La sombra fuera del tiempo

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La sombra fuera del tiempo
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La sombra fuera del tiempo


La sombra fuera del tiempo (1935) H.P. Lovecraft

© Editorial Cõ

Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

edicion@editorialco.com

Edición: Diciembre 2020

Imagen de portada: Shutterstock

Traducción: Benito Romero

Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

1  I

2  II

3  III

4  IV

5  V

6  VI

7  VII

8  VIII

I

Después de veintidós años de pesadillas y terrores, de aferrarme desesperadamente a la convicción de que todo ha sido un engaño de mi cerebro enfebrecido, no me siento con ánimos de asegurar que sea cierto lo que descubrí la noche del 17 al 18 de julio de 1935, en Australia Occidental. Hay motivos para abrigar la esperanza de que mi experiencia haya sido, al menos en parte, una alucinación, desde luego justificada por las circunstancias. No obstante, la impresión de realidad fue tan terrible que a veces pienso que es vana esa esperanza.

Si no he sido víctima de una alucinación, la humanidad deberá estar dispuesta a aceptar un nuevo enfoque científico acerca de la realidad del cosmos y sobre el lugar que corresponde al hombre en el loco torbellino del tiempo. Deberá también ponerse en guardia contra un peligro que la amenaza. Aunque este peligro no aniquilará la raza entera, acaso origine monstruosos e insospechados horrores en sus espíritus más intrépidos.

Por esta última razón exijo que se abandone cualquier proyecto de desenterrar las ruinas misteriosas y primitivas que se proponía investigar mi expedición.

Sí, en efecto, me encontraba despierto y en mis cabales, puedo afirmar que ningún hombre ha vivido jamás nada parecido a lo que experimenté aquella noche, lo cual, además, constituía una terrible confirmación de todo lo que había intentado desechar como pura fantasía. Afortunadamente no hay prueba alguna, pues, en mi terror, perdí el objeto que —de haber logrado sacarlo de aquel abismo— habría constituido una prueba irrefutable.

Cuando me enfrenté a aquel horror estaba solo, y hasta la fecha no lo he relatado a nadie. No pude impedir que los demás continuaran excavando en dirección a tal objeto, pero la suerte y la arena evitaron accidentalmente que lo encontraran. Ahora debo hacer una relación completa de los hechos, no sólo en beneficio de mi propio equilibrio mental, sino también como advertencia para los lectores serios.

Estas páginas, muchas de las cuales —las primeras sobre todo— resultarán familiares al lector asiduo de la prensa general y científica, están escritas en el camarote del barco que me trae de regreso a casa. Se las entregaré a mi hijo, el profesor Wingate Peaslee, de la Universidad de Miskatonic, único miembro de mi familia que ha permanecido a mi lado durante la extraña amnesia que me afectó durante tanto tiempo y la persona más al tanto de las circunstancias y detalles que concurrieron en mi caso. De todo el mundo, probablemente él será quien menos se burle de lo que voy a contar sobre aquella noche fatal.

No le he dicho nada antes de embarcar, porque pienso que es mejor para él revelárselo por escrito. Leyendo y releyendo estas páginas con calma podrá formarse una idea más exacta y convincente que la que podría proporcionarle en cuatro palabras atropelladas.

Que él haga de este relato lo que crea más conveniente; no me importa que lo dé a conocer, con las debidas aclaraciones, en donde más convenga. Teniendo en cuenta, pues, que quienes lleguen a leerlo pueden no estar al corriente de la fase inicial de mi caso, he hecho un resumen bastante detallado de los antecedentes.

Me llamo Nathaniel Wingate Peaslee, y quienes recuerden mis artículos periodísticos de hace unos quince años —o los artículos y cartas que publiqué en revistas de psicología hace un par de lustros— sabrán quién soy. En la prensa aparecieron muchos detalles acerca de la extraña amnesia que me sobrevino entre 1908 y 1913, amnesia que fue relacionada en gran parte con las horrendas tradiciones de brujería existentes en la pagana ciudad de Arkham, Massachusetts, que, como ahora, constituía entonces mi lugar de residencia. Con todo, me habría gustado saber si no hubo algún elemento de locura hereditaria en los primeros años de mi vida. Éste es un hecho de enorme importancia para mí, ya que si no hubo tal, la sombra de horror que se abatió sobre mí procedía, de manera irremisible, del exterior.

Puede que los siglos pasados de tinieblas hayan hecho a la ruinosa ciudad de Arkham particularmente vulnerable a ciertas amenazas preternaturales, pero parece dudoso a la luz de los distintos casos que con posterioridad tuve ocasión de estudiar. Sin embargo, hasta donde he podido indagar, mis antecedentes familiares son normales por completo. Lo que sobre mí se abatió provenía del exterior, estoy persuadido de eso, pero aún no me atrevo a afirmar de dónde.

Soy hijo de Jonathan Peaslee y de Hannah Wingate, ambos procedentes de antiguas y sanas familias de Haverhill. He nacido y me he criado en Haverhill —en la vieja mansión de la calle Boardman, cerca de Golden Hill—, pero no fui a Arkham hasta 1895, año en que ingresé a la Universidad de Miskatonic como auxiliar de Economía Política.

Durante los trece años que siguieron, mi vida transcurrió apacible y feliz. En 1896, me casé con Alicia Keezer, natural de Haverhill, y mis tres hijos, Robert, Wingate y Hannah, nacieron en 1898, 1900 y 1903, respectivamente. En 1898 fui ascendido a profesor adjunto y, en 1902, a catedrático. En ninguna ocasión sentí el menor interés por el ocultismo o la psicología patológica.

La extraña crisis de amnesia me sobrevino un jueves, el 14 de mayo de 1908. Su comienzo fue completamente repentino, aunque más tarde recordé ciertas visiones breves y caóticas que me habían turbado, en gran manera, horas antes, y que sin duda constituían los síntomas premonitorios. Sentía, además, fuertes dolores de cabeza, y una extraña sensación, totalmente nueva para mí: era como si alguien tratara de apoderarse de mis pensamientos.

Me ocurrió a eso de las diez y veinte de la mañana, mientras dictaba una clase de historia y tendencias actuales de Economía Política ante numerosos alumnos de tercer año y unos pocos de segundo. Empecé viendo extrañas formas danzantes y a sentir que me encontraba en una habitación desconocida que no era el aula de la universidad.

Mis pensamientos y discurso se desviaron del tema, y los estudiantes comprendieron que algo grave me ocurría. Entonces, sentado donde estaba, me sumí en un estupor del que nadie podía sacarme. Pasaron cinco años, cuatro meses y trece días, antes de recobrar el uso de mis facultades.

Lo que voy a relatar a continuación, como es natural, lo he sabido a través de otras personas. Permanecí en coma profundo durante dieciséis horas y media, a pesar de que fui trasladado a mi casa, en la calle Crane 27, y de que se me prestó una magnífica asistencia médica.

A las tres de la madrugada del día 15 de mayo abrí los ojos y comencé a hablar, pero el médico y mi familia no tardaron en alarmarse por el cambio de mi expresión y lenguaje. Estaba claro que no recordaba mi identidad ni mi pasado, aunque por alguna razón parecía como si yo pretendiera ocultar esta inmensa laguna de mi memoria. Mi mirada expresaba extrañeza al contemplar a las personas que me rodeaban, y mis músculos faciales ejecutaban gestos desconocidos por completo.

Incluso, mi habla parecía torpe y extraña. Empleaba mis órganos vocales de modo torpe y vacilante, y mi dicción tenía un tono curioso, como si pronunciara con trabajos un idioma aprendido en libros. Mi acento era bárbaro, como el de un extranjero, y mi lenguaje abundaba en arcaísmos y expresiones gramaticalmente incomprensibles.

Unos veinte años después, el más joven de los médicos tuvo ocasión de recordar, impresionado y hasta con cierto horror, una de aquellas extrañas frases mías. Últimamente la frase que entonces pronuncié ha comenzado a ponerse de moda, primero en Inglaterra y luego en Estados Unidos. A pesar de que se trata de una expresión rebuscada e indiscutiblemente nueva, reproduce hasta en sus más nimios pormenores las mismas palabras del extraño paciente que fui en 1908.

Después del ataque no tardé en recobrar la fuerza física, aunque necesité numerosas sesiones de reeducación antes de emplear deforma coordinada mis manos, piernas y aparato locomotor en general. A causa de éste y otros obstáculos inherentes a mi cuadro amnésico, estuve sometido durante largo tiempo a rigurosos cuidados médicos.

Cuando observé que habían fracasado mis intentos por ocultar la falta de memoria, lo admití de manera abierta y me mostré ansioso de recibir cualquier clase de información. En efecto, los médicos pudieron comprobar que llegué a perder todo interés por mi propia persona tan pronto como me di cuenta de que el caso de amnesia era aceptado como algo natural.

 

Observaron que mi máximo interés se orientaba hacia determinadas cuestiones de la historia, de la ciencia, del arte, del lenguaje y de las tradiciones populares —algunas tremendamente oscuras y otras de una simpleza pueril— que, en la mayoría de los casos, desconocía por completo.

Al mismo tiempo observaron que poseía ciertos conocimientos asombrosos, muchos de ellos casi ignorados por la ciencia. Sin embargo, al parecer, yo trataba de ocultarlos, en vez de exhibirlos. En ocasiones aludía, de forma inadvertida y con seguridad inusitada, a acontecimientos ocurridos en edades oscuras, muy anteriores a los ciclos aceptados por la historia. Pero al ver la sorpresa que producían, trataba de hacer pasar mis alusiones por una broma. Y mi manera de referirme al futuro causó pavor más de una vez.

Pronto dejé de manifestar esos misteriosos destellos de asombroso saber. Algunos observadores los atribuyeron a una hipócrita reserva por mi parte, más que a una disminución de los excepcionales conocimientos que se vislumbraban tras de mis palabras. Por otra parte, se mantenía mi desmesurada avidez por asimilar la lengua, las costumbres y las perspectivas del mundo en el futuro. Era como si yo fuera un investigador proveniente de tierras remotas y extrañas.

En cuanto me lo autorizaron comencé a frecuentar asiduamente la biblioteca de la universidad. Poco después inicié los preparativos de aquellos viajes extraordinarios y aquellos cursos especiales que di en diversas universidades americanas y europeas, que tantos comentarios provocaron.

En ningún momento perdí contacto con sabios y eruditos, aprovechando que mi caso gozaba de alguna celebridad entre los psicólogos de aquel tiempo. En varias conferencias fui presentado como un caso típico de desdoblamiento de personalidad, a pesar de que, de vez en cuando, sorprendía a los conferenciantes con algunos síntomas inexplicables o con cierta sombra de ironía cuidadosamente velada.

No obstante, casi nadie me demostró simpatía o afecto. Había algo en mi aspecto y en mi manera de hablar, que suscitaba temor y aversión en aquellos con quienes me relacionaba. Era como si yo fuese un ser infinitamente alejado de todo lo equilibrado y normal. Mi presencia les producía una vaga sensación que los hacía pensar en abismos incalculables de distancia.

Ni siquiera mi propia familia constituía una excepción. Desde el momento en que me recobré del colapso, mi mujer me miró con extremada aversión y horror, juraba que yo era un desconocido que usurpaba el cuerpo de su marido. En 1910, obtuvo el divorcio judicial, y no consintió en verme ni aun después de haber vuelto a la normalidad, en 1913. Estos sentimientos eran compartidos por mi hijo mayor y mi hija pequeña, desde entonces no he vuelto a ver a ninguno de ellos.

Sólo mi hijo segundo, Wingate, fue capaz de vencer el terror y la repugnancia que despertaba mi cambio. Se daba cuenta, indudablemente, de que yo era un extraño. Pero, aunque tenía ocho años de edad, mantuvo la firme confianza de que recobraría mi identidad. Cuando esto sucedió, vino a buscarme, y los tribunales me confiaron su custodia. Durante los años subsiguientes me ayudó en los estudios que emprendí, y hoy, con sus treinta y cinco años, es profesor de Psicología de la Universidad de Miskatonic.

Pero, en verdad, no me sorprende el horror que provocaba a los demás... Efectivamente, el espíritu, la voz y la expresión del semblante del ser que despertó el 15 de mayo de 1908 no eran de Nathaniel Wingate Peaslee.

No pretendo extenderme hablando de mi vida entre 1908 y 1913, ya que los lectores pueden averiguar los pormenores de mi caso consultando —como he tenido que hacer yo mismo— las columnas de periódicos y revistas científicas de esa época.

Cuando se me autorizó a disponer de mis propios recursos económicos, me dediqué a viajar y a estudiar en diversos centros culturales. Mis viajes, no obstante, eran en extremo singulares, ya que a menudo suponían prolongadas estancias en parajes remotos y desolados.

En 1909 pasé un mes en el Himalaya. En 1911 llamé la atención sobremanera a causa de la expedición que emprendí, en camello, a los ignorados desiertos de Arabia. Nunca he conseguido saber qué sucedía en aquellos viajes.

Durante el verano de 1912 fleté un barco y zarpé con rumbo al Ártico, hasta el norte del archipiélago de Spitzberg. A mi regreso di muestras de decepción.

A finales de ese mismo año pasé unas semanas solo, me adentré en el vasto sistema de cavernas de Virginia occidental, por sus negros laberintos, más allá de donde haya alcanzado jamás la huella del hombre. Nadie se ha atrevido después a repetir esta hazaña.

Mis estancias en las universidades se caracterizaban por una asimilación de conocimientos anormalmente rápida, como si mi segunda personalidad tuviera una inteligencia muy superior a la mía. He descubierto también que mis capacidades de lectura y de estudio eran extraordinarias. Me bastaba con hojear un libro para dominarlo a fondo. Mi habilidad para interpretar figuras complicadas en un instante era, en verdad, asombrosa.

En ocasiones se llegó a rumorar que yo poseía el poder de influir sobre el pensamiento y la voluntad de los demás, aunque, por lo visto, procuraba disimular esta facultad.

También se habló de mis relaciones con los dirigentes de diversas sectas ocultistas y con eruditos sospechosos de mantener dudosos contactos con los hierofantes de cultos abominables tan antiguos como el mundo. Estos rumores, cuyo fundamento no pudo demostrarse entonces, se veían alentados por la conocida temática de mis lecturas, puesto que en las bibliotecas no es posible consultar libros raros sin que trascienda el secreto.

Hay pruebas palpables —mis anotaciones marginales— de que estudié a conciencia libros tales como el Cultes de Goules, del conde d’Erlette; De Vermis Mysteriis, de Ludvig Prinn; el Unaussprechlichen Kulten, de Von Junzt; los fragmentos que se conservan del enigmático Libro de Eibon; y el terrible Necronomicón, del árabe loco Abdul Alhazred. Y es innegable, además, que durante el tiempo de mi sorprendente cambio renació una perversa actividad en numerosos cultos secretos.

En el verano de 1913 comencé a dar muestras de aburrimiento y desinterés, e insinué a varias personas que cabía esperar en mí un cambio pronto. Les dije que volvían a mí algunos recuerdos de mi vida anterior, pero me juzgaron insincero, considerando que todos los detalles que mencionaba podían proceder de mis antiguas notas personales.

Hacia mediados de agosto regresé a Arkham y abrí mi casa de la calle Crane, cerrada durante todo este tiempo. Instalé allí un artefacto de raro aspecto, cuyas piezas habían sido construidas por diferentes fabricantes americanos y europeos de aparatos de precisión, y lo mantuve celosamente oculto de cualquier persona inteligente que pudiera comprender de qué se trataba.

Los pocos que llegaron a verlo —un obrero, una sirvienta y la nueva ama de llaves— decían que era como un armazón de varillas, ruedas y espejos. Tenía unos sesenta centímetros de alto, treinta de ancho y otros treinta de espesor. En el centro se encontraba instalado un espejo circular convexo. Todo esto ha sido confirmado por los fabricantes de las distintas piezas.

La noche del viernes 26 de septiembre despedí al ama de llaves y a la criada hasta el mediodía del día siguiente. Las luces de la casa permanecieron encendidas hasta muy tarde. Un hombre flaco, moreno, de aspecto extranjero, llegó en un automóvil y entró.

Era alrededor de la una, cuando se apagaron las luces. A las dos y cuarto, un policía que pasaba por allí observó que reinaba la tranquilidad más completa. El auto del extranjero seguía estacionado junto a la acera. Pero a eso de las cuatro ya no estaba allí.

A las seis de la mañana una voz titubeante y exótica pidió por teléfono al doctor Wilson que viniera a mi casa para sacarme del extraño estado letárgico en que había caído. Esta llamada —hecha desde larga distancia— fue localizada más tarde. La efectuaron desde un teléfono público de la Estación del Norte, de Boston, pero no lograron descubrir el menor rastro del flaco extranjero.

Cuando el doctor llegó a casa, me encontró inconsciente en el cuarto de estar, sentado en una butaca, ante la mesa. En su pulimentada superficie había unos arañazos que indicaban el lugar donde se había colocado un objeto de peso considerable. El extraño artefacto había desaparecido y no volvió a saberse de él. Es indudable que se lo había llevado el individuo moreno y flaco que estuvo allí.

En la chimenea de la biblioteca hallaron gran cantidad de ceniza: era todo cuanto quedaba de las anotaciones tomadas por mí durante el periodo de mi enfermedad. El doctor Wilson comprobó que mi respiración era agitada, pero después de una inyección hipodérmica volvió a hacerse regular.

A las once y cuarto de la mañana del 27 de septiembre experimenté sacudidas violentas, y mi semblante, hasta entonces rígido como una máscara, comenzó a dar muestras de cierta expresividad. El doctor Wilson advirtió que aquella expresión no correspondía ya a mi segunda personalidad. Más bien parecía como si recobrara mi identidad primitiva. Alrededor de las once y media murmuré unas cuantas palabras incomprensibles, sin relación alguna con ningún lenguaje humano. Daba la sensación de que me revolvía contra algo. Luego, justo después del mediodía, cuando ya habían regresado el ama de llaves y la criada, empecé a decir en inglés:

—...De los economistas ortodoxos de ese periodo, Jevons representa la tendencia predominante a establecer correlaciones científicas. Su intento de relacionar el ciclo económico de prosperidad y crisis con el ciclo físico de las manchas solares constituye, sin embargo, la cúspide de...

Nathaniel Wingate Peaslee había regresado; según su tiempo vital, todavía se encontraba en una mañana de 1908, ante sus alumnos de Economía Política, que lo escuchaban con atención.

II

Mi reintegración a la vida normal fue larga, dolorosa y difícil. Perder cinco años crea más complicaciones de las que se pueden imaginar, y en mi caso, quedaba además un sinnúmero de cuestiones por resolver.

Lo que me contaron sobre mis actividades posteriores a 1908 me dejó anonadado, pero traté de considerar el asunto lo más filosóficamente posible. Una vez lograda la custodia de mi hijo Wingate, me instalé con él en mi casa de la calle Crane y procuré reanudar mis tareas docentes, ya que la facultad me había ofrecido mi antigua cátedra.

Me incorporé a mi trabajo en febrero de 1914, y a él me dediqué durante un año. En este tiempo me di cuenta de que, después de aquel largo periodo de amnesia, yo no era el de antes. Aunque me hallaba mentalmente sano —así lo creía, al menos—, y conservaba íntegra mi propia personalidad, había perdido el vigor y la energía de otros tiempos. De manera continua, me acosaban sueños vagos y extrañas ideas, y cuando el estallido de la Guerra Mundial orientó mi interés hacia temas históricos, me di cuenta de que consideraba las épocas y los acontecimientos de forma sumamente extraña.

Mi concepción del tiempo —mi capacidad para distinguir entre sucesión y simultaneidad— había sufrido una sutil alteración, de modo que me forjaba ideas quiméricas sobre la posibilidad de vivir en una época determinada y proyectar mi espíritu por toda la eternidad, para conocer las edades pasadas y futuras.

La guerra originó en mí extrañas impresiones: era como si recordara algunas de sus últimas consecuencias, como si supiera cuál iba a ser su desenlace, y pudiera contemplar retrospectivamente los hechos que se desarrollaban en el presente. Todos estos pseudorrecuerdos venían acompañados de fuertes dolores de cabeza, y la clara sensación de que entre ellos y mi conciencia se alzaba alguna barrera psicológica.

Cuando de forma tímida confiaba mis impresiones a los demás, observaba que reaccionaban de la manera más diversa. Casi todos me miraban con desconfianza. Las matemáticas, en cambio, me hablaban de los últimos adelantos de la ciencia que cultivaban: de la teoría de la relatividad, que entonces sólo era conocida en los medios científicos, pero que más adelante llegaría a resultar mundialmente famosa. Según decían, el doctor Albert Einstein había logrado reducir el tiempo a una simple dimensión.

 

Sin embargo, los sueños y sentimientos turbadores se apoderaron de mí hasta tal extremo que en 1915 me vi obligado a abandonar mis actividades docentes. Algunas de mis sensaciones anormales fueron tomando un cariz inquietante. En ocasiones, por ejemplo, me sentía dominado por la convicción de que, en el curso de mi amnesia, me había sobrevenido un cambio espantoso; que mi segunda personalidad procedía, sin duda, de regiones ignoradas, como si una fuerza desconocida y remota se hubiera aposentado en mí, mientras mi verdadera personalidad era desplazada de mi propio interior.

Éste es el motivo de que entonces me entregara a vagas y espantosas especulaciones sobre cuál habría sido el paradero de mi auténtica mismidad durante los años en que el intruso había ocupado mi cuerpo. La singular inteligencia y la extraña conducta de ese intruso me turbaban cada vez más, a medida que me enteraba de nuevos detalles, a través de conversaciones, periódicos y revistas.

Las rarezas que tanto habían desconcertado a los demás parecían armonizar terriblemente con ese trasfondo de conocimientos impíos que emponzoñaba los abismos de mi subconsciente. Me dediqué a investigar todos los datos y examiné de forma escrupulosa los estudios y viajes efectuados por el otro durante mis años de oscuridad.

No todas mis inquietudes eran de índole especulativa. Los sueños, por ejemplo, resultaban cada vez más vívidos y detallados. Como sabía la opinión que merecían a la mayor parte de la gente, raras veces los mencionaba, excepto a mi hijo o a algún psicólogo de mi confianza. Pero, finalmente, comencé un estudio científico de otros casos de amnesia, con la finalidad de averiguar hasta qué punto las visiones que yo padecía eran características de esa afección. Con ayuda de psicólogos, historiadores, antropólogos y especialistas en enfermedades mentales, realicé un estudio exhaustivo que comprendía todos los casos de desdoblamiento de la personalidad recogidos en las publicaciones médicas desde los tiempos de los endemoniados hasta el momento actual; sin embargo, los resultados, más que consolarme, me inquietaron doblemente.

No tardé mucho tiempo en comprobar que mis sueños diferían de manera radical de los que solían darse en los casos auténticos de amnesia. No obstante, descubrimos unos pocos casos que me tuvieron desconcertado durante años por su semejanza con mi propia experiencia. Algunos no eran más que relatos fragmentarios de antiguas historias populares; otros, casos registrados en los anales de la medicina. En una o dos ocasiones se trataba únicamente de confusas referencias entremezcladas con historias bastante vulgares.

De este modo, averiguamos que, pese a la rareza de mi afección, se habían presentado casos análogos, en largos intervalos, desde los orígenes de la historia. A veces, en un periodo de varios siglos se presentaban uno, dos y hasta tres casos; en otras, ninguno. Al menos, ninguno del que quedara constancia.

En esencia, se trataba siempre de lo mismo: una persona de alto nivel intelectual se veía dominada por una segunda naturaleza que la obligaba a llevar, durante un periodo más o menos largo, una existencia absolutamente extraña, caracterizada al principio por una torpeza verbal y motora, y más tarde por la adquisición masiva de conocimientos científicos, históricos, artísticos y antropológicos. Este aprendizaje se llevaba a cabo con un entusiasmo febril y denotaba una prodigiosa capacidad de asimilación. Luego, el sujeto regresaba a su personalidad, que, en lo sucesivo, se veía atormentada por sueños vagos, indeterminados, en los que latían recuerdos fragmentarios de algo espantoso que había sido borrado de su mente.

La enorme semejanza de aquellas pesadillas con la mía —incluso en algunos detalles insignificantes— no dejaba lugar a dudas sobre su íntima relación. En dos de aquellos casos, por los menos, se daban ciertas circunstancias que me resultaban familiares, como si a través de algún medio cósmico inimaginable hubiera tenido noticia de ellos. En otros, se mencionaba con claridad un desconocido artefacto, idéntico al que había estado en mi casa antes de mi regreso a la normalidad.

Otra cuestión que llegó a preocuparme durante la investigación fue la frecuencia con que ciertas personas no afectadas por dicha enfermedad sufrían parecida clase de pesadillas.

Estas últimas personas eran mayormente de inteligencia mediocre o inferior, y algunas tan primitivas que no se les podía considerar como vectores aptos para la adquisición de una ciencia y conocimientos preternaturales. Durante un segundo se veían inflamados por una fuerza ajena, pero enseguida volvían a su estado anterior, quedándoles apenas un recuerdo débil, evanescente, de horrores inhumanos.

En los últimos cincuenta años se habían presentado, por lo menos, tres casos de éstos. Uno de ellos hace tan sólo quince años. ¿Acaso se trataba de una entidad desconocida que tanteaba a ciegas, a través del tiempo, desde el fondo de algún abismo insospechado de la naturaleza? En tal caso, ¿no serían estos casos las manifestaciones de unos experimentos monstruosos, cuyo objetivo era preferible ignorar para no perder la razón?

Éstas eran las fantásticas divagaciones a las que me entregaba continuamente, excitado por las diversas creencias míticas que iba descubriendo en el curso de mis investigaciones. No cabía duda, pues, de que había determinadas historias —persistentes desde la más remota antigüedad y desconocidas, al parecer, tanto por las víctimas de amnesia como por los médicos que habían estudiado sus casos más recientes— que formaban como un plan asombroso y terrible destinado a raptar la mente de los hombres, como había ocurrido en mi caso. Aún ahora tengo miedo de referir la naturaleza de esos sueños, y las ideas que me asaltaban con mayor intensidad cada vez. Era de locura. A veces creía que, de verdad, me estaba volviendo loco. ¿Acaso era víctima de algún tipo de alucinación que afectaba a los que habían sufrido una laguna en la memoria? En ese caso, no sería del todo inverosímil que el subconsciente, en un esfuerzo por llenar un vacío confuso con pseudorrecuerdos, diera lugar a extravagantes aberraciones de la imaginación.

Aunque me inclinaba más bien por una interpretación basada en los mitos populares, las teorías basadas en dichos esfuerzos del subconsciente gozaban de mayor preponderancia entre los alienistas que me ayudaban en mi búsqueda de casos similares al mío, y que compartieron mi asombro ante el exacto paralelismo que solíamos descubrir.

Para los psiquiatras mi estado no podía diagnosticarse como verdadera enfermedad mental, sino más bien como trastorno neurótico. De acuerdo con las normas psicológicas más científicas, alentaron cualquier intento por mi parte de buscar datos que aportaran alguna luz en este asunto, en vez de pretender inútilmente soslayarlo; yo tenía en cuenta, especialmente, la opinión de aquellos médicos que me habían estudiado durante el tiempo que estuve dominado por la otra personalidad.

Mis primeros trastornos no fueron de índole visual, sino que se relacionaban con las cuestiones abstractas que ya he mencionado. Y experimenté, también al principio, un sentimiento vago y profundo de inexplicable horror: consistía en una extraña aversión a contemplar mi propia figura, como si temiera que mis ojos fueran a descubrir algo ajeno e inconcebiblemente repugnante.

Cuando por fin me atrevía a mirarme, y percibía mi figura humana y familiar, sentía un raro alivio. Pero para lograr ese descanso tenía que vencer primero un miedo infinito. Evitaba los espejos por sistema, así que me afeitaba en la barbería.

Pasé mucho tiempo sin relacionar estos sentimientos inquietantes con las visiones fugaces que pronto comenzaron a asaltarme cada vez más, y la primera vez que lo hice fue con motivo de la extraña sensación que tenía de que mi memoria había sido alterada de manera artificial.

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