Tóxicos invisibles

Tekst
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

El Consistorio de Alicante creó su laboratorio municipal en julio de 1887 y lo puso en manos del prestigioso farmacéutico y profesor de química José Soler. A pesar de ello, la actividad real del laboratorio fue muy limitada, debido a las escasa financiación, dotación material y recursos humanos disponibles (Guillem-Llobat, Perdiguero, 2014: 124-126). En los diez primeros años de funcionamiento apenas alcanzó a realizar una media de entre tres y cuatro análisis por semana, la mayoría de ellos sobre productos diferentes al vino, como chocolate, azúcar, especias o aceites (García Belmar, 2012: 82-85). Por último, las estaciones enológicas fueron otros espacios creados para controlar la calidad del vino. La gran producción vinícola de la provincia de Alicante, junto con la influencia del productor alicantino Maisonnave fueron determinantes para que esta ciudad fuera una de las cinco en las que se proyectó la creación de una estación enológica. La normativa indicaba que eran los municipios quienes tenían que asumir la mayor parte de los gastos de construcción e instalación, lo que llevó a que, a pesar de algunos intentos de las autoridades locales y provinciales y al nombramiento de un director, la estación alicantina nunca entrara en funcionamiento y fuera definitivamente suprimida en 1899.

Conclusiones

La «cuestión de los alcoholes» discutida en la década de 1880 ofrece una interesante oportunidad para explorar los mecanismos a través de los cuales se construye un régimen de riesgo alrededor de la toxicidad de una sustancia y cómo la salvaguarda de la salud pública puede convertirse en una estrategia al servicio de intereses económicos y políticos. El debate movilizó a personas, intereses, argumentos, datos, espacios y canales de comunicación muy diferentes, que interaccionaron desde posiciones distintas y, a menudo, desiguales.

Los diferentes protagonistas se esforzaron por sustentar todos sus argumentos en datos experimentales, analíticos o estadísticos, cuya validez fue respaldada por el prestigio de los expertos, la autoridad de las instituciones académicas dónde se hicieron públicos o el reconocimiento de las tradiciones científicas a las que pertenecían. Pero esos mismos datos fueron leídos de forma muy diferente en función de intereses muy distintos y, a menudo, confrontados. Poner en duda públicamente los datos del oponente fue una estrategia discursiva de enorme eficacia. Donde unos vieron pruebas concluyentes, otros encontraron encomiables tentativas de comprensión de un problema complejo, cuya resolución definitiva estaba todavía lejos de alcanzarse. Por el contrario, fue de uso común la extrapolación al caso español de observaciones sobre el incremento del alcoholismo en otros países y la presentación como datos epidemiológicos irrefutables de lo que no eran más que apreciaciones subjetivas. El recurso al prestigio de los autores citados, fundamentalmente extranjeros, fue ampliamente utilizado para afianzar la fiabilidad de sus opiniones, aunque estas tuvieran que ver con asuntos ajenos a su especialidad académica o profesional, algo muy habitual en este asunto en el que, como recordaba Gimeno, todos eran, por fuerza, «vulgo». A las lecturas sesgadas de los datos hay que añadir un sesgo introducido por las propias investigaciones que los generaron. El interés químico y toxicológico por los nuevos alcoholes, acrecentado por su presencia en los destilados obtenidos de productos diferentes a la vid, que las nuevas tecnologías habían hecho posible, ayudó a concentrar sobre ellos la atención de químicos, médicos, farmacéuticos y agrónomos. Esta sobreproducción de investigaciones sobre los nuevos alcoholes no vínicos eclipsó los trabajos sobre los alcoholes etílicos, a pesar de seguir siendo estos los más consumidos, con una abrumadora diferencia. Cuanto más se sabía sobre la supuesta toxicidad de los alcoholes industriales de la patata o los cereales más inocuos parecían el vino y sus destilados.

Es evidente que estas lecturas fueron interesadas, pero es importante observar que lo fueron en todos los casos, por razones diferentes y no necesariamente convergentes. Los responsables de los laboratorios municipales eran conscientes del reto técnico al que los alcoholes industriales les enfrentaban. Sus métodos de análisis cualitativos apenas eran capaces de determinar con precisión la presencia en una bebida de alcoholes con comportamientos químicos muy similares y, mucho menos, de ofrecer datos cuantitativos de la proporción en la que se encontraban. Desde este punto de vista, la prohibición drástica de los alcoholes industriales por «impuros» era más fácil de gestionar que una normativa basada en una noción cuantitativa de «pureza» que implicaba determinar con precisión los grados de concentración de un determinado alcohol. Si a esta dificultad técnica se unía una indefinición sobre la toxicidad real de cada alcohol y las proporciones admisibles en una bebida, su trabajo se complicaba enormemente. Su credibilidad y prestigio también estaban en riesgo, pues eran responsables de laboratorios municipales dependientes de consistorios en cuyos plenos y órganos directivos se sentaban los productores, bodegueros y comerciantes cuyos productos debían de ser objeto de inspección. El mismo problema tenían los inspectores aduaneros, que compaginaban esta actividad con la de farmacéuticos locales, para quienes no resultaba sencillo posicionarse en un conflicto en el que sus conocimientos eran vistos, a la vez, como causa y como solución del problema.

Los datos se prestaban también a una evidente lectura política. El vino y los licores constituían un componente esencial de la dieta de amplios sectores de una población empobrecida y desnutrida. Convertir el alcoholismo en un problema de adulteración de las bebidas con productos industriales extranjeros y considerar que el papel de los gobiernos era el legislar y poner los medios técnicos para perseguir esta forma de fraude, permitía eludir el debate sobre las graves injusticias sociales que el alcoholismo ponía de manifiesto, además de proteger el consumo de un producto extremadamente rentable. No era la única lectura posible. La controversia sobre los alcoholes industriales caía en medio de un profundo debate político sobre la intervención de los estados en la regulación de los mercados. Y, también, en la pugna sobre los límites competenciales entre los estados y los municipios, muy importante en esas décadas finiseculares.

La crisis de los alcoholes ha desvelado otros debates más profundos y de larga duración. La discusión sobre el alcohol y los alcoholes era también una discusión sobre los límites entre lo natural y lo artificial, entre lo puro y lo impuro y entre lo venenoso y lo inocuo. ¿Era el alcohol industrial tóxico por ser artificial o lo era por la toxicidad de sus componentes y los productos de los que se obtenía? ¿Residían los beneficios del alcohol del vino en su origen natural? ¿Podían ser los alcoholes artificiales iguales que los naturales? ¿Era posible obtener productos naturales mediante procedimientos artificiales? ¿Dónde residía la diferencia entre lo natural y lo artificial? Estas y otras muchas preguntas son las que subyacieron al debate sobre los alcoholes y a ellas y a las contradicciones que de sus respuestas se derivaban tuvieron que enfrentarse sus protagonistas. Contradicciones especialmente intensas en un tiempo de alabanzas a la ciencia y la tecnología como motores del progreso humano.

Autores como De Hidalgo Tablada vieron con claridad estas contradicciones. Para este agrónomo y promotor de la modernización del campo, no debían confundirse las críticas a los vinos «artificiales», producidos gracias a los conocimientos de la química y los avances de la tecnología, con una resistencia al progreso de las ciencias y la industria. Afirmaba que nada tendría en contra de ellos si, como el vapor en el transporte terrestre y marítimo o la electricidad en las comunicaciones a distancia, las industrias del vino y los licores hubieran logrado mejorar el producto final mediante procedimientos más simples y económicos que los «naturales» utilizados hasta entonces. No era el caso, subrayaba De Hidalgo Tablada, pues el resultado no era, ni de lejos, el mismo, y, además, nunca podría serlo: por más que la química hubiese identificado hasta el último componente del vino, nunca sería capaz de sintetizar algo ni siquiera parecido al vino procedente de la uva cultivada en el campo (De Hidalgo, 1887c). Por todo ello, la crisis de los alcoholes industriales enfrentó a los grandes intereses económicos, agrícolas y comerciales vinculados al vino con el viejo debate sobre las fronteras entre lo natural y lo artificial, que tenía siglos de antigüedad y que se prolonga hasta nuestros días.

1. «El informe sobre alcoholes», Semanario Farmacéutico, XVI (7), 13/11/1887, p. 56.

2. «¡Qué trasiego de nombres químicos! ¡Qué modo de manejar el etílico y el amílico! ¡Qué confusión tan lamentable y qué afán de exhibir conocimientos improvisados!», exclamaba Gimeno (Gimeno, 1887: 9).

3. «Los alcoholes de industria», El Diario de Murcia, 09/08/1887, pp. 1-2.

4. «Última hora», El Constitucional, 18/08/1887, p. 3.

II. La (in)visibilización del riesgo de las fumigaciones cianhídricas al inicio

del siglo xx

Ximo Guillem-Llobat


Figura 1

Leandro Navarro y un operario muestran la toxicidad del ácido cianhídrico. Documental Fumigación de los olivos por medio del gas cianhídrico (1914).

 

Europeana. https://www.europeana.eu/es/item/08625/FILM00068074c_X

Las sociedades capitalistas más enriquecidas entraron en el siglo xx con una creciente preocupación por las plagas del campo (Whorton, 1974; Jas, 2007). El desarrollo de una agricultura de exportación cada vez más intensiva y basada en el monocultivo daría lugar a plagas más frecuentes y devastadoras; y con ellas llegarían nuevas regulaciones y el desarrollo de nuevos métodos de control (Romero, 2016). Estos métodos de control fueron fundamentalmente biológicos y químicos, y así fueron sustituyendo los métodos mecánicos que se habían aplicado con anterioridad. Se identificaron especies parásitas o predadoras de algunas de las plagas que afectaban los principales cultivos y se crearon insectarios para su reproducción y posterior introducción en el medio. Pero tampoco se descuidó el estudio de la lucha química contra las plagas. Empezaron a probarse toda una serie de compuestos de eficacia variable en la eliminación de una u otra plaga y entre ellos fueron tomando un especial protagonismo algunos de reconocida toxicidad como el arsénico, al que nos referiremos en el capítulo siguiente, y el ácido cianhídrico (hcn), en el que profundizaremos en este caso. En el análisis histórico de estos casos se constata la compleja relación entre percepción del riesgo y regulación. Si nos acercamos al proceso de introducción de estos plaguicidas ¿Podemos afirmar que su efectiva regulación depende de la capacidad de la ciencia para establecer los límites de uso seguro de estos compuestos o el riesgo asociado a ellos?

La imagen que abre este capítulo pertenece a uno de los primeros documentales rurales producidos en el Estado español: Fumigación de los olivos por medio del gas cianhídrico. El documental, que empezó a producirse en 1912 y tuvo como principal impulsor y protagonista al ingeniero agrónomo Leandro Navarro Pérez (1861-1928), muestra las bondades de uno de estos nuevos métodos de control, la fumigación cianhídrica. Cabe destacar, sin embargo, que más allá de los debates sobre la eficacia de dicho tratamiento, en este caso nos encontramos con un producto que se caracterizaba por su alta toxicidad. Como era bien sabido en aquel contexto, una exposición de unos pocos segundos al cianhídrico podía resultar letal (Vingut, 1999). Pero, ¿cómo se presentaron en la comunicación académica y sobretodo en la divulgación los riesgos asociados a dicho método de control de plagas? ¿Y qué nos sugiere dicho caso histórico sobre la gestión del riesgo químico en el ámbito de la agricultura? Estas serán algunas de las cuestiones que trataremos en este capítulo.

La toxicidad del ácido cianhídrico no estaba sujeta a debate aunque, como veremos, en algunos ámbitos se obvió a través del silencio y no tanto de una defensa explicita de su inocuidad. Relatos como aquel de un químico de Viena, Scharinger, que murió un par de horas después de que cayeran dos gotas de cianhídrico en su brazo, circulaban a través de la bibliografía médica de principios del siglo xx (Cebrián Gimeno, 1930). Sin embargo, dicha sensibilidad hacia el riesgo asociado al cianhídrico y a algunos de los reactivos utilizados en su producción (como el cianuro sódico y potásico) no aparece de manera clara en el documental de Navarro. El documental, de unos 18 minutos,5 empieza con un texto corto que indica que «este gas, también denominado ácido prúsico, produce la muerte instantánea de los animales sometidos a su acción». Al texto le sigue una secuencia (de la cual forma parte la imagen que introduce este capítulo) que no deja lugar a duda con relación al sentido que se le quiere dar a esta afirmación. Su elevada toxicidad en el mundo animal se interpreta en términos de eficacia como plaguicida y no en relación al riesgo que comporta. Solo así se puede entender que la secuencia muestre a Navarro sin ninguna protección generando el cianhídrico dentro de una campana de vidrio que contiene una paloma. El vídeo muestra la rápida muerte de la paloma y aunque Navarro se retira al generar el ácido cianhídrico, se puede observar la rapidez, casi explosiva, con la que se produce el gas y como este sale de la campana justo en el momento en el que un operario se acerca para acabar de colocar una manta sobre la campana (tal y como se observa en la imagen inicial de este capítulo). Sin duda, existe una cierta exposición al cianhídrico aunque sus caras parecen mostrar un esfuerzo por aguantar la respiración. A esta secuencia le sigue un nuevo texto en el que se vuelve a hacer referencia a la «cualidad tan intensamente venenosa de este gas» pero la secuencia posterior no evidencia ningún riesgo sino el trabajo tranquilo de los ingenieros en el reconocimiento del arañuelo del olivo, la plaga que era combatida con el ácido cianhídrico. Por tanto, probablemente el carácter venenoso del gas hacía nuevamente referencia a su eficacia y no a los peligros de salud ambiental que podía comportar.

En lo sucesivo, el documental ya no vuelve a hacer ninguna referencia explícita a la toxicidad del producto pero nos muestra su aplicación en el campo y esto nos permite evaluar hasta qué punto se tuvieron en cuenta las medidas de seguridad consideradas en otros ámbitos como, por ejemplo, en la formación de los capataces fumigadores. Este documental, como otros que elaboró el mismo Navarro, fue proyectado y presentado en contextos muy diversos. Sus públicos objetivo no fueron por tanto necesariamente capataces agrícolas, y esto podría explicar que el detalle con el que se presentaron los riesgos no tuviera por qué coincidir con el que encontraríamos en los materiales dirigidos a aquellos que llevarían a cabo las fumigaciones. Sin embargo, la existencia de fuertes contradicciones entre las prácticas mostradas en el documental y aquellas consideradas óptimas desde la perspectiva de la seguridad, sin duda nos plantearía la necesidad de buscar una explicación a dicha contradicción. De hecho, esta contradicción se dio y sobre ella reflexionaremos, pero ¿qué supuso realmente la formación de capataces fumigadores?

En agosto de 1911 el ingeniero valenciano Clemente Cerdá coordinó una serie de demostraciones con las que presentaba la fumigación cianhídrica a los agricultores. Este método de control de plagas se había introducido poco antes en la península ibérica y ya en aquel momento ingenieros como Antonio Maylin (1849-1916) plantearon la necesidad de establecer cursos de formación de capataces fumigadores para asegurar así el correcto desarrollo de dicha práctica (Guillem-Llobat, 2019). Un año más tarde, la recién creada Estación de Patología Vegetal de Burjassot organizó el primer curso de capataces fumigadores. Y al poco tiempo se estableció a nivel estatal que cada cuadrilla de fumigación debía incluir un capataz fumigador y que este debía disponer del título que durante muchos años solo pudo certificar el centro valenciano.

Aquel 1912 ya se publicó, para la primera edición de estos cursos, un manual que contenía, entre otras muchas cuestiones, toda una serie de exigencias para la correcta y segura aplicación de la fumigación con ácido cianhídrico (Maylin, 1912). En general, esta fumigación, comportaba el uso de grandes lonas con las que se cubría el árbol que debía ser fumigado y posteriormente la producción del cianhídrico en la dosis adecuada bajo la lona. En un primer momento, para generar dicho cianhídrico se hacía reaccionar agua, ácido sulfúrico y cianuro potásico en un recipiente denominado generador. Cuando estos reactivos se unían el operario debía dejar inmediatamente la tienda (nombre con el que se conocía la lona dispuesta sobre el árbol) para evitar la exposición al cianhídrico, que se generaba al instante.


Figura 2

Entoldado de olivos antes de su fumigación. Documental Fumigación de los olivos por medio del gas cianhídrico (1914).

Europeana. https://www.europeana.eu/es/item/08625/FILM00068074c_X

Al iniciar la grabación del documental, en 1912, Navarro ya disponía del manual y, de hecho, elaboró aquel mismo año una memoria sobre nuevas aplicaciones de la fumigación cianhídrica que admitía partir de la experiencia valenciana en la fumigación de cítricos (Navarro, 1912; Navarro, 1924). La memoria de Navarro finalizaba con una sección de «Instrucciones para capataces fumigadores de olivos» elaborada por el ingeniero Antonio Quintanilla, agregado de la Estación de Patología Vegetal de Moncloa, que venía a reproducir, e incluso a ampliar, las medidas de seguridad prescritas en el manual de la estación de Burjassot. Pero todo parece indicar que Navarro no siempre consideró oportuno seguir en su documental las indicaciones sobre seguridad que se incluyeron tanto en el manual como en aquellas instrucciones.

Así, por ejemplo, el manual recomendaba el uso de guantes de caucho al manejar el ácido sulfúrico y siempre que el operario tuviera algún tipo de herida en las manos también al manejar el cianuro potásico. Mientras que en las instrucciones de Antonio Quintanilla no solo quedaba recogida esta exigencia sino que se consideraba que el operario debería utilizar guantes de piel siempre que manipulara el cianuro. Y sin embargo el documental muestra en todo momento operarios que trabajan sin ninguna protección en las manos. Tanto el manual como las instrucciones, también advertían sobre la necesidad de evitar que el operario respirara los «polvillos que se desprenden al [remover los cianuros]» y evitar que pudieran caer al suelo. Pero el documental nos muestra a un operario que utiliza primero una especie de pequeña pala para pesar el cianuro en una báscula, pero que después retira con la mano parte del cianuro y la deja en un extremo de la mesa sin precaución alguna. La manera en que actúa no parece ser garantía de que no caiga parte al suelo y la exposición directa del operario es evidente.

Tampoco se observa que los operarios sigan la recomendación de lavarse las manos antes de fumar (de hecho, en la imagen con la que iniciábamos el capítulo se muestra un operario fumando en el transcurso de la operación). Mientras que otras cuestiones que ya se citan en el manual de 1912, pero ciertamente recibirán más atención en posteriores ediciones, como es el hecho que el viento puede hacer desaconsejable la práctica de la fumigación, tampoco parecen ser coherentes con lo que nos muestra el documental. Las instrucciones de Quintanilla, por su parte, ya planteaban, en este sentido, que se deberá «suspender los trabajos cuando haya un viento superior a una brisa suave y viento borrascoso o con lluvia». Sin embargo, llama la atención en el documental la presencia de un fuerte viento que levanta las lonas y que de estar fumigando implicaría peligrosas fugas del cianhídrico.

Todos estos elementos parecen indicar que no existe en el documental de Navarro un tratamiento adecuado de los riesgos asociados a estas fumigaciones. Tal y como indicábamos, esta cuestión no se trata de manera explícita en el documental y de hecho las actuaciones que muestra ni siquiera son coherentes con las medidas de seguridad ya exigidas en el principal manual para la formación de capataces fumigadores. ¿Qué puede explicar esta disfunción entre la peligrosidad atribuida al ácido cianhídrico en los manuales y en el documental de Navarro?

Podemos descartar que la toxicidad del cianhídrico generara debate en aquel momento. Antes apuntábamos a los relatos sobre la gran peligrosidad del cianhídrico que circulaban en la bibliografía médica. Es cierto, sin embargo, que el hecho de que el cianhídrico se hubiera consolidado como un potente veneno para suicidarse (Vingut, 1999) o que su uso en la fumigación sanitaria (de puertos, redes ferroviarias, y otros espacios) por parte de personal médico estuviera más contestado, precisamente en base a su peligrosidad, no suponía necesariamente que esta peligrosidad fuera asumida en todos los ámbitos profesionales y geográficos posibles. Nuestras investigaciones nos han mostrado en una y otra ocasión que las barreras geográficas, académicas y profesionales pueden resultar suficientemente impermeables como para permitir que convivan percepciones muy distintas de la toxicidad de una misma sustancia dependiendo del contexto (académico, profesional o geográfico) en que nos situemos (Bertomeu-Sánchez, Guillem-Llobat, 2016). Y ciertamente en la aplicación agrícola inicial de ácido cianhídrico hay muy pocas referencias explícitas a su toxicidad. Pero la fumigación agrícola con ácido cianhídrico no constituía una novedad sin precedentes en aquel momento. Ya se había desarrollado en California fundamentalmente desde de la década de 1890 para tratar de combatir plagas como la de la cochinilla acanalada o la de piojo rojo en cítricos (Romero, 2016).

 

Estas aplicaciones habían generado abundantes trabajos en el contexto norteamericano y, sin duda, estos inspiraron a su vez el desarrollo de las fumigaciones en el contexto ibérico. Este recorrido había permitido detectar una serie de riesgos que al menos pudieron inspirar las medidas que quedaron reflejadas en el manual de la Estación de Patología Vegetal de Burjassot. Y sin embargo, tal y como ya se ha indicado, el documental de Navarro no fue fiel a estas medidas.

¿Cómo podemos explicar esta invisibilización del riesgo? Una breve evaluación de la formación de Navarro y de su implicación en la divulgación nos permitirá profundizar en las causas y los mecanismos por los cuales se dio esta invisibilización que, de manera puntual o estructural, involuntaria o premeditada, contribuyó a la construcción de ignorancia sobre la peligrosidad de las fumigaciones cianhídricas.

Leandro Navarro: investigador y divulgador

Leandro Navarro Pérez nació en 1861 en Tarazona de Aragón y se formó en la Escuela Especial de Ingenieros Agrónomos, dependiente del entonces llamado Instituto Agrícola de Alfonso XII. En 1892 fue destinado a la Estación Enológica de Alicante y allí permaneció hasta que cuatro años más tarde pasó a ser profesor auxiliar de la asignatura de Patología Vegetal de la Escuela de Ingenieros Agrónomos. Ya en 1897 fue nombrado profesor de dicha asignatura y asumió en consecuencia la dirección de la Estación de Patología Vegetal de Moncloa.

Su actividad docente, divulgadora e investigadora fue muy intensa durante toda su larga carrera profesional. Tanto es así que difícilmente se podría plantear que la falta de referencias a la toxicidad del tratamiento pudiera deberse a la deficiente conexión de Navarro con las últimas tendencias en el ámbito de la investigación. Todo parece indicar que dicho argumento no se sustentaría de ninguna de las formas. Navarro fue muy activo en la investigación y, en particular, en aquella relativa a las plagas del olivo publicó más de una treintena de trabajos (Anónimo, 1959).

Poco después de su incorporación como director de la Estación de Patología Vegetal de Moncloa, en 1898, Navarro publicó su «Memoria relativa a las enfermedades de los olivos». Habiendo reunido los materiales para la preparación de dicha memoria, Navarro tuvo conocimiento de que el Ateneo y Sociedad de Excursionistas de Sevilla había abierto un Certamen, entre cuyos temas se encontraba aquel relativo a las enfermedades del olivo en Andalucía. Decidió presentar su trabajo en aquel Certamen y fue merecedor del primer premio. Navarro explicaría que aquella memoria no era más que un primer estado de la cuestión en el que se incluía la información hasta entonces dispersa en libros y folletos diversos y acabaría por calificar dicho trabajo de «índice para lo sucesivo». Es decir, que a partir de aquel primer trabajo iría profundizando en algunas de estas enfermedades y contribuyendo de formas diversas a su tratamiento.


Figura 3

Leandro Navarro (en el centro de la imagen) muestra a una comisión del Consejo Provincial de Fomento de Jaén la eficacia del tratamiento con cianhídrico. Documental Fumigación de los olivos por medio del gas cianhídrico (1914). Europeana. https://www.europeana.eu/es/item/08625/FILM00068074c_X

El olivo acabaría convirtiéndose en aquella época en un cultivo prioritario en las políticas agrarias estatales y esto favorecería la aprobación de importantes inversiones para su estudio; unas inversiones de las cuales también se benefició Navarro. Hay que destacar que, tal y como han mostrado Juan Francisco Zambrana Pineda y otros autores, entre 1858 y 1935, el cultivo del olivo pasó a ocupar más de un millón de nuevas hectáreas y que este aumento en extensión fue acompañado de un incremento de la producción. En aquel mismo período la producción olivarera llegó a triplicarse (Zambrana, 2003).

Los posteriores trabajos de Navarro en relación a las plagas del olivo estuvieron impulsados en más de una ocasión por requerimientos del Ministerio de Agricultura. Seguramente el lugar que ocupaba en la Estación de Patología Vegetal de Moncloa y la publicación de la memoria a la que nos referíamos, motivaron dichos requerimientos. Así, por ejemplo, el 13 de marzo de 1905 se aprobó una Real Orden en la que se le ordenaba la «organización de la enseñanza ambulante en el término municipal de Bailén (Jaén), que tuviera por fin, previo el estudio sobre el terreno de las causas de la crisis que venía sufriendo la riqueza olivarera en dicho término, el de combatir las criptógamas e insectos olivícolas con todos cuantos medios aconsejara la ciencia» (Navarro, 1911). En aquel estudio que desarrolló junto al ingeniero agrónomo de la provincia de Jaén, Cecilio Benítez, centraron muchos de los esfuerzos en el insecto Psylla olea (Fonsc.), también conocido como pulgón del olivo o cotonet. Unas semanas más tarde, el 7 de abril, la Dirección General de Agricultura le ordenó que una vez finalizados los estudios que se le habían encomendado el 13 de marzo, debería desplazarse hasta Murcia con el fin de estudiar la enfermedad existente en los olivos de dicha localidad. Y en esta ocasión el estudio estuvo centrado en Cycloconium oleaginum, comúnmente denominado repilo.

El 9 de diciembre de 1905, con la publicación de una nueva Real Orden, todavía se le encomendaba desde el Ministerio la ampliación de sus estudios sobre el pulgón del olivo y así Navarro se vería involucrado en toda una serie de experiencias adicionales. Pero su mayor éxito en el estudio y tratamiento de las plagas del olivo llegaría pocos años más tarde, cuando desarrolló sus estudios sobre el tratamiento de Phloeothrips oleae (Costa-Targioni) o arañuelo del olivo. Dichos trabajos merecen una especial atención si queremos entender cómo se representó, o dejó de representar, el riesgo en el documental de Navarro, ya que fue esta la plaga que motivó muchas de las aplicaciones de hcn sobre olivos.

El Real decreto de 25 de octubre de 1907 ordenaba el estudio de la «enfermedad existente en los olivos del pueblo de Mora, de la provincia de Toledo». Durante los próximos meses, e incluso años, Navarro dedicó esfuerzos importantes para resolver esta cuestión. Ya en 1908 publicó una memoria en la que se incluían toda una serie de procedimientos que habían resultado exitosos en las experiencias que había desarrollado en dicha población. Estos procedimientos se comunicaron a públicos muy diversos con la elaboración de hojas informativas, la impartición de conferencias y la preparación de proyecciones visuales de utilidad tanto en la divulgación como en la docencia. En esta intensa labor comunicativa, que también comportó reuniones con las autoridades locales, se involucró Navarro plenamente y según se informaba años más tarde tendría un impacto considerable en las prácticas agrícolas de aquella región.

Sin embargo, lejos de dar por cerrado el tema, Navarro siguió sus trabajos dedicados al control de la plaga del arañuelo y en 1912 presentó una nueva memoria que planteaba los beneficios de la fumigación cianhídrica en el control de la plaga (la memoria a la que nos referíamos antes y que incluía una sección con las pautas para aplicar las fumigaciones de manera segura). En este caso, nuevamente, el protagonismo de Navarro fue muy evidente. Navarro ya fue convocado dos años antes a una reunión en la que participaron el jefe del Servicio de Entomología de los Estados Unidos de América, Leslie O. Howard (1893-1943) (con el que mantuvo en años sucesivos una estrecha relación profesional) y el principal introductor de la fumigación cianhídrica en la península ibérica, Enrique Trenor Montesinos (1861-1936), conocido como el Conde de Montornés. En aquella reunión se acordó la visita de un experto norteamericano para asesorar en la introducción de la fumigación cianhídrica en la lucha contra las plagas de los cítricos en el Estado español. Se aseguró, por otro lado, el apoyo de la administración a un buen número de iniciativas que serían esenciales para que se materializase dicha práctica agrícola. Aquella reunión, puede así entenderse como un episodio clave en la apropiación ibérica de aquella práctica plaguicida que tanta aceptación tuvo durante décadas en el tratamiento de cultivos fundamentales en la agricultura de exportación como eran los de cítricos y olivos (Guillem-Llobat, 2019).6