El Chinago

Tekst
Sari: Clásicos
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
El Chinago
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

El Chinago


El Chinago (1900) Jack London

Editorial Cõ

Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

edicion@editorialco.com

Traducción: Benito Romero

Edición: Abril 2021

Imagen de portada: Rawpixel

Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

1  Portada

2  Página Legal

3  .

4  .

.

El coral se desarrolla, la palmera crece,

pero el hombre muere.

Proverbio tahitiano

.

Ah Cho no entendía el francés. Estaba sentado en la sala del juzgado, abarrotada de gente, muy cansado y aburrido, escuchando el explosivo e incesante francés que hablaban, ahora un oficial y luego otro. A Ah Cho le parecía un puro parloteo y se maravillaba de la estupidez de los franceses, que habían empleado tanto tiempo en buscar al asesino de Chung Ga y que, al final, no lo habían encontrado. Los quinientos coolies de la plantación sabían que era Ah San quien había cometido el asesinato, y allí se encontraba, sin siquiera estar arrestado. Era cierto que los coolies se habían puesto de acuerdo, en secreto, para no testificar los unos contra los otros, pero aquel caso era tan sencillo, que los franceses tenían que ser capaces de descubrir que Ah San era el asesino. Aquellos franceses eran muy estúpidos.

Ah Cho no había hecho nada por lo que tener miedo. No había colaborado en el asesinato. Era verdad que lo había presenciado y que Schemmer, el capataz de la plantación, había entrado en el barracón inmediatamente después y le había descubierto junto a los otros cuatro o cinco; pero, ¿y qué? Chung Ga fue apuñalado sólo dos veces. Era razón suficiente para pensar que cinco o seis hombres no podían infligir dos puñaladas. Como mucho, si un hombre le había clavado una, sólo dos hombres podían haberlo hecho.

Éste fue el razonamiento de Ah Cho cuando, junto con sus cuatro compañeros, mintió, bloqueó y ofuscó al tribunal con sus afirmaciones en lo concerniente a lo ocurrido. Habían oído los ruidos del asesinato y, como Schemmer, habían corrido al lugar del suceso. Llegaron allí antes que el capataz, eso fue todo. Era cierto, Schemmer había testificado que, atraído por el ruido de la disputa al pasar por allí, se quedó al menos cinco minutos fuera; cuando entró, ya encontró dentro a los prisioneros, que no habían entrado poco antes que él, porque se había esperado en la puerta, cerca de los barracones, y los hubiera visto entrar. Pero, ¿y qué? Ah Cho y sus cuatro compañeros de barracón testificaron que Schemmer se equivocaba. Al final, los soltarían. Confiaban en ello. No podían cortar la cabeza a cinco hombres por dos puñaladas. Además, ningún demonio extranjero había visto el asesinato. Pero aquellos franceses eran muy estúpidos.

En China, como bien sabía Ah Cho, los magistrados hubieran ordenado torturales para averiguar la verdad. Descubrir la verdad bajo tortura era fácil. Pero aquellos franceses no torturaban. ¡Eran los más tontos! Por eso nunca descubrirían quién había matado a Chung Ga.

Pero Ah Cho no lo entendía todo. La compañía inglesa dueña de la plantación había importado quinientos coolies a Tahití, pagando un gran precio. Los accionistas exigían dividendos y la compañía todavía no les había pagado ninguno; por lo tanto, la compañía inglesa no quería que sus costosos trabajadores contratados empezaran a asesinarse entre ellos. Por otra parte estaban los franceses, ansiosos por imponer sobre los chinagos las virtudes y las excelencias de las leyes francesas. No había nada como practicar, de vez en cuando, con el ejemplo; y, además, ¿de qué servía Nueva Caledonia sino para enviar allá a hombres que pasaran el resto de su vidas en la miseria y el dolor, como condena por ser frágiles y humanos?

Ah Cho no entendía todo eso. Estaba sentado en la sala del juzgado y esperaba la decisión del juez que le liberaría, a él y a sus compañeros, para volver a la plantación y trabajar de acuerdo con las condiciones de sus contratos. Aquel juez pronunciaría pronto sentencia. El proceso se acercaba al final. Podía verlo. No había más testigos ni más parloteos. Los demonios franceses también estaban ya cansados y, evidentemente, esperaban la sentencia. Y mientras aguardaba, recordó el tiempo pasado, cuando firmó el contrato y embarcó con destino a Tahití. Eran tiempos duros para su pueblo pesquero y, cuando fue contratado para trabajar durante cinco años en los Mares del Sur por cincuenta centavos mexicanos al día, se consideró afortunado. En su pueblo había hombres que trabajaban muy duro por diez dólares mexicanos al año y mujeres que hacían redes, también durante todo el año, por cinco, mientras que en las casas de los comerciantes, las sirvientas recibían cuatro dólares por un año de servicio. Y ahí estaba él, dispuesto a cobrar cincuenta centavos al día; ¡por un día, sólo un día, iba a recibir esa magnífica suma! ¿Y qué si el trabajo era duro? Pasados los cinco años, volvería a casa, de acuerdo con el contrato, y nunca tendría que volver a trabajar. Sería un hombre rico de por vida, con una casa propia, una esposa e hijos que crecerían para venerarle. Sí, y en la parte trasera de la casa tendría un jardincito, un lugar de meditación y reposo, con un pequeño lago con peces de colores, campanillas sonando al viento colgadas de muchos árboles, y con una cerca alta para que nadie alterara su meditación y reposo.

Pues bien, había trabajado tres años de aquellos cinco. Ya era un hombre rico (en su propio país) gracias a sus ganancias, y sólo quedaban dos años más entre la plantación de algodón de Tahití y la meditación y el reposo que le aguardaban. Pero, justo en ese momento, estaba perdiendo dinero a causa del desafortunado accidente de haber presenciado el asesinato de Chung Ga. Había estado encerrado en prisión tres semanas y, por cada día de esas tres semanas, había perdido cincuenta centavos. Pero pronto se declararía el veredicto y él podría volver a trabajar.

Olete lõpetanud tasuta lõigu lugemise. Kas soovite edasi lugeda?