El libro de la selva

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El libro de la selva
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Viento Joven

ISBN edición impresa: 978-956-12-3012-5.

ISBN edición digital: 978-956-12-2223-6.

45ª edición: enero de 2020.

Obras Escogidas

I.S.B.N.: 978-956-12-3211-2.

46ª edición: enero de 2020.

Ilustración de portada de Collage de Juan Manuel Neira en base a imágenes de www.shutterstock.com

Editora General: Camila Domínguez Ureta.

Editora Asistente: Camila Bralic Muñoz.

Director de Arte: Juan Manuel Neira Lorca.

Diseñadora: Mirela Tomicic Petric.

Versión de: Camila Domínguez.

© 2005 por Empresa Editora Zig-Zag, S.A.

Derechos exclusivos de la presente versión reservados.

Registro Nº 148.338. Santiago de Chile.

Editado por Empresa Editora Zig-Zag, S.A.

Los Conquistadores 1700. Piso 10. Providencia.

Teléfono (56-2) 2810 7400.

E-mail: contacto@zigzag.cl / www.zigzag.cl

Santiago de Chile.

Diagramación digital: ebooks Patagonia www.ebookspatagonia.com info@ebookspatagonia.com

El presente libro no puede ser reproducido ni en todo ni en parte, ni archivado ni transmitido por ningún medio mecánico, ni electrónico, de grabación, CD-Rom, fotocopia, microfilmación u otra forma de reproducción, sin la autorización escrita de su editor.

ÍNDICE

PALABRAS PRELIMINARES

LOS HERMANOS DE MOWGLI

LA CAZA DE KAA

DE CÓMO VINO EL MIEDO

¡AL TIGRE! ¡AL TIGRE!

LA SELVA INVASORA

LOS PERROS JAROS

EL ANKUS DEL REY

CORRETEOS PRIMAVERALES

PALABRAS PRELIMINARES


Rudyard Kipling

Rudyard Kipling nació en Bombay, India, el 30 de diciembre de 1865. Su padre era profesor de escultura en la Escuela de Arte de esa ciudad. Como muchos niños ingleses cuya familia vivía en la India, Kipling tuvo una niñera nativa que lo introdujo en la cultura y en las tradiciones indias.

Cuando tenía cinco años, sus padres decidieron enviarlo a educarse a Inglaterra. Allí pasó seis años con madame Rosa, patrona de la casa de huéspedes donde se hospedaba. Fue un período muy desgraciado para el niño, ya que no se adaptó al cambio, se sentía muy solo y recibía maltratos. Esto le afectó tanto que sufría de insomnio, dolencia que lo torturaría por el resto de su vida.

Posteriormente –ya de doce años– los padres trasladaron al niño a un internado privado. Allí encontró también un tipo de educación muy rígido, basado en la religión calvinista, que era la que se profesaba en aquel establecimiento. El duro sentido del deber y del honor, así como la rígida lealtad al grupo colegial que se le exigía, tuvieron una profunda influencia en su pensamiento y en su creación literaria.

Las obras

Kipling regresó a la India en 1882, donde comenzó a trabajar como reportero en un periódico y a escribir sus primeros cuentos y poemas. En 1886 publicó su primera obra poética, Departmental Ditties and the other Verses, y entre 1887 y 1888 escribió Soldiers Three: A Collection of Stories, seis volúmenes de cuentos que ocurrían en la India, publicados en 1888.

Durante los años que siguieron publicó varias de sus obras más conocidas, algunas de las cuales fueron llevadas más tarde al cine. Entre ellas se encuentran The Light that Failled, 1891 (La luz que se apaga), The Jungle Book, 1894 (El libro de la selva), The Second Jungle Book, 1895, y Captains Courageous, A Story of the Gran Banks, 1897, conocida en castellano como Capitanes intrépidos.

El libro de la selva reúne una serie de cuentos protagonizados por Mowgli, un niño indio, y los distintos animales de la selva entre los cuales creció.

A su regreso a Inglaterra, Kipling fue reconocido y aclamado como un brillante escritor. En este período publicó algunas de sus mejores obras, entre las que están su famoso poema Recessional –del que los críticos dijeron que pocos poemas del último medio siglo podían tener tal certeza de sobrevivir–, From Sea to Sea, 1900 y, en 1901, su famosa novela Kim.

El Premio Nobel de Literatura

En 1907 Kipling recibió el Premio Nobel de Literatura. La Academia sueca se lo otorgó por “su poderosa capacidad de observación, su imaginación llena de originalidad, la virilidad de sus ideas y su notable talento narrador”.

Kipling se había casado y la muerte de sus hijos John y Josephine lo afectaron profundamente. Ambos sucesos influyeron hondamente en las obras que publicó en los años siguientes. Entre ellas, el poema The Dead King, 1910; Songs from Boocks, 1913, y A Diversity of Creatures, 1917.

Entre 1919 y 1932 hizo viajes interminables y continuó publicando cuentos, poemas y libros de viaje –como Letters of Travel, 1920–, aunque su producción empezó a disminuir paulatinamente en número y calidad. A medida que envejecía, sus obras mostraban la tensión física y sicológica que lo aquejaba de continuo. Tras varias enfermedades, murió en Inglaterra en 1936.

Considerado como el gran cantor del Imperio Británico, sus obras derraman simpatía por las “virtudes” que sirvieron para construir ese imperio. Kipling exaltó en gran parte de sus libros el sentimiento de orgullo y de fe en la raza, que llegó a ser, con el nombre de imperialismo, el sentimiento público de Gran Bretaña.

Sus cuentos y novelas que transcurren en la India, con sus gobernadores ingleses (Sahibs) y sus soldados del ejército inglés (Tommies), atrajeron a muchos de los que creían en el destino imperial de Inglaterra. La capacidad de lucha y de adaptación del hombre a las más duras condiciones de vida estaban siempre presentes en la temática de sus obras.

LOS HERMANOS DE MOWGLI


Eran las siete de una calurosa tarde en los cerros de Seeonee, cuando papá Lobo empezaba a despertar de su siesta. Se rascó, bostezó y estiró las patas. Mamá Loba estaba echada con sus cuatro juguetones y pequeños lobos, mientras la luna brillaba a la entrada de la caverna donde todos ellos vivían.

–¡Augr! –dijo el lobo padre–, ya es hora de volver a cazar.

Iba a tirarse por la ladera cuando una sombra, no muy voluminosa y de gruesa cola, atravesó el umbral y exclamó con una voz quejumbrosa:

–¡Buena suerte, Jefe de los lobos, para ti y para tus hijos! ¡Que les crezcan dientes fuertes y que jamás se les olvide lo que es el hambre en este mundo!

El que hablaba era el chacal (Tabaqui, el goloso). Los lobos en la India lo desprecian, porque es un chismoso y se alimenta de desperdicios. Pero aunque lo desdeñan, le tiene mucho miedo, porque es propenso a perder la cabeza y entonces muerde todo lo que encuentra en su camino.

–Bueno, entra y busca –dijo papá Lobo–, pero te advierto que aquí no hay comida.

–Para un lobo no –contestó Tabaqui–, pero para un pobre como yo hasta un hueso puede ser un exquisito banquete.

¿Quiénes somos nosotros, los Gidur-log (el Pueblo de los Chacales), para andar escogiendo?

Rápidamente se dirigió hacia el fondo de la caverna, donde encontró un hueso de ciervo con restos de carne, y se puso a roerlo alegremente.

–Muchísimas gracias por la comida, estaba muy rica –dijo relamiéndose, y luego agregó con aire de despecho–: Shere Khan, el Grande, ha cambiado de cazadero. Durante la próxima luna cazará, según me ha dicho, en estos cerros.

–No tiene ningún derecho a eso –protestó enojado papá Lobo–. Según la Ley de la Selva, no puede cambiar de lugar sin advertirlo debidamente. Va a asustar toda la caza en quince kilómetros a la redonda, y yo..., yo tendré que trabajar doble en esos casos.

–Por algo su madre le llamó Lungri (el Cojo) –dijo mamá Loba en voz baja–; es cojo de nacimiento. Por eso no ha podido matar nunca más que ganado. Ahora los campesinos de Waingunga lo persiguen, y se ha venido aquí a molestar a los nuestros. Revolverán la Selva en busca de él cuando ya esté lejos, pero nosotros y nuestros hijos tendremos que huir cuando enciendan fuego a la maleza. ¡Te aseguro que le estamos muy agradecidos a Shere Khan!

–¿Quieres que se lo diga? – dijo Tabaqui.

–¡Fuera de aquí! –replicó enfadado papá Lobo–. ¡Fuera de aquí! ¡Ándate a cazar con tu amo! Ya has hablado bastante por esta noche.

–Ya me voy –respondió suavemente Tabaqui–. Desde aquí se oye a Shere Khan allí abajo entre todos esos árboles. Veo que no era necesario que yo les trajera hasta acá la noticia.

 

Papá Lobo se puso a escuchar. En el valle que descendía hasta el río oyó un seco, rabioso y pérfido lamento de un tigre que, siempre que no ha podido capturar ni una sola presa, pierde todo pudor y no le importa que toda la Selva se entere.

–¡Imbécil! –exclamó papá Lobo–. ¡Qué manera de comenzar el trabajo metiendo semejante ruido! ¿Se imaginará que nuestros ciervos son como sus gordos bueyes de Waingunga?

–¡Chiss! No son bueyes ni ciervos lo que caza esta noche –contestó mamá Loba–. Lo que busca es al Hombre.

–¡Al Hombre! –exclamó papá Lobo, mostrando la doble fila de blanquísimos dientes–. ¡Faug! ¿Acaso no hay suficientes escarabajos y ranas en los estanques, que ahora se le ocurre comer carne humana? ¡Y además en nuestras tierras!

La Ley de la Selva prohíbe a toda fiera comer al hombre, ya que toda matanza humana significa, tarde o temprano, la llegada de hombres blancos, montados en elefantes y armados de fusiles. Entonces a todo el mundo en la Selva le tocaría sufrir. Dicen también (y es cierto) que los devoradores de hombres se vuelven sarnosos y pierden los dientes.

El ronquido se fue haciendo cada vez más intenso y terminó, al fin, en el ¡Aaar! a plena voz que lanza el tigre en el momento que ataca.

Se oyó entonces un aullido lanzado por Shere Khan.

–Falló el tiro –dijo mamá Loba–. ¿Qué ocurre?

Papá Lobo corrió hacia fuera y a unos pocos pasos oyó a Shere Khan murmurando y gruñendo furiosamente, mientras se revolcaba en la maleza.

–A ese estúpido se le ha ocurrido nada menos que saltar por encima del fuego de unos leñadores, y se le han quemado las patas –replicó papá Lobo gruñendo con mal humor–. Tabaqui está allí con él.

–Algo sube por el cerro –observó mamá Loba enderezando una oreja–. Prepárate.

–¡Un hombre! –exclamó papá Lobo con disgusto–. Un cachorro humano. ¡Mira!

Frente a frente de él, apoyándose sobre una rama baja, se erguía, completamente desnudo, un niño moreno que apenas sabía andar: la cosa más tierna y pequeña que jamás se había presentado en la caverna de un lobo. Miró a éste cara a cara, y se rió.

–¿Es esto un cachorro de hombre? –preguntó curiosamente mamá Loba–. Nunca he visto ninguno; tráelo.

Papá Lobo estaba acostumbrado a mover de un lado a otro a sus propios cachorros, por lo que sin grandes esfuerzos tomó cuidadosamente al niño entre sus dientes, y sin daño alguno lo acomodó junto a sus pequeños lobos.

–¡Qué pequeño! ¡Qué desnudo!... Y... ¡qué atrevido! –dijo con dulzura mamá Loba. El niño se abría paso por entre los cachorros para arrimarse al calor de la piel–. ¡Ajá! Ahora come con los demás. Así que éste es un cachorro de hombre, ¿eh? Pues a ver si ha habido alguna vez lobo que pudiera vanagloriarse de contar con uno que estuviera entre sus hijos.

–De eso he oído hablar en varias ocasiones, pero nunca refiriéndose a nuestra manada ni a mis tiempos –contestó papá Lobo–. Está completamente desprovisto de pelos, y bastaría que lo tocara con el pie para matarlo. Pero observa: nos está mirando y ni siquiera tiene miedo.

El resplandor de la luna que penetraba por la boca de la caverna quedó interceptado, de pronto, por la enorme cabeza cuadrada y por parte del pecho de Shere Khan, que se asomaba por la entrada. Tabaqui, detrás de él, le decía con voz chillona:

–¡Señor, señor, se ha metido aquí!

–Shere Khan ¡qué honor su visita! –dijo papá Lobo, mientras sus iracundos ojos lo delataban–. ¿Qué desea, Shere Khan?

–Mi presa. Un cachorro humano ha pasado por aquí. Sus padres han huido. Dámelo.

–Los lobos son un pueblo libre –dijo papá Lobo–. Obedecen a las órdenes del Jefe de su manada, y no a las de un pintarrajeado cazador de reses como tú. El cachorro de hombre es nuestro..., para matarlo si se nos antoja.

–¡Si se nos antoja! ¡Si se nos antoja! ¿Qué es eso de “si se nos antoja”? ¡Por el toro que maté, que es cosa de preguntar hasta cuándo he de estar oliendo su perruna guarida, para obtener lo que justamente se me debe! ¡Soy yo, Shere Khan, el que les habla!

El rugido del tigre sonó estruendosamente por toda la caverna. Mamá Loba se separó de sus pequeños lobos y se adelantó, fijando en los llameantes ojos de Shere Khan los suyos, semejantes a dos verdes lunas brillando en la oscuridad.

–Y soy yo, Raksha (el demonio), quien te contesta. El cachorro humano es mío, Lungri, mío y muy mío. No se le matará. Vivirá para correr junto con nuestra manada y para cazar con ella; y, al fin y al cabo, mire, usted, señor cazador de desnudos cachorrillos..., devorador de ranas..., matador de peces...; al fin y al cabo, él será quien, a su vez, le cace. Así que ahora apártese, o por el sambhur que maté, le aseguro, fiera malvada de estas selvas, que va a volver al regazo de su madre más cojo aún que al venir al mundo. ¡Lárguese!

Shere Khan hubiera desafiado a papá Lobo, pero no podía resistirse contra mamá Loba, porque sabía que en el lugar en que estaban, todas las ventajas eran para ella, y que lucharía hasta morir. Se retiró, pues, refunfuñando de la boca de la caverna, y cuando se vio libre, gritó:

–¡Cada perro ladra en su propia guarida! Ya veremos lo que dice la manada respecto a eso de criar cachorros humanos. El cachorro es mío, y al fin vendrá a parar a mis dientes, ¡ladrones!

Mamá Loba se dejó caer jadeante entre sus hijos, y papá Lobo le habló gravemente:

–Hay mucho de verdad en lo que ha hablado Shere Khan. Es necesario que la manada conozca a ese cachorro. ¿Todavía quieres guardártelo, mamá?

–¡Guardarlo! –contestó ella suspirando–. Desnudo vino, de noche, solo y hambriento, y, sin embargo, no tenía miedo. Mira: ha echado ya a un lado a uno de mis hijos. ¡Y ese carnicero cojo lo habría querido matar y luego escaparse al Waingunga, mientras los campesinos, en venganza, vendrían aquí a maldecir nuestras guaridas! ¡Guardarlo! ¡Por supuesto que lo guardaré! Acuéstate quietecito, renacuajo. Ya llegará el día, Mowgli (porque Mowgli, la rana, le llamaré de ahora en adelante), en que no sea él cazado por Shere Khan, sino quien le cace a él.

–Pero ¿qué va a decir la manada? –exclamó papá Lobo.

La Ley de la Selva, prescribe terminantemente que cualquier lobo, al casarse, puede retirarse de la manada a la que pertenece; pero que a penas los cachorros puedan mantenerse en pie debe llevarlos al Consejo de la manada, con el fin de que los demás lobos puedan identificarlos. Después de esto los cachorros quedan en libertad, y mientras éstos no hayan matado el primer ciervo, no hay excusa para que un lobo mayor mate a alguno de ellos. En esos casos, el asesino es castigado con la pena de muerte.

Esperó papá Lobo a que sus cachorros pudieran correr un poco, y entonces los tomó junto con Mowgli y con mamá Loba y se los llevó al Consejo de la Peña. Akela, el enorme y gris Lobo Solitario, estaba echado sobre su roca y más abajo se sentaban unos cuarenta lobos de todos los tamaños y colores. El Lobo Solitario los guiaba a todos desde hacia un año.

Poco se habló en la reunión de la Peña. Los pequeños lobos eran observados cuidadosamente por el resto de la manada, mientras desde su roca Akela gritaba: “Ya saben lo que dice la Ley, ya lo saben. ¡Miren bien, lobos!” Y las ansiosas madres repetían: “¡Miren! ¡Miren bien, lobos!”

Al fin (y en aquel momento se le erizaron a mamá Loba todos los pelos del cuello), papá Lobo empujó a “Mowgli, la rana”, como le llamaban, hacia el centro, donde se sentó, riendo y jugando con unas piedras que brillaban con la luz de la luna.

Akela, sin levantar la cabeza que tenía puesta sobre las patas, continuó con su monótono grito: “¡Miren bien!” Sorpresivamente un sordo rugido se elevó por detrás de las rocas; era la voz de Shere Khan, que gritaba a su vez:

–El cachorro es mío, dénmelo. ¿Qué tiene que ver el Pueblo Libre con un cachorro humano?

Akela no movía ni las orejas. No hizo más que decir:

–¡Miren bien, lobos! ¿Qué tiene que ver el Pueblo Libre con los mandatos de cualquiera que no sea el mismo Pueblo? ¡Mírenlo bien!

Se alzó un coro de gruñidos, y un lobo joven, de unos cuatro años, tomó la pregunta de Shere Khan, dirigiéndose otra vez a Akela:

–¿Qué tiene que ver el Pueblo Libre con un cachorro humano?

Ahora bien: la Ley de la Selva prescribe que en caso de que en la manada se disputa el derecho de admisión de un cachorro, deben defenderlo, por lo menos, dos de los miembros de ésta, que no sean su padre o su madre.

–¿Quién habla a favor de este cachorro? –preguntó Akela–. ¿Quién, que pertenezca al Pueblo Libre, habla a favor suyo?

Nadie contestó, y mamá Loba se preparó para lo que ya sabía ella que sería su última pelea, si al terreno de la lucha era necesario llegar.

Entonces, Baloo, el soñoliento oso pardo que enseña a los pequeños lobos la Ley de la Selva, el único animal de otra especie a quien se le permite tomar parte en el Consejo de la manada, el viejo Baloo que puede ir y venir por donde se le antoje, se levantó en dos patas y gruñó:

–¿El cachorro humano?... –dijo–. Yo hablo a favor del cachorro. Ningún mal puede hacernos. No tengo el don de la palabra, pero digo la verdad. Déjenlo correr con la manada, y considérenlo como uno de tantos. Yo mismo lo enseñaré.

–Necesitamos ahora que hable otro –dijo Akela–. Baloo lo ha hecho ya, y él es el maestro de nuestros pequeños lobos. ¿Quién toma la palabra además de él?

Una sombra negra se deslizó hacia el círculo. Era Bagheera, la pantera negra.

–¡Akela –dijo como susurrando– y ustedes, Pueblo Libre! Yo no tengo derecho a mezclarme en su asamblea; pero la Ley de la Selva dice que si surge alguna duda respecto a un nuevo cachorro, que no sea relativa a alguna muerte, su vida se puede comprar a un precio estipulado. Y la Ley no dice quién puede o no pagar este precio. ¿Estoy en lo cierto?

–¡Bien, bien! –exclamaron los lobos más jóvenes, hambrientos siempre–. ¡Que se oiga a Bagheera! El cachorro puede comprarse por un precio estipulado. La Ley lo dice.

–Como sé que no tengo derecho a hablar aquí, les pido permiso para hacerlo.

–¡Habla, pues! –gritaron a la vez unas veinte voces.

–Matar a un cachorro desnudo es una vergüenza. Por otra parte, les puede ser muy útil en la caza cuando sea mayor. Baloo ha hablado ya en su defensa. Ahora yo además les ofrezco un toro, gordo y recién cazado, si aceptan al cachorro humano, de acuerdo con lo que dice la Ley. ¿Alguna objeción?

Se levantó un clamor de docenas de voces que decían:

–¡Qué importa!, ya se morirá cuando lleguen las lluvias del invierno. Ya le abrasarán vivo los rayos del sol. ¿En qué puede perjudicarnos una rana desnuda como ésta? Aceptémoslo.

Y entonces se oyó el profundo gruñido de Akela, que advertía:

–¡Mírenlo bien, mírenlo bien, lobos!

Tan entretenido estaba Mowgli en jugar con las piedras, que no se daba cuenta de que uno a uno se le iban acercando para mirarlo atentamente. Al fin descendieron todos del cerro, en busca del toro muerto, excepto Akela, Bagheera, Baloo y los lobos que adoptaron a Mowgli.

Shere Khan rugía aún entre las sombras de la noche, rabioso por no haber logrado que le entregaran a Mowgli.

–¡Sí! ¡Ruge, ruge cuanto quieras! –le dijo Bagheera en sus propias barbas–: o yo no sé nada de lo que son los hombres, o llegará el día en que esa cosa que está ahí tan desnuda te hará rugir en un tono muy distinto.

–Lo hemos hecho bien –observó Akela–. Los hombres y sus cachorros saben mucho. Con el tiempo podría ayudarnos. –Y añadió dirigiéndose a papá Lobo–: Llévatelo y adiéstralo, enseñándole la pertenencia al Pueblo Libre.

Y así fue como Mowgli entró a formar parte de la manada de los lobos de Seeonee, siendo un toro el rescate pagado por su vida y Baloo su defensor.

* * *

Alrededor de diez años más tarde Mowgli todavía llevaba una vida alegre y entretenida entre los lobos. Papá Lobo le enseñó su oficio y todo lo que en la selva había, hasta que cada crujido bajo la hierba; cada soplo del tibio aire de la noche; cada nota lanzada por el búho sobre su cabeza; cada ruido que producen los murciélagos, arañando, al descansar por un momento en un árbol; cada rumor que causa un pez al saltar en una balsa, significaron para él tanto como el trabajo de la oficina significa para el hombre de negocios. Ocupó también su puesto en el Consejo de la Peña, al reunirse la manada, y allí descubrió que mirando fijamente a un lobo le obligaba a bajar los ojos, lo que después hacía incluso por mera diversión. Otras veces arrancaba de la piel de sus amigos largas espinas que se les clavaban en ella. Descendía también por la ladera del cerro, en plena noche, hasta llegar a las tierras de cultivo, y miraba curiosamente a los campesinos en sus chozas; pero desconfiaba de ellos, porque Bagheera le había enseñado lo que eran las trampas. En cuanto tuvo edad suficiente para hacerse cargo de las cosas, Bagheera le enseñó que se abstuviera de poner mano en cabeza alguna de ganado, porque su propia vida había sido rescatada mediante la entrega de un toro.

 

Una o dos veces le dijo mamá Loba que desconfiara de Shere Khan, y que un día u otro tendría que matarlo; pero a diferencia de lo que hubiera hecho un pequeño lobo recordando ese consejo a cada momento, Mowgli, como niño que era, lo olvidó por completo...

Continuamente Shere Khan le salía al paso, porque como Akela estaba envejeciendo y perdía fuerzas cada día, el tigre cojo había llegado a tener gran amistad con los lobos más jóvenes de la manada que le seguían para recoger sus sobras, cosa que Akela no hubiera tolerado si se hubiera atrevido a ejercer fuertemente su autoridad.

En tales ocasiones, Shere Khan los halagaba manifestándose sorprendido de que tan jóvenes y excelentes cazadores se dejaran guiar por un lobo que estaba ya medio muerto y por un cachorro humano.

–Me han contado por ahí –les decía Shere Khan– que no se atreven a mirar a los ojos al hombrecito cuando se reúnen en el Consejo.

Y los lobos le contestaban gruñiendo, erizando el pelo. Bagheera, que parecía estar en todas partes, viéndolo y oyéndolo todo, llegó a saber algo de esto, y más de una vez le explicó a Mowgli, en pocas palabras, que Shere Khan algún día lo mataría; a lo que Mowgli contestaba riéndose:

–Cuento con la manada y contigo; y hasta Baloo, con toda su pereza, no dejaría de dar algunos golpes para defenderme. ¿De qué preocuparme entonces?

Un día de muchísimo calor, a Bagheera se le ocurrió una nueva idea, nacida de algo que había oído, y dijo a Mowgli:

–¿Cuántas veces te he dicho, Hermanito, que Shere Khan es enemigo tuyo?

–Tantas como frutos tiene esta palmera –contestó Mowgli, que, naturalmente, no sabía contar–. ¡Bueno! ¡Y qué! Tengo sueño, Bagheera, y Shere Khan no tiene más que mucha cola y muchas palabras...

–No es hora de dormir. Baloo sabe que es verdad; lo sabe la manada, y lo saben hasta los infelices, los simplísimos ciervos. A ti mismo, además, te lo ha dicho Tabaqui.

–¡Oh! –repuso Mowgli–. Hace poco vino con las impertinencias de que yo era un desnudo cachorro de hombre y que no servía ni para desenterrar raíces; pero lo tomé por la cola y lo golpeé contra una palmera un par de veces para enseñarle a tener mejores modales.

–¡Valiente tontería! Porque aunque Tabaqui es un chismoso, te hubiera dicho algo que te interesa mucho. ¡Abre esos ojos, Hermanito! Shere Khan no se atreve a matarte en la Selva; pero acuérdate de que Akela está muy viejo, y no tardará en llegar el día en que le será imposible cazar un solo ciervo. Ese día dejará de ser el jefe. Muchos de los lobos que te admitieron cuando fuiste presentado al Consejo son ya viejos también, y los jóvenes creen, porque así se lo ha enseñado Shere Khan, que un cachorro humano no tiene derecho a estar en la manada. Dentro de poco serás un hombre.

–¿Qué es, pues, un hombre que no puede juntarse con sus hermanos? –preguntó Mowgli–. En la Selva nací, su Ley he obedecido, y no hay un solo lobo, entre los nuestros, al que yo no le haya arrancado alguna espina de las patas. ¿Cómo dudar de que son mis hermanos?

Bagheera se recostó y, con los ojos medio cerrados, dijo:

–Toca ahí, Hermanito, bajo mis mandíbulas.

Levantó Mowgli su áspera y tostada mano, y debajo de la suave barba de Bagheera encontró un espacio raído.

–Nadie, en toda la extensión de la Selva, sabe que yo, Bagheera, tengo esta marca..., la marca que deja el collar; y, sin embargo, Hermanito, yo nací entre los hombres, y entre ellos murió mi madre..., en las jaulas del Palacio Real, en Oodeypore. Este fue el motivo que me llevó a pagar por ti el precio convenido en el Consejo cuando no eras más que un desnudo cachorrito. Sí, también yo nací entre los hombres. La Selva era desconocida para mí, me alimentaban a través de los barrotes de la jaula, hasta que una noche despertó en mí el sentimiento de que yo era Bagheera, la pantera, y no un juguete para diversión de los hombres, y entonces rompí de un zarpazo la estúpida cerradura y me escapé; y precisamente porque sabía las costumbres de los hombres, llegué a infundir en la Selva más terror que Shere Khan. ¿No es cierto?

–Sí –afirmó Mowgli–; todos en la Selva temen a Bagheera..., todos, excepto Mowgli.

–¡Oh!... Tú eres cachorro humano –dijo con gran ternura la pantera negra–, y del propio modo que yo he vuelto a mi Selva, así debes tú volver, al fin, donde están los hombres..., los hombres que son tus hermanos. Esto, si no te matan antes en el Consejo.

–Pero ¿por qué? ¿Por qué alguien va a querer matarme? –preguntó Mowgli.

–Mírame –contestó Bagheera. Y Mowgli la miró fijamente en los ojos. La enorme pantera, luego de algunos momentos, volvió la cabeza–. Por esto, hasta a mí me es imposible mirarte a los ojos, y eso que yo nací entre los hombres; y te quiero, Hermanito. Los otros te odian porque eres sabio, porque has arrancado espinas de sus patas, porque... eres un hombre.

–No sabía nada de eso –replicó con aspereza Mowgli, arrugando las negras y gruesas cejas.

–¿Cuál es la Ley de la Selva? Pega primero y avisa después. Hasta por tu propio descuido conocen que eres un hombre. Pero sé prudente. Me dice el corazón que en cuanto a Akela se le escape el primer ciervo sobre el cual se arroje, la manada se pondrá en contra de él y de ti. Se celebrará un Consejo de la Selva en la Peña, y entonces..., y entonces... Ya tengo una idea –dijo Bagheera levantándose de un salto–. Vete inmediatamente donde los hombres tienen sus chozas, allá en el valle, y toma una parte de la Flor Roja que allí cultivan, a fin de que en el momento oportuno puedas contar con un apoyo más fuerte que yo, o que Baloo, o los que bien te quieren en la manada. Anda y busca la Flor Roja.

Bagheera decía Flor Roja refiriéndose al fuego.

–¿La Flor Roja? –preguntó Mowgli–. ¿Es la que a la hora del crepúsculo crece fuera de las chozas? Yo la tomaré.

–Así deben hablar los cachorros de los hombres –dijo Bagheera con orgullo–. Acuérdate de que la flor crece en unas macetas pequeñas. Cortas una y la guardas para cuando la necesites.

–¡Bueno! –exclamó Mowgli–. Allá voy. Pero ¿estás segura de que todo esto es obra de Shere Khan?

–Por la cerradura que me dio la libertad, te aseguro que sí, Hermanito.

–Pues, entonces, por el toro que sirvió para rescatar mi vida, te prometo que voy a saldar mis cuentas con Shere Khan, y es posible que le pague aun algo más de lo que le debo. –Y diciendo esto salió disparado.

Mowgli había ido alejándose por el interior del bosque, a todo correr, con el corazón ardiendo en su pecho. Llegó a la cueva a la hora en que comenzaba a aparecer la niebla de la tarde, se paró para tomar aliento, y miró hacia el fondo del valle. Los pequeños lobos habían salido, pero mamá Loba, desde las profundidades de la caverna, conoció por el modo de respirar que algo le pasaba a su rana.

–¿Qué hay, hijo? –exclamó.

–Palabrerías de ese Shere Khan –respondió Mowgli–. Esta noche cazo en tierras de trabajo –añadió, y en seguida se hundió entre los arbustos, dirigiéndose hacia el lugar por donde corrían las aguas en el fondo del valle. Se detuvo allí, porque oyó los salvajes alaridos de la cacería en que se encontraba la manada; el mugido del sambhur cuando lo persiguen; el resoplar del ciervo que se ve acorralado. Entonces resonó un coro de perversos e insultantes aullidos que partía de los lobos más jóvenes.

–¡Akela! ¡Akela! Deja que el Lobo Solitario muestre su fuerza –decían–. ¡Paso al Jefe de la manada! ¡Salta, Akela!

Sin duda, el Lobo Solitario debió saltar equivocando el tiro, porque Mowgli oyó el castañeteo de los dientes y luego una especie de ladrido cuando el sambhur le hizo rodar por el suelo empujándolo con las patas delanteras.

No esperó ya más para ver lo que sucedía. Siguió adelante, y los gritos fueron oyéndose cada vez más débiles a medida que se alejaba en dirección a las tierras de cultivo, en las cuales vivían los campesinos.

“Bagheera estaba en lo cierto –se dijo al recostarse sobre unos forrajes que encontró bajo la ventana de una choza–. Mañana será un día importante para Akela y para mí.”

Pegó, entonces, la cara a la ventana, y miró el fuego que ardía en el suelo. Vio a la mujer del labrador levantarse y arrojar sobre las llamas unos pedazos de algo negro. Al llegar la mañana, cuando todo estaba envuelto en blanca y fría neblina, vio a un niño, hijo del campesino, tomar una especie de maceta de mimbre, llenarla de enrojecidas brasas, colocarla bajo una manta, y salir para cuidar a las vacas en el establo.