El caso de Charles Dexter Ward

Tekst
Sari: Clásicos
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
El caso de Charles Dexter Ward
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

El caso de Charles Dexter Ward









El caso de Charles Dexter Ward

 (1927) H. P. Lovecraft



© Editorial Cõ

Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

edicion@editorialco.com



Edición: Diciembre 2020

Imagen de portada: Young Man and Skull (Jeune homme à la tête de mort) (ca. 1896–1898) by Paul Cézanne. Original from Original from Barnes Foundation. Digitally enhanced by rawpixel.

Traducción: Benito Romero

Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.




Índice




I · Un resultado y un prólogo




II · Un atecedente y un error




III · Una búsqueda y una evocación




IV · Una mutación y una locura




V · Una pesadilla y un cataclismo







I · Un resultado y un prólogo





1



No hace mucho que desapareció de un hospital privado para enfermos mentales cercano a Providence, Rhode Island, un individuo muy peculiar. Atendía al nombre de Charles Dexter Ward, y fue internado allí muy a su pesar por su afligido padre, quien había visto cómo su enajenación pasaba de ser una mera excentricidad a una siniestra manía que implicaba tanto la posibilidad de tendencias homicidas como un profundo y extraño cambio en el aparente contenido de su imaginación. Los médicos admitían su considerable desconcierto ante el caso, puesto que ofrecía anomalías generales de carácter fisiológico y psicológico.



En primer lugar, el paciente parecía extrañamente mayor de lo que correspondería a sus veintiséis años. Es cierto que el desequilibrio mental acelera el envejecimiento, pero el rostro de este joven había adoptado un matiz que, por norma general, sólo adquieren los muy ancianos. En segundo lugar, sus funciones orgánicas mostraban unas extrañas proporciones sin parangón en la práctica médica. La respiración y el ritmo cardiaco manifestaban una sorprendente falta de simetría; había perdido la voz y no podía emitir sonidos por encima de un susurro; la digestión era increíblemente prolongada y estaba reducida al mínimo; y las reacciones neurológicas a los estímulos normales no guardaban relación alguna con ningún registro conocido, ni normal ni patológico. La piel tenía una sequedad y frialdad enfermizas, y la estructura celular del tejido parecía exageradamente tosca e inconexa. Incluso había desaparecido una gran marca de nacimiento de color oliváceo de la cadera derecha y, en cambio, se le había formado en el pecho un lunar o mancha negruzca muy característica, y que no tenía antes. En general, todos los médicos coincidían en que los procesos metabólicos de Ward se habían ralentizado de manera inaudita.



Psicológicamente, Charles Ward también era único. Su demencia no guardaba afinidad con ninguna de las recogidas en los tratados más modernos y exhaustivos, y se combinaba con unos poderes mentales que lo habrían convertido en un genio o en un líder, si no se hubieran pervertido y adoptado formas grotescas y extrañas. El doctor Willett, médico de la familia Ward, afirma que, a juzgar por sus respuestas a preguntas al margen de la esfera de su locura, su capacidad intelectual había aumentado desde el ataque. Es cierto que Ward siempre había sido un erudito y estudioso de la Antigüedad, pero ni siquiera sus obras tempranas más brillantes exhiben la prodigiosa comprensión y profundidad demostradas durante los últimos reconocimientos llevados a cabo por los médicos. De hecho, tan lúcido y poderoso parecía el juicio del joven, que costó mucho conseguir una autorización legal para internarlo en el hospital; sólo las pruebas aportadas por terceros, y el peso de las numerosas y anómalas lagunas de su intelecto a pesar de su inteligencia, permitieron por fin su internamiento. Hasta el momento de su desaparición fue un lector insaciable y tan gran conversador como lo permitía su exigua voz; los observadores más avezados, quienes no supieron prever su fuga, predecían que no tardaría en dejar de estar bajo custodia.



Sólo el doctor Willett, quien había traído a Charles Ward al mundo y había visto crecer su cuerpo y espíritu desde entonces, parecía asustado al pensar en su futura libertad. Había pasado por una vivencia terrible y realizado un descubrimiento no menos terrible que no se atrevía a revelar a sus escépticos colegas. De hecho, la relación de Willett con el caso supone también un pequeño misterio. Fue el último en ver al paciente antes de su fuga, y salió de aquella última conversación sumido en una mezcla de horror y alivio que muchos recordaron cuando supieron de la fuga de Ward tres horas más tarde. La propia fuga es otro de los enigmas sin resolver del hospital del doctor Waite. Una ventana abierta a diez metros del suelo difícilmente puede considerarse una explicación, y no obstante es innegable que tras la charla con Willett, el joven había desaparecido. El propio Willett no ha dado explicaciones públicas, aunque, curiosamente, parece más tranquilo que antes de la fuga. Lo cierto es que hay quien opina que estaría dispuesto a decir más si pensara que iban a creerle. Había visto a Ward en su habitación, pero poco después de su partida los enfermeros llamaron en vano. Cuando abrieron la puerta, el paciente no estaba, sólo encontraron la ventana abierta, la fría brisa de abril y una nube de fino polvo gris azulado que a punto estuvo de asfixiarlos. Es cierto que los perros estuvieron aullando un momento antes, y que luego se calmaron a pesar de que no habían cobrado ninguna pieza. Enseguida avisaron por teléfono al padre de Ward, quien se mostró más triste que sorprendido. Cuando el doctor Waite lo llamó personalmente, el doctor Willett había hablado ya con él y ambos negaron tener noticia o haber sido cómplices de la fuga. Sólo a través de algunos amigos íntimos del doctor Willett y de Ward padre se han conocido algunas pistas, demasiado descabelladas y fantasiosas como para darles crédito. La realidad sigue siendo que hasta el momento no se ha hallado ni rastro del demente desaparecido.



Charles Ward se interesó por la Antigüedad desde niño, sin duda inspirado por la venerable ciudad en que vivía y por las reliquias del pasado que abarrotaban hasta el último rincón de la vieja mansión de sus padres en Prospect Street, en lo alto de la colina. Con los años, su devoción por las cuestiones antiguas aumentó; de modo que la historia, la genealogía, el estudio de la arquitectura colonial, el mobiliario y la artesanía acabaron por eclipsar todo lo demás en su esfera de intereses. Conviene tener presentes estos gustos al considerar su demencia, pues aunque no formen su núcleo esencial, sí desempeñan una importante función en la superficie. Las lagunas de información que llamaron la atención de los médicos se referían a cuestiones modernas, y tal como demostró un hábil interrogatorio, habían sido de manera invariable sustituidas por un excesivo, aunque disimulado, conocimiento de cuestiones pasadas; de modo que daba la impresión de que el paciente se trasladara literalmente a una época anterior mediante alguna oscura forma de autohipnosis. Lo raro era que Ward no parecía preocuparse ya por las antigüedades que tan bien conocía. Por lo visto, había perdido el interés por pura familiaridad, y hacia el final todos sus esfuerzos estaban concentrados en comprender esos hechos corrientes del mundo moderno que habían sido total e inconfundiblemente suprimidos de su conciencia. Hacía todo lo posible por ocultar tal asunto, pero para cualquiera que lo observara era evidente que todas sus lecturas y conversaciones estaban inspiradas por el frenético deseo de empaparse de conocimientos sobre su propia vida y el contexto práctico y cultural corriente del siglo XX, que debería haber poseído por haber nacido en 1902 y haberse educado en las escuelas de nuestro tiempo. Ahora los médicos quisieran saber cómo, en vista de esa disparidad de datos vitales, se las arregla el fugado para sobrevivir en el complicado mundo de hoy día; la opinión predominante es que está oculto en algún lugar modesto y sosegado hasta que pueda recobrar la información sobre la vida moderna.



Los médicos no se ponen de acuerdo sobre el inicio de la demencia de Ward. El doctor Lyman, eminente autoridad de Boston, la sitúa en 1919 o 1920, durante el último año de estancia del muchacho en la Moses Brown School, cuando abandonó de pronto el estudio del pasado para embarcarse en el estudio de lo oculto y se negó a presentarse a los exámenes con la excusa de que tenía cuestiones mucho más importantes que averiguar por su cuenta.



Ciertamente, así lo corrobora el cambio de costumbres de Ward y, sobre todo, su continua búsqueda en los archivos de la ciudad y en los antiguos cementerios de cierta tumba excavada en 1771: la de un antepasado llamado Joseph Curwen, algunos de cuyos documentos afirmaba haber encontrado detrás del enmaderado de una casa muy antigua en Olney Court, en Stamper’s Hill, que, según se sabe, construyó y habitó Curwen. En general, es innegable que en el invierno de 1919-1920 se produjo un gran cambio en Ward, a partir del cual interrumpió sus indagaciones históricas y se dedicó a profundizar en materias ocultas tanto aquí como en el extranjero, con la única variación de esa extraña e insistente búsqueda de la tumba de su antepasado.

 



No obstante, el doctor Willett discrepa de forma sustancial de esta opinión, basándose en su trato constante y cercano con el paciente y en ciertas pavorosas investigaciones y descubrimientos que hizo hacia el final. Dichas investigaciones y descubrimientos lo han marcado de tal modo que no puede hablar de ellos sin balbucear y le tiembla la mano cuando intenta ponerlos por escrito. Willett admite que el cambio acontecido en 1919-1920 podría señalar el inicio de una progresiva decadencia que culminó en la horrible y extraña enajenación de 1928, pero apunta que sus observaciones personales lo obligan a hacer más distinciones. Aunque admite sin reparos que el muchacho siempre fue de temperamento inestable, y con tendencia al entusiasmo exagerado en su respuesta a los fenómenos que lo rodeaban, se niega a aceptar que la primera alteración señalara el verdadero paso de la cordura a la demencia, y la atribuye, en cambio, a la propia afirmación de Ward de que había descubierto o redescubierto algo cuyo efecto en el pensamiento humano iba a resultar profundo y maravilloso. Es seguro que la verdadera demencia llegó con un cambio posterior, después de que descubriera el retrato de Curwen y los documentos antiguos, de que hiciera un viaje a varios lugares desconocidos en el extranjero y entonara ciertas terribles invocaciones en circunstancias extrañas y secretas, de que recibiera ciertas respuestas a dichas invocaciones y escribiera una desquiciada carta bajo circunstancias inexplicables y angustiosas, de la oleada de vampirismo y de las inquietantes habladurías de Pawtuxet y de que la memoria del paciente empezara a excluir imágenes contemporáneas, al tiempo que su voz se iba debilitando y su aspecto físico sufría las sutiles modificaciones que muchos notaron con posterioridad.



Sólo entonces, apunta con agudeza el doctor Willett, los rasgos de pesadilla quedaron indudablemente ligados a Ward; y el médico asegura con un escalofrío que hay pruebas lo bastante sólidas para corroborar la afirmación del joven respecto a su crucial descubrimiento. En primer lugar, dos operarios de notable inteligencia vieron los antiguos documentos de Joseph Curwen, el muchacho mostró en una ocasión dichos documentos y una página del diario de Curwen al doctor Willett, y todos parecían auténticos. El hueco en que Ward afirmaba haberlos encontrado era una realidad palpable, y Willett tuvo ocasión de hojearlos por última vez en un lugar apenas creíble y cuya existencia es probable que jamás pueda demostrarse. Por otro lado, hay que tener en cuenta las coincidencias y los enigmas de las cartas de Orne y Hutchinson, la cuestión de la caligrafía de Curwen y lo que descubrieron los detectives sobre el doctor Allen; y a todo eso hay que añadir el terrible mensaje en letras minúsculas medievales hallado en el bolsillo de Willett cuando recobró el sentido tras su pavorosa vivencia.



Sin embargo, lo más concluyente de todo son los espantosos resultados que obtuvo el doctor de cierto par de fórmulas en el curso de sus últimas investigaciones, resultados que prácticamente demostraron la autenticidad de los documentos y de sus monstruosas implicaciones, al tiempo que los arrancaron para siempre del conocimiento humano.





2



Hay que considerar la vida anterior de Charles Ward como algo tan perteneciente al pasado como las antigüedades que tanto amaba. En el otoño de 1918, con un marcado entusiasmo por la instrucción militar de la época, había empezado el último curso en la Moses Brown School, ubicada muy cerca de su casa. El viejo edificio principal, erigido en 1819, había cautivado siempre su juvenil sensibilidad por lo antiguo, y el espacioso parque en que se halla la academia atraía su aguda pasión por el paisaje. Su vida social era escasa, pasaba las horas en casa, dando paseos por el campo, en la instrucción o en sus clases, buscando datos históricos y genealógicos en el ayuntamiento, el Parlamento, la biblioteca pública, el Ateneo, la Sociedad Histórica, las bibliotecas John Carter Brown y John Hay de la Universidad de Brown y la recién inaugurada biblioteca Shepley de Benefit Street. Es posible imaginarlo tal como era en esos días: alto, delgado y rubio, con ojos atentos y ligeramente encorvado, vestido con cierto descuido, y dando más una impresión de torpeza inofensiva que de atractivo.



Sus paseos eran siempre incursiones en el pasado, en los que se las arreglaba para reconstruir, a partir de los miles de reliquias de una ciudad antigua y elegante, un retrato vívido y coherente de los siglos pretéritos. Su casa era una gran mansión georgiana en lo alto de la escarpada colina que se alza justo al este del río; y desde las ventanas traseras de sus laberínticas alas podía contemplar con cierta sensación de vértigo los apiñados campanarios, cúpulas, tejados y torres de la ciudad y las purpúreas montañas que se levantan a lo lejos. Era su casa natal, y la niñera lo sacaba en su cochecito por el precioso pórtico clásico de la fachada de ladrillo, pasaban ante la pequeña granja blanca construida doscientos años antes y engullida por la ciudad hacía tiempo y ante los majestuosos edificios de la universidad por la calle umbría y lujosa, cuyas viejas mansiones de ladrillo y casas de madera con estrechos pórticos de columnas dóricas soñaban sólidas y suntuosas en medio de las espaciosas plazuelas y jardines.



También iban por la soñolienta Congdon Street, un poco más abajo en la empinada colina, con todas sus casas orientadas al este sobre altas terrazas. Allí las casitas de madera eran más antiguas, pues la ciudad al crecer había ido trepando por la colina, y en esos paseos se había empapado del colorido de una pintoresca ciudad colonial. La niñera se sentaba a menudo a charlar con los policías en los bancos de Prospect Terrace, y uno de los primeros recuerdos del niño era el borroso mar de tejados, cúpulas y campanarios al oeste y las lejanas montañas que vio una tarde de invierno desde aquel mirador, violáceas y misteriosas bajo un febril y apocalíptico atardecer de rojos, dorados, púrpuras y extraños verdes. La gran cúpula de mármol del Parlamento resaltaba con su gigantesca silueta, y la estatua que la remataba estaba bañada por la fantástica luz de un haz que se deslizaba a través de un claro en las nubes coloreadas que cubrían el cielo inflamado.



Cuando creció, empezaron sus famosos paseos; primero acompañado de su impaciente niñera, y luego solo en soñolienta meditación. Cada vez se fue aventurando más lejos por la colina casi perpendicular y llegando a niveles más antiguos y pintorescos de la antigua ciudad. Bajaba con agilidad por la empinada Jenckes Street, con sus muros y saledizos coloniales, hasta la esquina de la sombría Benefit Street, donde se hallaba una casa antigua de madera que poseía dos entradas con pilastras jónicas, y a un lado un tejado en mansarda con los restos de un primitivo corral y la casona del juez Durfee, con sus decadentes vestigios de grandeza georgiana. Aquella zona empezaba a ser un barrio depauperado, pero los titánicos olmos arrojaban una sombra vivificante sobre el lugar, y el muchacho paseaba en dirección sur, más allá de las hileras de casas anteriores a la Revolución, con sus grandes chimeneas centrales y las clásicas entradas. Las del lado este estaban construidas sobre basamentos con barandillas y dos tramos de escaleras de piedra, y el joven Charles podía imaginarlas tal como eran cuando la calle estaba recién construida y los tacones rojos y las pelucas realzaban los pedimentos pintados cuyos signos de deterioro se hacían ahora tan evidentes.



Al oeste, la colina descendía con una pendiente casi tan pronunciada como antes, hasta la antigua Town Street, que los fundadores habían construido a la orilla del río en 1636. En ella desembocaban innumerables callejuelas con casas inclinadas y apretujadas de gran antigüedad; y, pese a lo mucho que le fascinaban, tardó en atreverse a internarse entre su arcaica verticalidad por miedo a que todo resultara un sueño o la entrada a terrores desconocidos. Mucho menos temible le parecía seguir por Benefit Street, pasar la verja de hierro del escondido cementerio de Saint John, la parte de atrás de la Colony House, construida en 1971, y la enorme mole de la posada La Bola de Oro, donde se alojó Washington. En Meeting Street —conocida sucesivamente en otras épocas como Gaol Lane y King Street— miraba hacia el este y veía las escaleras porticadas por las que la calle subía la pendiente, y abajo, hacia el oeste, veía el edificio de ladrillo de la vieja escuela colonial que sonríe al otro lado del camino al antiguo cartel de Shakespear’s Head, donde antes de la Revolución se imprimía la

Providence Gazette and Country-Journal

. Luego llegaba la exquisita Primera Iglesia Baptista de 1775, con su impecable aguja estilo Gibbs, y los tejados y cúpulas georgianos que la rodean. Desde allí, y hacia el sur, el barrio tenía mejor reputación y florecía al fin en un maravilloso grupo de mansiones tempranas; no obstante, antiguas callejuelas seguían descendiendo por el precipicio hacia el oeste, espectrales en el arcaísmo de sus muchos saledizos, y se sumían en un caos de iridiscente decadencia, donde los viejos y siniestros muelles aún recuerdan los días del comercio con las Indias Orientales, entre una pobreza y un vicio políglotas, embarcaderos podridos, legañosas tiendas de efectos navales y callejones que han conservado nombres como Packet, Bullion, Gold, Silver, Coin, Doubloon, Sovereign, Guilder, Dollar, Dime y Cent.



A veces, cuando creció y se volvió más osado, el joven Ward se aventuraba en ese torbellino de casas destartaladas, dinteles rotos, escalones partidos, balaustradas torcidas, rostros atezados y olores incalificables; iba de South Main a South Water en busca de los muelles donde aún atracaban los vapores del estrecho y la bahía, y volvía hacia el norte pasando por delante de los almacenes de tejados inclinados construidos en 1816 y por la amplia plaza del Puente Grande, donde aún sigue en pie el edificio del mercado de 1773 sobre sus antiguos arcos. En dicha plaza se detenía a empaparse de la extraña belleza del casco antiguo de la ciudad, que se alza sobre el risco que hay al este, engalanada por dos campanarios georgianos y coronada por la cúpula de la nueva iglesia de la Ciencia Cristiana, igual que Londres lo está por la de la catedral de San Pablo. Sobre todo, le gustaba llegar allí a última hora de la tarde, cuando los rayos del sol poniente tiñen de oro el mercado y los antiguos tejados y campanarios, y colman de magia los muelles soñolientos donde amarraban los barcos de Providence a punto de partir hacia la India. Después de echar una larga mirada, se sentía casi transfigurado por la belleza poética de la escena, y trepaba de vuelta a casa por la pendiente, más allá de la vieja iglesia blanca, por las estrechas y empinadas callejas donde empezaban a vislumbrarse resplandores en las ventanas y a través de los montantes de las puertas con dos tramos de escalones y curiosas barandillas de hierro forjado.



Años después, en diversas ocasiones, buscaría vívidos contrastes; daba la mitad de sus paseos por las ruinosas regiones coloniales al norte de su casa, donde la colina desciende hasta la cima más baja de Stamper’s Hill con su gueto y barrio negro apiñados en torno al lugar de donde partía la diligencia antes de la Revolución, y la otra mitad por el elegante reino del lado sur, por George Street, Benevolent Street, Power Street y Williams Street, donde la antigua colina conserva inmutables las bellas mansiones, así como fragmentos de jardines tapiados y empinados senderos que atesoran fragantes recuerdos. Esos paseos, unidos a los diligentes estudios que los acompañaban, explican sin duda en gran parte el amor por lo antiguo que acabó desplazando al mundo moderno de la conciencia de Charles Ward e ilustran el terreno mental en que cayeron, aquel temible invierno de 1919-1920, las semillas que dieron un fruto tan extraño y temible.



El doctor Willett está seguro de que, hasta aquel aciago invierno en que se produjeron los primeros cambios, el amor por la Antigüedad de Charles Ward estuvo desprovisto de cualquier tinte enfermizo. Los cementerios no ejercían sobre él ningún atractivo en particular, más allá de su valor histórico y pintoresco, y carecía por completo de instintos violentos o agresivos. Luego pareció dar, de forma insidiosa, una extraña continuación a uno de los triunfos genealógicos del año anterior; el descubrimiento, entre sus antepasados maternos, de cierto longevo personaje llamado Joseph Curwen, llegado de Salem en marzo de 1692, y sobre el que circulaban una serie de historias de lo más peculiar e inquietante.

 



Welcome Potter, el tatarabuelo de Ward, se había casado en 1785 con cierta “Ann Tillinghast, hija de la señora Eliza, hija del capitán James Tillinghast”, y de cuyo padre la familia no había conservado dato alguno. Luego, en 1918, mientras examinaba un volumen original de registros del ayuntamiento en manuscrito, el joven genealogista descubrió una entrada que daba fe de un cambio