Los perfeccionistas

Tekst
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
Los perfeccionistas
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

Los perfeccionistas

TURNER NOEMA

Los

perfeccionistas

Cómo la precisión creó

el mundo moderno

Simon Winchester

traducción de Joaquín Díez-Canedo


Título:

Los perfeccionistas. Cómo la precisión creó el mundo moderno

© Simon Winchester, 2021

Edición original:

The Perfectionists. How Precision Engineers Created The Modern Worl, HarperCollins, 2018

De esta edición:

© Turner Publicaciones SL, 2021

Diego de León, 30

28006 Madrid

www.turnerlibros.com

Primera edición: febrero de 2021

De la traducción:

© Joaquín Díez-Canedo, 2021

Diseño de la colección:

Enric Satué

Ilustración de cubierta:

Calibrador Vernier con engranaje de la rueda. © iStock

Las imágenes incluidas en el libro son de dominio público, excepto la del micrómetro de Maudslay (p. 83), cortesía de la Science Museum Group Collection, y el diagrama de la fractura del tubo del vuelo de Qantas (p. 204), cortesía del Australian Transport Safety Bureau.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con

la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos)

si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra

(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

ISBN: 978-84-18428-36-4

EISBN: 978-84-18428-27-2

DL: M-30530-2020

Impreso en España

La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:

turner@turnerlibros.com

Para Setsuko

Y en recuerdo de mi padre, Bernard Austin William Winchester (1921-2011), hombre muy meticuloso

Al momento de estar leyendo las páginas que siguen, podría ser provechoso tener en mente estos breves fragmentos del escritor Lewis Mumford (1895-1990):

Hoy el ciclo de la máquina se aproxima a su término. Mucho ha aprendido el hombre de la férrea disciplina y el ingenioso y decidido dominio de lo que es prácticamente posible con que la máquina nos ha provisto en los últimos tres siglos; pero no podemos permanecer en el mundo de las máquinas como no podríamos habitar con éxito en la superficie desierta de la Luna.

la cultura de las ciudades (1938)

Debemos conceder el mismo peso a provocar emociones y a la expresión de valores morales y estéticos que damos hoy a la ciencia, a la inventiva, a la organización práctica. Lo uno es impotente sin lo otro.

values for survival [valores para la sobrevivencia] (1946)

Olvídense del maldito automóvil y construyan las ciudades para albergar amigos y enamorados.

my works and days [mis trabajos y mis días] (1979)

ÍNDICE

prólogo

i estrellas, segundos, cilindros y vapor

ii extremadamente plano e increíblemente próximo

iii un arma en cada hogar, un reloj en cada cabaña

iv en el umbral de un mundo más perfecto

v la irresistible tentación de la carretera

vi precisión y peligro a diez kilómetros de altura

vii una estrella, un píxel

viii ¿dónde estoy y qué hora es?

ix escurrirse más allá de las fronteras

x la necesidad de buscar un equilibrio

epílogo. La medida de todas las cosas

agradecimientos

bibliografía

prólogo

El fin de la ciencia no es abrir la puerta al conocimiento infinito, sino fijar un límite al error infinito.

bertolt brecht, vida de galileo (1939)

Estábamos por sentarnos a cenar cuando mi padre, con un guiño cómplice, dijo que tenía algo que mostrarme. Abrió su portafolios y de él extrajo una caja de madera grande y evidentemente pesada.

Era una tarde de invierno londinense de mediados de los cincuenta, seguramente penosa, fría y envuelta en un esmog amarillento. Yo tendría unos diez años y había llegado a casa de la escuela donde me hallaba interno para pasar las vacaciones de Navidad. Mi padre acababa de regresar de su fábrica en el norte de Londres, sacudiéndose copos de la gris nevisca industrial de los hombros de su abrigo de oficial del ejército. Estaba de pie delante de la estufa de carbón para calentarse, con la pipa entre los dientes. Mi madre se atareaba en la cocina y pronto llevó al comedor lo que había preparado para cenar.

Pero primero estaba el asunto de la caja.

La recuerdo muy bien aún hoy, pasados más de sesenta años. Tenía unas diez pulgadas de ancho y tres de altura, más o menos del tamaño de una lata de galletas. Era claramente un objeto de cierta calidad, de madera de encino barnizada, en el que se advertían el uso y el cuidado. En la tapa, sobre una placa de latón, estaba grabado el nombre y el tratamiento de mi padre, “b. a. w. winchester esq.”. Igual que en el estuche de madera de pino –mucho más humilde– donde yo guardaba mis lápices de colores, la tapa estaba asegurada con un pequeño broche de metal y tenía una muesca que permitía abrirla con un solo dedo.

Fue lo que hizo mi padre para descubrir el interior, forrado de grueso terciopelo rojo oscuro, con una serie de concavidades o ranuras anchas. Bien sujetas dentro de las ranuras había un gran número de piezas de metal muy pulidas, algunas en forma de cubo, las más de prisma rectangular, como pequeñas tablillas, fichas de dominó o tejas. Pude ver que cada una tenía un número grabado en la cara superior. Casi todos incluían una coma decimal, como 0,175 o 0,735 o 1,300. Mi padre dejó cuidadosamente la caja en la mesa para encender su pipa; sobre aquellas más de cien piezas misteriosas brillaba el reflejo de las llamas de la estufa de carbón.

Tomó dos de las piezas más grandes y las puso sobre el mantel de lino. Mi madre, con la justificada sospecha de que, como muchas de las cosas que mi padre se traía del taller a casa para enseñarme, estarían cubiertas por una delgada película de aceite de maquinaria, dejó escapar una exclamación de fastidio y volvió corriendo a la cocina. Mi madre era una señora belga, de Gante, algo puntillosa, una mujer muy de su época, y por eso daba mucha importancia al hecho de que los manteles y las alfombras estuviesen siempre inmaculados.

Mi padre me acercó las piezas para que las mirara. Precisó que estaban hechas de acero inoxidable alto en carbón, o cuando menos de una aleación especial, con algo de cromo y quizá un poquitín de tungsteno que las hacía especialmente duras. No estaban imantadas en absoluto, añadió, y para demostrarlo acercó una a la otra sobre el mantel, dejando un visible rastro de aceite que enfadó aún más a mi madre. Estaba en lo cierto: las piezas de metal no mostraban ninguna inclinación por unirse ni por repelerse. Cógelas, me dijo, una en cada mano. Puse una en cada palma, como para medirlas. Eran pesadas y frías al tacto. Se sentían macizas y su exacta manufactura les otorgaba no poca belleza.

Mi padre cogió enseguida de nuevo las piezas y las volvió a poner sobre la mesa, una encima de la otra. Ahora, dijo, coge la de encima. Solo la de encima. Procedí según sus indicaciones y la cogí con una mano, pero resultó que, junto con la de encima, levanté también la otra.

Mi padre sonrió. Trata de separarlas, me dijo. Cogí la de abajo y tiré de ambas. No se movieron. Más fuerte, dijo. Lo intenté de nuevo. Nada. Ni el menor movimiento. Las dos piezas rectangulares parecían estar sólidamente unidas, como si las hubiesen pegado o soldado o se hubiesen convertido en una sola, porque ya no pude distinguir la línea donde terminaba una y comenzaba la otra. Parecía como si una de las piezas de acero se hubiese fundido en la estructura de la otra. Seguí intentando separarlas una y otra vez.

Para entonces el esfuerzo me había hecho sudar y mi madre, de vuelta de la cocina, comenzaba a impacientarse, así que mi padre dejó a un lado su pipa, se quitó la chaqueta y comenzó a servir los platos. Junto al vaso de agua de mi padre reposaban las piezas, símbolo de mi pobre musculatura, de mi derrota. ¿Puedo intentarlo de nuevo?, le pregunté mientras cenábamos. No hace falta, dijo tomándolas con una mano y separándolas con un giro de la muñeca, deslizando una sobre la otra. Se separaron enseguida, con gracia y soltura. Me quedé boquiabierto frente a aquello que, para un chico de primaria, parecía un acto de magia.

 

No hay magia alguna, dijo mi padre. Lo que pasa es que las seis caras son perfecta, impecablemente planas. Las hicieron con tal precisión que no existe la menor aspereza en ninguna de las superficies que deje entrar el aire en la unión entre ambas y debilitarla. Eran tan perfectamente planas que las moléculas de sus caras se ligaban unas con otras al ponerlas en contacto y se volvía prácticamente imposible separarlas, aunque nadie sabe muy bien por qué. Solo podían separarse deslizando una sobre la otra, no había otra manera. Había una palabra para esto: zafar.

Mi padre se arrancó a hablar animadamente, emocionado, con una intensa pasión que siempre le admiré. Estas piezas de metal, decía con un orgullo muy ostensible, son probablemente los objetos más precisos que se fabrican. Se llaman bloques patrón, o bloques Jo, en recuerdo de quien los inventó, Carl Edvard Johansson. Se usan para medir cosas con la tolerancia más extrema y quienes los fabrican trabajan en la cúspide más alta de la ingeniería mecánica. Son objetos preciosos y yo quería que los conocieras, ya que en mi vida son muy importantes.

Dicho esto, se calló, guardó cuidadosamente los bloques de calibración en su caja de madera forrada de terciopelo y se quedó dormido junto a la estufa.

Mi padre trabajó como ingeniero de precisión durante toda su vida. En los últimos años de su carrera diseñó y fabricó motores eléctricos minúsculos para los sistemas de guía de los torpedos. La mayor parte de su trabajo era secreto, pero de vez en cuando me colaba en alguna de sus fábricas, donde yo veía con admiración o perplejidad máquinas que cortaban y entallaban los dientes de pequeñísimos engranajes de latón o pulían vástagos de acero que parecían no más gruesos que un cabello humano, o bien enredaban alambres de cobre alrededor de imanes que parecían no más grandes que la cabeza de los fósforos con que mi padre encendía su pipa.

Recuerdo con gran cariño el tiempo que pasaba con uno de los trabajadores más apreciados por mi padre, un hombre mayor enfundado en una bata de laboratorio marrón que, al igual que él, sostenía una pipa entre los dientes, sin encenderla cuando estaba trabajando. Tenía el ceño permanentemente fruncido mientras permanecía sentado frente al árbol de una fresadora especial –de fabricación alemana, decía mi padre; muy cara–, con la mirada fija en el filo de una herramienta de corte que giraba a una velocidad invisible, enfriada por un chorro constante de una mezcla de aceite y agua con aspecto de crema para las manos. La máquina cortaba con un movimiento de vaivén un pequeño cilindro de latón y sacaba microscópicos tirabuzones de metal amarillo conforme este rotaba lentamente. Yo no podía dejar de mirar la hilera de minúsculos dientes que iba apareciendo tallada en la superficie del metal, como si se tratara de un curioso proceso mágico.

La máquina se detuvo un momento, se hizo de pronto un silencio y enseguida, mientras yo trataba de escudriñar la inquieta masa de confusión alrededor de la pieza, un nuevo conjunto de herramientas más finas de carburo de tungsteno apareció en mi campo de visión y fue prontamente asegurado en su sitio; los buriles empezaron a girar y a cortar de manera que los dientes recién creados ahora eran modelados, curvados, ranurados y achaflanados. A través de una lente de aumento instalada en la máquina, podía verse exactamente cómo cambiaba la forma de los bordes cuando pasaban bajo las cuchillas hasta que, con el roce de algo que se desacoplaba, la cabeza de la fresadora dejó de girar, el cilindro fue rebanado como un salchichón, aflojaron las mordazas y en un colador que emergió del baño del aceite-crema se alzó una confección chorreante de engranajes terminados, con un brillo inverosímil; serían unos veinte, de un milímetro de grueso y quizá un centímetro de diámetro.

Un brazo mecánico oculto a mi vista los retiró del torno y los volcó sobre una bandeja, donde esperarían a ser deslizados en sendos ejes e incorporados de manera misteriosa a los motores que hacían girar una aleta, los unos, o modificar la inclinación de un tornillo, los otros, cumpliendo la intención, regida por un giróscopo, de mantener el rumbo recto y franco de un potente proyectil explosivo submarino hacia el blanco enemigo, en medio de los vaivenes impredecibles de un mar frío y agitado.

Solo que, en este caso, el veterano maestro decidió que la Armada Real bien podía prescindir de uno de los engranajes de este lote recién terminado. Tomó unas pinzas de punta fina y extrajo una pieza de entre el líquido cremoso, la enjuagó bajo un chorro de agua limpia y me la tendió con una expresión de triunfo y orgullo. Se dejó caer en su asiento, sonrió anchamente frente al trabajo bien hecho y encendió una pipa muy merecida. El diminuto engranaje era un regalo para mí, diría luego mi padre, un recuerdo de tu visita. Difícilmente volverás a ver un engranaje tan preciso.

Al igual que a su colaborador estrella, a mi padre su profesión lo hacía sentirse particularmente orgulloso. Le parecía algo profundo, importante y valioso transformar barras de metal duro en objetos útiles y bellos, cada uno finamente cortado y limpiamente terminado y ajustado a propósitos de todas las clases imaginables, exóticos y prosaicos. Porque, además de armamento, las fábricas de mi padre producían dispositivos que formaban parte de automóviles, calefactores de convección y tiros de mina; motores que cortaban diamantes o molían granos de café, que se alojaban en las entrañas de microscopios, barógrafos, cámaras fotográficas y relojes; no relojes de pulso, decía mi padre con desconsuelo, pero sí relojes de mesa, cronómetros de navíos y relojes de péndulo, en los que sus engranajes seguían con paciencia las fases de la Luna y las mostraban en lo alto de la carátula en miles de vestíbulos.

Otras veces traía a casa piezas más elaboradas, aunque no tan mágicas como los bloques de calibración con sus caras maquinadas ultraplanas. Las traía básicamente para despertar mi interés y las exhibía en la mesa del comedor, para aflicción de mi madre, pues invariablemente estaban envueltas en un papel de estraza encerado y aceitoso que dejaba una mancha en el mantel. ¿Podrías ponerla encima de un periódico?, clamaba mi madre, casi siempre inútilmente, pues ya la pieza estaba desenvuelta, brillando bajo las luces del comedor, con sus ruedas listas para girar, sus manivelas listas para ser accionadas, su óptica (pues a menudo había una o dos lentes o un espejito montados en el dispositivo) lista para mostrar su funcionamiento.

A mi padre le fascinaban y reverenciaba los autos bien hechos, muy especialmente los de la armadora Rolls-Royce. Eran días, hace muchos años, en los que la altanería de estas máquinas representaba no tanto la alcurnia de sus dueños como la destreza de sus hacedores. A mi padre lo habían invitado una vez a visitar la línea de montaje en Crewe y había pasado un rato conversando con el equipo que hacía los cigüeñales. Lo que más lo había impresionado es que aquellos cigüeñales, que pesaban varias decenas de libras, eran terminados a mano y estaban tan bien balanceados que una vez puestos a girar en un banco de pruebas, no parecía que fueran a detenerse nunca, pues cada uno de los lados no pesaba un ápice más que el otro. Si no existiese el fenómeno de la fricción, decía mi padre, el cigüeñal de un Phantom V, una vez puesto a girar, podría seguir haciéndolo a perpetuidad. Como resultado de aquella conversación, me retó a diseñar mi propia máquina de movimiento perpetuo, sueño al que dediqué –dados mis muy vagos conocimientos de las dos primeras leyes de la termodinámica y, por ende, de la imposibilidad de hacerlo– muchas horas de mi tiempo libre y varios cientos de cuartillas.

Aunque ha transcurrido más de medio siglo de aquellos días felices de mi niñez pasados entre máquinas, el recuerdo aún me llama. Pero nunca tanto como una tarde de primavera en 2011, cuando recibí, inesperadamente, un correo electrónico de un perfecto desconocido que vivía en la ciudad de Clearwater, en Florida. El asunto decía simplemente “Sugerencia” y en el primer párrafo (de tres) me preguntaba, sin rodeos ni reticencias: “¿Por qué no escribe un libro sobre la historia de la precisión?”.

Mi corresponsal era un hombre llamado Colin Povey y su principal actividad había sido la confección de recipientes de vidrio para uso científico.1 La razón que aducía era convincente por su sencillez: la precisión, decía, es un componente esencial del mundo moderno y, sin embargo, es invisible, está oculta a plena vista. Sabemos que todas las máquinas tienen que ser precisas; nos damos cuenta de que aparatos importantes para nosotros (nuestra cámara, nuestro teléfono móvil, nuestro ordenador, nuestra bicicleta, nuestro coche, nuestro lavavajillas, nuestro bolígrafo) tienen partes que se acoplan con precisión y funcionan casi a la perfección, y probablemente todos damos por hecho que cuanto más precisas son las cosas, mejores son. Al mismo tiempo, este fenómeno de la precisión, como el oxígeno o el lenguaje, es algo que damos por sentado, que pasa casi siempre desapercibido, sobre el que muy raras veces reflexionamos, al menos nosotros los legos. Y, sin embargo, allí está siempre, es un aspecto esencial de la modernidad que hace la modernidad posible.

No siempre ha sido así. La precisión tuvo un comienzo. La precisión tiene una fecha de nacimiento establecida e incontrovertible. La precisión es algo que se desarrolló con el tiempo, aumentó, cambió, evolucionó y tiene un futuro para algunos muy obvio y, extrañamente, para otros más bien incierto. La existencia de la precisión, en otras palabras, goza de una trayectoria narrativa, aunque esta quizá resulte más parecida a una parábola que a una excursión recta hacia el infinito. Comoquiera que se haya desarrollado la precisión, empero, tiene una historia; tiene, como dicen en el mundo de las películas, una continuidad.

Así, decía el señor Povey, es como él entendía la teoría del asunto. Pero tenía además una razón personal para sugerir esa idea, y para ilustrarla me contó la historia siguiente, que refiero sumariamente, en una mezcla de concisión y precisión.

Povey sénior, el padre de mi corresponsal, fue un soldado británico, un personaje más bien excéntrico por donde se lo vea que, entre otras cosas, se declaró hindú para escapar de la exigencia, de aplicación general, de asistir a la misa dominical anglicana. Sin interés por pelear en las trincheras, se alistó en el Royal Army Ordnance Corps (RAOC), el cuerpo del ejército que tiene bajo su responsabilidad proveer de armamento, munición y vehículos acorazados a los soldados que los necesitan en el campo de batalla (las funciones del RAOC se han ampliado desde entonces y ahora incluyen las menos glamurosas de servicio de lavandería, baños portátiles y fotografía oficial).

Durante el entrenamiento, Povey aprendió los rudimentos de cómo desarmar bombas y otros asuntos de carácter técnico, y se destacó en los aspectos ingenieriles del oficio. Por su desempeño, en 1940 fue destinado a la Embajada británica en Washington DC (en secreto y vestido de civil, pues Estados Unidos aún no estaba en guerra). Su misión principal era establecer contacto con los fabricantes de municiones para adecuar los cartuchos a las especificaciones de las armas fabricadas en Inglaterra.

En 1942 recibió un encargo especial: averiguar por qué solo algunos proyectiles antitanque se encasquillaban al ser disparados con armas británicas. De inmediato tomó un tren para las fábricas en Detroit y pasó semanas midiendo arduamente lotes de munición para descubrir con desazón que cada cartucho encajaba perfectamente en el arma para la que estaba hecho y cumplía con las especificaciones con precisión absoluta. El problema, reportó a sus superiores en Londres, no se hallaba en la planta. Recibió entonces instrucciones de Londres de acompañar a los cartuchos todo el camino hasta donde los comandantes sufrían las frustrantes fallas, que resultaron ser los campos de batalla del desierto norafricano.

El señor Povey, con la enorme maleta de cuero del equipo de medición a rastras, partió rumbo a la costa atlántica. Viajó primero a bordo de varios trenes de municiones, atravesando lentamente las sierras y ríos del este de Estados Unidos hasta llegar a Filadelfia, donde iba a embarcarse el armamento. Cada día que pasaba, medía los proyectiles y encontraba que los casquillos conservaban perfectamente su diseño en su integridad y encajaban tan bien en la recámara del fusil tanto en cada vía donde aguardaban los vagones como al salir de la línea de montaje. Después abordó el buque de carga.

 

El viaje resultó una auténtica serie de pruebas: el navío se averió, fue dejado atrás por el convoy y la escolta de destructores, quedó angustiosamente expuesto a un ataque de los submarinos alemanes y fue alcanzado en mitad del océano por una tormenta que dejó a toda la tripulación horriblemente mareada. Pero, al cabo, fue este conjunto de exigentes circunstancias lo que permitió al señor Povey resolver finalmente el acertijo.

Descubrió así que el fuerte bamboleo del barco había dañado algunos de los proyectiles, que estaban apilados en cajas al fondo de las bodegas del barco. Mientras el barco se mecía y cabeceaba en medio de la tormenta, las cajas situadas en las orillas de las pilas (y solamente esas) golpeaban contra el casco. Si golpeaban repetidas veces y estaban colocadas de manera que era la punta de los proyectiles lo que impactaba contra los costados del barco, toda la punta de metal –la bala, dicho en términos más simples–, era empujada hacia atrás, así fuera por una minúscula fracción de pulgada, dentro del casquillo de latón. Esta colisión, repetida muchas veces, provocaba una distorsión en el casquillo, así como que la orilla se abultara muy ligeramente, una magnitud casi invisible que solo los más sensibles micrómetros y calibradores de la colección de instrumentos del señor Povey podían medir.

Los cartuchos que habían padecido este traqueteo –que terminaban distribuidos al azar, pues una vez atracado el barco y después de que los alijadores hubieran desembarcado las cajas y la munición fuera separada en lotes más pequeños y remitida a los regimientos, nadie podía saber qué lugar había correspondido a cada cartucho– no encajaban por ello en la recámara de las armas en el frente de batalla y, como consecuencia, se producía una profusión (enteramente aleatoria) de atascos.

Fue un diagnóstico elegante con un remedio simple: bastaba con que la fábrica en Detroit reforzara el empaque de cartón y madera de las cajas de munición y –¡listo!– los proyectiles descenderían del barco sin golpes ni deformidades, quedando así resuelto el problema de los rifles antitanque encasquillados.

Povey envió un telegrama con la novedad y la sugerencia a Londres, fue inmediatamente declarado héroe y –como es típico en el ejército– con la misma prontitud todo mundo se olvidó de él y se quedó en el desierto, sin misiones y con una cantidad considerable de sueldos atrasados, ya que había estado mucho tiempo fuera de su oficina en Washington.

Caluroso debe de haber sido el trabajo en el Sahara, porque a partir de aquí la historia se tambalea un poco: el señor Povey parece haberse embarcado en una prolongada cogorza desértica. Pero tras gozar del sol durante una cantidad indecente de semanas, decidió que finalmente sí tenía que volver a Estados Unidos, así que sobornó su regreso con botellas de whisky escocés. Le costó once botellas de Johnnie Walker llegar desde El Cairo (haciendo escala en un aeródromo militar provisional nada menos que en el exótico Tombuctú) hasta Miami, a un corto y fácil salto de Washington.

Al llegar se topó con noticias desalentadoras. Había pasado tanto tiempo incomunicado en África que lo habían declarado desaparecido y dado por muerto. Sus privilegios le habían sido revocados, habían clausurado su armario y su ropa había sido adaptada para un hombre de talla mucho más pequeña.

Tardó un tiempo en desenredar este inesperado malentendido y cuando más o menos todo volvió a la normalidad, descubrió que su unidad de logística había sido transferida por completo a Filadelfia, adonde también él se trasladó de inmediato.

Allí quedó prendado de la secretaria de la unidad, una americana. La pareja contrajo matrimonio y el señor Povey, que aparentemente nunca practicó el hinduismo como rezaba su placa de identificación del ejército, permaneció tranquilamente en Estados Unidos por el resto de sus días.

Antes de meternos de lleno en esta historia, hay dos aspectos particulares de la precisión que quisiera abordar. En primer lugar, su ubicuidad en la conversación contemporánea: la precisión es un componente integral, indiscutible y aparentemente esencial de nuestro moderno horizonte social, mercantil, científico, mecánico e intelectual. Permea completamente nuestras vidas. Y, sin embargo –y esta es la segunda cosa que quiero destacar, una ironía muy sencilla–, la mayor parte de nosotros, cuyas vidas están sazonadas y perfumadas por la precisión, no estamos enteramente seguros, cuando nos detenemos a pensar en ello, de qué es, qué significa y cómo se distingue de conceptos semejantes como la exactitud, que es el más obvio de ellos, o sus primos hermanos léxicos: la perfección y el cuidado y de ¡justo ahí!

La omnipresencia de la precisión es lo más fácil de ilustrar.

Basta una rápida ojeada para demostrarla. Considera, por ejemplo, las revistas que están sobre la mesa del café, en particular las páginas de anuncios. En apenas unos minutos podrías, pongamos por caso, construir a partir de ellos un horario para gozar de un día rebosante de precisión.

Comenzarías por la mañana, usando un cepillo de dientes Colgate Precision Toothbrush; luego, si has estado lo suficientemente atento como para mantenerte al día con las múltiples líneas de productos Gillette, podrías beneficiarte de sufrir menos raspaduras en las mejillas y en la barbilla afeitándote con las “cinco navajas de precisión” de su rastrillo desechable Fusion ProShield Chill y después acicalar tu mostacho y tu perilla con una rasuradora de precisión Braun. Antes de tu primera cita con esa chica que acabas de conocer, asegúrate de borrar sin dolor de tus bíceps toda manifestación de arte corporal relacionada con tu exnovia con esa exclusiva maquinilla del anuncio que ofrece “eliminación de tatuajes con láser de precisión”. Una vez purificado y adecentado, cántale una serenata a tu nueva novia con una melodía tocada en un bajo Fender Precision, y quizá luego puedas llevarla a pasear en tu coche –sin riesgo en este frío invierno– con un nuevo juego de llantas radiales para la nieve Firestone Precision, garantizadas por escrito. Impresiónala con tu habilidad al volante, primero en la autopista y después al aparcar con tu dominio de la tecnología para aparcamiento asistido Volkswagen Precision. Invítala a pasar y escuchar música suave en una radio Scott Precision (un aparato que añade “laureles de dignidad magnificente a los de las hazañas mundiales”, de Scott Transformer Company, con sede en Chicago –no todas las revistas sobre una mesa típica son necesariamente recientes–). Luego, si la nevada ha cesado, prepara la cena en el jardín trasero con una estufa para exteriores Big Green Egg, equipada con “control de temperatura de precisión”. Deja pasear la mirada soñadora por encima de los cultivos recién sembrados con equipos de Johnson Precision y, por último, despreocúpate sabiendo que, si tras las tensiones de la noche te despiertas con resaca o malestar, puedes aprovechar la medicina de precisión que recientemente te ofrece el NewYork-Presbyterian Hospital.

Entresacar estos ejemplos particulares de un montón de revistas elegidas al azar tomó apenas unos minutos. Y hay muchísimos más. Descubro, por ejemplo, que la novelista inglesa Hilary Mantel recientemente describió a la futura reina de Inglaterra –de soltera, Kate Middleton– como tan perfecta en su apariencia externa que se diría “hecha con precisión, como por una máquina”. El comentario no cayó bien ni a los devotos de la familia real ni a los ingenieros, pues lo que es perfecto en la duquesa de Cambridge, y sin duda en cualquier ser humano, es precisamente la imprecisión que necesariamente resulta de los genes y la crianza.

La precisión puede presentarse peyorativamente, como en este caso. Pero también se le erigen altares por doquier en los nombres que se dan a los productos y se encuentra entre las principales cualidades de su forma o su función; con demasiada frecuencia es parte del nombre de las compañías que los fabrican. Se emplea también para referirse a cómo hace uno uso del lenguaje, cómo organiza sus pensamientos, cómo se viste, cómo escribe, cómo se anuda la corbata, confecciona ropa o inventa cócteles, cómo corta, rebana y trocea la comida –se venera a un maestro en hacer sushi por la manera precisa en que adereza su toro–, con qué puntería uno chuta un balón, se maquilla, lanza bombas, resuelve acertijos, dispara armas, pinta retratos, escribe en un teclado, gana una discusión o presenta propuestas.

QED, podríamos decir: precisamente.

Precisión es un término mejor, una elección más adecuada en todos los ejemplos citados, que su más próximo rival, exactitud. “Eliminación de tatuajes con láser exacto” suena menos convincente y efectivo. Cabría pensar que un auto provisto de “tecnología de aparcamiento exacta” no está exento de abollar ocasionalmente algún guardafango. “Siembra exacta” suena, en el mejor de los casos, algo aburrido. Y ciertamente sería condescendiente y quedaría mal decir que te anudas exactamente la corbata; anudarla con precisión es mucho más sugerente y estiloso.