Madre feminista

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Madre feminista
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MADRE FEMINISTA

Agnieszka Graff

Traducción y notas:

Katarzyna Górska e Irene Tetteh


Madre feminista

Primera edición, 2021.

Del original Matka Feministka, Varsovia 2014,

© Wydawnictwo Krytyki Politycznej, 2014.

© Agnieszka Graff

De la traducción y notas:

© Katarzyna Górska, © Irene Tetteh

Diseño de portada:

© Sandra Delgado

© Editorial Ménades, 2021

www.menadeseditorial.com

ISBN: 978-84-122600-7-6


Prólogo

Madre feminista tiene ya cinco años. Mi hijo, aunque cueste creerlo, ya es adolescente. Entre tanto se ha acabado una época. Un año después de la publicación de este libro, y tras numerosas discusiones en torno a él, en otoño de 2015 en Polonia ganó las elecciones generales el PiS, el partido Ley y Justicia (Prawo i Sprawiedliwość): populistas de derechas, nacionalistas, defensores de los «valores de la familia» y, como resultó posteriormente, enemigos empedernidos de la democracia liberal. En 2016 los británicos votaron el Brexit y los estadounidenses eligieron como presidente a Donald Trump. Todo el mundo abría los ojos con asombro mientras que en Polonia muchas personas asentían con la cabeza diciendo «os ha llegado el turno». Hoy ya se sabe que el populismo de derechas es una tendencia mundial. Después de haber ganado las elecciones, Jarosław Kaczyński, líder del PiS, prometió que Varsovia se iba a convertir en un segundo Budapest, y siguió los pasos de Viktor Orban. En los años subsiguientes los populistas se han dedicado ha desmontar la democracia polaca: se han quedado con los medios de comunicación públicos y los han convertido en el altavoz propagandista del gobierno y de la Iglesia, han sometido los tribunales y los juzgados a sus órdenes, han subyugado numerosas instituciones culturales, como museos o teatros. Poco a poco, con los gestos, las palabras y las decisiones tomadas han ido empujando a Polonia hacia los márgenes de la Unión Europea. Sentí vergüenza cuando nuestro gobierno se negó a acoger a los refugiados, cuando empezó a devastar los bosques vírgenes de Białowieża, cuando vetó la decisión de acelerar la lucha contra el cambio climático. De camino, entre 2016 y 2017, sucedió algo que dio esperanza, algo con lo que antes solo había podido soñar. Nació un movimiento feminista de masas. Como respuesta al intento de introducir la prohibición del aborto, mujeres furiosas salieron a las calles de ciudades y pueblos de toda la nación. Cientos de miles de chicas y mujeres vestidas de negro. Os ahorraré los detalles: si queréis entender lo que está pasando en mi país, tan solo imaginaos que en España llega a gobernar Vox.

¿Cuál es la relación entre los éxitos políticos de la extrema derecha y el feminismo y la maternidad? Intentaré convenceros de que es una cuestión clave. No se trata solo del hecho de que cuando la extrema derecha llega al poder empieza a vulnerar los derechos de las mujeres y como resultado las mujeres salen masivamente a la calle. Y eso es así, pero el problema empieza mucho antes, con la total omisión de todo lo que refiere a la maternidad por parte de los liberales. La tendencia en las últimas décadas ha sido la misma en la mayoría de los países occidentales: ha desaparecido el estado de bienestar, el Estado se ha retirado de la esfera de los cuidados y las élites han recurrido al lenguaje del individualismo transfiriendo toda la responsabilidad a los ciudadanos. En el caso del cuidado de los niños pequeños esos «ciudadanos» son, desde luego, las mujeres, y por eso hablo solo de maternidad y no de maternidad y paternidad, por muy bonito que suene esto último. La retirada del Estado afecta sobre todo a las mujeres que durante las décadas antes mencionadas entraron masivamente al mercado laboral. No hay forma de trabajar profesionalmente y a la vez cuidar de tus pequeños —ni, muchas veces, de tus mayores. Sobre todo, si vivimos en una sociedad en la que a los hombres se los educa en que los cuidados son cosa de ellas, y en que merecen que las mujeres los atiendan. Me consta que Polonia y España, en este aspecto, se parecen bastante.

Cuando se publicó Madre feminista, en Polonia prácticamente no había guarderías, había que luchar por las plazas en los centros preescolares públicos (yo, por ejemplo, no llegué a conseguir ninguna), el Estado no hacía nada para compensar la falta de pensiones alimenticias a las madres solteras (los padres que esquivan pagarlas son una plaga en nuestro país) y las bajas por el nacimiento de un hijo estaban pensadas de manera que en la práctica tan solo las cogían las mujeres. El objetivo de este libro era simple: convencer a los liberales (y a las feministas liberales entre las que me incluía a mí misma) de que no podíamos seguir así. Que las guarderías, el parvulario, las pensiones alimenticias y las bajas paternales eran y son cuestiones fundamentales. Que sin todo eso no se puede hablar de igualdad y que sin igualdad no hay democracia moderna. Y que, si la democracia no se ocupa del ámbito de los cuidados, la extrema derecha se ocupará de la democracia. El libro suscitó un gran interés, conseguí provocar cierto debate. Admito que algunos me acusaron de haber traicionado al feminismo y de haberme pasado al bando conservador, pero muchos otros me daban la razón. Sin embargo, antes de que el debate pudiera coger velocidad, sucedió algo que, de hecho, ya había previsto: la derecha populista ganó las elecciones.

Lo curioso es que eso pasara precisamente, en gran medida, gracias a las promesas hechas a los padres. El PiS prometió pagar a todos los padres, sin mirar la renta, 500 eslotis al mes (unos 125 euros) por el segundo hijo y los subsiguientes.1 El programa fijaba como objetivo luchar contra la crisis demográfica, los autores estaban convencidos de que la tasa de natalidad subiría sustancialmente. «Familia 500+» (así se llama el proyecto) ha supuesto el mayor programa de ayudas sociales desde los comienzos de la transición política.

500+ fue considerado como una carga excesiva para los presupuestos estatales, que la economía polaca no podría asumir. Algunos se burlaban porque «no bastará para hacer más niños» y lo cierto es que hay razones suficientes para pensar que 500+ no aumenta la tasa de natalidad. La gente no decide tener hijos solo porque le vayan a dar dinero. Otra crítica (no del todo acertada) era que con 500+ las mujeres, de manera masiva, decidirían salir del mercado laboral. Y, por último, estaba la tesis de que 500+ podía tener sentido como elemento de unas políticas sociales complejas, pero no como solución aislada. Todas esas voces críticas chocaban, aun así, con un hecho innegable: por primera vez desde 1989 el Estado transfería dinero a sus ciudadanos por el mero hecho de cuidar de otros ciudadanos. Las personas ahora reciben dinero no por ser pobres sino por ser padres. 500+ tenía muchos defectos, pero catapultó al PiS hasta el poder porque eso era lo que la gente quería y lo que los gobiernos anteriores nunca habían ofrecido. 500+ tiene, desde luego, un gran valor económico, sobre todo para las familias numerosas más desfavorecidas: muchos niños han estrenado ropa o se han ido de vacaciones por primera vez en su vida. Pero el programa tiene también un enorme significado simbólico o, si alguien lo prefiere, dignificante. Es una muestra de reconocimiento y respeto hacia la labor de los cuidados. Y eso es algo que los gobiernos liberales nunca habían entendido: que los cuidados son un trabajo digno de ser respetado. Por eso, entre otras cosas, la democracia liberal ha llegado a su fin en Polonia, al menos por algún tiempo.

¿Es posible que este mismo guion se cumpla en España? A finales de 2019 sentí alivio al enterarme de que habían ganado los socialistas, pero me alarmé, a la vez, al observar que el partido neofranquista de ultraderecha, Vox, se había convertido en la tercera fuerza política. Lo que comparte este partido con nuestro PiS no es solo el nacionalismo, sino también las aspiraciones autoritarias, la aversión hacia la igualdad de género, así como los planes de privar a las mujeres de su derecho al aborto. Ambos grupos políticos, además, luchan contra «la ideología de género» que el ala ortodoxa de la Iglesia católica considera una amenaza para la civilización. En el fondo se trata de luchar contra las minorías sexuales y de negar a las mujeres sus derechos reproductivos.

Tal vez me equivoque, pero tengo la impresión de que las élites españolas entienden un poco mejor que las élites polacas de antes de 2015 la importancia de unas buenas soluciones en el ámbito de los cuidados —y, más ampliamente, de las políticas sociales— para el futuro de la democracia. En la clasificación State of the World’s Mothers de la organización Save the Children, España ocupa el séptimo puesto y mi país, en cambio, el vigésimo octavo.2 Vale la pena echar un vistazo a la tabla y a los criterios aplicados para darnos cuenta de que realmente se puede hacer un tipo de medición objetiva de la calidad de vida de madres y niños. Y a pesar de lo que podría parecer, no es solo cuestión de riqueza. Noruega ocupa el primer puesto y Somalia el último, como resultado de unas desigualdades económicas muy profundas. Pero que los Estados Unidos ocupen el puesto 33… da que pensar. Hay derechos, servicios, prestaciones, comodidades y posibilidades que los estados ofrecen a madres y niños… O, como en Estados Unidos, que no ofrecen. Lo que es propio de la maternidad es el hecho de volverse dependiente de la comunidad humana. Por un tiempo la maternidad nos excluye del mercado laboral y por eso no se lleva bien con «los valores americanos»: el individualismo, el culto al libre mercado, la convicción de que todos los problemas se pueden resolver dejando «la elección» a la gente y haciéndola más «responsable» (a través de, por ejemplo, la ausencia de una sanidad pública o de bajas de maternidad garantizadas por el Estado).

 

Hace mucho que no viajo a España, pero sigo con emoción el renacimiento —y, como informan los medios de comunicación, el rejuvenecimiento— del feminismo. Empezando con las protestas masivas en contra del endurecimiento de la ley del aborto de 2014, pasando por la campaña #cuéntalo en respuesta a la bestial violación colectiva que tuvo lugar en Pamplona durante las fiestas de San Fermín de 2016, hasta las protestas masivas en las primaveras de 2017, 2018 y 2019. Participé con orgullo en las protestas negras de Polonia, pero me quito el sombrero ante la envergadura del movimiento feminista español —de una escala de movilización realmente impresionante—. Según información proporcionada por vuestros sindicatos, más de cinco millones de trabajadoras y trabajadores participaron en 2018 en la primera huelga feminista nacional.3 Lo único que puedo decir es: siento mucho no haber podido estar ahí.

El tema principal del que se ocupa ahora el feminismo español es la violencia de género, igual que en muchos otros países donde vuelve a surgir el movimiento feminista. Es una gran revolución, un cambio enorme. Igual de importante, no obstante, parece ser la cuestión de los cuidados. La feminista española Nuria Varela lo ve de la siguiente manera:

La crisis de los cuidados es la más importante que tenemos sobre la mesa porque hace que el sistema sea insostenible. Hay que cambiar el análisis. Los grandes economistas, los políticos siguen sin ver que el gran agujero negro son los cuidados. Se pretende que las mujeres se incorporen al mercado laboral en las mismas condiciones en las que se incorporaron los hombres y que nadie cuide. Eso no es sostenible. […] Lo más importante para los cuidados es que haya más hombres en las casas, no tanto más mujeres en los puestos de poder. Nosotras hemos salido pero ellos no han entrado. El PIB en Europa, por ejemplo, contabiliza la prostitución y no los cuidados. ¿Quién ha decidido eso?4

Exactamente, ¿quién lo ha decidido? ¿Y cuál es el resultado de la retirada del Estado del ámbito de los cuidados cuando los hombres se niegan a entrar en esos lares y la mayoría de las mujeres trabaja profesionalmente? Una frustración gigantesca. Un agotamiento terrible. Un sinfín de niños descuidados (o, al menos, necesitados de cariño). Y, por último, la ira. No solo de las mujeres. Ira generalizada. La crisis de los cuidados con la que tuvieron que lidiar las sociedades occidentales en la primera década del siglo xxi es producto de la política neoliberal que de una manera indiscutible contribuyó a la llegada de la ola de populismo de derechas. Sí, sí, lo sé, la crisis bancaria y la crisis de los refugiados, que también contribuyeron a reforzar las fuerzas reactivas, han motivado que los chovinismos nacionales, e incluso el racismo abierto, hayan vuelto a la circulación. Pero igual de importante es la crisis de los cuidados y la narrativa conservadora sobre el género como respuesta a esta crisis. La gente está cansada y asustada. Las banalidades sobre el papel tradicional de la mujer son, en el fondo, una promesa de que todo estará bien porque mamá volverá a casa. Es, desde luego, un gran disparate. Las mujeres ya no volverán a casa. Esos eslóganes caen en suelo fértil no porque sean racionales, sino porque hacía demasiado tiempo que las élites neoliberales escondían la cabeza bajo el ala simulando que el problema de los cuidados no existía.

Madre feminista no es solo un libro de lo bonito, difícil y complicado que es ser madre de un niño pequeño y feminista a la vez. Es también un libro sobre la dimensión política de la maternidad y de las consecuencias que tiene para un estado el hecho de que los gobernantes menosprecien el valor de los cuidados. De lo que puede pasar cuando se deja la palabra familia en manos de los conservadores. Y es precisamente en este sentido que puede resultar tan actual como importante para las lectoras y lectores españoles.

1 En un principio iba a ser una prestación para todos los niños, pero pronto resultó ser una estimación irreal. Las primeras transferencias se realizaron en abril de 2016. De acuerdo con la información de 2018, en los años 2016-2017 cerca de 3,7 millones de niños y de 2,4 millones de familias se beneficiaron del programa. Desde julio de 2019 los padres de hijos únicos también tienen derecho a la prestación.

2 The 2015 Mothers’ Index and Country Rankings, p. 60. https://www.savethechildren.org/content/dam/usa/reports/advocacy/sowm/sowm-2015.pdf.

La clasificación tiene en consideración cinco factores: la salud de las madres (incluyendo el riesgo de muerte durante el parto); el bienestar de los niños (la mortalidad antes de cumplir los cinco años, el alcance y la calidad del seguro de salud); la calidad y la accesibilidad al sistema educativo; el estatus económico y el estatus político de las mujeres. No es solo una clasificación según el nivel de riqueza, sino que también tiene en cuenta las políticas sociales.

3 Sam Jones, «More than 5m join Spain’s ‘feminist strike’, unions say», The Guardian, 8.3.2018. https://www.theguardian.com/world/2018/mar/08/spanish-women-give-up-work-for-a-day-in-first-feminist-strike.

4 «Ya no hay ningún rincón en el mundo sin feminismo», entrevista a Nuria Varela, El País, 31.10.2019. https://elpais.com/sociedad/2019/10/30/actualidad/1572461654_163097.html.

Introducción:

salir de circulación y los orígenes de este libro

«Graff, desde que es madre, ha perdido un tornillo y se ha vuelto conservadora», era el rumor que circulaba por la ciudad mientras yo cocinaba papillas ecológicas, me pasaba el día en sitios llamados Gugu gaga, Cuchi cuchi y en mis ratos libres escribía artículos para la revista Niños.5 Normalmente una no sabe lo que dicen sobre ella pero a mí me lo soltó, en un fiesta benéfica, una vieja amiga de una ONG feminista. Digo vieja porque nos vemos solo durante eventos feministas a los que, desde hace algún tiempo, no suelo asistir. He salido de circulación. ¿Por qué? Porque a un evento feminista no puedes ir con un niño de dos años. Ni siquiera con uno de cinco. Y no puedo dejarlo con nadie. O no quiero dejarlo. Sobre la sutil diferencia entre «no puedo» y «no quiero», y sobre cómo se disuelve esta frontera en la práctica, podría escribirse una novela entera. Desde luego sería una novela para madres, porque ese dilema tener ganas de librarte del crío, aunque sea por un momento y echarlo de menos cuando por fin lo consigues a nadie más le acaece.

Pero no se trata de mí, de mi supuesto conservadurismo o de mis dilemas emocionales y organizativos relacionados con la maternidad. No se trata de mí, sino de la confluencia de dos temas: el papel de cuidadora de la mujer y su emancipación, la maternidad y el feminismo. Tengo la sensación de que el tema de la maternidad despierta resistencia e impaciencia entre las feministas polacas. Y más que el tema en sí, el hecho de que el cuidado de los niños sea una forma de trabajo no remunerado que casi siempre recae en las mujeres. La corriente feminista de la que salí en 2009, cuando me convertí en madre de Staś, se ocupaba de la maternidad en sus dimensiones literaria, histórica y antropológica (la Virgen María, la Madre Polaca, la Madre Patria, la imagen de la madre en la cultura polaca), esotérica (la Gran Diosa) y metafórica (la Madre Fundadora, el matriarcado). Las feministas del momento, no obstante, no hacían sino empezar a adentrarse en el tema desde un punto de visto más práctico, es decir, con herramientas sociológicas y económicas. El movimiento feminista polaco había reparado en la presencia de madres en sus filas apenas un par de años antes. Todo gracias a Sylwia Chutnik, la que sería fundadora de la Fundación MaMa, que en el año 2007 creó Kids Block, una plataforma para niños cuyos padres participan en la manifestación que cada 8 de marzo organiza la Unión de las Mujeres.6

No soy pionera en este campo, este libro se ha inspirado en muchas referentes polacas. Una de las fuentes de inspiración clave en la creación de este libro fueron los ensayos de Sylwia Chutnik: el conmovedor y divertido libro Macierzyństwo non-fiction [Maternidad no ficción] de Joanna Woźniczko-Czeczott; el trabajo de la socióloga Iza Desperak; los análisis y declaraciones públicas de Irena Wóycicka y la rompedora recopilación de textos Pożegnanie z Matką Polką? [¿Adiós a la Madre Polaca?] editada por Elżbieta Korolczuk y Renata Hryciuk (a las que dedico unas palabras aparte); además de escritos sobre pobreza y sobre mujeres disponibles en la Biblioteca del Laboratorio de Ideas Feminista. No obstante, lo cual, y sorprendentemente, el tema de la maternidad sigue siendo el gran ausente en el feminismo polaco, y lo que tienen en común las personas que se preocupan por esa vertiente de la vida es una gran sensación de alienación. Se sigue echando en falta un libro feminista enmarcado en la realidad polaca que analice de manera compleja las dimensiones emocional, económica y social de la maternidad, y que a la vez esboce un proyecto de cambios sociales y políticos al respecto.

Quiero dejar claro que este libro no pretende llenar dicho hueco, es una recopilación de intervenciones públicas y ensayos propios más cercana a una serie de incursiones en el terreno que a un complejo análisis del tema. En él se lanzan muchas preguntas preguntas políticas sobre la maternidad y para muchas de ellas no encuentro respuesta. ¿Cómo se debería valorar la función de cuidadora de la mujer para no contribuir, a la vez, a la consolidación del estereotipo de que las tareas domésticas son dominio exclusivamente femenino? ¿Cómo animar a los padres a implicarse más en la paternidad, o a que cumplan las órdenes de manutención? ¿Cómo se consigue que los empresarios respeten los derechos de padres y madres? O ¿cómo podemos educar a niños y niñas para que crezcan en igualdad? No es que no haya reflexionado sobre cada uno de estos temas, es que estoy convencida de que hay que hacerse estas preguntas y de que urge encontrar respuestas. Porque si nosotras las personas que creemos que la igualdad de género es un valor por el que vale la pena luchar no vamos a buscarlas, los ultraconservadores lo harán por nosotras. Ya lo están haciendo. Y sobre eso trata el primer capítulo, sobre cómo eso ha sido posible.

¿A qué me refiero exactamente cuando hablo de «maternidad politizada» y de la necesidad de cambios? A todo aquello que en la realidad polaca causa amargura, ira, e incluso desesperación a muchas madres, y que brilla por su ausencia en los debates públicos. Por un lado, tenemos nuestro «ideal» familiar: oímos constantemente que, para los polacos, y sobre todo para las polacas, lo más importante es la familia y dentro de la familia (como no podía ser de otra manera) el bien de los niños. Esta actitud conlleva la compasión forrada de desprecio hacia las personas sin hijos y la sentimental idealización de la maternidad: las florecitas, las tarjetitas y las cancioncitas infantiles. Por otro lado, está la práctica cultural y social que convierte a las personas cuidadoras de un niño pequeño es decir, a las madres, porque la paternidad activa sigue siendo un fenómeno anecdótico en nuestro país en seres marginados.

Vivimos en una sociedad que presume de respeto hacia la familia y la maternidad el vínculo entre la madre y la niña o el niño y que a la vez organiza la vida de la gente de acuerdo con el planteamiento individualista según el cual los seres humanos son autónomos y plenamente responsables de si mismos. Lo que tienen que hacer es ganar dinero, pagar impuestos, ahorrar para la jubilación (cada uno para la suya, obviamente); cuanto más separados, autónomos y alejados estén, mejor. Una relación de total dependencia, un vínculo tal, supone en esta sociedad neoliberal una anomalía, un escándalo. Por eso la madre de un niño pequeño, sobre toda la madre soltera, se vuelve invisible socialmente. Lo único que la cultura contemporánea le transmite es «has parido un niño, es asunto tuyo; ahora ocúpate tú de él». El resultado es la enorme frustración de las mujeres, el dilema interior, el constante sentimiento de culpa, la impotencia por las expectativas contradictorias que les proyectan los demás: sacrifícate por el niño, dale el pecho, trabaja a jornada completa, invierte en tu desarrollo personal y en el de tu hijo. Y, sobre todo: apáñate y no nos molestes con tus necesidades. Dependiendo de las condiciones económicas y el grado de apoyo de los más cercanos, ese dilema puede llegar a ser más dramático o menos.

 

¿Queréis ejemplos? La incapacidad del Estado y la indulgencia social para con los padres divorciados que esquivan pagar la manutención (estos señores forman ya un ejército, las estadísticas son impactantes);7 la violencia hacia las embarazadas en el espacio público y en los medios de comunicación; la precariedad del sistema de ayudas sociales para padres (el peor de Europa),8 sobre todo para padres de niños minusválidos; los despidos reiterados (y ampliamente tolerados, a pesar de su ilegalidad) de las mujeres que se reincorporan tras la baja por maternidad; la falta de plazas en preescolar, por no hablar de las guarderías; el drama de las parejas que tienen problemas de fertilidad, el clima de vergüenza que las acompaña y el tema de la fecundación in vitro, aún sin resolver; la aversión de los médicos hacia las mujeres con niños y las condiciones escandalosas en los hospitales infantiles, donde los padres no tienen derecho ni a dormir en el suelo; la arrogancia de los gobernantes hacia las crisis causadas por la liquidación del fondo de manutención infantil o la rebaja de la edad escolar. O un detalle como el profundo desdén hacia las madres inscrito en el paisaje urbano de las ciudades, palpable en la ausencia de infraestructuras para cochecitos, como, por ejemplo, ascensores y rampas.9

He dejado de lado muchos temas importantes, y es que la lista de quejas de los padres es larga; el problema es que esta lista nunca llega a hacerse presente en los debates públicos. La maternidad en Polonia es «sagrada» y sobre las cosas sagradas se habla en términos muy generales y con solemnidad, sin entrar en detalles como la manutención o las rampas para cochecitos. A todo el que intenta introducir este tema en el debate público se lo acusa de «reivindicativo». A finales de marzo de 2014, cuando escribo este texto, los medios de comunicación informan de que los desesperados padres de unos niños minusválidos están ocupando el Parlamento polaco. Exigen que las prestaciones aumenten y que su trabajo de 24 horas como cuidadores sea reconocido como profesión por el Estado. Las ayudas con las que pueden contar son las siguientes: prestación por discapacidad, 153 eslotis (para personas con un grado de minusvalía elevado); prestación por el cuidado de personas dependientes, 620 eslotis. Otras posibles ayudas no pasan de 420 eslotis.10 A los manifestantes se les echa en cara que son reivindicativos y que su protesta tiene carácter «político». Claro que lo tiene. Se trata precisamente de eso, los derechos de los padres son una cuestión política pero los políticos siguen arrojándolos al ámbito privado.11

Los cuidados de un niño pequeño consumen grandes cantidades de tiempo, energía, dinero y, sobre todo, involucramiento emocional. Tanto, que de estos recursos apenas queda algo para otros asuntos. Esto ocurre en una cultura que desprecia el enorme esfuerzo de las madres, tratando el cuidado de los niños no como un trabajo sino como «una tarea femenina por naturaleza», un trajín sin importancia. Ignorando esa dimensión de la existencia de la mujer o mirándola desde un punto de vista puramente teórico y racional, el movimiento feminista, de hecho, asume la aversión que provoca en las chicas y mujeres que se convierten en madres.

He conocido a muchas de ellas. Algunas habían tenido un amorío con la ideología de género durante la carrera universitaria, pero después de dar a luz llegaron a la conclusión de que el feminismo no era para ellas antes sí, pero en ese momento ya no—. Otras intentan conciliar esta dicotomía, pero se sienten solas. Una de ellas lo describió de una manera muy gráfica: «La teta me ha dado en la cara. Era feminista pero el feminismo que llegué a conocer no tenía nada que decir sobre la maternidad. De hecho, me aconsejaba esperar a que la pequeña se fuera a dormir o creciera y por fin empezara el parvulario para que yo pudiera volver a ser “yo misma”. Finalmente, me encontré a mi misma yendo hacia la niña». Otra dice así: «Sigo siendo feminista pero a mi manera, más maternal. Y creo que la mayoría de las feministas no siente ningún vínculo ideológico conmigo».

Lo que tienen en común estas mujeres es la sensación de soledad. No creen que exista una comunidad de madres feministas como ellas. Muchas veces recuerdan con amargura entrevistas y artículos en los que la profesora universitaria Magdalena Środa, la feminista polaca más conocida, rostro del Congreso de la Mujer, mantiene que el embarazo no es una enfermedad, se queja de las falsas bajas laborales de las madres, argumenta que la baja por maternidad son novillos pagados, declara que ella misma volvió al trabajo un par de días después de dar a luz y elude el problema de las tareas domésticas diciendo que «la lavadora es la que lava, planchar no es necesario, cocinar me encanta. Y tengo asistenta».12 Intenté defenderlos a ella y al feminismo polaco durante mucho tiempo, al fin y al cabo jugábamos en el mismo equipo. Personalmente Magda Środa me cae bien, hace años que apoyo sus acciones políticas y sociales (en algunas incluso participo) y admiro profundamente muchos de sus textos e iniciativas. Estoy, no obstante, convencida de que sus comentarios y las campañas de tipo superwoman tienen para el movimiento feminista polaco consecuencias deplorables. Madres jóvenes que cada día constatan que la lavadora, al fin y al cabo, no lava sola, se sienten despreciadas y rechazadas por este movimiento.13 En un país donde el feminismo tiene esta configuración la experiencia de ser madre lleva a las mujeres a dejarse abrazar automáticamente por el conservadurismo.

Cuando escribo estas palabras soy consciente de mis propios pecados. Mis tres libros anteriores distan mucho del problema de la maternidad, y escribí en ellos cosas de las que hoy en día no me siento demasiado orgullosa. Más de una vez tuve que oír críticas de las cuales no supe defenderme. Mis amigas madres criticaban tímidamente que mi obra anterior (Swiat bez kobiet, «Un mundo sin mujeres») se centraba más en hablar de los medios de comunicación que en pronunciarse sobre la maternidad o los problemas reales de los padres. No sabía muy bien qué responder. Limitaba todo el asunto a la cuestión organizativa y al control de nuestras propias vidas: saber qué queremos, saber tomar decisiones conscientes y, como mucho, exigir al Estado que nos facilitara esas elecciones. Hoy entiendo que «la elección» muchas veces es tan solo aparente, y ese es uno de los hilos principales de este libro.

El problema es que la maternidad tanto la esperada y querida, como la sobrevenida de manera accidental no se rige por la racionalidad y el control. Es una experiencia que nos confronta con el papel que juega el azar en nuestra vida, con el límite de nuestras fuerzas y nuestra influencia en la realidad. Y con la falta de autonomía: la del niño, que durante mucho tiempo no será autónomo, y la nuestra propia, porque tenemos que satisfacer sus necesidades y para eso es necesario el apoyo de los demás. No hay manera de conjugar esa experiencia con una plena dedicación al trabajo. Es demasiado absorbente, demasiado imprevisto. «No hay manera de conciliarlo», es la frase que he oído pronunciar reiteradas veces a las mujeres que, en mayor o menor grado, «salieron de circulación» después de ser madres. ¿Lo hicieron por voluntad propia? Es difícil de saber. Porque he ahí la cuestión, la maternidad socava nuestras convicciones sobre la voluntad, la independencia y la libertad de elegir.