Tóxicos invisibles

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Por otro lado, el papel de los expertos o científicos en general es particularmente relevante a la hora de visibilizar o invisibilizar la toxicidad de una u otra sustancia. Con frecuencia se ha tendido sin embargo a exagerar su capacidad de influencia en la toma de decisiones ante un determinado problema de contaminación. El científico, ingeniero, cargo técnico de la administración pública o de la industria privada puede tener una responsabilidad importante en la gestión de la toxicidad, inevitablemente asociada a su propia ambición profesional, aunque a menudo sus informes y estudios suelen ser poco tenidos en cuenta. La ciencia de los expertos parece a menudo débil ante el conflicto que genera la toxicidad y en determinadas tomas de decisiones. Se trataría por tanto de una «powerless science», tal como la definen las historiadoras Soraya Boudia y Natalie Jas (Boudia, Jas, 2014).

En otros casos las promesas de los expertos, desde su optimismo científico, de cómo la propia ciencia académica puede solucionar determinados problemas ambientales, parecen un poco ingenuas ante su dificultad para imponer su criterio en este tipo de conflictos. No olvidemos tampoco el papel del experto en algunos casos, como redactor de informes financiados por las corporaciones para sembrar dudas sobre las causas de la toxicidad y esconder así algunas de sus consecuencias perniciosas; en el fondo, como constructor de nuevas ignorancias al servicio de determinados intereses económicos siempre bajo la retórica de la objetividad y la neutralidad (Oreskes, Conway, 2010). Los expertos juegan además un papel determinante en la definición de estándares de regulación de la toxicidad, un tema clave para comprender los mecanismos de invisibilidad, tal y como ya indicábamos al referirnos a los diferentes tipos de ignorancia. Desde una cierta retórica cientificista, y después de largos estudios académicos, se fijan determinados umbrales de toxicidad en aguas, aires, suelos, que a menudo se convierten después en leyes, cuya aplicación práctica resulta a menudo problemática.

Como ya se ha discutido, a menudo se juega con complejos mecanismos de regulación, que cambian en función de determinados intereses empresariales o estatales. No es extraño por ejemplo que el ministro franquista Laureano López Rodó, en su intervención en el Congreso de Naciones Unidas de Estocolmo sobre el Medio Ambiente Humano, en 1972, reafirmara la idea de la variabilidad de estándares de toxicidad en función de cada ciudad, región o país, y la gran dificultad para establecer regulaciones internacionales, abriendo así la veda a interpretaciones locales, más o menos contingentes, sobre los límites de concentración de un determinado tóxico en función de determinados intereses. Este es un típico ejemplo de invisibilización selectiva de la toxicidad en la España del desarrollismo al inicio de los años setenta, justo en la antesala de la crisis del petróleo de 1973. En Estocolmo, los expertos ministeriales le proporcionaron al equipo diplomático de López Rodó datos correctos sobre determinados niveles y casos de contaminación en España, pero obviaron muchos otros, denunciados por la sociedad civil emergente e incluso por algunas movilizaciones populares. En el fondo, en Estocolmo, el régimen buscaba un discurso tecnocrático sobre tóxicos que generara una imagen apolítica de la contaminación. En el caso de un régimen dictatorial, sin libertades públicas, sin una esfera pública de debate sobre estas cuestiones, el experto parece a menudo atrapado entre la dificultad para imponer su propio criterio científico y los vasallajes de su propia profesión (Nieto-Galan).

Espacios enfermos

Las llamadas «zonas de sacrificio» surgieron en el contexto de la Guerra Fría para referirse a zonas de residuos nucleares, pero el concepto resulta también aplicable a otros ejemplos descritos en este libro. En las zonas de sacrificio actúa una violencia invisible, lenta, irremisible, infringida además sobre unas víctimas casi invisibles, cuyo sufrimiento no aparece a menudo en las estadísticas correspondientes, y abunda, como ya se ha comentado, en la pobreza y marginación, en el precio social de la contaminación y la toxicidad. Se trata de espacios de alta toxicidad que las autoridades sanitarias consideran recomendable esconder a la opinión pública e incluso renunciar de facto a su regeneración.

Las consecuencias para la población colindante de la radioactividad de las bombas nucleares que cayeron accidentalmente en Palomares (Almería), en 1966, han quedado invisibilizadas para sus habitantes. Como suele ocurrir con la radioactividad, los daños acumulados y la violencia lenta parecían imperceptibles durante años. En un contexto de secretismo como el de la Guerra Fría y de la ocupación militar norteamericana, la radioactividad de Palomares se convirtió en un problema diplomático de primer orden, de manera que la información médica de las víctimas expuestas de manera continuada a la radiación pasó a ser un asunto de estado. Además, las negociaciones no siempre sencillas entre expertos militares, científicos y diplomáticos construyeron unos determinados estándares o umbrales de radioactividad (lógicamente discutibles). Así, una zona de alta sensibilidad política y diplomática se convirtió en una zona de experimentación sobre las consecuencias de la radioactividad, con toda la carga ética que ello representa, una cuestión todavía no resuelta medio siglo más tarde (Florensa).

Volviendo a la debilidad del experto a la hora de influir en un determinado proceso de invisibilización de la toxicidad, sabemos, por ejemplo, que los estudios geológicos desaconsejaban construir un vertedero de residuos urbanos en una zona cárstica como el Garraf, cerca de Barcelona, pero el resultado final parece contradecir la opinión científica. Al inicio de los setenta, de poco sirvieron informes expertos, reuniones, artículos en la prensa, etc., que se oponían a la construcción del vertedero en esa zona. Ya en el siglo xxi, y bajo una retórica pública optimista y tecnofílica en favor de la llamada restauración del paisaje, se construyó un proyecto sobre los escombros del antiguo vertedero, para convertirlo así, retóricamente, en un espacio metropolitano recuperado e integrado en el parque «natural» del Garraf, pero escondiendo la potencial toxicidad de los residuos acumulados durante décadas en el subsuelo. Todo ello avalado por informes técnicos del Ayuntamiento de Barcelona y de la Junta de Sanidad en los que se presentaba el Garraf como un lugar adecuado para verter los residuos y se albergaban dudas sobre la relación entre el vertedero y la contaminación de los pozos. Se hacía así invisible un espacio enfermo por la acumulación continuada de residuos urbanos (Gil-Farrero).

Habitualmente, las zonas de sacrificio se encuentran junto a empresas o grandes corporaciones responsables de la toxicidad y de su ocultación a través de complejos mecanismos legales o incluso propagandísticos. Tal y como destacan los historiadores ambientales, los productos tóxicos, especialmente los derivados del petróleo, se han convertido en un arma violenta del desarrollo industrial. Productos farmacéuticos, pesticidas, plásticos o gasolina, son fruto de una fuerte alianza entre los estados y las grandes corporaciones, con promesas de bienestar para la población, al precio de causar efectos disruptivos sobre los sistemas vivos y sobre todo el planeta, de consecuencias imprevisibles, que permanecen invisibles para la opinión pública (Barca, 2014). De hecho, en su polémico libro, The Corporation, el escritor norteamericano Joel Bakan presenta las grandes corporaciones como entes patológicos, sin empatía hacia los demás, externalizando todos los costes posibles, sin sentido de la responsabilidad hacia la sociedad, a la que tratan de manera superficial como un objeto más de marketing (Bakan, 2003). Podemos discutir las afirmaciones de Bakan, pero, en el contexto de nuestra economía global neoliberal, las empresas y en particular las grandes corporaciones parecen ser agentes muy relevantes en la construcción de invisibilidad, como ocurre en diversos capítulos de este libro, que deben ser tenidas en consideración.

Corta Atalaya, la mina a cielo abierto más grande de Europa, situada en el término de Minas de Riotinto (Huelva), no puede dejarnos, por ejemplo, indiferentes desde el punto de vista estético. Se trata de una muestra de la explotación milenaria de las riquezas metálicas de la zona, monopolizada por diversas empresas a lo largo de la historia y apropiadas en las últimas décadas como fuentes de inspiración de obras de arte del llamado capitalismo químico. Diversos artistas han reflejado la belleza y la grandiosidad del paisaje, pero al mismo tiempo han invisibilizado buena parte de la toxicidad y la contaminación inherente a estas explotaciones. Financiados por las propias industrias mineras, artistas como Eva Lootz se han convertido de facto en legitimadores, más o menos explícitos, de la extracción de materias primas, mientras que, en otros casos, como el de Isaías Griñolo, han constituido importantes herramientas de denuncia. La exposición propuesta por Griñolo de 2006 titulada: «Las fatigas de la muerte: la lógica cultural del capitalismo químico» se convirtió en objeto de dura controversia por su denuncia de la contaminación de la zona de Huelva por los vertidos industriales de fosfoyesos. Las denuncias de Griñolo tienen, de hecho, mucho que ver con la producción industrial del Polo Químico de Huelva, y la toxicidad de uno de los proyectos emblemáticos del desarrollismo franquista (Galech).

Tal como hemos visto en ejemplos anteriores, los regímenes dictatoriales han sido clave en la construcción de un mundo tóxico, pero existen claras continuidades con las sociedades «democráticas» del capitalismo neoliberal con las que han cohabitado o que les han sucedido. No olvidemos la gran capacidad de las corporaciones para crear ignorancia, para construir invisibilidad, para generar dudas ante determinados conflictos ambientales y protestas vecinales, para desarrollar ambiciosas campañas de propaganda, de publicidad de sus productos, siempre intrínsecamente asociada a determinadas prioridades ideológicas.

 

El silencio de los trabajadores de Ercros en Flix solo puede superarse después de un trabajo casi etnográfico in situ; o a través, por ejemplo, de algunos estudios de epidemiología popular, antes citados. En ese contexto, la propia invisibilidad de los trabajadores, anónimos, desconocidos, callados y satisfechos con las posibilidades económicas y profesionales que les ofrecía la fábrica, se completa con la invisibilidad de la intoxicación lenta de sus cuerpos ante la acumulación, durante décadas, de residuos tóxicos en el río, pero también en los suelos colindantes a la fábrica, que nunca se terminan de limpiar. Además, los litigios legales de la empresa Ercros han permitido eludir buena parte de sus responsabilidades con la toxicidad del río, mientras que su discurso corporativo nunca ha aceptado los niveles de toxicidad presentados por algunos expertos y publicados en revistas científicas. No parece casual que, para la realización del documental Atur o Misèria, sus autores no hayan podido obtener información directa de Ercros, ni entrevistar a ninguno de sus representantes. Tampoco parece razonable que la mayoría de tests de toxicidad de las aguas y tierras de Flix hayan sido dirigidos por expertos contratados por la propia empresa (Pujadas, Hortas).

Otras víctimas por excelencia que aparecen en el libro son las de Puchuncaví (Chile), hacinadas en otra zona de sacrificio. Se trata de los llamados «hombres verdes», cuyos cuerpos han integrado la toxicidad de los compuestos de cobre hasta cambiar el color de su piel. Se han organizado, de nuevo desde abajo, a través de una especie de activismo íntimo, para establecer determinadas estrategias de cuidado físico y psíquico ante el dolor sufrido y para tomar progresivamente conciencia política de su situación subalterna y de su invisibilización. De hecho, el desastre de la zona de sacrificio de Puchuncaví tiene unos responsables claros: es la fundición de codelco, antiguamente enami, la empresa pública del cobre chilena, que, con el paso de los años, convirtió una localidad dedicada básicamente a la agricultura y la pesca en un paisaje dantesco de humos, vertederos y contaminación. Además, no por casualidad, buena parte de la contaminación del codelco tuvo lugar durante la dictadura de Pinochet. No se entenderían todas las prácticas de cuidado hacia las víctimas de la toxicidad de la industria del cobre en Puchuncaví sin la movilización y organización colectiva de grupos de mujeres, vecinos, víctimas, etc. y de su propia construcción de la toxicidad y de determinadas estrategias de resistencia (Rodríguez-Giralt, Tironi).

Para rescatar las voces de las víctimas, necesitamos por supuesto una especial sensibilidad hacia una historia social desde abajo (from below), que tiene una larga tradición y que se ha extrapolado de la historia del movimiento obrero y de las clases populares industriales hacia un análisis de las relaciones entre la toxicidad, la contaminación y la pobreza. La inevitable invisibilidad de los actores «de abajo» hace todavía más urgente acceder a nuevas fuentes (diarios personales, entrevistas orales, documentales de investigación, etc.), a menudo escasas o inasequibles, pero imprescindibles para poder estudiar las desigualdades sociales asociadas a los tóxicos. Las voces de las víctimas de la toxicidad y su frecuente invisibilización son otra muestra palpable del carácter político del problema que tenemos entre manos (Nixon, 2013).

Las tensiones entre el discurso ambiental de las primeras élites franquistas —más interesadas por un cierto conservacionismo, con tintes nacionalistas de lo políticamente correcto— y el nacimiento de un nuevo ambientalismo crítico con el régimen con una nueva sensibilidad social (como en el caso del Manifiesto de Benidorm de 1974), e incluso con algunos movimientos populares de protesta ante determinados episodios graves de toxicidad (Corral Broto, 2016), demuestran la relación, todavía poco explorada, entre ambientalismo y progresiva democratización del país desde el final del franquismo a la Transición. Este es el caso, por ejemplo, de la paradoja entre la declaración formal de la Albufera de Valencia como parque natural de protección especial, la desecación progresiva de sus acuíferos y el continuo vertido de residuos tóxicos en sus aguas por parte de numerosas industrias, invisibles en términos de su responsabilidad ambiental. A pesar de su conversión en parque natural y de un cierto imaginario idílico propio de campañas de marketing, sabemos que, en la década de los setenta, más de 300 industrias funcionaban ilegalmente en las zonas próximas a la Albufera. De ahí los conflictos entre arroceros, activistas y la administración pública, ante la invisibilidad de las industrias contaminantes y la ignorancia de la opinión pública sobre la gravedad del problema. Las acciones de denuncia de la toxicidad de la Albufera por parte de la organización ecologista Acció Ecologista-Agró (aea) contribuyeron sin duda a la sensibilización social del problema y a la conversión de la laguna en parque natural en 1986, a pesar de la continuada invisibilización de un parte de la contaminación que perduró posteriormente. Se trataría por tanto de un complejo proceso de construcción selectiva de la ignorancia, en el que el espacio natural protegido convive con fuertes tensiones entre campesinos, científicos y políticos (Hamilton).

En contextos democráticos (o en algunos casos al final de un período dictatorial como el franquismo), otros protagonistas toman un papel relevante a la hora de denunciar invisibilidades y ocultaciones de contaminación y riesgos ambientales. Se trata de los activistas, quienes, con diferentes perfiles (miembros de asociaciones ecologistas, científicos o expertos implicados en determinadas luchas ambientales, miembros de partidos políticos, intelectuales, académicos, asociaciones de vecinos, etc.), juegan un papel relevante en muchos de los conflictos referentes a la toxicidad y deben ser tenidos en cuenta en nuestras reconstrucciones históricas. Las fuentes periodísticas y la documentación producida por determinados activistas todavía hoy son útiles para revisar una narración llena de censuras e invisibilidades ante una crisis ambiental cuya toxicidad de larga duración aún no hemos evaluado de manera suficientemente rigurosa en nuestro presente.

De alguna manera, con sus diferentes matices y posiciones ideológicas, expertos y activistas constituyen una especie de polo dialéctico con cuyas interacciones se construye poco a poco una determinada visibilidad tóxica al mismo tiempo que se forjan determinadas invisibilidades. El complejo papel de unos y otros sobrevuela de facto los capítulos de este libro.

I. El vino español y el espíritu alemán: el debate sobre los alcoholes artificiales

a finales del siglo xix

Ignacio Suay-Matallana y Antonio García Belmar


Figura 1

–Después de beber cuatro botellas de ginebra alemana, empezó a leer.

–Leyó mientras bebía la quinta.

–Los vapores se le subieron a la cabeza y la proximidad de la luz determinó su combustión.

–Y al parecer ardía, aunque él no se dio cuenta, porque cuando quiso hacerlo, notó que no tenía cabeza.

–Y siguió ardiendo.

–Y como la materia jamás muere, y solo se transforma, nuestro amigo, por acción amilicante del alcohol, quedó hecho una patata.

«Efectos del alcohol alemán». Café con Gotas, n. 9, (22/01/1888). Fundación Penzol.

En enero de 1888, el semanario satírico ilustrado Café con gotas dedicaba la doble página central de su noveno número a ilustrar la viñeta los «Efectos del alcohol alemán». Gobernado por la universal ley de la química —según la cual todo se transforma sin que nada se pierda, en un constante ciclo de la materia —, el alcohol alemán, inflamado por el fuego de una candela, desencadenaba una metamorfosis «amilicante» que transformaba a un distraído lector en una patata como las utilizadas para fabricar la «ginebra alemana», con la que acompañaba sus lecturas. Quien alcohol de patata bebe, en patata se convertirá, parece haber querido advertir el autor anónimo de esta viñeta. A través de esta ingeniosa secuencia gráfica, las leyes de la química, la industria alemana, los licores y los efectos destructivos del alcohol industrial se combinan para suscitar la reflexión y la sonrisa de los lectores. Desde hacía meses, un debate sobre la toxicidad del «espíritu alemán» inundaba las páginas de la prensa española y confrontaba las razones y los intereses de químicos, médicos, industriales, productores, comerciantes y políticos ubicados en diferentes posiciones profesionales, institucionales y geográficas. ¿Qué pudo llevar a los estudiantes de las facultades de medicina y de derecho de la Universidad de Santiago de Compostela a dedicar a esta cuestión la doble página central de uno de los números de la revista Café con gotas que ellos mismos editaban en esos años? (Santos, 1999)

La vid había sido la materia prima tradicional del vino y de los alcoholes destilados para producir licores. Desde mediados del siglo xix, los laboratorios y las industrias alemanas habían ensayado nuevos procedimientos para obtener alcohol a partir de productos como la patata, la remolacha o las semillas y cereales ricos en almidón. Los alcoholes artificiales, producidos a gran escala en las fábricas alemanas y a muy bajo coste, inundaron las bodegas, los almacenes y las tabernas de los países productores, exportadores y consumidores de vino. Entre ellos, España, que en 1886 había llegado a importar más de un millón de hectolitros de estos alcoholes (Pan-Montojo, 1994: 212-220). La expansión de los alcoholes alemanes se vio favorecida por el avance de las plagas de oídium y filoxera, que arrasaron las vides europeas provocando un cambio profundo en el mercado vinícola. No obstante, las regiones vitivinícolas españolas, menos afectadas por las plagas, aprovecharon la crisis para acometer grandes inversiones destinadas a la plantación de miles de viñas y el aumento de la producción, destinada a abastecer el mercado internacional.

Los productores y comerciantes de vino consiguieron una situación privilegiada en el mercado internacional, donde los altos precios incrementaban enormemente el beneficio. La diplomacia trabajó activamente para llegar a acuerdos comerciales con otros gobiernos, entre ellos el de Alemania, con el que se firmó un ventajoso acuerdo en 1883 que facilitó la exportación de vino español. En contrapartida, este acuerdo también abrió las puertas a la importación de alcoholes artificiales producidos en los más modernos destiladores industriales de las fábricas alemanas, que fueron imponiéndose en la producción de vinos y licores destinados al desabastecido mercado nacional, así como en el encabezado de los vinos destinados a la exportación. El frágil equilibrio mantenido durante los años de expansión del mercado vitivinícola se rompió cuando las nuevas plantaciones de vid comenzaron a vendimiarse y el enorme aumento de la oferta provocó una caída brusca de los precios del vino y los licores en los mercados internacionales (Arbat, 1980). De las cuarenta pesetas que se pagaron como media por hectolitro de vino en 1886, en apenas dos años se pasó a apenas diez pesetas por hectolitro (Pan-Montojo, 1995: 208).

La solución a esta crisis era compleja y muchas de las posibles salidas topaban con un mismo obstáculo: el llamado «espíritu alemán». No era posible recuperar el precio del vino reduciendo su producción mediante el descepado, dado que aún no se habían amortizado las enormes inversiones destinadas a extender las tierras de viticultivo. Tampoco era sencillo desviar los excesos de producción hacia el mercado nacional, dado que la empobrecida población campesina y obrera —para la que el vino constituía un pilar básico de su alimentación— ya venía consumiendo desde hacía años los económicos vinos y licores producidos con alcohol artificial y colorantes (Campos, 1997: 132; Uría, 2003). El recurso tradicional de desviar los excedentes de producción vínica hacia las destilerías tampoco era ya viable, dado que los precios de producción del alcohol vínico no podían competir con los precios de los alcoholes producidos en las industrias alemanas, a partir de la patata y los cereales. No fueron pocas las voces que reclamaron la renegociación de los tratados internacionales y el recurso a las políticas proteccionistas, con el fin de limitar las importaciones de alcohol industrial mediante la imposición de aranceles, pero poco se podía hacer en este terreno sin poner en peligro los acuerdos de exportación de vino (Pan-Montojo, 1995: 251-280).

 

La salida a este complejo problema político, económico, diplomático y social fue apuntada por personas como el viticultor alicantino Juan Maisonnave. En su opinión, por encima de cualquier otro interés, debía prevalecer el principio Salus populi suprema lex est (Maisonnave, 1887: 1-2). La salud de la población se perfilaba para este influyente productor y político alicantino como la única estrategia posible para encontrar una salida viable a la grave crisis económica con la que se enfrentaba el poderoso gremio de productores, comerciantes e industriales vitivinícolas. Una estrategia que pasaba por señalar a los alcoholes artificiales como los responsables de graves daños a la salud de los individuos y de las poblaciones y reclamaban, en consecuencia, que los gobiernos centrales y locales regularan su empleo para la producción de vinos y licores destinados al consumo humano. En definitiva, se trataba de defender la salud de la población para salvar la salud de los mercados.

Diferentes actores científicos, económicos y políticos se esforzaron en construir un régimen del riesgo que justificara una regulación restrictiva del uso de los alcoholes industriales para el consumo humano. Mediante estrategias y discursos muy variados, todos ellos aportaron y difundieron las pruebas y los argumentos que ayudaron a sustentar la tesis del supuesto poder «tóxico» de los alcoholes artificiales, a la vez que minimizaban los riesgos derivados del consumo del vino y de los alcoholes llamados naturales, es decir, los derivados del vino. Dedicaremos un primer apartado a identificar a dichos actores y ubicarlos en los contextos profesionales, institucionales, académicos y geográficos desde los que se pronunciaron. Contrastaremos, a continuación, los argumentos y las pruebas empíricas aportadas por quienes defendieron la supuesta toxicidad específica de los alcoholes industriales frente a los de quienes aportaron las voces disidentes que pusieron en cuestión la posibilidad de atribuir una toxicidad específica a los alcoholes dependiendo de su origen. Finalmente, abordaremos el modo en que este debate llegó hasta los órganos reguladores encargados de elaborar la normativa que frenara el uso de los alcoholes industriales destinados a la producción de los vinos y licores, y los mecanismos contemplados para garantizar su aplicación efectiva. En este punto, cambiaremos la escala del análisis para centrarnos en un contexto local especialmente significativo como fue la ciudad de Alicante, capital administrativa de un importante territorio productor de vino y puerto desde el que salía buena parte de dicha producción hacia los mercados internacionales, a la vez que se importaba una ingente cantidad de alcohol industrial.

Voces y altavoces

El uso de alcoholes industriales en la elaboración de vinos y licores no fue ni la primera ni la única ocasión en la que la química y los químicos se habían visto involucrados en una polémica sobre falsificaciones o adulteraciones de alimentos y bebidas. El incipiente desarrollo de la industria alimentaria durante la segunda mitad del siglo xix fue acompañado de una creciente preocupación por las nuevas formas de adulteración con sustancias químicas de los alimentos, bebidas y otros productos comerciales, añadidas durante el proceso de producción (Stanziani, 2005; Guillem, 2010). La química se perfilaba a la vez como causa y solución de esta nueva forma de fraude alimentario, haciendo que el análisis y los analistas químicos se convirtieran en una especialidad y un colectivo de gran relevancia social y económica. Los laboratorios municipales y de aduanas creados en diferentes ciudades y puertos fueron los principales espacios de control de la «pureza» de los productos comerciales y alimentarios. Los dictámenes que emitieron los químicos, médicos y farmacéuticos al frente de estos laboratorios sobre temas tan controvertidos como la calidad de las aguas, la presencia y toxicidad de sustancias adulterantes en alimentos y bebidas o la pureza de los productos de la industria agroquímica fueron claves en la resolución de diversos conflictos económicos, sociales y judiciales. En ellos se puso a prueba en cada ocasión tanto el prestigio, la autoridad y el reconocimiento público de estos expertos como los conocimientos y técnicas en las que sustentaban la validez del resultado de sus análisis (Atkins, 2007: 967-989; Atkins, Stanziani, 2008: 317-338). La química analítica y los analistas químicos que se habían enfrentado en la década de 1870 a las primeras formas de adulteración de vinos con sustancias colorantes como la anilina y la fucsina volvían a tener un papel central en esta nueva crisis comercial desencadenada por los alcoholes industriales, a finales de la década de 1880 (Stanziani, 2003: 154-186).

Las primeras voces que alertaron sobre los peligros de los alcoholes artificiales y reclamaron la regulación de su uso para el consumo humano surgieron precisamente de los laboratorios municipales, gubernamentales o de aduanas. Entre los analistas químicos más activos en el debate sobre la toxicidad del alcohol industrial había reconocidos farmacéuticos locales que desarrollaron, en los recién creados laboratorios municipales, las tareas de certificación que habían venido desempeñando tradicionalmente en los laboratorios de sus boticas. Este fue el caso de, por ejemplo, José Soler Sánchez (1840-1908), que dirigió el laboratorio municipal de Alicante, desde su fundación en 1886, en plena polémica sobre los alcoholes industriales. Además de su prestigio profesional como miembro de una saga de farmacéuticos, Soler contaba con el prestigio añadido de haber sido catedrático de química inorgánica en la Facultad de Ciencias de la Universidad Central de Madrid y ocupar la cátedra de física y química del Instituto de enseñanza secundaria de Alicante, una ciudad sin universidad donde el instituto era la institución académica de mayor rango. Esa doble condición de académicos y expertos en laboratorios se dio en otros activos participantes en el debate sobre los alcoholes artificiales como Gabriel de la Puerta Ródenas (1839-1908), que compaginó su actividad en el laboratorio central de análisis químicos del Ministerio de Hacienda, con la cátedra de química inorgánica en la Facultad de Farmacia de la Universidad Central de Madrid. Fue en esos laboratorios químicos y cátedras universitarias donde se configuraron los argumentos que sostenían la toxicidad específica de los alcoholes industriales a la vez que defendían la inocuidad del alcohol vínico o etílico. Y fue en estos mismos lugares donde surgieron también las escasas voces disonantes que pusieron en cuestión los argumentos sobre los que se había construido el consenso.

Entre los expertos en agronomía encontramos también algunos de los personajes más activos e influyentes en este debate, al combinar sus intereses como productores agrícolas y vitivinícolas con sus actividades como autores de manuales y diccionarios de agronomía y viticultura, editores de revistas especializadas y de divulgación agronómica y prolíficos articulistas en la prensa cotidiana. Contaban con un gran prestigio entre los lectores locales por su trabajo como divulgadores de las novedades científicas y técnicas aparecidas en las revistas, tratados y exposiciones agronómicas de otros países y por sus enseñanzas y consejos en pro de la modernización de la producción vitivinícola. Desde esta posición autorizada, sus opiniones sobre la cuestión de los alcoholes industriales fueron de gran relevancia. Un tercer grupo estaba conformado por el heterogéneo y confrontado colectivo de productores vitivinícolas, almacenistas, industriales alcoholeros y comerciantes de vino y licores. A la cabeza de los primeros se encontraban influyentes personajes como el viticultor y senador Juan Maisonnave Cutayar (1843-1923), presidente de la Sociedad Española Vitícola y Enológica y miembro del Consejo Superior de Agricultura, Industria y Comercio, o el banquero, político y senador Adolfo Bayo Bayo (1831-1907), representante de la Asociación de Agricultores de España.