Rinconete y Cortadillo

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Rinconete y Cortadillo
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RINCONETE Y CORTADILLO

RINCONETE Y CORTADILLO

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RINCONETE Y CORTADILLO

ES PROPIO DE LOS CLÁSICOS GENERAR CONTROVERSIAS INCONCILIABLES Y PREGUNTAS INSONDABLES, SEA PORQUE lo bello es necesariamente equívoco o porque las premisas esgrimidas por los intérpretes de la obra en litigio suelen ser falaces o hasta insidiosos. La obra de Miguel de Cervantes es clásica también en ese sentido, y las muchas lecturas de Rinconete y Cortadillo son un notable ejemplo de ello.

Desde una posición pragmática e historiográfica, Rinconete y Cortadillo es por fortuna incontrovertible en lo que atañe, por ejemplo, a la datación de su escritura, asunto que en otros casos sigue siendo un quebradero de cabeza entre los más acuciosos cervantistas. Hoy es posible saber al menos que esta novela existía ya en los primeros años del siglo xvii, pues Cervantes mismo la menciona en el Quijote de 1605: durante la larga escala de los protagonistas en la venta de Juan Palomeque, éste materializa una maleta que habría sido abandonada allí por un viajero que imaginamos era el propio Cervantes; dentro de la maleta se encuentran los manuscritos de Rinconete y Cortadillo y El curioso impertinente; la mención de la primera pasa casi inadvertida en ese momento, pero basta detenerse y mirarla con más cuidado para entender que esa alusión al manuscrito y a la posible intromisión de Cervantes en los dominios de don Quijote es señal de que el alcalaíno intuía ya para entonces el notable juego metaficcional que aparecerá en plenitud en el Quijote de 1615. Con la presencia de esta novela ejemplar en una maleta dentro de esa novela más amplia que es el Quijote, Cervantes anuncia ya su gran reflexión sobre la literatura que se refracta en todas direcciones, el nacimiento de un tercer Quijote cuyos personajes habrán leído dos Quijotes previos —apócrifo el uno, legítimo el otro— en el portentoso juego de cajas chinas que da origen a la novela moderna.

Mientras el cura Pero Pérez da lectura a El curioso impertinente, resuena la posibilidad de Rinconete y Cortadillo en el ánimo de los lectores. ¿Leeremos también esa novela dentro del mismo volumen y en la misma velada? ¿Nos será leída más adelante como nos está siendo leída por el cura la devastadora historia del impertinente Anselmo y su malhadado amigo Lotario? Si es verdad que el lector moderno y la novela moderna nacieron con el Quijote, justo es darle crédito a Rinconete y Cortadillo por haber contribuido de esta manera a la puesta en abismo del relato que reflexiona sobre sí mismo mientras desmonta dentro de la literatura el acto milagroso de la lectura y la escritura.

Las dificultades con Rinconete y Cortadillo comienzan cuando extraemos el manuscrito del acomodado mundo de la metaficción quijotesca y lo llevamos al agreste ámbito de la creación cervantina. De entrada, existen dos versiones de esta obra, y no podemos saber cuál de ellas habría olvidado el peregrino Cervantes en la ficticia venta de Juan Palomeque. De los dos textos, uno fue conservado por Porras de la Cámara y otro corresponde a la versión definitiva publicada por Cervantes en el volumen de Novelas ejemplares de 1613. Las diferencias entre una y otra versiones no parecen de sustancia, pero su duplicidad dice mucho sobre el papel y la forja de la obra. ¿Cuál de ellas estaba en la maleta del viejo soldado que pasó por la venta del Zurdo? Sin remedio hermanada con obras como El coloquio de los perros, y con una novela tan acabada y precisa como el Curioso impertinente, las aventuras de Rincón y Cortado parecen condenadas a un juicio desigual y, con frecuencia, a la condena formal.

Desde su nacimiento múltiple Rinconete y Cortadillo ha provocado y sigue provocando discrepancias ingentes en el ámbito de sus méritos narrativos así como en el de su pertenencia legítima a la tradición de la novela picaresca. Así como aún es difícil determinar si el Quijote puede o no ser inscrita en la nómina de las novelas de caballería, Rinconete y Cortadillo se mueve incómoda en el censo de la novela picaresca, entre otras cosas, porque no es posible determinar hasta qué punto se trata de una parodia del género o de un definitivo homenaje al género que encumbraron Lázaro de Tormes, Guzmán de Alfarache y sus muchos secuaces. En este sentido, la crítica ha estado secularmente dividida, y diríase que este debate es acicateado por los propios críticos, acaso con el fin de contar con argumentos o falsos problemas que enriquezcan una novela que de otro modo pasaría ante nuestros ojos sin pena ni gloria.

Hay un poco de todo en el debate al que me refiero: los hay quienes saludan la obra por su originalidad entre las novelas cervantinas, y los hay quienes ponderan esa naturalidad que nos permite, dicen, inscribirla en un realismo vitalista y visionario, casi sociológico, pionero de las mejores aproximaciones de nuestros literatos a los bajos mundos de la delincuencia, las formas lingüísticas de la germanía y la visión de plano desencantada del hombre en el infierno mundo. Ciertamente esta última aportación, presente en otras novelas cervantinas, se encuentra claramente incardinada en las obras de Quevedo y Víctor Hugo, por quienes a su vez habría pasado a Zola, Dickens y puede que hasta Galdós. Creo no obstante que en ese mismo sentido Rinconete y Cortadillo tiene más de laboratorio que de obra diáfana; se trata antes de una exhibición que de un prodigio narrativo en plena forma. Mientras que la fluidez discursiva y el naturalismo antisupersticioso de El coloquio de los perros son indiscutibles, Rinconete y Cortadillo no acaba de erigirse como un relato acabado: sólo exhibe su grandeza de manera fragmentaria y, sobre todo, sólo si se le enajena de una perspectiva estrictamente narratológica.

Incluso Ostric, paladín moderno de la grandeza de Rinconete y Cortadillo, reconoce sin embargo que hay cierta dificultad en resumir la obra, y acepta asimismo que esto se debe a que en ella "no exista una acción propiamente dicha". Se trata efectivamente de un "pintoresco retablo de especies, representantes de gran variedad de tipos del bajo mundo sevillano". Los juicios en favor que de la novela son al mismo tiempo su lápida, pues el crítico advierte que la única forma de ponderar Rinconete y Cortadillo en su justa medida es reconociéndola menos como un relato que como un desfile. Después de todo, por contraste con las obras picarescas y rufianescas que la rodean dentro y fuera de la pluma Cervantina, en Rinconete y Cortadillo faltan tanto la acción como la progresión. Hay en esta obra un prurito de estampa, un afán de limitarse al recuento antropológico donde apenas se juzga y donde los personajes no son objeto de la metamorfosis que caracteriza a la picaresca y a otras obras del propio Cervantes.

Bien puede ser que los dos protagonistas de esta novela parezcan pícaros, si bien su odisea picaresca ha ocurrido ya en otro tiempo, acaso en otro libro enquistado en la imaginación de Cervantes. Rincón y Cortado son tan pícaros o tan rufianes como pueden serlo Sancho Panza o Maese Pedro en momentos específicos del viaje quijotesco; tanto su entorno como sus rasgos parecen ajustarse en buena medida al poblacho de rufianes, dueñas y ladronzuelos vitalistas que venían ocupando la literatura universal desde que Rojas concibió su Celestina. No obstante, cuando se les mira con más atención y se les confronta con la ambigüedad brillante del pensamiento cervantino, estos dos muchachos dinamitan, si no todos, varios postulados del género picaresco. Por contraste con los perros Cipión y Berganza, no son Rincón ni Cortado quienes cuentan su historia: la primera persona, propia de la picaresca, desaparece para que la historia sea relatada por un narrador omnisciente que es casi opuesto al narrador picaresco. Por otra parte, se trata de muchachos ya malformados o maliciados por la vida: no hay en ellos transformación, no hay involución o evolución que valgan para parangonarlos con los mudables pícaros de la gran tradición en la que se les quiere inscribir. De ahí que todavía no haya podido determinarse hasta qué punto Rinconete y Cortadillo puede efectivamente considerarse un puntal del género o si, por el contrario, hablamos del borrador de una juguetona antítesis de la picaresca setecientista.

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Pero dejemos aparte el matiz problemático de la altura picaresca de Rincón y Cortado. Pensemos que de cualquier modo estos muchachos fueron pícaros y son rufianes, y que en cuanto tales valen en la medida en que reflejan la visión desencantada y asfixiada que Miguel de Cervantes tuvo en sus últimos años de vida, una visión tan acre como moderna. Es bien sabido que el alcalaíno, instable y errabundo como su famoso hidalgo, habría escrito a salto de mata la parte más significativa de su obra. Que algunas de sus novelas hayan nacido en sus muchos cautiverios sólo confirma esta regla: las numerosas cárceles que balizan la existencia del alcalaíno tienen más de escala iniciática que de parálisis radical. Cervantes escribe cuando está libre historias que se gestaron, se movieron y se removieron primero tras las rejas. Aún se discute en qué prisión habría nacido el Quijote, como si eso importara, como si no fuese obvio que para el alcalaíno todas las prisiones fueron émulos del cautiverio único del infierno mundo y como si su obra no fuese un constante y fallido intento de evadirse más de la melancolía que de Argel. Sus obras son menos escapes tumultuosos de Argamasilla de Alba que evasiones imaginativas del cuerpo del diablo mundo filipino que nunca concedió a Cervantes una salida honrosa, una coronación ultramarina, una apoteosis que él creía merecida. Los personajes de Cervantes emprenden odiseas que sólo en apariencia serán épicas, quijotadas tachonadas por descensos iniciáticos más bien grotescos o encierros seudomísticos en ventas, ciudades, casas tapiadas, cárceles sudorosas, carretas de bueyes y cuevas que indefectiblemente conducen al punto de no retorno, todos ellos abismos donde rara vez el héroe es capaz de tener otra iluminación que no sea la verdad de su extinción, su derrota, el mandato de su sumisión frente al hecho de que el monstruo de la realidad siempre será más poderoso que el ímpetu del sueño.

 

Esta tragedia del truncamiento en el camino del héroe, este fracaso en la educación sentimental es signo inequívoco de la modernidad de los trabajos y los días cervantinos. Por contraste con los héroes clásicos, los esperpentos de Miguel de Cervantes marchan en el batallón de los perdedores, pero algunos de ellos, como Rincón y Cortado, sacan de esa derrota el mayor provecho posible. Sus recorridos por el espejo cóncavo de la España habsbúrgica refractan paladines disformes, caricaturescos, patéticos; son seres a quienes están vedadas lo mismo la redención que la transformación en seres mejores. Aquellos que, como don Quijote, se empeñan en violentar la realidad para construirse a sí mismos, reventarán contra el muro de la verdad, un muro tan sólido que no permite ningún tipo de superación. Sólo los cínicos y los lúcidos pueden sobrevivir en el carnaval contradictorio de la España de cetro y mitra. Don Quijote, por su parte, tiene que morir por haber rechazado las ordenanzas del reino de este mundo, un reino de miserias en el que sólo serán coronados los delincuentes, a cuya legión se ha incorporado Rincón y Cortado.

Lo anterior glosa naturalmente el enseñoramiento del pícaro y de sus émulos como los amos indiscutibles de la novela moderna. Muerto el hidalgo con su arcadia, desvanecida para siempre la quimera de la edad dorada, el hombrecito maliciado a fuerza de maltrato, pobreza y decepción es el único ciudadano posible en una modernidad a la que es preciso adaptarse si se quiere seguir bregando. Aliarse con el monstruo, renunciar al rescate de la princesa o a la consecución del tesoro en el corazón del laberinto. Morir en el subterráneo que se esconde en la sombra, mas no para salir airoso en la construcción de un mundo mejor sino para pertrecharse en un vitalismo que haga llevaderas las derrotas evidentes del amor, la justicia y la belleza en una era en que las armadas ya no son invencibles ni los reyes santos ni Dios justo.

Erasmiano y contradictorio al fin, Cervantes se sentía evidentemente atraído por el mundo de los delincuentes. Esa atracción sin embargo lo asustaba. Nunca la asumió del todo, o no tanto como el anónimo autor de Lázaro de Tormes. De ahí procede acaso la ambigüedad de sus pícaros, de ahí la ejemplaridad dudosa de Rinconete y Cortadillo. El horror sevillano le interesa a Cervantes más que la moral a la que se sabe más o menos obligado. Sus pícaros observan con fascinación el reino de Monipodio pero no alcanzan a ser enteramente cínicos. Cuando Cervantes dice que quiere denunciar la maldad, no acabamos de creerle porque él mismo no lo cree. Se le nota sorprendido por el afecto con que trata a sus delincuentes para desviar sus dardos hacia los criminales de las instituciones públicas y visibles. La progresión descendente del idealismo caballeresco y su gradual humanización es dolorosa; percibimos ambigüedad y confusión así en el autor como en el lector. Rincón y Cortado no acaban de ser arquetípicos: son sólo esperpénticos. No son nunca del todo víctimas ni nunca por completo victimarios. El mundo de Cervantes está lleno de contradicciones porque es nuestro mundo y porque en la realidad la supervivencia sólo se responde con la contradicción de rufianes dichosos, fregonas ilustres y caballeros pícaros. Nunca canonizados y jamás demonizados, nunca condenados mas nunca redimidos. Inconclusos como la novela misma, Rincón y Cortado se parecen a nosotros, que insistimos en creer en que es posible separar el cuerpo y el alma, la bondad de la vileza.

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Ya sean pícaros, rufianes o todo lo contrario, Rincón y Cortado son tan ambiguos como planos. Y es precisamente su platitud, intencionada o no, paródica o no, la que exalta por simple contraste los dos elementos más hondos de la obra en cuestión: el encumbramiento de Sevilla como Babilonia imperial, y el ominoso retrato de Monipodio, minotauro en el centro de ese laberinto andaluz. El trazo de Rincón y Cortado, dibujados magistralmente en el diorama del infierno sevillano, sugiere un antecedente apicarado y un presente más bien rufianesco. Alguna vez fueron seres en formación que salieron del campo y del seno familiar hostil para ser devorados por la gran urbe. En ese abismo urbano realizarán un descenso sin iluminación, una prisión sin metamorfosis. Despojados ya de la ingenuidad y la capacidad de asombro que en principio tuvo Lázaro de Tormes, los jóvenes cervantinos son ya diestros en la espada y el engaño. Conservan sin embargo una cierta e inverosímil mesura, no la necesaria para tener algún tipo de epifanía aunque suficiente para emitir juicios y no involucrarse demasiado en una delincuencia de más altos vuelos. En Sevilla, Rincón y Cortado atestiguan algo que ya conocen parcialmente: dentro de la ciudad se reconocen en quienes son como ellos y que los reconocen como suyos. Sin embargo, se mantienen al margen; Cervantes no les permite involucrarse del todo, no los deja ser, los convierte en censores y con eso los aniquila.

En este sentido, la novela es, más que picaresca, histórica y antropológica, pues alude a comunidades delincuenciales de existencia para entonces probada, y a una Sevilla que desde hacia tiempo había sido denostada por muchos autores antes que Cervantes. Así como El licenciado Vidriera ha sido criticada como un simple pretexto de Cervantes para ensartar apotegmas, la escala casi inmóvil de Rincón y Cortado en Sevilla sacrifica la fluidez narrativa para realizar un deslumbrante retrato de la opacidad sevillana. Así como el Quijote de 1605 trastabilla con la excesiva teatralidad del desfile de historias que confluyen en la venta de Juan Palomeque, Rinconete y Cortadillo permite el congelamiento del narrador testigo para observar, sin prisa pero sin pausa, una sucesión de viñetas del hampa española, un rompecabezas que debe armar el lector en torno a la figura diablesca de Monipodio, hermano de Roque Guinart y de Robin Hood, abuelo del Fajin de Dickens. Retrato antes que relato, esta novela cervantina vale en la medida en que fija los tipos humanos de esa España escandalosamente móvil que aparece en el Quijote. Esta instantánea andaluza encarcela y congela provisionalmente el espacio y al hombre, los detiene para que podamos mirarlos a nuestras anchas y decidir si queremos guardarlos para otras obras donde el movimiento se reactive.

Esta suspensión en imágenes sucede contra el fondo de la ciudad de Sevilla, un monstruo que pocas veces ha sido mejor comprendido que en la pluma cervantina. Paradigma de la ciudad devoradora en una era en la que el campo se desvanecía, epítome del laberinto urbano que todo lo engulle y mata, Sevilla es la ciudad de Lope de Rueda y de los rufianes más queridos por Cervantes; es la urbe de don Juan y de Guzmán de Alfarache, la urbe de los sueños truncos y los cautiverios breves, quién sabe si injustos. Sevilla es Babel, el paraíso bello aunque por dentro putrefacto de la simulación; es la ilusoria plenitud del siglo xvi, gomia y tarasca, espejo cóncavo donde se reflejan los auténticos rostros de la represión imperial y eclesial. Allí vivió y estuvo preso Cervantes; a esta ciudad y a su máquina grande dedicó el melancólico soldado un satírico poema; en Sevilla se intoxicaron la Camacha y el rufián Lugo, allí se embozaron las Españas corrompidas y vencidas y se encerraron para aniquilarse el viejo celoso Cañizares en vano intento de proteger a su amada esposa del donjuanesco Loaysa. Espantado y atraído como sus personajes, Cervantes ve en Sevilla una atroz casa de espejos donde mundo y ultramundo son más semejantes de lo que uno buenamente pudiera desear. Esta ciudad habría sido descrita por Teresa de Ávila en su Libro de las Fundaciones como un lugar donde "los demonios tienen más o menos mano allí para tentar". Pues bien, Cervantes encontró esos demonios, se dejó tentar por ellos y puede que hasta se haya convertido en uno de ellos para luego escribirse, escribirlos. Al reflejarse en el espejo cóncavo del mundo hampesco, la mascarada de la ciudad suntuosa muestra las verdaderas miserias de la humanidad. Así como dos números negativos al multiplicarse se traducen en un número positivo, la realidad espeluznante de la España habsbúrgica del arriba y el abajo se convierte en arte. En el dédalo sevillano hay otros dédalos, pero en el centro de todos ellos no está el rey sino Monipodio, rufián, ordenador, transformador, regidor, él sí, de las vidas y las almas. Monipodio, demoníaco, es providente y justo y digno por simple contraste con la deshonestidad simulada y simuladora de las autoridades filipinas. Corte de milagros, agitanada distopía negra, la de Monipodio es ciertamente la verdadera arcadia de un Cervantes furibundo, emponzoñado y harto de la sociedad que lo derribó hace tiempo en su propia quijotada. Los marginados como él, si bien parecen miserables, son los únicos que pueden entenderlo, y son también los únicos a quienes podemos entender quienes nacimos con él a la modernidad. Aunque las caras de Dios sean poco conocidas y las buenas gentes sean ladrones, prostitutas y delincuentes, la libertad pura en Sevilla no existe porque nada existe sin matices en la tierra. Aquí la piedad está al alcance de los impíos, aquí Satanás es servidor de la divinidad, su aliado más caro, su demiurgo. En este lugar algo queda de la belleza luciferina y paradisíaca, Monipodio es tan digno de educar e impartir justicia como los alcaldes que le temen. Sólo ante este juez pueden los hombres de la España quinientista ser hijos de sus obras.

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