El inevitable hombre blanco

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El inevitable hombre blanco
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El inevitable hombre blanco


El inevitable hombre blanco (1900) Jack London

Editorial Cõ

Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

edicion@editorialco.com

Traducción: Benito Romero

Edición: Abril 2021

Imagen de portada: Rawpixel

Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

1  Portada

2  Página Legal

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El negro nunca comprenderá al blanco ni el blanco al negro, mientras lo negro sea negro y lo blanco, blanco.

Eso me dijo el capitán Woodward.

Estábamos sentados en la taberna de Charley Roberts, en Apia, bebiendo Abu Hameds, preparados y acompañados por el antes mencionado Charley Roberts, quien aseguraba haber recibido la fórmula del propio Stevens, famoso por inventarla a impulsos de la sed del Nilo; me refiero a Stevens, el que escribió Con Kitchener a Kartum y que, luego, murió en el sitio de Ladysmith, durante la guerra de los boers.

El capitán Woodward, bajo y fornido, ya maduro, quemado por cuarenta años de sol tropical y con los ojos pardos más hermosos que he visto en un hombre, hablaba con la autoridad de su vasta experiencia. La red de cicatrices que le cubría la calva indicaba intimidad con los nativos a través de las mazas de guerra, e idéntica intimidad delataba la cicatriz que le corría en el lado derecho del cuello, donde le clavaron una flecha que tuvo que arrancarse él mismo. Según explicaba, en aquella ocasión tenía mucha prisa y la flecha le detuvo en su carrera, por lo que consideró que no disponía de tiempo para romper la punta y sacársela por el mismo sitio que entrara, como suele hacerse. En la época a la que me refiero, capitaneaba el Savaii, un enorme vapor dedicado a la recluta de mano de obra por las islas del Oeste, con destino a las plantaciones alemanas de Samoa.

—Casi todos los problemas nacen de la estupidez del hombre blanco —comentó Roberts, haciendo una pausa para beber un trago del vaso que sostenía y maldecir, en términos afectuosos, al nativo encargado de la barra—. Si el hombre blanco hiciese un esfuerzo para intentar comprender cómo funciona la mente del negro, podrían evitarse la mayoría de los líos.

—He conocido algunos que afirmaban conocer a los indígenas —dijo el capitán Woodward— y siempre me sorprendió que fuesen los primeros a quienes se kaikai. Es el caso de los misioneros de Nueva Guinea, de las Nuevas Hébridas, de la isla mártir de Erromanga y de todas las demás. Es, asimismo, el caso de la expedición austriaca a la que hicieron picadillo en las Salomón, en plena selva de Guadalcanal. Y, por último, el de todos esos traficantes, con años de experiencia, que se ufanan de que ningún negro va a jugársela y cuyas cabezas están adornando sus chozas. Ahí tienen, por ejemplo, al viejo Johnny Simons, con veintiséis años en los peores lugares de la Melanesia y que juraba que conocía a los negros como a sí mismo, por lo que no iban nunca a propasarse con él, y que murió en la Laguna de Marovo, en Nueva Georgia, donde una black Mary y un viejo cojo, al que un tiburón le había arrancado la pierna mientras buceaba en la laguna, le aserraron la cabeza. También está Bill Watts, con su espantosa fama de matanegros, un tipo capaz de asustar al propio Diablo. Recuerdo que me encontraba en Cape Little, Nueva Irlanda, ya saben, cuando los nativos le robaron media caja de tabaco, que le había costado unos tres dólares y medio. Como represalia, mató a seis de ellos y les destrozó las canoas de guerra, aparte de incendiar dos poblados. Y fue precisamente en Cape Little donde lo degollaron, cuatro años después, al mismo tiempo que a los cincuenta indígenas buku que le acompañaban a pescar ostras. En cinco minutos habían acabado con todos, excepto con tres, que pudieron escapar en una canoa. Que no me hablen de comprender a los negros.

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