Los relatos del nacimiento de Jesús

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En primer lugar, tenemos que “dejar ser” a la Biblia. Es decir, no debemos pretender encasillarla en un todo “ordenado” y “armónico”, como si fuese una suma de teología donde cada uno de sus elementos encaja perfectamente con el todo. Una tal pretensión implicaría un serio desconocimiento de la Biblia.

En segundo lugar, tenemos que entender esa diversidad, no como una “amenaza”, sino como expresión de riqueza: en los textos bíblicos no hay una única voz. La Biblia es plural: son plurales sus relatos, sus teologías, sus descripciones. No ha sido redactada por un solo autor ni se origina en un único momento. Es el fruto de tradiciones diversas, en un período amplio de tiempo, en un complejo proceso de desarrollo.

Por ello, es más que comprensible que nos encontremos con esta pluralidad que algunas veces nos puede desconcertar. Les sucedía lo mismo a muchos cristianos. En la antigüedad, cuando algunos intérpretes se encontraban con estas diferencias, optaban por diversas soluciones: intentaban pasarlas por alto, minimizarlas o armonizarlas entre sí. Se ofrecían, para ello, explicaciones rebuscadas de las diferencias, intentado hacerlas concordar entre sí a toda costa. Era una armonización forzada. Todos estos procedimientos no eran más que intentos de solución para explicar los problemas que se presentaban debido a una interpretación literal de los textos. Esta forma de leer la Escritura desconocía, entre tantas otras cosas, los géneros literarios, las intenciones y las teologías de los autores o las características de los relatos mismos. Lamentablemente aún hoy encontramos intentos de este tipo. Ello es un procedimiento irrespetuoso de la naturaleza de la Biblia.

Hoy la interpretación bíblica científica, por el contrario, busca poner de relieve y explicar las diferencias por otros caminos. Se las deja simplemente coexistir sin intentar conciliar lo que en la mayoría de los casos no es posible ni adecuado. Hay una razón muy importante: los especialistas lo hacen no sólo por respeto a los textos, sino también porque por medio de las diferencias, se percibe el aporte propio de cada autor, su teología, sus intenciones y el contexto en el que se originan los textos. Se asume la diversidad de géneros literarios y los modos de expresión en relación con la mentalidad de la época. Por otra parte, especialmente con los evangelios, por medio de las diferencias entre los relatos nos acercamos al complejo desarrollo de las tradiciones que recogieron, leyeron y actualizaron en diversos contextos los datos o recuerdos disponibles.

Volviendo a los relatos del nacimiento de Jesús, podemos decir que, en cierta manera, ellos son un claro ejemplo del fenómeno literario que se encuentra en toda la Biblia, desde la primera a la última de sus páginas. Son como “un botón de muestra”. Se trata de dos relatos distintos que tienen algunos elementos en común, pero que, a la vez, transmiten datos que no pueden conciliarse unos con otros. Ello no significa que el autor “mienta” o que “intente engañar”, sino simplemente que la Biblia –el Nuevo Testamento en este caso– recoge y testimonia teologías o tradiciones diversas en las que se manifiesta cómo los creyentes del primer siglo entendieron, actualizaron y transmitieron su fe en Jesús.

Adentrarnos atentamente en ellos será una aventura fascinante que seguramente nos abrirá muchas perspectivas. Pero también, estudiarlos en profundidad nos permitirá adquirir una manera adecuada de entender toda la Escritura. Nos prevendrá de caer en una interpretación insuficiente o superficial como puede serlo la interpretación literal. Dicho de forma positiva: nos permitirá gustar la riqueza y comprender el sentido teológico de los textos.

Todo lo dicho nos sumerge de lleno en una cuestión fundamental y que quizás es la que más merece una atención particular: la relación de los relatos y de las tradiciones recogidas en la Biblia con la historia. Es un tema crucial. Lo vemos en el siguiente parágrafo.

No todo lo que se narra en la Biblia es historia

Seguramente recordamos el famoso caso de Galileo Galilei y los conflictos que tuvo por su defensa de las ideas copernicanas. Si bien es necesario interpretar ese hecho en su contexto histórico propio, sin hacer lecturas o juicios anacrónicos y a la luz de las investigaciones recientes, es cierto que lo sucedido en el siglo XVII pone de manifiesto una comprensión errónea de la naturaleza de la Biblia y de su interpretación: se sostenía que la teoría del movimiento de la Tierra y la inmovilidad del Sol eran contrarias a la enseñanza de la Escritura. Es decir, se interpretaban algunas afirmaciones de la Escritura como verdades científicas.

Hoy ya nadie sostiene que expresiones, detalles o incluso pasajes de la Escritura pretendan hacer afirmaciones científicas, ya sean naturales, biológicas o astronómicas. Nadie considera que la autoridad de la Escritura queda en jaque o en entredicho por el hecho de que alguien evidencie expresiones inexactas desde un punto de vista científico. Se es consciente de que la Biblia no persigue esta finalidad y simplemente refleja la mentalidad común de la época en que fue escrita.

Sin embargo, esto que vale y es aceptado normalmente sin problemas en el ámbito de las ciencias naturales no siempre se aplica adecuadamente en el campo de otra rama del saber científico como es la historia. A pesar de los importantes avances de los estudios bíblicos contemporáneos, todavía predomina en muchos ambientes una forma de interpretación que tiende a entender todo lo narrado en sus páginas como hechos históricos en sentido estricto. De alguna manera, podría decirse que se confunde “inspiración bíblica” con “verdad histórica”.

No es infrecuente encontrar interpretaciones inadecuadas o escuchar explicaciones que dan por supuesto cosas que la ciencia exegética –la disciplina que estudia la Biblia de manera científica– ya ha superado hace tiempo. Ello se debe a un profundo desconocimiento de su mundo.

La actualización de la formación bíblica es, por ello, fundamental para no tergiversar el sentido de la Escritura y para no hacerla irremediablemente extraña a los oídos contemporáneos. La Iglesia misma, a lo largo de su historia, ha ido asumiendo progresivamente los resultados de las investigaciones exegéticas y evolucionando en sus afirmaciones magisteriales. Con otras palabras: ha ido creciendo en su comprensión de la Escritura.

La necesidad de actualización tiene que ver con la dignidad de la persona humana y con la grandeza de su inteligencia. Es un requisito fundamental para poder dirigirse a un interlocutor adulto, crítico y formado en diversos ámbitos del saber. En este sentido, el biblista argentino H. Simian-Yofre pone de relieve la contribución invalorable de los métodos históricos para entender la Biblia. Gracias a ellos, sostiene, hoy no es necesario “atormentar” nuestra inteligencia debiendo aceptar la creación del mundo en siete días, la historicidad del arca de Noé o la composición del Pentateuco por parte de Moisés (Simian-Yofre 2001, 83). Podríamos agregar más de un ejemplo de la Biblia que hoy causa un “tormento mental” a sus lectores cuando se cree que hay que entenderlos al pie de la letra. Hoy los estudiosos más serios del mundo interpretan de manera diversa la “historia” de los patriarcas, el éxodo, el paso del Mar Rojo o la conquista de la Tierra prometida (Ska 2003, 133-139). Nada de ello atenta contra la fe, sino que más bien la libera de interpretaciones insuficientes y literales. El conocido biblista español J. L. Sicre sintetiza lo dicho con un ejemplo puntual pero representativo: “(P)ara indicar la íntima relación entre todas las tribus que terminaron formando el pueblo de Israel las presentan descendiendo de un solo personaje, Abrahán. Decir que todos los israelitas proceden de Abrahán es tan absurdo como decir que todos los españoles residentes en Alemania descienden de Juan Gómez, un andaluz que emigró a aquellas tierras en el siglo XIX. Pero a los autores bíblicos no les interesa la objetividad histórica, sino fomentar la unión entre las tribus” (Sicre 82002, 23).

Si bien para muchos todo esto puede resultar una obviedad, es suficiente leer algunas publicaciones o escuchar algunas explicaciones u homilías para constatar que aún ello no es tan evidente.

En primer lugar, tenemos que afirmar ciertamente que los evangelios contienen un núcleo histórico. El Concilio Vaticano II enseña explícitamente la historicidad de los evangelios. Pero afirmar la historicidad de los evangelios no significa que todo lo narrado haya de interpretarse de este modo. Entre otras cosas, ello se debe a que, como también enseña la Iglesia, los evangelios son documentos de fe: la suponen y la proclaman. Los evangelios reflejan también esa dimensión.

Los expertos y los historiadores del cristianismo no pueden obviar el estudio, con determinados criterios, de los textos del Nuevo Testamento y, en especial, de los evangelios. Son una fuente irreemplazable para acercarnos a la vida histórica de Jesús. Sin embargo, es necesario discernir y rastrear este núcleo histórico al que podemos acceder, distinguiéndolo cuidadosamente de lo que han sido actualizaciones, adaptaciones o desarrollos teológicos posteriores, fruto de la reflexión creyente. Dicho en breve: en ellos encontramos un núcleo histórico, pero “envuelto” en un ropaje teológico que es imprescindible discernir. Para ello, no se puede pasar por alto el contexto propio en el que se originan los evangelios, las múltiples tradiciones que recogen, la finalidad que persiguen y los géneros literarios y modos de expresión que se utilizan.

Por todo ello, los investigadores bíblicos han desarrollado y perfeccionado a lo largo del tiempo distintos criterios, métodos y herramientas para una interpretación histórica adecuada. No podemos entrar aquí en esta cuestión. En cambio, optamos por presentar a grandes rasgos el proceso de formación de los evangelios para ayudar a los lectores a comprender mejor sus textos, sus afirmaciones, su sentido y su alcance.

 

Los evangelios no han caído del cielo

Pocas veces nos detenemos a pensar o a investigar sobre cómo se formaron los cuatro evangelios que encontramos en el canon del Nuevo Testamento. Generalmente los leemos o meditamos sin cuestionarnos demasiado y sin preguntarnos por su origen, época y finalidad. Incluso puede ocurrir que estemos familiarizados en general con sus relatos y enseñanzas, pero que no sepamos decir cuál de los cuatro lo ha escrito o si alguno de ellos tiene una versión diversa o ampliada de un hecho determinado. Un número importante de personas no suele prestar atención a tales diferencias que, sin embargo, son fundamentales para una interpretación adecuada.

¿Cómo, dónde y cuándo se formaron los evangelios? ¿Cuáles son los aspectos más destacados de cada uno? ¿Qué finalidad persiguen? ¿Qué fuentes usaron para su redacción? ¿Cómo se explican las semejanzas? ¿Y las diferencias? ¿Son conciliables entre sí? Todo lo narrado, ¿sucedió tal cual lo encontramos en los textos?

Éstas y muchas otras preguntas vienen a nuestra mente cuando nos acercamos a ellos con intención de entenderlos en profundidad. Ello es un paso necesario y “saludable” que permite una mejor comprensión del mensaje evangélico y de los ambientes en los que se desarrolló.

Comencemos con una distinción importante que debemos tener siempre en cuenta. Sabemos que el canon del Nuevo Testamento contiene cuatro evangelios, designados según los nombres a los que se atribuye la redacción: Mateo, Marcos, Lucas y Juan. No entramos aquí en la compleja cuestión de la autoría de los evangelios, sino que simplemente utilizamos estos nombres tradicionales para identificarlos.

Los tres primeros presentan la mayor semejanza entre sí y se los puede leer y comparar en una mirada de conjunto. Por ello los expertos los denominan “evangelios sinópticos”. El cuarto evangelio, en cambio, es un mundo totalmente diverso. Las coincidencias con los sinópticos son menores, el lenguaje y el estilo son notablemente distintos y narra muchos acontecimientos que no relata ninguno de los otros tres.

Durante mucho tiempo se ha explicado el proceso de la formación de los evangelios de una manera muy simple: Jesús no escribió nada, pero sus obras y sus enseñanzas fueron recogidas y puestas por escrito por testigos oculares (el caso de los apóstoles Mateo y Juan) y por discípulos cercanos a los apóstoles (el caso de Marcos y de Lucas).

Según esta explicación, la formación fue un proceso sencillo: el mensaje y los hechos objetivos pasaron directamente de Jesús a los apóstoles y de éstos, a su vez, a los evangelistas. Los apóstoles habrían transmitido un conjunto de enseñanzas homogéneo y fiel de todo aquello recibido directamente de Jesús. El momento de diversificación se habría verificado recién con los evangelistas que, no obstante, se habrían limitado a escoger, sintetizar y explicar lo recibido teniendo en cuenta la situación de las comunidades destinatarias. En el caso de Mateo y de Juan, habrían escrito a partir de su memoria y de sus recuerdos. Marcos, en cambio, se habría servido del testimonio directo del testigo ocular por excelencia: Simón Pedro. Lucas habría recogido la enseñanza autorizada de Pablo, si bien el apóstol no había sido un testigo ocular.

Sin embargo, este modo de interpretación no explica, entre tantas otras cuestiones, porqué existen tantas diferencias y perspectivas diversas de los acontecimientos narrados. Si sus autores hubiesen sido testigos oculares o hubiesen tenido contacto directo con los apóstoles no deberíamos tener tantas diferencias significativas entre los relatos.

Hoy la ciencia bíblica sabe que el proceso de formación ha sido mucho más complejo que la simple sucesión “Jesús – Apóstoles – Evangelistas”. Los evangelios han alcanzado su forma definitiva a finales del siglo I, muchos años después de la muerte de Jesús. Durante todo ese período importante de tiempo el acontecimiento de Jesús, confesado como el Cristo, fue predicado, interpretado y explicado de una manera rica y plural, en contextos diversos y para destinatarios distintos. En las páginas mismas del Nuevo Testamento encontramos diversos nombres de predicadores que no formaban parte de los doce “apóstoles”: Santiago, hermano del Señor (Gal 1,19), Febe, Prisca y Áquila, Andrónico y Junia (Rom 16,1-7; 1 Co 16,19), Bernabé (1 Co 9, 6; Gal 2,9), Apolo (1 Co 1,12), Silvano (2 Co 1,19), Timoteo (2 Co 1,1), Tito (2 Co 8,23), Evodia, Síntique, Sícigo, Clemente (Flp 4,2-3). En las comunidades paulinas no se encontraban sólo apóstoles, sino también profetas y maestros (1 Co 12, 27-28).

Normalmente se pasa también por alto un dato histórico fundamental: el cristianismo ha sido desde su origen un movimiento plural (Aguirre Monasterio 2010, 195; Gil Arbiol 2011, 197-235). Los evangelios son expresión de una rica y pluriforme tradición. O, mejor dicho, los evangelios son el fruto de diversas tradiciones que reflejaron de manera rica y compleja el acontecimiento de Jesús. Todo ello en el marco de una cultura oral que daba primacía a la comunicación verbal (Guijarro Oporto 2010, 104-110) y en el contexto de una expansión por diversos lugares y entre culturas diversas: de Palestina a la cuenca del Mediterráneo, a Occidente y a Oriente; de un medio rural a un medio urbano; y desde la cultura judía palestinense a la diáspora y a la cultura griega (Guijarro Oporto 2010, 111). Una propuesta interesante para explicar el complejo proceso de trasmisión de los recuerdos sobre Jesús pone de relieve cuatro elementos fundamentales: pluralidad, desde los inicios, de los flujos de transmisión de los materiales sobre Jesús, pluralidad de grupos que difundieron esas informaciones, pluralidad de lugares en los que se transmitió y parcialidad de las informaciones que cada grupo poseía sobre Jesús (Destro/Pesce 2014, 81).

En el Nuevo Testamento mismo encontramos algunos indicios de diversidad de prácticas o de interpretaciones y no sólo de acentos en relación con la predicación (Hch 19,1-7; Gal 2,11-14; 5,1-12; Flp 3,2-4). Ellos no son más que rastros de una realidad mucho más amplia. Hasta la composición de textos escritos hay un complejo proceso de transmisión. “Las narraciones sobre Jesús (…) pasan por diversas fases temporales, lugares y grupos diferenciados (…). Durante estas fases se verifican modificaciones relevantes en los modos en los cuales las noticias se reelaboran y circulan a causa de la modificación de las condiciones históricas y de la diversidad de los ambientes. En un cierto punto, personas que no lo habían conocido jamás comenzaron a transmitir informaciones sobre Jesús. Sobre él se comenzó a hablar en ambientes mixtos o no judíos, con personas que vivían de preocupaciones y expectativas culturales bien diversas de aquellas de Jesús” (Destro/Pesce 2014,12). Obviamente que, dadas estas características, el anuncio necesariamente debía actualizarse y adaptarse. De lo contrario, hubiese estado condenado al fracaso.

Una teoría sobre la composición de los sinópticos

Vayamos ahora a los evangelios que llamamos “sinópticos”: Mateo, Marcos y Lucas. Es un hecho innegable y aceptado por todos los especialistas que existe una clara dependencia literaria entre estos tres escritos. De lo contrario, sería imposible encontrarnos con tres obras tan semejantes entre sí. Incluso, en ocasiones, hasta la redacción es prácticamente idéntica y, en amplias secciones, la sucesión de los episodios es la misma. No podemos entrar aquí en un análisis pormenorizado.

El hecho de tener tres versiones tan semejantes entre sí ha llevado a los investigadores a formular diversas teorías para explicar su formación y responder a las preguntas que se plantean: ¿cuál fue el primero en ser puesto por escrito y que sirvió de base para los otros? ¿Cómo se han originado los demás? ¿Cómo se explican las semejanzas que existen sólo en dos de ellos? ¿Y los relatos y pasajes propios o exclusivos de cada uno? (Guijarro Oporto 2018, 76-78)

Ninguna de las teorías formuladas a lo largo de la historia de la investigación resuelve todos los problemas que plantean los textos cuando se los compara detenidamente. Todas dejan más o menos puntos sin una explicación satisfactoria. No obstante, de entre todas las teorías existentes hay una que es la que mejor explica el fenómeno de las tres versiones y deja menos interrogantes sin responder. Es la llamada “teoría de las dos fuentes”.

¿En qué consiste? Basándose en muchos elementos e indicios, esta teoría sostiene que el primer evangelio escrito ha sido el de Marcos. Se trata del más breve y está formado fundamentalmente por narraciones, con pocos discursos o enseñanzas de Jesús. Cuando se analizan los otros dos evangelios, se constata que han tomado la misma sucesión de episodios y sobre esta base han agregado modificaciones propias, según sus respectivas intenciones teológicas. En algunas ocasiones se constata también que han mejorado la redacción de Marcos (Perkins 2009, 19-22).

A su vez, los especialistas observan que existe mucho material que sólo Mateo y Lucas tienen en común: se trata principalmente de dichos y enseñanzas que no se encuentran en Marcos. Ello es una evidencia de que ambos evangelistas se han servido también de otra fuente, distinta de Marcos, que los expertos denominan “fuente de dichos”, surgida probablemente en Palestina o Siria, antes del año 70. En opinión de algunos, este escrito fue redactado entre el 40 y el 65 (Theissen 2007, 63). En el lenguaje técnico se la designa con la letra Q, porque ésta es la inicial de la expresión alemana Quelle que significa “fuente”. Ambos evangelistas han usado el material de esta fuente de dichos, pero lo han hecho de manera independiente. Lo han incorporado en sus respectivos evangelios de forma diversa, sin bien en ocasiones las formulaciones y el orden son semejantes (Theissen/Merz 42008, 46-47; Pesce/Destro 2014, 36).

En síntesis: los evangelios de Mateo y de Lucas se formaron a partir de dos fuentes escritas principales: el evangelio de Marcos, para las narraciones, y una fuente de dichos o colección de enseñanzas sueltas de Jesús. Hoy esa fuente de dichos no existe más, pero tenemos indicios de que existió y de que fue usada. La razón probable de que no haya llegado hasta nosotros es que dejó de copiarse y transmitirse como obra independiente por haber sido incorporada a otros evangelios. “¿Qué sentido tendría seguir copiando el documento Q después de que Mateo y Lucas lo integraran en sus respectivas vidas de Jesús?” (Guijarro Oporto 2010, 167). Hay una prueba indirecta de la existencia de esta fuente o colección de dichos porque conocemos otra obra antigua que está formada fundamentalmente por dichos de Jesús: es el evangelio de Tomás. Esta obra no forma parte del canon del Nuevo Testamento, pero su existencia documenta la circulación de este tipo de colecciones de dichos.

Además, cada evangelista ofrece información que le es exclusiva. Ello se debe, según esta teoría, a fuentes propias y a tradiciones recibidas en su ambiente particular. Pero también cada evangelista ha intervenido creativamente y ha dejado las huellas de su redacción personal en el texto. No hizo un simple resumen o adaptación de lo recibido, sino que en el texto refleja su propia comprensión teológica de la vida, obra y enseñanza de Jesús.

¿Cuándo y dónde fueron escritos los evangelios?

No podemos tratar aquí esta cuestión de manera exhaustiva. Simplemente nos limitamos a ofrecer de manera sintética la opinión fundamentada de un buen número de expertos sobre la datación de estos escritos.

Como hemos visto, la teoría mencionada parte de la prioridad del evangelio de Marcos. Si bien no hay un consenso absoluto entre los especialistas, podemos aseverar que este escrito, el primero en ser redactado, aparece en torno a los años 70 de nuestra era. Según algunos especialistas, el texto del evangelio de Marcos refleja el conocimiento de la guerra judía (66-74 d. C). El autor parece suponer ya la destrucción del Templo de Jerusalén (cf. Mc 13,1-2) o, al menos, muestra que de alguna manera se la esperaba o era previsible (Theissen/Merz 42008, 45).

El lugar de composición no es claro ni los especialistas han logrado un acuerdo sobre este punto. Muchos se inclinan por Roma, por diversas razones (Ebner 22009, 14-16), pero para otro las razones aportadas no son totalmente convincentes. Algunos sugieren también que podría haberse escrito en la región siro palestina (Guijarro Oporto 2010, 133).

 

El evangelio de Marcos se dirige fundamentalmente a cristianos de origen no judío. Ello se puede deducir porque el evangelista explica costumbres que son judías: “Es que los fariseos y todos los judíos no comen sin haberse lavado las manos hasta el codo, aferrados a la tradición de los antiguos y, al volver de la plaza, si no se bañan no comen; y hay otras muchas cosas que observan por tradición, como la purificación de las copas, jarros y bandejas” (Mc 7,3-4). Esta aclaración no sería totalmente comprensible si el autor tuviese lectores judíos como destinatarios. Ello no significa que no haga referencias al Antiguo Testamento o que refleje elementos propios del judaísmo (Mc 1,2-3; 7,6; 7,10; 9,2-8; 12,26; 12,35-37).

El evangelio de Mateo fue escrito hacia los años 80. Tampoco hay acuerdo sobre el lugar de redacción y las propuestas han sido variadas y diversas. Hay autores que hablan de una proveniencia galilea, pero según muchos otros, fue escrito probablemente en alguna ciudad de la provincia romana de Siria (Luz 52002, 103-104; Theissen/Merz 42008, 49-50; Brown 1999, 46-48). Hay una mención de la provincia junto con otros lugares que habrían pertenecido a ella: “Su fama llegó a toda Siria (…). Y lo siguió una gran muchedumbre de Galilea, Decápolis, Jerusalén y Judea, y del otro lado del Jordán” (Mt 4,24-25). La mención de Siria sólo se encuentra en Mateo y en Lucas, en relación con el ministerio y el nacimiento de Jesús, respectivamente (Kampen 2019, 14-16). También se ha hecho notar que la primera cita del evangelio de Mateo se encuentra en Ignacio de Antioquía y ello puede ser un indicio importante de su lugar de origen (Theissen 2007, 188).

Muchos especialistas sostienen que está dirigido fundamentalmente a una comunidad judeocristiana. Ello puede verse en el interés que tiene el autor en el cumplimiento de la Torah –los primeros cinco libros de la Biblia o también llamada la “Ley” – y en el énfasis que pone en marcar la continuidad y no la ruptura con Jesús. Pero el evangelio de Mateo refleja también la misión a los “paganos” (M1 28,19), a quienes ha de llevarse la enseñanza de Jesús (Perkins 2009, 194).

El tercer evangelio se encuentra muy próximo a él en el tiempo (Wolter 2008, 10). El texto de Lucas se destaca por estar inserto en un contexto grecorromano, pero ello no significa que esté ausente el universo judío. Durante mucho tiempo se afirmó que el autor del tercer evangelio era un cristiano proveniente directamente del “paganismo”, un pagano simpatizante del judaísmo (“temeroso de Dios”) o un pagano convertido al judaísmo antes de conocer el cristianismo (“prosélito”). En ninguno de estos casos se consideraba que el autor fuese de origen judío. Entre las razones para llegar a tal conclusión se mencionaban algunas imprecisiones en su evangelio acerca de la geografía de Palestina o en relación con el culto judío. Otra razón frecuentemente aducida es la formación griega que reflejan sus escritos.

Sin embargo, hoy ninguna de estas razones resulta decisiva. Se sabe que incluso autores indudablemente judíos como Filón o Flavio Josefo tienen informaciones imprecisas sobre Israel (Hengel 1995, 28-35). Por eso, algunos expertos consideran que es posible pensar que el autor haya sido judío, pero nacido en la diáspora, con formación griega, y convertido luego al cristianismo (Wolter 2008, 9; Padilla 2009, 437). El evangelio deja traslucir en diversas ocasiones el mundo del Antiguo Testamento. Su preocupación por Israel (Lc 1,16; 1,54; 1,68; 1,80; 2,25-34; 22,30; 24,21), su conocimiento o referencia a la Escritura (Lc 4, 18-19; 4,25-27; 11,29-32; 24,25-27; 24,44-47), la importancia dada a Jerusalén (Lc 9,51-53; 13,34; 17,11; 18,31; 19,11) y al Templo (Lc 1,9; 2,27-37; 2,46; 18,10; 20,1; 21,37-38 24,53) difícilmente puedan atribuirse, sin más, a un pagano convertido al cristianismo. Hoy tenemos información acerca de la veneración de Israel y de Jerusalén por parte de judíos de la diáspora (Desilva 2012, 277-278). Su formación cultural no es incompatible con su identidad judía: los judíos de la diáspora podían acceder a la formación en la lengua y en la cultura griega. Conocimientos y familiaridad con la lengua griega, con la literatura, filosofía y retórica no suponían renuncia a la identidad judía (Desilva 2012, 281-283).

No se puede excluir que el autor haya crecido en una familia y en un medio judío (Wolter 2008, 10), que haya sido un hombre de dos mundos que conoció el cristianismo y se convirtió a la fe en comunidades probablemente paulinas. Mateo, en cambio, según algunos autores, parece desconocer la teología de Pablo.

Sobre el lugar de redacción, tampoco es posible llegar a un dato seguro. Se han propuesto diversas posibilidades: Cesarea Marítima, Éfeso, Corintio, Roma, Antioquía o algún lugar de la provincia de Siria (Wolter 2008, 10).

El cuarto evangelio, muy distinto de los tres sinópticos, es el más tardío de todos. Fue escrito probablemente hacia finales del siglo I de nuestra era o principios del siglo II. Sobre el lugar de redacción no hay tampoco acuerdo entre los expertos. Entre los lugares propuestos podemos mencionar: Éfeso o algún lugar de Asia Menor, Alejandría en Egipto, Palestina o Transjordania. También, con interesantes argumentos, se ha propuesto la provincia de Siria (Theobald 2009, 94-98: Zumstein 2014, 38). Esta diversidad de posturas muestra la complejidad de la cuestión.

Por su contenido, sus acentos y sus temas, es un evangelio que está dirigido claramente a una comunidad de origen judío. Referencias a Abraham (Jn 8,33-40; 8,52-58), a la Torah (Jn 1,17; 1,45; 7,19-23; 7,49-51; 10,34; 12,34; 15,25; 18,31; 19,7), a Moisés (Jn 5,45-46; 7,22-23; 9,28-29), al maná (Jn 6,32) o la serpiente en el desierto (Jn 3,14) lo ubican en el universo religioso de Israel. El evangelio tiene una trama hilvanada con diversas fiestas judías (Jn 2,13; 6,4, 7,2; 10,22; 18,28; 19,31). Los especialistas también destacan el conocimiento geográfico y muchas informaciones sobre Jerusalén y Judea anteriores al año 70 que son corroboradas por la arqueología (Charlesworth 2010, 22; 31-32; 40-43). No obstante, se respira un judaísmo que no es comparable con el que se refleja en el evangelio de Mateo ni con el judaísmo de la diáspora característico de Lucas. Se ha dicho que puede acercarse a un judaísmo marginal, diverso al rabínico-fariseo característico del período posterior a los años 70. También algunos autores han afirmado que se pueden identificar semejanzas con el judaísmo helénico (Zumstein 2014, 35-36, Vermes 2006 b, 11-12). Como vemos, el abanico es polícromo: podríamos decir que es un evangelio del todo particular (Rivas 32013, 13-22).

Tras esta breve y rápida introducción, estamos en condiciones de iniciar nuestro estudio de los relatos del nacimiento de Jesús. Notemos aquí que utilizamos la expresión “relatos del nacimiento” y no “relatos de la infancia”. Si bien esta última expresión está bastante difundida, consideramos que es inexacta. En sentido estricto, estos relatos no narran su infancia, sino fundamentalmente algunas circunstancias en torno a su nacimiento. Mateo es más que escueto en su mención de una estadía del niño con sus padres en Egipto y Lucas refiere sólo una anécdota de esta etapa cuando relata que Jesús, durante un viaje a Jerusalén, se quedó en el Templo entre los doctores sin que se dieran cuenta sus padres (Lc 2,41-50).

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