Sobre el deporte

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Sobre el deporte
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Dirección editorial: Didac Aparicio y Eduard Sancho

Traducción: Javier Bassas Vila

Diseño y maquetación: Emma Camacho

Diseño: Pablo Martín

Maquetación: Emma Camacho

Primera edición: Junio de 2015

Primera edición digital: Junio de 2020

© 2020, Contraediciones, S.L.

c/ Elisenda de Pinós, 22

08034 Barcelona

contra@contraediciones.com

www.editorialcontra.com

© Pasolini Estate, de los artículos incluidos en esta antología

© 2015, Javier Bassas Vila, de la traducción, prólogo y postfacio de este volumen

ISBN: 978-84-18282-21-8

Composición digital: Pablo Barrio

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual.

1  Prólogo

2  Fútbol «El muerto apestará toda la semana» «Reportaje sobre el Dios» De Encuesta sobre el amor «Salvadore y la paz en televisión» «En el estadio la pasión no cambia» «Deporte y cancioncillas» «La guerra de Troya continúa» «En el espacio del mundo» «El fútbol “es” un lenguaje con sus poetas y sus prosistas»

3  Boxeo «Por qué Nino no me cae bien» «Benvenuti no sirve para nada» «Espejo del domingo» «Arpino, Benvenuti y el deporte»

4  Ciclismo «La cara de Merckx» «Las victorias de Merckx son escándalos» «Traicionó los patines por la bicicleta»

5  Olimpiadas «Olimpiadas de Roma, 1960» «Un mundo lleno de futuro» «Drama en el filo»

6  Epílogo: «El deporte, religión de nuestro tiempo»

7  Postfacio: «Deporte y revolución»

«Los deportistas están poco cultivados, y los hombres cultivados son poco deportistas. Yo soy una excepción.»

Pier Paolo Pasolini


PRÓLOGO

Escritos entre 1957 y 1971, los textos reunidos en esta edición demuestran claramente que el antagonismo entre cabeza y músculo, proclamado cual mandamiento por la mayoría de epígonos del mundo de las humanidades, se desvanece en la vida y la obra de Pier Paolo Pasolini. En efecto, el que fuera uno de los pensadores italianos más profundos y cáusticos de posguerra jugaba frecuentemente al fútbol con tanta asiduidad y pasión como la que manifestaba como espectador del calcio, el boxeo o el ciclismo. Su actor fetiche, Ninetto Davoli, nos lo recuerda:

[A Pasolini] Lo llamábamos «Stukas» por su típica manera de lanzarse por el lateral y su ardiente carrera. En los partidos que jugábamos, era siempre él quien estaba en mejor forma. Tenía un físico perfecto, vigoroso, nunca con un kilo de más. Cuando jugaba a pelota, era como un niño, como uno de nosotros. El fútbol era su deporte preferido, después estaba el boxeo, incluso si no frecuentaba el ring tanto como los estadios.

Como futbolista amateur, Pasolini no siempre era juzgado tan positivamente, aunque todos coinciden en su garra y destacan su buena forma física, su cuerpo atlético. A lo largo de toda su vida, P.P.P. practicó su pasión futbolera en innumerables encuentros. Sus diarios, sus poesías y los textos que se recogen en esta edición nos ofrecen recuerdos tanto de los partidos que jugó durante su etapa universitaria o con jóvenes amigos subproletarios, de los que a buen seguro admiraba la vitalidad de los cuerpos, como también de otros partidos donde lo que estaba en juego parecía ser algo más. Se cuenta, por ejemplo, que el 16 de marzo de 1975 tuvo lugar un mítico encuentro en el campo del Parma AC. Era domingo y se enfrentaban dos escuadras muy diferentes: por un lado, once hombres equipados con el uniforme del Bologna FC, amateurs ardientes, con Pasolini al frente; un combinado del equipo de rodaje de Saló o los 120 días de Sodoma. Por el otro, capitaneados por Bernardo Bertolucci —antiguo asistente del mismo Pasolini y cineasta ya entonces de reconocido prestigio—, una escuadra de hippies desmelenados ataviados con motivos psicodélicos del equipo de rodaje de Novecento. Se desconoce si el partido se celebraba realmente con ocasión del trigésimo cuarto cumpleaños de Bertolucci o si se trataba de una manera, propuesta por P.P.P., de dirimir ciertas diferencias entre uno y otro director, cuyas postulados estéticos se habían ido alejando progresivamente. Se dice también que el director de El último tango en París tomó a mal las críticas que el director de Saló le había dirigido respecto a esa misma película, estrenada en 1972. Sea como fuere, los datos que nos han llegado apuntan una clara derrota del equipo de Pasolini (5-2, 4-2 o ¿19-13?), que seguramente se quedó con ganas de revancha.

Por otra parte, como hincha y espectador de eventos deportivos, Pasolini se mantendría fiel al equipo de fútbol de su ciudad natal, Bolonia, durante toda su vida. Aun viviendo posteriormente en la capital italiana y disfrutando de los derbis Roma-Lazio, P.P.P. no olvidaría jamás esos primeros años de su existencia como tifoso del equipo boloniense en la que fue quizá su época dorada: el Bolonia ganó el scudetto en 1925, en 1929 y luego, durante tres temporadas seguidas, de 1936 a 1939.

Pasolini podía animar a su equipo o a sus atletas favoritos con tanta vehemencia como el más apasionado jovenzuelo de ciudad o de sus queridas borgate (los suburbios italianos), en cualquier lugar, ya fuera en el estadio mismo con Alberto Moravia y Elsa Morante o en una trattoria popular, como apuntan algunos textos que el lector no podrá leer sin asombro. Ahora bien, esa pasión por el deporte no excluía la reflexión. P.P.P. también se servía del deporte para realizar un estudio de la Italia de su época, como un medio para interpretar los cambios culturales y sociales del país. Con pasión y reflexión, los textos que se presentan en esta edición se sitúan entonces a medio camino entre, por una parte, la impetuosa crónica de circunstancia (sobre tal partido de fútbol o tal boxeador, por medio de una entrevista al flamante campeón olímpico de ciclismo en ruta o el relato de las mismísimas Olimpiadas celebradas precisamente en Roma en 1960, etc.) y, por otra, la crítica ideológica (análisis sociopolíticos de los tifosi, filiación política de tal deportista, relación entre comunismo y deporte en los años 60, la historia de las Olimpiadas como historia del mundo y sus guerras, etc.).

Sobre el deporte recoge textos inéditos en castellano, que se han dividido en cuatro secciones: una primera sobre el fútbol, luego sobre el boxeo, sobre el ciclismo y, finalmente, sobre las mencionadas Olimpiadas de 1960. Se completa la edición con una intensa entrevista al mismo Pasolini que se publicó tres días después de su asesinato, perpetrado el 2 de noviembre de 1975 entre la playa de Ostia… y un campo de fútbol.

El postfacio redactado por quien esto escribe se presenta, conclusivamente, como un espacio en el que se invita al lector a desarrollar, cuestionar y sobre todo actualizar ese ejercicio crítico que P.P.P. hizo en su momento y que hoy nos toca realizar a todas y todos.

Con Pasolini, hablar sobre el deporte no es tan solo hablar sobre el ganador del scudetto de tal temporada futbolística o del Mundial, sobre un combate de boxeo o sobre el devenir de un ciclista olímpico, sino también y sobre todo adentrarse en el lenguaje del deporte y en las entrañas de nuestros cuerpos, de nuestras ideologías, de nuestros triunfos y de nuestras derrotas como individuos, como equipo, como sociedad.

Javier Bassas

Fútbol

«El muerto apestará toda la semana»

No soy de la Roma, ni tampoco de la Lazio. «Soy del Bolonia.» Dejo así imaginar el ánimo con el que escribo estas líneas. Pienso en los tifosi1 boloñeses, mis correligionarios. El asunto es trágico: lo veo aquí, en la cara de los seguidores de la Lazio. Uno no puede dejar de sentir cierta simpatía por los vencidos: los vencedores me lo concederán…2

 

El espectáculo habitual. Los colores más bellos eran los de Roma: el azul del cielo de octubre y el verde de los pinos formando hileras por las laderas antiguas. Y en cuanto al deporte, en cambio, ni azul ni blanco ni rojo ni amarillo. Mucho gris, eso sí, el gris del aburrimiento, del miedo, de la incertidumbre. Bah… ¡como siempre!

Esos jóvenes que juegan cada domingo se sienten bombardeados por traumas de todo tipo: racionales por parte de los críticos, pasionales por parte de la multitud y una mezcla de uno y otro (para ir tirando) por parte de los entrenadores. Aun así, cada domingo llegan al campo para demostrar que el juego es, en cualquier caso, un concepto.

Un concepto humano, histórico, terrestre: expuesto a todo riesgo, a toda negación y, naturalmente, a los súbitos ímpetus «inventivos» (como fue el último cuarto de hora de la Roma). Resulta entonces ser lo opuesto al hincha, que es, en cambio, una abstracción, una constelación fija, un dogma. Yo, por mi parte, soporto con gran pena al tifo, digamos, de tipo napolitano (aunque se sabe que todos los italianos son un poco napolitanos, incluidos los boloñeses). Como dice Benedetto Croce3, el tifo es un «pseudoconcepto». Fuente, pues, de errores, aberraciones y angustias.

¿Os habéis fijado alguna vez en los personajes de los anuncios? No sé, por ejemplo, un tipo que corre a toda velocidad (¡hasta quedarse sin aliento!) solo con sus piernas, mientras que la cara va por su lado, iluminada por la radiante sonrisa que es consciente de la calidad del brillo que lucen sus zapatos. El tifoso del tipo, digamos, napolitano es un poco así: lo sabe, está iluminado, qué beatitud la suya, por una especie de gracia. De nada sirven los razonamientos, y tanto menos las demostraciones y la experiencia de cada domingo ante la realidad del juego.

Él tiene una parte del cerebro (la principal) separada del resto, y solo es capaz, bajo esa iluminación carismática, de un único, fijo e inmutable pensamiento. Todo lo que está fijado y preconstituido genera inmovilidad: genera, pues, la máscara, la «caricatura». Esto es algo que humilla al hombre. Me da pena cuando veo a los tifosi, como digo, con la máscara, con sus pequeños asnos4, etc. No hay nada más angustiante que la aspiración al panem et circenses: pensad en Lauro…5

Afortunadamente, en Roma, los tifosi de este tipo no son muy numerosos: las únicas «máscaras» que se ven por ahí son, de hecho, los jovenzuelos que llevan en la cabeza el sombrero de papel amarillo-rojo o blanquiazul, las camisas por fuera de los pantalones, la carita de malandrín especialmente vivaracha y, de vez en cuando, una bandera del «club de sus amores». Y también van cantando esa cancioncilla tan infantil: «campeones, campeones, oe, oe oeeeee…»6.

Está claro que Roma es realmente una gran ciudad: la identificación del tifoso con su equipo no sublima sentimientos estrechos, provinciales y localistas. Y, además, en el romano siempre está esa dosis de escepticismo y de distancia que le evita parecer ridículo. En el propio equipo no exalta las glorias de la ciudad, los méritos deportivos ni otras cosas tediosas de ese tipo: exalta la propia «marrullería». Y un «marrullero» es un «marrullero».

Todo esto respecto al tifoso popular. Y respecto al tifoso burgués… Bueno, es otra historia. Reaparece el provincialismo. Los recién inmigrados son conmovedores en este sentido: su amor por la Roma arranca lágrimas. La aman desesperadamente y gritan poco: engullen dolores y degustan sus alegrías en silencio. Y no olvidan fácilmente.

En cambio, los romanos, especialmente los jóvenes, siempre tienen la palabra a punto para definir al instante la idea y, con esta, superarla. Lo que más sufrimiento o alegría le provoca al romano, cuando pierde o gana su equipo, es la idea misma de los discursos que hará en el bar o en la barbería. ¡Por supuesto! ¿Acaso el marrullero se va a quedar callado? Y si gana, ¿acaso puede evitar la ironía —magnánima— con los vencidos? Fijaos en el Mozzone7, por ejemplo, que ha visto mi artículo anunciado en L’Unità8 y me ha telefoneado inmediatamente desde Torpignattara9 para decirme: «Eh, Paolo, ¡ni se te ocurra decir algo malo de la Roma!». Luego lo vi con sus amigos, el Patata y Giancarlo, junto al obelisco de Mussolini: pasiones y alegría se daban por supuestas. Él lo definió y arregló todo rápidamente con dos frases, cuando ya veíamos la cúpula de San Pedro: «Escribe en el artículo —me dijo— que el muerto todavía apestaba cuando salimos del estadio. ¡Y apestará toda la semana!».

L’Unità, 28 de octubre de 1957

«Reportaje sobre el Dios»10

G., dame la grabadora, vamos a esbozar los elementos de esta historia. ¿Está en marcha? Pues eso: primero de todo, tú, el narrador. Un narrador —diría— que también habría podido ser periodista de L’Espresso11 (alto, vestido siempre con tejidos grises de calidad, etc., respetable, hombre de mundo, sin prejuicios pero con un fondo burgués duro como el cuarzo, etc., originario de provincias, etc., dado a la ironía sobre cualquier cosa con ese aire de quien está del lado de la inteligencia) y que, en cambio, casi se ha vuelto un periodista al nivel del Specchio12 o, si no del Specchio, de las Ore13 antes de que lo comprase De Laurentiis. Y así, por encima de los elementos respetables, por encima de la inteligencia privilegiada de una pequeña élite laica, la vulgaridad (sobretodos de malandrín, de paparazzo romano y caídas fáciles en el lenguaje escatológico). Sobre este punto (vestimenta, lenguaje), pídele consejo a Arbasino. En definitiva, detrás de ti, en vez de una buena familia lucchese o parmesana, hay una familia de la pequeña burguesía romana. Naciste en el Casilino o en el Prenestino14, en una de esas grandes casas de los ferroviarios, etc. Tus entrevistas al Dios, tu manera de seleccionarlo y de iluminarlo, de mostrarlo al público, serán naturalmente correctas y abyectas. En cuanto al resto, ordenémoslo por temas.

No es necesario que sepas sobre fútbol mucho más de lo que ya sabes. ¿No jugaste cuando eras niño? ¿Tu clase en el instituto o en la facultad universitaria no tenía un equipo? Y, hace poco, ¿no participaste en una serie de partidillos entre solteros y casados en el pueblo de tu mujer (de la que ahora estás separado)? ¿Y aquí, en Roma, no jugaste un partido entre periodistas de un diario de tarde y un rotativo del gobierno? Y luego, los domingos por la mañana, en la barbería de la calle Alberto da Giussano, donde todavía vives con la familia (y también, desde hace uno o dos años, con el Fiat «Millecento»), ¿acaso no se habla casi solamente de fútbol, de la quiniela, de los jugadores que están o no en forma, de los fichajes, de los traspasos, etc.? Y si hiciéramos el juego de la verdad, ¿no acabarías confesando que, cada domingo, te apuestas un café con tu barbero por el resultado del partido, en casa o fuera, de la Roma?

Así pues, respecto al fútbol como juego y como tifo, sabes lo suficiente. Te falta llevar a cabo algún sondeo sobre las sociedades futbolísticas; me refiero a un sondeo de prensa amarilla. De los sondeos sociológicos ya me encargo yo, a menos que quieras quedarte más tranquilo con el consejo, tranquilizador por definición, de Umberto Eco. Te aconsejaría también, para divertirte —y porque todos los elementos sirven, ya lo sabes, aunque después se borre materialmente—, oír a Elémire Zolla15. Aunque solo te sirva para escuchar, a propósito del furor colectivo de cincuenta o sesenta mil tifosi, romanos o turineses, la frase de un místico que podría figurar perfectamente como epígrafe del reportaje.

En Italia, el fútbol no ha tenido todavía el honor de captar una atención inteligente. No se ha convertido en uno de esos problemas que, aun siendo sustancialmente actuales, se acaban volviendo, de repente, efectivamente actuales. Una especie de nueva virginidad, digámoslo así, que te permita leer, acompañada de una fotografía, la opinión de un escritor, de un director, de un sastre y también de un grupo de sociólogos y de psicólogos. ¿Cómo es posible que la inteligencia de Olivetti todavía no lo haya hecho? ¿Cómo es posible que el director de un rotativo, por encima al menos de los doscientos mil ejemplares, todavía no haya tenido esa gran idea?

Pues bien, la tendrás tú. Una idea así requiere, ante todo, deshonestidad; luego también un conformismo presentado, como siempre, bajo la forma de escándalo moral; y, finalmente, crueldad. El objeto de esta crueldad será, en efecto, el pobre Dios.

Eres libre de elegir entre dos o tres posibilidades. Podrías escoger como campeón, por ejemplo, al extremo derecha de la Roma, Orlando. En este caso, el Dios podría provenir de tus barrios (el Casilino, el Prenestino), y piensa entonces qué dramático encuentro. El pequeño, feroz, insensible y sórdido reportero, exitoso a su manera, que manipula al Dios —también exitoso, naturalmente, que para eso es Dios, pero con infinitas menos garantías para el futuro— y las dos familias semejantes —más pobre la familia del Dios, subproletaria, que vive quizá en chozas junto a barrancos o acueductos, o en casuchas para expulsados, abarrotadas de ropa extendida, con chiquitajos color del barro, etc—. Piensa en las dos infancias que han tenido la misma experiencia. En definitiva, dos deseos que se miran y, de sus miradas, surge una Roma lluviosa, invernal, manchada de barro, con largas colas de escolares bajo los bastidores colosales de la vía Appia Nuova o de la Tuscolana16, una Roma carnavalesca porque los pobrecillos son máscaras —especialmente en invierno, con la ropa de franela harapienta o de lana gastada, la pobre ropa comprada en el Upim17 y destrozada por la mísera usura del trabajo, por las míseras alegrías cotidianas, etc., etc—.

Pero también podrías coger como modelo a Rivera18, un tipo muy diferente. Un muchacho de la burguesía campesina y provincial. Sus amigos hablan véneto; educados en plazoletas donde las madres y el cura pueden vigilar a los chicos en todo momento, excepto cuando se van a los prados junto al río (¡el Brenta!19), con sus dignas camisas, los pantalones grises de obrero, estudiantes vénetos (altos de estatura) llenos ya de recíproco respeto y con la idea del trabajo y de la carrera, que es como una segunda naturaleza (de modo que los consejos de los padres y de las madres solo se refieren a pequeños detalles, a las fanfarronadas típicas de la juventud). El moralismo como color de su cabello, especialmente donde están bien rapados, a la manera alemana, y el mechón largo y liso, color del oro un tanto descolorido. En definitiva, apáñatelas tú mismo. No será fácil, en efecto, encontrar puntos débiles en un tipo así, por la «forma» bastante constante, entre otras cosas, y por la claridad igualmente constante de las relaciones con el entrenador. Quizá podría servirte, para introducir en la «sordidez como dimensión de mundo», un pedazo de mundo honesto, módicamente vital y por ello coloreado —desgarrado, arrancado de la superviviente trama italiana que el joven Rivera arrastra consigo—.

Lo mejor de todo sería, probablemente, un «oriundo», pero verdaderamente oriundo, al que se le pueda leer en los pómulos, en las comisuras, en la pelvis, el abuelo del Abruzzo o de Como, la abuela de Andria, de Sulmona, de Caorle. Es cierto que esto implicaría un Dios ya Dios, sin carrera, sin nacimiento; sacrificado enteramente a San Paolo20, espíritu sin despojos. Siendo ora caprichoso, ora delicado, ora consciente. Quizá tampoco estaría tan mal. El género «Ha nacido una estrella», como diría un director, ya no está de moda.

Los flashes brillan desde el principio: un gran resplandor de flashes, un relámpago descremado a la derecha, otro descremado a la izquierda, con el baile de vampiros. Y él, en la escalerita del transatlántico o del jet, con todo el prestigio todavía puro que brilla sobre su cabeza, como una aureola, resistiendo al uso que Italia ya se prepara para darle. (Pero pídele a Gadda21 que te describa esta parte, él también sabe español.)

Yo creo que debería jugar como portero porque, ya me entiendes, no es lo típico: mientras que el delantero centro —incluso con las nuevas tácticas de juego— es convencional y el centrocampista es poco popular (aunque… aunque…), el portero implica tradicionalmente un carácter diferenciado, como su mismo uniforme deportivo en el terreno de juego. Recuerdas a los grandes, de Zamora a Moro, los estrafalarios como Ghezzi, los delicados tipo Buffon, etc. Además, todo el mundo es capaz de apreciar la habilidad de un portero, incluso un profesor de instituto, que se quedaría totalmente indiferente ante una triangulación suprema de Montuori o de Schiaffino en sus mejores momentos. No niego que un interior como Lojacono funcionaría, pero a un tipo como Lojacono le falta la ligereza de la adolescencia, la cara de niño mimado. En definitiva, te aconsejaría que no perdieras de vista a Sívori.

 

El muchacho vive su halo de divinidad sin autocrítica, sin dudas, sin cálculos: casi en un estado de disociación. Su único instrumento de conocimiento es el más inmediato empirismo: por eso todo lo lleva al nivel de la práctica, incluso los estados más estáticos, las situaciones más impalpables del Éxito. Su reducción constante a la prosa de la práctica no logra, en cualquier caso, colmar la desproporción entre su normalidad y la anormalidad de su destino. Diría que en esta desproporción consiste, precisamente, su divinidad. Dejadlo incluso dar discursos (¡increíble!) científicos y tácticos sobre el equipo, el juego, etc. No son más que aspectos de la Aparición; como Baco bebiendo un vaso de vino o Mercurio atándose una sandalia.

Llega, se instala, etc. Primer contacto con el mundo profesional. El más aburrido de la historia. Pero ten en cuenta dos cosas. Primero, el aspecto técnico. La idea de asistir a un entrenamiento puede producir, sin duda, una sensación de desconsuelo irremediable. Y en cambio, eh… incluso ahí, como siempre, si buscas bien, si eres realmente curioso, incluso ahí… La técnica es, ciertamente, el fenómeno más interesante de nuestro mundo de Alienados. Tienes que estudiar, profundizar, traducir la técnica, las técnicas (naturalmente, sin que se note). Segunda cosa: los entrenamientos, las horas en el estadio desierto, los intríngulis del trabajo psicofísico, son el ambiente típico del androceo22. Como en un buque de carga, un barco navegando por el océano en el que todos son machos, desde el capitán hasta el mozo. Mundo solo de machos. O de machos solos. En definitiva, acuérdate de Billy Budd23 o incluso de las cacerías de Hemingway, marineros y cazadores, cómplices en pasiones viriles, o acuérdate incluso de una taberna llena de cazadores alpinos bebiendo. La atmósfera de campo de concentración, grosera, cruel, angustiada, que fermenta como el aire cálido de una sierra. El suspense de la descripción del mundo técnico-profesional del Dios debe incubarse en ese ambiente, con la función paterna del entrenador y las complicidades fraternales de los jóvenes jugadores, y los odios, las envidias, los rencores que implican.

En las grandes ciudades (pienso especialmente en Milán) hay todo un mundo desconocido que, de vez en cuando, se te aparece ante los ojos a través de la persona física de alguien que lo conoce y que es, de algún modo, su representante. Se llama Piero o Walter, un nombre de la pequeña burguesía inmigrada (podrías descubrirle unos abuelos meridionales) empapado del spleen24 de un apartamento sombrío con muebles del siglo pasado de poco valor, etc.; el spleen de las escaleras de su caserón popular en el centro de la ciudad, del olor de vendedor de fruta en la calle eternamente fría e invernal justo debajo de casa. Fue un mal hijo, un mal estudiante, sin culpa. Pálido, con los ojos azules bordeados de negro y de sangre, quizá también tísico, en cualquier caso femeninamente débil: predispuesto, por un terrible destino, a ser un posible espía, un rufián, un traficante de cocaína, un productor de espectáculos de cuarta categoría, etc. Acabará siendo un vendedor. Y muy pronto. Es un representante de la vida nocturna de la ciudad, del night club y del striptease, tal y como el vigilante de un cementerio es el vigilante de un cementerio. Durará poco en esta función de preeminencia, de competencia, de especialización, de complicidad; durará muy poco tiempo, aunque parezca destinado a durar eternamente. Luego se esfuma por las calles de Milán o de Roma, y parece imposible que todavía siga vivo.

Hay millones de jóvenes que imaginan los placeres de la vida tal y como los representa este Piero o Walter, llamado a veces Gege o Fuffi. El Dios es uno de esos millones de jóvenes que viven su juventud distraídamente, incrustados en un pequeño reducto del destino (una casa, una oficina, dos o tres calles) con ese ideal, televisivo en definitiva, de la felicidad sexual.

Introducido por este Piero Walter Gege Fuffi, el Dios entra en escena —y tú detrás, como se sigue a un «personaje extraordinario», «divertido», un tipo «increíble», pero con el sumo respeto que debe suscitar quien ha logrado el éxito—, el Dios entra en escena, levanta la piedra, descubre ese gris nido de gusanos y se adentra en él.

¡Qué desproporción! El muchacho liga con mil chicas que, en Milán o Roma, tienen sus esperanzas depositadas en su juventud y la tiran así al reino de la deshonestidad; él es un muchacho como tantos otros: más guapo, más alto, con inocente vulgaridad en su corazón y, al mismo tiempo, es el Dios con su propia corte. El muchacho llega y se maneja, con el traje gris de tela inglesa, el jersey no chillón pero a menudo bien grueso, sus potentes zapatos comprados en Vía Condotti o en Vía Montenapoleone, flamante por una desbordante juventud de pelo corto, ya sea moreno (abuelas aztecas o de la Apulia) o rubio (abuelas irlandesas o de Padua); él es «el Dios», llevando en el corazón la miseria de miles de pobres diablos veinteañeros llegados de la provincia, torpes como jabalíes, tímidos como sus mismas primas, envilecidos, estúpidos, para comerse cada uno su porción de vida, tirándola.

¿Sobre cuántos cuerpos pasará? Esos cuerpos venidos de otros pueblos, de otras provincias, con otra vulgaridad y otra miseria en ese corazón de bajitas o larguiruchas, de pelirrojas o morenas. Sí, pasará por encima de muchos cuerpecitos, como en un cementerio de plástico, de neones, en las ocasiones ofrecidas por las mil posibilidades de la vida nocturna de Milán o de Roma: una inmensa sala de espera, con un olor de letrinas, lacerante, inmemorial.

El Pecado es el que se comete contra la forma física, el padre traicionado es el entrenador, los hermanos traicionados son los millones de tifosi, perdidos en las barberías de toda Italia (podrías realizar una serie de entrevistas en media docena de barberías y en media docena de bares Sport o Tuttosport, etc., para intercalarlas como gags lingüísticos en la historia).

El círculo de baja estofa que rodea a Fuffi es el infierno: tú, que imitas a esos tipos radicales con tu crueldad de hombre cualquiera, no te darás cuenta. Te parecerá simplemente «divertido». Peor para ti. (Para mí, ver esa «vida» es una orgía de estremecimientos del corazón, no tanto por la miseria de orden moral cuanto por la miseria estética: la incapacidad de salir de los movimientos impuestos por la antiesteticidad, tal y como un gusano, un insecto, no puede salir de los movimientos de sus élitros, de los movimientos de su mandíbula. Y el niño ve cómo va errando, cómo corre, se detiene, anda a tientas, cómo vuelve a correr sobre un poco de polvo, sobre una hoja, prisionero de su impotencia.)

Un tipo como Gianni Brera25, que tiene sus partidarios y sus enemigos —y deberás precisar qué intereses defiende o cuáles son los intereses que sus adversarios defienden contra él—, podría extraer al insecto de su trayectoria fatal e introducirlo, aunque sea tan solo provisionalmente, en un círculo estéticamente más alto: lejos del submundo, cerca de la luz de las cumbres.

Un círculo de estetas, con algún escritor joven, periodistas, estos sí, de L’Espresso o del Giorno26, algún personaje noble, actores aunque no sean famosísimos y, de vez en cuando, algún otro Dios: un viejo escritor famoso, un gran director de cine, etc. En el centro de este círculo está ella, definida en los juegos de sociedad —en los que se dice qué sería una persona si fuera un objeto u otra persona— como «Toilette» y «Osservatore Romano», «Trípode» y «Huevo de Pascua pintado con círculos azules por los niños padanos», etc., etc., y a la que el poeta de una ciudad de locos describe:

Bella como la proyección del acróbata / bella como los dientes histéricos del mulo / bella como el viento herido de muerte / bella como la mosca que labra al buey…

Etc., etc. El Misterio, en definitiva, tan definido, nombrado, metaforizado, expresado, digerido, tan remasticado que ya no le queda misterio alguno; solo lo sigue siendo, diríamos, para el jugador-Dios con su vestimenta deportiva, el poder de su pecho inmaculado apenas salido del nido y ya perjudicado por las fatigas, con la testarudez de un animal de tiro.

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