustaría localizar, se abre paso en nuestra relación.

Acerca de los discos y artistas que aparecen en estas páginas, me gustaría decir que el libro repasa unos veinticinco años de música pop, pero no pretende erigirse en un compendio de ningún tipo. Se trata de un relato personal y tal vez sería justo decir que se queda corto. No quiero afirmar que esas cosas fueran lo mejor que pasó en aquella época, aunque probablemente sea algo obvio desde el momento en el que hay un capítulo dedicado a Nik Kershaw. No obstante, no está de más dejarlo claro.

Tampoco quiero decir que no haya canciones cuyo valor como contribuciones a la cultura del siglo xx estaría dispuesto a defender hasta la muerte. Lo único que pasa es que, según mi experiencia, cualquier colección de discos está sujeta a fuerzas bastante arbitrarias. Incluye ese disco que compraste porque un amigo te lo recomendó, o porque pensabas que te gustaría y no fue así, o porque pensabas que era otro disco hasta que te lo llevaste a casa pero que te gustó de todas formas, o porque resulta que estaba sonando cuando sucedió alguna cosa, totalmente inconexa, así que el cariño que le tienes está relacionado con la música solo de forma tangencial. En mi colección de discos hay vacíos en los que debería haber álbumes fantásticos y fundamentales; y hay álbumes donde a menudo me gustaría que hubiera huecos, cosas que me hacen ponerme rojo como un pimiento cuando alguien viene y empieza a mirar y me dice algo del tipo: «¿De verdad has comprado esto?» o «Me cago en la puta… ¡los Wombles!».

También he tenido mis triunfos, mi pequeña cuota de momentos álgidos cuando tus gustos coinciden con el consenso general sobre lo que tiene valor y merece la pena. Sin embargo, la mayor parte de las relaciones con el pop son circunstanciales, fruto del azar, y discurren en contra del sentido común. De hecho, estoy convencido de que uno de los mayores dones del pop (y muy subestimado al escribir sobre el tema) es su capacidad de mandar al sentido común a tomar por culo.

Así pues, me parece justo advertirte de que estas páginas contienen descripciones gráficas de música realmente aberrante y, junto a tales descripciones, algunos pasajes de justificación de naturaleza claramente deplorable. Los lectores más sensibles pueden saltarse, por ejemplo, el capítulo sobre 10cc. También el que trata de Nik Kershaw. Y recomiendo que pasen con pies de plomo por los capítulos sobre Randy Crawford y Pink Floyd.

Y, sobre todo, que no se acerquen bajo ningún concepto a los capítulos sobre los grupos en los que toqué, desde Pony hasta los Cleaners from Venus, pasando por los Orphans of Babylon. Realmente pensaba que alguno de ellos podría triunfar. Incluso había empezado a pensar en lugares de Colchester en los que colgarían una placa para recordar mis inicios, una época en la que la gente no sospechaba —pero que de alguna manera sabía— en qué me convertiría. La casa de mis padres era uno de los mejores candidatos. O tal vez sobre la puerta de uno de los pubs o discotecas, escenarios de esos primeros pasos vacilantes hacia el estrellato mundial… el Oliver Twist, el Embassy Suite, el Colne Lodge (ahora asilo de ancianos). ¿Y qué tal a la entrada de ese local de ensayos de Priory Street posteriormente reconvertido en una tienda de medias?

Bueno, mejor que no. El mejor lugar sería en la pared del garaje de la casa de John Taylor (no el John Taylor que acabó siendo bajista de Duran Duran, sino otro), que es donde todo empezó y donde, en realidad, si hubiera sabido la que me venía encima, todo habría acabado.

EL GRUPO SIN NOMBRE

Estamos en 1971, T. Rex están en el número dos de las listas con «Jeepster» y yo soy el cantante y guitarra solista en el garaje de la casa de John Taylor. En realidad no tengo guitarra, pero sí tengo un ukelele de dos cuerdas, uno de los dos que encontré en el desván de casa. También tengo un par de gafas de sol de plástico y un chaleco que encontré en el baúl de los disfraces. Tengo nueve años y me parece haber visto a la madre de John Taylor asomada por una de las ventanitas cuadradas situadas en lo alto de las puertas del garaje. Estoy bastante seguro de que se estaba riendo, pero no voy a dejar que eso me desanime.

Mi primo Ian, que vive en la casa situada al otro extremo del jardín de John Taylor, está detrás de mí a la batería… o más bien al tambor, ya que está golpeando uno que encontró en la basura en el cobertizo de su padre. A un lado, Phil, que está en nuestra clase, toca el bajo, salvo que no hay bajo, así que está usando el segundo de los ukeleles. John Taylor, que es mucho más pequeño que los demás, se encarga de la percusión. Agita una especie de botella llena de arena o piedras o Dios sabe qué.

Yo estoy un poco enfadado con John Taylor porque mientras rebuscábamos entre la ropa se ha agenciado el cinturón de balas, un modelo viejo del ejército. No tiene balas, pero es muy ancho y negro y peligroso. Personalmente, creo que el cinturón de balas debería ser para el guitarra solista, pero se está malgastando con el percusionista. Porque, a ver, ¿quién repara en el percusionista?

No obstante, el problema del cinturón no es nada en comparación con lo que John Taylor está haciendo ahora mismo. De hecho, estaría dispuesto a otorgarle derechos incuestionables sobre el cinturón para siempre, desde ahora mismo, si dejara de hacer lo que está haciendo, que es andar, mientras tocamos, en grandes círculos en el sentido de las agujas del reloj pasando por detrás del tambor, luego por delante de mí (¡por delante de mí!) y luego otra vez hacia atrás para volver a pasar por detrás del tambor. Además camina con zancadas exageradas y ridículas, y cada vez que pone un pie en el suelo, sacude la botella. Paso, paso. Botella, botella.

Estoy indignado. ¿Qué cree que parece? ¿Qué piensa que es esto?

Así que a mitad de la segunda estrofa (o donde debería ir la segunda estrofa si la canción tuviera), justo después de pasar por delante de mí por tercera vez en su estúpido recorrido, dejo de tocar y me dirijo a él.

—¿Qué haces?

Porque creo que sé lo que está haciendo; creo que se lo está tomando a cachondeo. O que intenta que todo se vaya a la porra. O que se lo está tomando a cachondeo y quiere que todo se vaya a la porra. O que pretende robarme el protagonismo, igual que hizo con el cinturón… Su respuesta es ponerse a la defensiva, como era de prever.

—Es mi forma de tocar —responde.

—Así no es como lo hacen —le digo.

—Pero no sé tocar de otra forma. Así lo hago yo.

—Así no es como lo hacen —repito.

—Es mi garaje —replica de forma irrefutable.

Al final, me rindo. Agarro mi ukelele, me marcho y decido no volver nunca más. ¿Quién necesita a estos aficionados? Lo que yo quiero es un grupo de verdad.

LOS BEATLES

Siempre que alguien me pregunta cuál fue el primer disco que compré, les respondo con orgullo que el single de «Let It Be» de los Beatles, que adquirí la primera vez que salió a la venta en 1970 cuando yo tenía ocho años. Sin embargo, creo que, como a casi todos los que les hacen esta pregunta (y calculo que con una vida social normal la frecuencia es de tres a cuatro veces al año), miento como un bellaco. «Let It Be» no fue el primer single que compré.

He repasado mis discos y he comprobado que antes de tener «Let It Be» ya tenía otros en mi poder, discos que con los años he llegado a pasar por alto. Sin embargo, debo decir que la verdad me ha dejado un poco parado. Estoy tan acostumbrado a relacionarme con el himno de los Beatles que, cuando vuelve a surgir este tema de conversación y alguien pregunta cuál fue mi primer disco, ni siquiera soy consciente de estar mintiendo; nunca empiezo a decir otro nombre y luego me corrijo de forma precipitada y respondo que «Let It Be».

Soy incapaz de determinar el momento preciso en el que empecé a dejarme llevar por esta ficción, aunque estoy seguro de que debe de haber sido una decisión bien meditada. Cuando hablas de tu primer disco, estás afirmando algo sobre lo pronto que empezaste a recorrer este camino: estás marcando el momento en el que surgió el flechazo entre la música pop y tú. Y debí de darme cuenta en algún momento que no quería empezar en cualquier punto. Además, debí de pensar también que la relación entre una persona y su primer disco era demasiado importante para basarla en algo tan insustancial o arbitrario como la verdad.

Así pues, seguí adelante y jugueteé con la historia, y mediante una manipulación peculiarmente sensata del pasado, llegué al single que marcó el final de los Beatles, y no al disco de la canción infantil «A Windmill in Old Amsterdam», que era, en el sentido estricto de la palabra, el primer disco que puedo decir que me perteneció. Aunque la canción de Ronnie Hilton es dulce y alegre («He visto un ratón / ¿Dónde? / En las escaleras / ¿Dónde en las escaleras?», etc.), no era precisamente lo que quería que definiera el inicio de mi relación con el pop.

Por la misma razón, he descartado también mi disco de canciones de El libro de la selva, comprado en el Woolworths de Colchester, y asimismo adquirido unos años antes de que John y Paul empezaran a pasar olímpicamente uno del otro.

Un pequeño inciso sobre el disco de El libro de la selva: cuando lo escuché, descubrí que no era la banda sonora original de la película, sino una imitación de mala calidad de cantantes de segunda fila (un Mowgli fraudulento, un Balou falso). Era como esos discos baratos de números uno que se vendían como churros en la época y que solían incluir una selección de las canciones de moda interpretadas por imitadores que no vendían nada, salvo que en la portada de mi banda sonora de El libro de la selva no salía una mujer con un biquini de ante con flecos, sino una imagen bastante auténtica del Coronel y sus amigos pastoreando alegremente por la maleza, lo cual, en mi inocencia, tomé por una señal de que era un producto original de Disney. Tampoco es que importara mucho. Tras escucharlo una vez tras otra durante cinco días, me las arreglé para convencerme de que esa imitación barata era tan válida como el original; un efecto que volví a experimentar muchos años después, aunque con un éxito considerablemente menor, con los discos de Paul Young.

Es igual. En el tema crucial de mi primer disco, en algún momento del camino empecé a desviarme y decidí saltarme algunas compras hasta 1970, cuando los Beatles estaban a punto de desintegrarse y la ocasión quedó marcada con «Let It Be», esa canción vidriosa y balanceante en la que puedes oírles despedirse virtualmente de la década de 1960 y de todos nosotros. En aquel momento, el New Musical Express definió la canción como «una lápida de cartón», argumentando que «Let It Be» (que, cabe mencionar, contiene una alta proporción de religiosidad) no era un tributo a la altura de los Beatles, que no era una última nota adecuada para el grupo que, en tantos sentidos, lo había empezado todo. Yo entiendo lo que quieren decir. No hay una forma más sencilla de medir hasta dónde llegaron los Beatles y cuánto perdieron por el camino que marcar la distancia entre «She Loves You», en la que cada segundo parece contar sumamente más que el anterior, y el derrotismo cíclico de «Let It Be».

 

Una nota en falso como punto de partida, pero una nota mordaz con matices morbosos un tanto conmovedores: mi primer single y el último de los Beatles. Hay algo más —y huelga decir que es algo que me halaga, ya que de eso se trataba toda esa ilusión del «Let It Be»—: era mi manera de dejar claro que, a pesar de ser hijo de la década de 1970, tan pobre musicalmente hablando, al menos tenía un pie en la fecunda década dorada de 1960. También me permitía dejar claro de forma implícita que, si hubiera comprado discos en la década de 1960, habría conectado claramente con los Beatles y no habría sido de esa clase de tipos deprimentes que pensaban que Cliff Richard era mucho más emocionante.

No obstante, debo admitir que nunca he sido totalmente leal al single de «Let It Be» como mi primer disco. Hubo un periodo largo, que acabó no hace mucho, en el que le contaba a la gente que el primer disco que había comprado era el single de «Hey Jude». Estoy bastante seguro de que mi intención no era engañar a nadie ni intentar demostrar algo. Lo único que pasó es que, por una combinación de desmemoria y confusión, dejé de responder «Let It Be» durante un tiempo y empecé a decir que el primer disco había sido el single de «Hey Jude» (algo bastante improbable, ya que yo tenía seis años cuando salió y no creo que estuviera preparado para Sparky y su piano mágico en el programa infantil Junior Choice de Ed «Stewpot» Stewart, así que menos aún para «Hey Jude», con los berreos de McCartney y un final eterno a medida que la canción se va apagando lentamente).

El problema es que, una vez que empiezas a manipular los hechos, una vez que has visto cómo, cortando por aquí y pegando por allí, tu pasado musical adquiere importancia, no puedes parar. Por ejemplo, a principios de la década de 1970, cuando mi entrega al grupo T. Rex era total y absoluta, el primer disco que compré en la vida era el single de «Ride a White Swan».

Luego, cuando las improvisaciones en los conciertos eran lo más a finales de la década de 1970, y en un triste esfuerzo por mi parte de sugerir una admiración precoz hacia Rod Stewart, el single de «Cindy Incidentally» de los Faces pasó a ser el primer disco que compré, aunque según mi elaborado sistema numérico (luego hablaré de mi elaborado sistema numérico) se encontraba en el puesto diecinueve. Y en otra época bastante más reciente de lo que me gusta reconocer, el primer disco que compré era el single de «(Sittin’ on) The Dock of the Bay» (1968) de Otis Redding. Eso lo dije para impresionar a una chica. Menuda vergüenza, ni siquiera lo tenía (aunque sí que lo tenía mi hermano, si eso cuenta).

Sin embargo, después de cada uno de estos paréntesis, siempre volvía, avergonzado aunque con la satisfacción de quien regresa a casa, a «Let It Be».

Entonces, ¿por qué no lo encuentro por ninguna parte? He subido al desván y he rebuscado en la caja donde tengo los discos y no está. No es probable que lo haya perdido ni que me lo haya dejado en algún sitio en el transcurso de los años. Bueno, creo que es el momento de mencionar algo: no vendo ni intercambio ni regalo discos que haya comprado. Son transacciones que no puedo ni siquiera plantearme. Estoy convencido de que las responsabilidades morales y la trascendencia personal implícita que hay tras la compra de un disco son demasiado importantes para prestarme a esos juegos como hacen algunos. Reconozco que he regalado a amigos discos que, por una razón u otra, tenía por duplicado, pero incluso en esos casos lo he hecho a regañadientes y con la actitud de quien concede un préstamo que pretende ver recompensado en los siguientes cinco minutos. En todos los demás aspectos, en relación con la forma de archivar y conservar los discos en buen estado, bibliografía sobre el tema y demás objetos relacionados con el pop, soy una combinación de un archivista que teme perder su trabajo y una ardilla tremendamente paranoica.

De ahí que los diez años de Record Mirror y NME (1977-87) supongan un riesgo de incendio inminente en el desván de la casa de mi madre; de ahí también mi colección intacta de revistas Q (a punto de superar el centenar de ejemplares mensuales en el momento de escribir este libro, casi todos en un estado de conservación bastante aceptable) y la fotocopia de mala calidad que guardo con la lista de las fechas de la gira entregada en el concierto de la Tom Robinson Band al que fui en la Universidad de Essex en 1978.

Así pues, sopesando la ausencia del single de «Let It Be» y la extrema eficiencia de mi sistema de clasificación, me veo forzado a tener que plantearme la posibilidad de que no solo «Let It Be» no fuera el primer disco que compré, sino que ni siquiera llegué a comprarlo nunca. A pesar de eso, soy capaz de visualizarlo al detalle (la manzana verde en mitad de la cara A y la media manzana en la cara B), aunque también podría recordarlo por haberlo visto en cualquier disco de los Beatles publicado por la discográfica Apple. Pero, ¿qué pasa con la funda interior blanca en la que iba? ¿Y las letras negras, casi demasiado oscuras para ser legibles, en la galleta del disco? ¿Podría ser una fantasía, un mito creado por mí?

Entonces, ¿cuál fue el primer disco que compré? Me refiero a un disco que no sea de canciones infantiles, la primera obra de pop propiamente dicho. Volviendo a la caja de los discos, encuentro que el disco que está marcado con un claro número 1 en rotulador azul es «(Dance with the) Guitar Man» de Duane Eddy y las Rebelettes, pero lo descarto por dos razones: porque fue un éxito de noviembre de 1962, cuando yo tenía nueve meses, y porque se lo robé en algún momento a uno de mis hermanos. Lo sé porque los niños pequeños siempre tienen prisa por escribir su nombre en sus cosas, y en la funda de papel rojo de RCA, justo encima de donde escribí mi nombre en claras letras mayúsculas, taché, aunque no logré tapar por completo, las iniciales de mi hermano. Es un trabajo un tanto chapucero, aunque bastante mejor que el de mi hermano, como demuestran los arañazos en la galleta de la cara B, que ponen de manifiesto que intentó despegarla con las uñas, pero donde todavía es posible leer, claro como el agua, el nombre de su propietaria: «Ada Clark». (Desconozco quién es Ada Clark, pero sé que le robaron un disco.)

Cuando por fin instauré el sistema numérico, que debió de ser en torno a 1972 o 1973, justo cuando mi colección había florecido hasta el grado de necesitar un estricto control de catalogación (es decir, cuando tenía unos cuatro o cinco discos), le di a Duane Eddy el número uno porque era el más antiguo, y tal vez también el que más me costó conseguir. (Hoy en día sigue siendo el único disco del que me he apropiado de forma ilícita.) Cuando repaso toda la colección, la secuencia numérica está completa. No falta ningún número en el lugar en el que podría haber estado el single de «Let It Be». Por mucho que me aterre reconocerlo, todas las pruebas indican que el primer disco que compré fue el single de «Rosetta» de Georgie Fame y Alan Price de 1971.

Si reflexiono sobre esta cuestión, siento pena por cualquiera cuyo primer disco haya sido realmente el single de «She Loves You» o el «Heartbreak Hotel» de Elvis o «Wish It Would Rain» de los Temptations o cualquier otro increíble momento excepcional del pop, gente que de verdad estuvo en el lugar adecuado en el momento adecuado, y cuyo pulso latía al ritmo adecuado, porque todos asentiremos de forma lenta y grave cuando nos lo cuenten y responderemos algo del estilo: «¿Ah, sí? ¡Fan-tás-ti-co!». Sin embargo, ¿quién iba a creerles?

Por supuesto, ahora que los discos están tan devaluados como una moneda vieja, que han sido sustituidos por el casete y el CD, tal vez la pregunta más acertada sería: «¿Cuál fue el último single de vinilo que compraste?». ¿Lo recuerdas? El último single de siete pulgadas. El mío fue el single de «Don’t Dream It’s Over» de Crowded House, lo cual está bien porque podría afirmar que fue su mejor canción, que con ese repetitivo «Hey now» en el estribillo, la forma en la que el bajo impulsa la última estrofa y la sensación global del ritmo suspendido del batería y las palabras masculladas del cantante, toda la canción parece percibida por la primera mirada del día. Además, no hay ningún riesgo de exclusión social en declarar que «Don’t Dream It’s Over» es el último siete pulgadas que te has comprado, aquel con el que dijiste basta, ya que a la mayoría de la gente le gusta Crowded House.

Entonces, ¿cuánto tiempo pasará antes de inventarme alguna otra cosa? ¿Cuánto tiempo pasará antes de cambiar la historia según mejor convenga a la situación?

Bueno, pues no pasará mucho tiempo porque, por lo que recuerdo, cuando adquirí el single de «Don’t Dream It’s Over», también compré «Bridge to Your Heart» de Wax. Estaba en Tower Records, en Londres, a punto de tomar el metro hasta Liverpool Street para subirme al tren. Era bastante tarde y yo iba un poco borracho, estado en el que nunca deberías comprar discos a menos que estés preparado para aceptar el riesgo de que quizá salgas de la tienda con setenta libras gastadas en discos viejos de Carly Simon. O, a falta de ellos, con un disco de Wax.

Wax fue un dúo de corta vida formado por Andrew Gold (el del sublime «Never Let Her Slip Away» y el infame «Thank You for Being a Friend») y Graham Gouldman, el del pelo rizado de 10cc. Había escuchado «Bridge to Your Heart» un par de veces en la radio, y había desarrollado, no sin cierta culpa, cierto cariño hacia el estribillo. Así pues, junto con la bebida y el distanciamiento de la realidad que se produce al estar en una tienda de discos a última hora de la tarde, dicho cariño se convirtió en un impulso irrefrenable de gastar dinero. Supongo que « Bridge to Your Heart» es gratificante en cierto sentido, tal como puede serlo con tanta frecuencia la música pop sin alma. No obstante, como epílogo a la historia de mi vida como comprador de vinilos de siete pulgadas… pues no creo que tenga la sustancia o la fuerza suficientes. Así pues, prefiero decantarme por Crowded House.

Por lo tanto, mi primer disco resulta ser uno que nunca he comprado y llego al último descartando otro igualmente válido y ocultándolo debajo de la alfombra. Alucinante. No obstante, gran parte de mi relación con la música pop ha discurrido así. Las oportunidades para inventarse a uno mismo que ofrece el pop parecen casi ilimitadas. Y yo he aprovechado todas y cada una de ellas desde el primer día.