Hijas del viejo sur

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1 El vocablo quilt denomina a los edredones de piezas multicolores confeccionados de manera artesana y tradicional. En algunas partes de España, sobre todo en La Rioja, se denominan almazuelas.

Capítulo I

Louisa S. McCord: la mujer sureña como ángel custodio de la civilización esclavista

Carme Manuel

Louisa S. McCord (1810-1879) fue la intelectual más destacada del sur de preguerra y una de sus voces públicas más reconocidas, a pesar de que su nombre raras veces aparezca en estudios que no traten directamente de su región. Como explica la historiadora Mary Kelley en Learning to Stand & Speak: Women, Education, and Public Life in America’s Republic, a McCord bien se la puede comparar con la otra gran intelectual y ensayista norteña de preguerra, Margaret Fuller, puesto que, aun desde posiciones antagónicas, ambas dejarían constancia en sus escritos de sus preocupaciones por construir un modelo de feminidad que hiciera frente a las contingencias históricas de su época.

Las contribuciones de McCord se hallan tanto dentro del campo de la economía política como de la literatura, pero siempre desde una posición recalcitrantemente conservadora, defensora de la esclavitud y del papel tradicional de la mujer en la sociedad, que ha sido la causa de su invisibilidad en los manuales de historia norteamericana desde principios del siglo XX. Nacida en Carolina del Sur, en el seno de una de las familias de más renombre e influencia, McCord logró con sus escritos llegar a una síntesis de los argumentos políticos, económicos y religiosos aceptados en su época y transformarlos en una filosofía coherente, capaz de sustentar una sociedad basada no solo en el trabajo de los esclavos, sino también en una rígida jerarquía en la que las clases bajas se vieran desde el punto de vista biológico e histórico como razas inferiores.

Como señala Michael O’Brien, “sus ideas sobre política y sociedad no habrían causado ningún escándalo entre sus contemporáneos sureños” (“Introduction” 2), como tampoco la percepción que ella tenía de sí misma como escritora y polemista. De hecho, cuando el reconocido escritor sureño William Gilmore Simms le rogó que le proporcionara algunos detalles sobre su vida para perfilar un boceto biográfico que tenía en mente, McCord, la sureña que con más pasión había participado en el debate proesclavista y secesionista, lejos de desplegar con boato su extenso historial y activa participación en las cuestiones políticas de su región, respondió como cabía entonces esperar de cualquier dama que se preciara y, desde el más protocolario recato, le informó de que “lo único que le puedo decir de mí es que nací en diciembre de 1810, que me casé en mayo de 1840 y que todavía no me he muerto” (en Kelley 226). Sin embargo, como señala Elizabeth Fox-Genovese, McCord supo “combinar la típica vida que llevaban las mujeres de su clase con una atípica carrera como escritora de artículos sobre economía política y teoría social” (243). Con sus escritos y especialmente con su tragedia Caius Gracchus, como veremos, demuestra no solo haberse interesado por la vida política sureña sino también por las consecuencias que los sucesos europeos, en concreto las revoluciones burguesas de 1848, ejercieron a nivel transatlántico. De esta manera, Caius Gracchus se añade al elenco de obras de otros autores norteños de preguerra que Larry J. Reynolds analiza en su European Revolutions and the American Literary Renaissance, y deja constancia de cómo las autoras sureñas también participaron en este debate transnacional.


McCord era hija de Langdon Cheves, abogado, político y presidente del Banco de los Estados Unidos, por quien sintió una reverencia y respeto absolutos a lo largo de toda su vida. Oriundo de Carolina del Sur, Cheves fue elegido congresista en 1810. Con las protestas de Carolina del Sur en contra del gobierno federal en lo que se denominó la doctrina de la anulación durante la década de 1830, el surgimiento del abolicionismo y las amenazas de insurrecciones de esclavos, Cheves se convirtió en uno de los más destacados defensores de la ideología proesclavista sureña. Según Kelley, McCord, “hija de su padre”, como ella misma se autodefinió ante el novelista sureño William Gilmore Simms, “igualó e incluso superó la defensa enfebrecida del sistema que respaldaba su progenitor” (225). Cheves, contrariamente a lo que cabría esperar de un padre de talante tan tradicional, alentó siempre las ansias intelectuales de su hija y lejos de encauzar su educación hacia los patrones femeninos decimonónicos, la animó para que estudiara, entre otras materias, matemáticas, lo que facilitaría que McCord acabara sintiendo verdadera pasión por la economía política. El amor hacia el padre se halla bien reflejado en el poema que sirve de dedicatoria al primer libro de versos que publicó en 1848, My Dreams, donde agradece la indulgencia con que él ha juzgado sus rimas.

Tras la guerra civil, ya uno de sus primeros biógrafos, William Porcher Miles —primo de su marido y entonces profesor de matemáticas de la facultad de Charleston, y más tarde político destacado de Carolina del Sur—, se encargó de reconducir lo que había sido la apasionada dedicación a la política y a las letras de McCord, y sentenció su trayectoria diciendo que, “born to affluence, literature was to her, however, a pastime rather than a pursuit. A devoted daughter of the State of her birth, proud of its history, and sensitive to its honor, she generously gave her aid to the South in its struggle for independence, sincerely believing she was on the side of right” (en Lounsbury, Louisa S. McCord: Poems 156).

 

Entre 1848 y 1856, además de mantener una copiosa correspondencia, McCord escribió y publicó poemas, reseñas, una tragedia y gran número de ensayos políticos. Sus inicios como autora vienen señalados por la aparición del poemario My Dreams en 1848. En ese mismo año Caroline May publicó dos poemas de McCord en su antología The American Female Poets: With Biographical and Critical Notes: “Spirit of the Storm” y “’Tis but Thee, Love only Thee”.1 A estos dos textos May añadió una breve introducción en la que, en primer lugar, ofrecía algunos datos biográficos. Destacaba que McCord era “una mujer de extraordinario talento y logros. Su mente, de naturaleza fuerte, ha sido cultivada con la vasta lectura de los autores más excelsos”. Pero no solo se explayaba en alabanzas sino que también criticaba el reciente libro de poemas de la autora: “Posee una vívida imaginación y tiernos sentimientos, si bien no se hallan bajo la disciplina del buen gusto y del correcto juicio” (420). Estas apreciaciones se corresponden con las que expresa Richard C. Lounsbury, uno de los críticos que más ha profundizado en la obra de McCord, y que considera muy posible que la opinión de May se deba a la plétora de metros que aparecen dentro de un mismo poema y a lo largo del libro, además del hecho de que McCord “remains carefully detached in her poetry, avoiding any autobiographical reference [...] in general My Dreams has proved rebarbative. It is a journeyman’s book of illustrative examples, to show, or test, what the poet can do” (“Louisa” 78, 79).

Tras este primer período poético, McCord se convirtió en “una escritora política, una anomalía desde el punto de vista de su sexo”, como manifiesta Michael O’Brien, “que habló sin tapujos sobre la esclavitud, la economía política y la secesión” (Conjectures 716). También en 1848 McCord publicó Sophisms of the Protective Policy, la traducción de Sophismes économiques, una obra del economista francés Claude-Frédéric Bastiat, volumen este que demuestra lo que sería su posterior producción y que Lounsbury califica de incongruencia puesto que no se consideraba adecuado que las mujeres se dedicaran a escribir sobre temas como política o economía (“Louisa” 78). Esta obra era una mera traducción, pero al año siguiente McCord empezó a colaborar con algunos ensayos propios sobre estos ámbitos.

De 1849 a 1856 publicó unos catorce artículos que versaron sobre economía, el sistema esclavista, la cuestión de los derechos de la mujer, entre otros temas, y que, desde la perspectiva de los estudios legales que adopta Alfred L. Brophy, son “una ventana que permite contemplar cuál era el pensamiento sureño de los últimos años antes de la guerra civil” (49). Estos ensayos aparecieron en revistas sureñas del prestigio de Southern Quarterly Review, De Bow’s Southern and Western Review y Southern Literary Messenger. Para Lounsbury, a pesar de que los temas tratados en estos escritos y la visión de McCord son los tradicionales de la intelectualidad sureña, tanto literaria como política, la complejidad de sus argumentos, el estilo, los diversos tonos que manifiestan los hacen únicos (“Louisa” 80).

McCord nunca se identificó como autora de estos artículos con su nombre completo, sino que los firmó únicamente con sus iniciales —L.S.M.—, hecho que sus estudiosos consideran reflejo de sus ideas conservadoras sobre la posición de la mujer, ya que al suprimir el nombre y, por lo tanto, su género, parece revelar el malestar que le producía la autoría y la intrusión de la mujer en un campo considerado poco apto (Roberts 204).2 Fox-Genovese opina que, al contrario que Margaret Fuller, McCord no parece haber realizado ningún esfuerzo para que se la incluyera dentro de una tradición intelectual femenina, si bien, como su contemporánea, estaba totalmente convencida de que su intelecto podía medirse con cualquiera de los más extraordinarios de su época, ya fuese masculino o femenino. De ahí también que nunca reclamara públicamente el derecho de las mujeres a la autoría. Para esta estudiosa, McCord “intentó inscribirse dentro de una cultura común haciendo abstracción más que insistiendo en el hecho de su identidad como mujer” (245). Para una de sus últimas biógrafas, Leigh Fought, estos artículos junto con su pieza dramática constituyen, por una parte, “una elocuente declaración de sus creencias y testimonian el grado hasta el que asimiló los estilos de su tiempo y de su entorno”, y por otra, “la muestra más rotunda de la contradicción entre su ideal de sociedad y la manera en que esa misma sociedad funcionaba” (101).

En 1855 falleció su marido y McCord empezó a sufrir problemas con la vista, al tiempo que la salud de su padre iniciaba un proceso de inexorable deterioro y ella pasaba a encargarse de su cuidado hasta la muerte de este en 1857. Fue entonces cuando emprendió un viaje a Europa para visitar algunos oftalmólogos y consultar sobre el estado de sus ojos. A su regreso, en octubre de 1859, defendió la secesión de Carolina del Sur. Su entusiasmo y defensa a ultranza de la secesión aparecen en algunas de las cartas que escribió por entonces. En una de ellas, fechada el 29 de julio de 1859, al célebre escultor Hiram Powers, residente en Italia, afirma que: “I look forward to a general ‘smash up’ as the only regenerating hope of our country. You perceive I am a thorough disunionist” (En Lounsbury, Louisa S. McCord: Poems 359). En otra del 24 de diciembre de 1860, también a Powers, declara:

But, now, we are in the midst of a revolution. Our spirited little State has declared its independence. On the 20th Inst. she threw down the gauntlet by an ordinance of secession from the United States government, and now waits the result. A bloodless revolution (an unheard of event in history) can scarcely be expected; and yet some of us hope that such may be. Our example will, we firmly believe, to be in a few weeks followed by Florida, Georgia, Alabama and Mississippi. Other States we hope will (although not yet so fully compromised to action) soon fall in with us, and a Southern Confederacy be constructed. You have been so long away from America that you will probably know little of the cause of complaint and sympathize not greatly with the throbbing spirit of our now fully roused country. Besides, we, of the Southern United States, have been constantly so misrepresented, loud mouthed fanaticism has so cried down our institutions, and pretended philanthropy so covered us with slander and falsehood, that it would be asking too much of a far-off spectator to understand and appreciate our action. I wish I could show you how right we are; but it would require a perfect volume of a letter, to give the history of almost half a century of slowly encroaching injustice. I have no right to trouble you with all this, and can only say that slandered as we have been before the world, we yet have courage to “bide our time”, and the day will yet come when the recollection of the honors bestowed on such foul-mouthed railers as Sumner, or a Mrs. Stowe, will bring a blush to the cheeks of those who have been guilty of them. I must trouble you no more about our politics”. (cursivas añadidas)

Y acaba disculpándose por la extensión de la carta, pero no sin antes justificarse manifestando que “even a Woman has the right to wake up when the revolution is afoot, and when our Sons (even boys) throw aside their Greek, Latin and mathematics to practice rifles and study military tactics” (Lounsbury, Louisa S. McCord: Poems 364).

Si en las cartas privadas McCord se mostraba enardecida, no menos eufórica aparecía en sus escritos públicos. Sobre las revoluciones diría en “Separate Secession”:3 “A revolution effected by mere animal excitement is inevitably a failure. Revolutions ought not to be made too easily: they are fierce remedies, for fiercer ills; when rashly applied, they become, like the knife of the surgeon in the hands of the quack, instruments not of healing, but of death” (Lounsbury, Louisa S. McCord 216).

Defensora convencida de la Confederación de estados sureños y del derecho a la secesión, durante la confrontación colaboró activamente en la organización y mantenimiento de hospitales para los soldados, sufragó los gastos de aprovisionamiento de una compañía de soldados en la que se encontraba su hijo, Langdon Cheves McCord, y estuvo al frente, además, de la Soldiers’ Relief Association y de la Soldiers’ Clothing Association de Columbia. La guerra se cobró la vida de su hijo y, tras la victoria unionista, una parte de sus propiedades fue confiscada. Tras el conflicto, las alteraciones que en el mundo sureño introdujeron los cambios de la Reconstrucción la llevaron a marcharse a Canadá, para con posterioridad, regresar a Carolina del Sur, donde, hacia el final de su vida, intentaría componer una biografía de su padre, Langdon Cheves.

Esclavitud y mujer

Como la inmensa mayoría de sureños, Louisa McCord “creía firmemente en un mundo jerárquico, un mundo dictado por la naturaleza y por Dios, en el que todas las personas tenían un lugar según su género y raza” (Fought 101). La historiadora Mary Kelley, sin embargo, interpreta a McCord como víctima de una lucha interna entre sus aspiraciones de notoriedad y sus declaraciones de subordinación femenina. Ejemplos de su defensa a ultranza del papel de la mujer, siempre secundario respecto al del varón en sus escritos, son el poema “The Fire-fly”, una autodescripción en la que solo menciona la fecha de su nacimiento y casamiento, y la actitud de Cornelia, la madre del protagonista de su tragedia Caius Gracchus.

Sin embargo, en la realidad no parece haber existido tal lucha porque McCord era plenamente consciente de la coexistencia de ambas actitudes en ella misma, ya que la defensa de la sociedad patriarcal sureña conllevaba por necesidad la subordinación de la mujer y de la población negra. No era ella sola sino la intelectualidad sureña in totum la que defendía esta posición a partir del surgimiento del abolicionismo radical que equiparaba la libertad del esclavo con la libertad de la mujer. En “The Two Faces of Republicanism: Gender and Proslavery Politics in Antebellum South Carolina”, Stephanie McCurry explica que “by equating the subordination of women and that of the slaves, proslavery ideologues and politicians attempted to endow slavery with the legitimacy of the family and especially marriage and, not incidentally, to invest the defense of slavery with the survival of customary gender relations” (1251).

La posición de McCord a este respecto se hace manifiesta en un largo poema (161 versos) en verso blanco, “Woman’s Progress” (1853), una especie de intento por poetizar su ensayo de 1852 titulado “Enfranchisement of Woman”, un escrito que McCurry califica como “one of the most powerful and coherent proslavery tracts to come out of South Carolina, a virtual model of conservative reasoning” (1257), cuyo propósito era cuestionar en su totalidad el movimiento por los derechos de la mujer.

En 1845 Margaret Fuller había publicado Woman in the Nineteenth Century, una serie de ensayos en los que cuestionaba las definiciones tradicionales de la feminidad y la masculinidad. Entre las mujeres destacadas que incluía en la lucha por la reforma social se encontraban Angelina Grimké y Abby Kelly, abolicionistas pertenecientes al movimiento iniciado por William Lloyd Garrison, quienes habían sido capaces de establecer sus reivindicaciones gracias al poder moral. En la década que siguió a 1848 y la Convención de Seneca Falls, en la que las norteamericanas comienzan a reivindicar la igualdad entre los sexos, McCord, la contemporánea sureña de Fuller, defendió justamente lo contrario, puesto que emprendió la salvaguardia del patriarcado sureño desde su posición como intelectual y comentarista política. Para Mary Kelley, los ensayos que McCord publicó “se leen como si estuviera respondiendo directamente a Fuller”, puesto que, desde una posición antagónica a la norteña, insiste en que la sociedad requiere que algunos de sus componentes —en concreto, las mujeres y los negros— acepten ceder algunos de sus derechos a cambio de las ventajas que se les conceden.

 

En “Enfranchisement of Woman”,4 McCord equipara el abolicionismo al feminismo y al ateísmo: “Justicia, shouts Cuffee, means that I am a sun-burned white man. Justicia, responds Harriet Martineau, means that I may discard decency and my petticoats at my own convenience; and, Justicia, echo her Worcester Convention sisters,5 means extinction to all laws, human and divine”. Las mujeres defensoras de la igualdad son, para McCord, “moral monsters”, “things which nature disclaims” (en Lounsbury, Louisa S. McCord 107, 110), mujeres que se convierten en hombres, pues la mujer está llamada a cumplir su destino como mujer, no a oponerse a él (“Fulfil thy destiny, oppose it not” [Lounsbury, Louisa S. McCord 110]). La igualdad de la mujer con el hombre acarrearía la destrucción de las relaciones sociales, fundamentadas en una jerarquización, y tendría las mismas consecuencias que la emancipación de los negros.

La estabilidad de la sociedad sureña patriarcal se basaba, de esta manera, en la defensa de sus tres pilares fundamentales: la jerarquización social por clases, la diferenciación racial y la subordinación de las mujeres. Si uno de estos pilares se derrumbara, la sociedad sureña se vendría abajo también (Kelley 227). Cuestionar la esclavitud significa cuestionar la autoridad divina, la autoridad de la naturaleza que ha decretado un lugar inferior tanto para las mujeres como para los negros. Diane Roberts opina que, tras las invectivas de McCord hacia otras defensoras de la emancipación de la mujer como Harriet Martineau o Frances Wright, se esconde el temor al mestizaje (Roberts 63), simbolizado en su ensayo por la imagen de la mujer blanca cabalgando sobre los hombros del negro. Mestizaje y sufragio femenino van unidos. Para McCord, la igualdad entre los sexos llevaría inexorablemente a la igualdad racial y, por ende, a la corrupción de la feminidad blanca: “Imagine the lovely Miss Caroline, the fascinating Miss Martha, elbowing Sambo for the stump! All being equals, and no respect for persons to be expected, the natural conclusion is, that Miss Caroline or Martha, being indisputably (even the Worcester conventionalists will allow that) corporeally weaker than Sambo, would be thrust into the mud” (Lounsbury, Louisa S. McCord 115)).

Por lo que respecta al tema concreto de la esclavitud, McCord pertenece al grupo de mujeres estadounidenses que, desde el siglo XVIII, participaron en el debate racial. De la misma manera que Mary H. Eastman o Caroline Gilman, McCord pensaba que el color era la categoría de diferenciación absoluta: “They defined their position as elevated because they firmly believed that blackness was a class, carrying degradation, dirt, savagery, stupidity and vice within it like a virus” (Roberts 9).

Como explica Leigh Fought, para McCord, al igual que para sus contemporáneos sureños proesclavistas, la defensa del sistema esclavista giraba en torno a tres argumentaciones. La primera defendía que la esclavitud prestigiaba a los blancos, permitiéndoles dedicarse a otras actividades más excelsas y alejadas del trabajo manual; la segunda declaraba que permitía controlar la sociedad de manera eficaz, dado el estado de salvajismo de la población negra; y la tercera defendía que elevaba la vida de estos mismos negros (102). Por su parte Alfred L. Brophy resume el pensamiento proesclavista de McCord en un párrafo, en el que argumenta que, para la sureña, la libertad era el don más preciado cuando lo disfrutaban aquellos para los que había sido creada. Sin embargo, y tal como se evidenciaba desde las Sagradas Escrituras, la etnografía y la historia, los negros no estaban hechos para la libertad sino para la esclavitud y, en consecuencia, este era el sistema que mejor aseguraba la estabilidad y mantenimiento de la sociedad sureña. Aunque era cierto que en algunos casos los amos no cumplían con sus deberes con los esclavos, lo más sensato era dejar que el sistema se viera regido por los sentimientos de los propios amos y no por ordenanzas legales (50).

En su artículo “Negro and White Slavery—Wherein Do they Differ?”,6 McCord declara que “Negro emancipation would be inevitably the death-blow of our civilization. By ours, we meant not ours of Georgia, Alabama, Mississippi or Carolina—nay, nor of these Southern United States—nay, nor of this whole great empire, this young giant, whose infant strength startles its European forefathers with its newborn might; but ours—our civilization of this world of the nineteenth century, must fall with negro emancipation” (Lounsbury, Louisa S. McCord 198). La esclavitud es, de esta manera, la esencia imprescindible de la civilización occidental y la raza constituye la distinción más visible existente entre las personas que, por definición, no son iguales.

Las ideas de McCord en sus escritos no son novedosas sino que se hace eco del debate existente, tanto en Norteamérica como en Europa, sobre el nuevo modo de producción capitalista. Si los abolicionistas criticaron las míseras condiciones de vida del esclavo sureño, los proesclavistas respondieron atacando las del proletariado de Gran Bretaña. De ahí que las novelas que intentaron contestar a los argumentos de Harriet Beecher Stowe en Uncle Tom’s Cabin (1851) utilizaran estas mismas premisas y criticaran el sistema británico de clases sociales, y manifestaran que el abolicionismo, cuyos orígenes se remontaban a la Inglaterra de finales del siglo XVIII, se había construido como una conspiración dirigida hacia la destrucción del republicanismo norteamericano.

Muchas fueron las norteamericanas proesclavistas, tanto norteñas como sureñas, que censuraron a Stowe, pero McCord fue quien la criticó con más dureza por haber escrito, según ella, una novela indecente, es decir, pornográfica (Roberts 62). En su recensión de la obra, “Uncle Tom’s Cabin”,7 la autora sureña acusó a Stowe de mostrar un gusto literario abyecto y enfermizo, de vulgaridad, de relacionarse con negros, mulatos y abolicionistas, de desconocimiento de la auténtica realidad de la plantación sureña, de fantasear peligrosamente con una verdad histórica que manipulaba sin reparos, de mentir flagrantemente, y de faltar a los mínimos requisitos de la decencia y la verdad. McCord arremete contra el abolicionismo y el movimiento por los derechos de la mujer argumentando que son antinaturales, perversiones del orden natural que gobierna el sistema sureño patriarcal de la plantación. Uncle Tom’s Cabin es un cúmulo de indecencia, una fábula gótica de horrores exenta de cualquier rastro de virtud cristiana, escrita para satisfacer el gusto malsano de unos lectores acostumbrados desde hace tiempo “with the naseous diet, still with a constant craving, like that of the diseased palate of the opium eater, for its accustomed drug. For such tastes, Mrs Stowe has catered well” (“Uncle Tom’s Cabin” 247-248).

Contra los abolicionistas británicos que habían recibido con entusiasmo la ficción antiesclavista de Stowe, McCord publicó algunos ensayos en los periódicos sureños, y contra la benefactora de la novelista en Inglaterra redactó una carta abierta, “Letter to the Duchess of Sutherland from a Lady of South Carolina” (1853), en la que emulaba a Edmund Burke y su Letter to a Noble Lord (1796).8 Para McCord, Stowe es una escritora sensacionalista que si bien se esforzaba por describir los horrores de lo que ella imaginaba que eran las atrocidades cometidas bajo el sistema esclavista, no era capaz de pensar en la Norteamérica de pesadilla que resultaría de la abolición de la esclavitud. Para ilustrar este paisaje de íncubo, McCord recurre al tema tradicional dentro del pensamiento proesclavista: a la Revolución haitiana, ocurrida entre 1791 y 1804, y a la cruenta insurrección de los esclavos contra los amos. La esclavitud obedecía al orden natural y divino, y su desaparición llevaría consigo la tergiversación de uno y otro, lo que resultaría en una anarquía política, social, cultural e incluso sexual para la nación.

McCord acusa a Stowe de gran crueldad y falta de humanidad puesto que el esclavo “cannot see nor conceive the ‘liberty’ which you would thrust upon him, and it is a cruel task to disturb [the slave] in the enjoyment of that life to which God has destined him. He basks in the sunshine, and is happy. Christian slavery, in its full development, free from fretting arrogance and galling bitterness of abolition interference, is the brightest sunbeam which Omniscience has destined for his existence” (Lounsbury, Louisa S. McCord 280). McCord utiliza lo que Joy Jordan-Lake denomina “la teología de la blancura” (theology of whiteness), es decir, un marco que tergiversa el lenguaje religioso para respaldar los intereses económicos de la cultura patriarcal blanca, y que incluye, además, la creación de una deidad hecha a su propia imagen y semejanza: blanca, masculina, indiferente a la injusticia y celosa en el castigo de las transgresiones de las fronteras raciales, de género y de clase. Para Jordan-Lake, al hacer de Dios el supremo creador y defensor de la esclavitud y, por lo tanto, librar de cualquier responsabilidad a los esclavistas, McCord entiende que “los blancos no oprimen a los esclavos negros ni tampoco persiguen ningún provecho económico, sino que se limitan a obedecer lo que el Todopoderoso ha decretado sobre ellos” (xvi). De esta manera, oponerse a la esclavitud es oponerse a la autoridad divina.