Lacanes. Historia de una superviviente

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LACANES.

HISTORIA DE UNA

SUPERVIVIENTE


ALBA MARTÍN AGUIAR

LACANES.

HISTORIA DE UNA

SUPERVIVIENTE

EXLIBRIC

ANTEQUERA 2021

LACANES. HISTORIA DE UNA SUPERVIVIENTE

© Alba Martín Aguiar

© de la imagen de cubiertas y de la autora: Adán Dou Sánchez

Diseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Exlibric

Iª edición

© ExLibric, 2021.

Editado por: ExLibric

c/ Cueva de Viera, 2, Local 3

Centro Negocios CADI

29200 Antequera (Málaga)

Teléfono: 952 70 60 04

Fax: 952 84 55 03

Correo electrónico: exlibric@exlibric.com

Internet: www.exlibric.com

Reservados todos los derechos de publicación en cualquier idioma.

Según el Código Penal vigente ninguna parte de este o

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previa y por escrito de EXLIBRIC;

su contenido está protegido por la Ley vigente que establece

penas de prisión y/o multas a quienes intencionadamente

reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria,

artística o científica.

ISBN: 978-84-18470-97-4

Nota de la editorial: ExLibric pertenece a Innovación y Cualificación S. L.

ALBA MARTÍN AGUIAR

LACANES.

HISTORIA DE UNA

SUPERVIVIENTE

A las personas que me han demostrado que,

independientemente de que los tiempos sean mejores o peores,

existe algo que nos conecta y desemboca en lo más poderoso y

significativo, en lo magnífico de la vida.

A Paco, Isabel, Lita, Francisco, Lili, Jorge, Concha

y la mejor persona con la que vivirlo cada día, Adán.

Todas estas grandes personas saben que las amo

y las amaré sean cuales sean los tiempos.

Índice

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

I

II

III

IV

V

VI

VII

Desde entonces me siento encerrada.

Me siento crecer y encoger mientras mis músculos

se rompen contra los barrotes que me dejarán en hueso.

Después descansaré con las cenizas.

I

Llovía. Lo cierto es que, tras tres semanas consecutivas envueltos en esa fina seda que cubría sus miradas tras las ventanas, lo extraño sería la ausencia del repiqueteo. Su volumen era mínimo, como ella misma, pero tal era su constancia que se había convertido en un sonido vital más. A los veintisiete días dejó de llover y no se volvió a ver una gota hasta finales de aquel año, fuera cual fuera. La gente se abalanzó a la calle. Los que tenían coches antiguos, de la era del petróleo, no dudaron en lanzarse en busca de aquellos a quienes querían y no habían visto en casi un mes. Quienes se habían quedado sin transporte, o simplemente no tenían, no se quedaron en casa, dedicaron a pensarlo el mismo tiempo que los que sí lo tenían y se lanzaron a recorrer aquella distancia, ya fuera de metros o de kilómetros.

—Quiero subir.

—No vas a subir a ningún lado.

—Voy a subir.

—¿No lo ves? Solo han pasado cinco horas sin lluvia, no sabemos cuándo empezará de nuevo.

—Lo mismo ya paró y no volvemos a saber de ella hasta yo que sé cuándo. ¿No lo entiendes? Tengo que verlo, ver que está bien. No lo veo desde que bajó con el del correo. Y no había empezado a llover.

—¿Y si estás arriba y empieza? Espera, aunque sea un día. Y si no llueve, haces lo que te dé la gana.

No hubo más discusión. Sellado quedó el pacto en el silencio. Sentía una extraña presión en el pecho que asociaba a alguna desgracia venidera. Se intentaba tranquilizar repitiendo que solo era el miedo que le provocaba el desconocimiento. Por otra parte, su madre mostraba la dureza que anhelaba su tembloroso corazón. Lo sabía porque la conocía. El miedo la llevaba a desear que lloviera para tener cerca a su hija y que nada le pasara, pero la quería y sabía cuáles eran sus deseos. Era ese amor mutuo el que creaba esa discusión interna sobre las horas que estarían por venir. Y, efectivamente, siguió sin llover.

—¿Quieres que te acompañe?

—No te preocupes.

—No me preocupo, es para que no vayas sola.

—No. Quédate con mamá. No quiero que esté sola, está nerviosa.

—No quiere que vayas. Te quiere. Mucho.

—Yo también a ella. A los dos. Pero tengo que subir, necesito saber que todo está bien.

—No pares por nada ni nadie hasta que llegues.

—Ya.

—Te lo digo en serio, no sabes la cantidad de rumores que se cuentan. Por lo visto ha habido muchos muertos, y si solo la mitad de lo que se dice es cierto…

—No será para tanto.

—Por favor, cuídate. Ten cuidado.

Por primera vez levantó la cabeza de la mochila que preparaba. Miró a los experimentados ojos de su padre y ladeó su sonrisa.

—Lo tendré.

Ambos se abrazaron. Suavidad, firmeza y fuerza.

—Te quiero, papá. Ya verás que no pasa nada.

Él besó su cabeza. Volvieron a intercambiar miradas.

—De verdad, ten cuidado.

Asintió y volvió a meter la cabeza en la mochila. Su padre salió de la habitación y la dejó sola. Durante el día anterior, aquel primer día sin lluvia, habían escuchado más de una explosión cerca; de hecho, los rumores comentaban que más de la mitad de los que habían salido había muerto; además, decían que había grupos organizados que se dedicaban, como poco, a robar. No tenía ni idea del panorama que se encontraría. Tampoco pensaba demasiado en ello, porque cada segundo de sus pensamientos iba dirigido a él. Lo había conocido con diecisiete años, pero hasta un año después ninguno de los dos se había atrevido a rebasar las bromas amistosas. Ambos se entendían y a ambos les habían engañado mientras aprendían a gatear por el complicado sendero de las relaciones amorosas. Durante aquel año se apoyaron, se conocieron y se curaron el uno al otro las heridas que otros habían provocado.

Suspiró con su mente en aquellos momentos y se acercó a la mesa para coger el anillo de plata que le había regalado. Con los ojos vidriosos se lo acercó a los labios hasta posarlo sobre ellos. Inhaló todo el aire que le permitieron sus pulmones y se sintió con él a salvo y más tranquila. Al abrir de nuevo los ojos, comprobó que aún estaba en su habitación, rodeada de inseguridades, y todas esas otras sensaciones se esfumaron. Lanzó el brazo a por las llaves del Honda que había heredado y que, por suerte, vivió mucho más allá del apagón.

Sus padres la esperaban en el cuarto de la tele: él sentado con una pierna cruzada sobre la otra, ella no podía ni sentarse.

 

—No se preocupen.

—¿Cuánto vas a tardar?

—No lo sé, mamá. Si todo va bien, intentaré volver mañana, él me acompañará.

—Todo va a ir bien, ¿por qué no iba a ir bien? Ya verás.

No pudo más que devolver una sonrisa a aquella ejemplificación del poder de la autoconvicción.

—No corras, porque no sabes lo que vas a encontrar.

—¡Papá! Ya sabes que no corro con el coche.

—Bueno, pero mi deber es recordártelo.

Era lo que siempre le decía, «mi deber es recordártelo», y lo cierto es que el ambiente pareció desperezarse con aquella frase tan rutinaria.

—Ya lo tengo todo. A esta hora debería de haber menos movimiento, la gente estará comiendo. La cena de esta noche le toca a Candelaria, que no se escaquee. No vayas a dar nada que mañana nos vuelve a tocar preparar arroz.

—Cuando quieres eres pesadita.

Otra de las frases más costumbristas de aquel hogar. Seis brazos y tres corazones agolpados en su latir. La familia se convirtió por última vez en unidad. Así, puso ella sus pasos hacia el coche, sintiendo aún el cálido abrazo de quienes conjuraron para darle su existencia.

Una vez dentro del coche, se preparó. La pierna del embrague le temblaba un poco y en las maniobras necesarias para salir del garaje consiguió que el vehículo se le calara dos veces. Con la puerta enfilada, ante su incapacidad para conducir, detuvo el coche y tiró de la palanca de freno. Posó sus manos sobre los muslos e inhaló profundamente. Las entrelazó y cerró los ojos mientras se las llevaba a la cara.

—Relájate.

Se frotó los ojos con suavidad.

—¿Qué coño te pasa? Lo has hecho miles de veces. ¡Vamos! Sin más que pensar, presionó el embrague y metió la primera. Que la puerta estuviera abierta no le sorprendió, siempre había algún vecino que olvidaba cerrarla al salir. Paró y presionó el botón sin darse cuenta de que en el extremo donde la puerta cerraba con la pared había un pivote de hierro en el suelo que evitaría el cierre. Así, con la puerta a medio cerrar, comenzó su viaje.

II

Circulaba tratando de observar toda esa realidad, invisible para ella durante aquel tiempo. Una realidad que parecía tan memorable como extraña. Por el espejo retrovisor divisó una moto que cruzó una calle a su espalda. En cuanto encaminó la rambla, preparada para buscar la salida a la autopista, divisó un coche subido a ella. Le impactó que fuera la panza del coche la que miraba al cielo. Un cielo que, si bien representaba la perfección del azul celeste, se sentía enturbiado tras la luna del coche. El ruido de otra moto la obligó a mirar a la izquierda. Circulaba en dirección contraria. Su mirada, que atravesó la rambla, comprobó como un casco, negro y rojo, hacía girar su visera sin perderla de vista. Cuando se desdibujó en el retrovisor, presionó algo más el acelerador. Seguía esperando ver a alguien transitando la calle, cuando una guagua apareció como una montaña ante ella. Se detuvo debido a la extrañeza. A la guagua no le quedaba un cristal sin romper. Tenía tantas abolladuras que no merecía la pena contarlas y las ruedas tenían todas las gomas rajadas.

—¿Qué coño…? —Apenas salía la voz de su garganta y no por el hecho de que la tomasen por loca, ya que en ese momento se sintió más sola de lo que nunca se había sentido hasta entonces. La abordaba el miedo ante los pocos signos vistos de un cambio evidente y misterioso respecto a todo aquello conocido hasta ese momento como natural.

De nuevo escuchó un zumbido de motor. Un escalofrío erizó la piel de su nuca. Dirigió la mirada a su puerta y, manualmente, echó el seguro para que permaneciera cerrada. Miró la otra y sintió un tímido alivio al ver la pestaña negra, que indicaba que ya lo estaba. Apretó el embrague con más ganas de las que pretendía y metió con fuerza el retroceso. Tras un par de metros dando marcha atrás, giró el volante con la intención de encaminarse hacia el espacio que quedaba libre entre la guagua y la pared de lo que siempre había sido un colegio. La acera era ancha por esa razón, pero también bastante elevada y sabía que su coche era más bajo de lo normal. Cuando intentaba subir con suavidad la rueda derecha para evitar rozar el vehículo, varios zumbidos atravesaron los árboles de aquella rambla que estaba a punto de dejar atrás.

Hasta entonces había circulado con relativa calma y respetando, dentro de la situación, las normas de circulación. Sería la última vez que lo hiciera. Los zumbidos pertenecían a dos motos que se acercaban en su dirección a gran velocidad. Estaba segura de que una de ellas pertenecía al que no le había quitado la vista hacía cuestión de escasos minutos. Se sintió acorralada y quiso escapar cuanto antes de aquella situación, de aquella sensación. Aceleró con precipitación y el coche subió la acera encabritado y formando escándalo debido al roce con la elevación. Para su sorpresa, en esa parte de la acera cabía el coche al completo. Las motos cada vez estaban más cerca, pero lo que realmente la llevó a encogerse y acelerar del mismo modo que para subir la acera fue comprobar que un hombre con los ojos desorbitados se acercaba sin emitir más que un constante gruñido, empuñando en alto una barra de hierro. El temblor en la pierna izquierda provocó que se le calara el coche y mirando al hombre, que cada vez estaba más cerca, giró la llave con fuerza para volverlo a arrancar; sin embargo, el hombre siguió de largo y se situó tras el coche. Ya había conseguido hacerlo funcionar, pero la extrañeza la paralizó. Con la mirada fijada en el espejo retrovisor, observó que el hombre, ahora de espaldas a ella, seguía enfilando la rambla a la par que se acercaban las motos. Colocó la barra igual que lo habría hecho un bateador profesional y ancló sus piernas en la carretera, esperando, paciente.

Las motos se abrieron para esquivarlo y el hombre no lo dudó un instante: golpeó con fuerza a uno de los motoristas, tirándolo sobre el asfalto mientras su transporte chocaba directamente con la guagua. Con ese golpe metálico salió de la parálisis y aceleró, esta vez con más calma, pero también más firmeza para no errar en la maniobra. Al pasar la guagua, miró de nuevo atrás, valiéndose del espejo. En un instante se pueden percibir innumerables sensaciones. Ella sintió que era el blanco y que el hombre, al que en un principio creyó en contra, la había salvado. El segundo motorista, que se encontraba casi a la altura de la guagua, dio la vuelta. Supuso que iría a por su compañero. El pecho le dolía por la presión de los movimientos tan acelerados y desacompasados que seguía su corazón. No entendía nada. Le costaba respirar, pero el alivio, prematuro, llegó al vislumbrar el final de la rambla, como si lo peor hubiera pasado.

Debía coger la última curva que abría hacia la autopista, y todo sería cuestión de acelerar y poner rumbo hacia el norte, subir a por él. Dejaría a la derecha la gasolinera y se sentiría un poco más a salvo. De nuevo la asaltó la confusión cuando la construcción apareció a su diestra. En lugar de la luz blanca, reflejada sobre el amarillo y azul, era el negro el que tiznaba la baja edificación. La tienda, donde tantas veces había parado para abastecerse de golosinas, por lo general algo caras, se presentaba como una oscura grieta capaz de engullir, no sin antes desgarrar lo que fuera con aquellos dientes de cristal, gruesos como un palmo, agrietados y picudos.

Dirigió su vista al frente, tratando de obligarse a no volver a desviarla a los lados. La confusión en su mente, perturbada ante tanto cambio en tan breve espacio de tiempo, no dejaba de girar en torno a tantas ideas como era posible. En esa primera recta de autopista que su vista era capaz de alcanzar parecía todo como siempre, con la salvedad de que a su alrededor no había ni un coche, ni un movimiento. Sólo el calor, el viento y ella.

Pareció presentir el nuevo capítulo que la apabullaría segundos antes de que, irremediablemente, se presentara ante sus ojos. Poco a poco empezaron a aparecer sobre el negro asfalto trozos informes cuyas tonalidades danzaban entre el blanco más turbador y el rojo más visceral. Procuraba evitar que las ruedas deformaran aún más la masa en la que la autopista se convertía poco a poco. Un fuerte olor, que nunca antes había atravesado sus fosas nasales, se coló hasta convertirse en la ácida lágrima que enturbió su mirada. Sintió el agobio trancando la parte baja de su estómago. Cada vez que respiraba notaba disminuir la cantidad de aire que hinchaba sus pulmones. Pensó que sería a causa del olor, igual que le pasaba con los vapores del amoniaco, así que cerró la ventanilla.

Presenció una imagen que evocó a otra. Una de las primeras veces que condujo al obtener el carnet fue testigo de la impresión que causa ver una vida aplastada en la carretera: una incauta paloma, convertida en una plasta, desdibujaba la uniformidad cromática de la carretera. Había quedado completamente aplastada con la salvedad de una de sus alas, cuya punta señalaba al cielo aguantando con firmeza el aire que movía las plumas sin ningún ritmo específico. Aquella imagen que le había impactado tanto volvió a su recuerdo al ver una mano, igual de suplicante que aquella ala, sobresaliendo del asfalto.

El nudo que presionaba su garganta durante el trayecto se deshizo en las lágrimas que bañaron su regazo hasta la llegada. Así llegó a su destino, entre lágrimas y esquivando los restos de las vidas que poco a poco, metro a metro, minuto a minuto, iban quedando atrás.

III

Al finalizar un trayecto, siempre parece más breve de lo que se puede intuir durante su transcurso. Detuvo el coche ante la puerta de entrada y antes de parar el motor observó a su alrededor. Todo parecía en calma, todo parecía igual que siempre. Esta vez su vista no engañaba a su intuición. Había asumido durante el camino que nada de lo que viviera a partir de entonces sería parecido a lo conocido con anterioridad. Paró el motor.

Como en un sueño, llegaron los timbres de unas voces infantiles y cerró los ojos. La imaginación puede llegar a ser tremenda, eso fue lo que aquel sonido le hizo pensar. Las voces quedaron en silencio en el preciso instante en el que volvió a abrir los ojos. Inquieta, miró de nuevo a ambos lados. Se giró para mirar atrás y cogió aire. Se sentía más segura dentro del coche, pero el anhelo de sus brazos, su pecho y su barbilla al apoyarse en su cuello le dieron el valor para salir sin pensarlo demasiado.

Una vez fuera, cerró el coche sin perder de vista la entrada. La casa era grande y el terreno que la rodeaba era también bastante considerable. Tocó el timbre, pero no hubo respuesta. Una, dos y hasta tres veces. Nada. Estiró los brazos, se agarró al muro y saltando, como si de un juego se tratara, intentó ver el interior. Parecía que estuviera vacía y todo cerrado. Dirigió la vista al coche y pensó que, dadas las circunstancias, no pasaría nada por subirse a él para poder colarse en la casa.

De nuevo le pareció oír las voces infantiles de antes, esta vez le llegaron con más fuerza. Por ello, antes de gritar llamándolo, esperó sobre el techo del coche. Todo quedó en silencio salvo por la pequeña brisa que se coló entre los árboles. Alargó los brazos hacia el muro, se impulsó y quedó sentada sobre él con una pierna a cada lado. La parte frontal de la casa permanecía como siempre, con la diferencia de que tanto puerta como ventanas se veían completamente cerradas. Echó el pecho hacia adelante hasta posarlo en el canto del muro, pasó la pierna que colgaba por fuera al interior de la casa y se dejó caer con suavidad.

Se acercó a la entrada y al golpear la puerta con los nudillos recordó a Luna. Tan ladradora como era ella con las llegadas le extrañó que no diera resuello. La respuesta siguió siendo la misma: nula. Intentó abrirla, pero nada cambió. Se dirigió a ambas ventanas, cuyas contraventanas de ruda madera permanecían igual de cerradas que la puerta. Trató de forzarlas mientras una sensación de vacío y soledad se apoderaba de ella. Perdió el control y arañó la madera en su frustrado intento de reencuentro. Paró cuando, entre lágrimas, sintió la calidez propia de la sangre serpentear por sus temblorosas manos. Con ellas a la altura de su mirada, apoyó la espalda en la fachada, que no pudo atravesar, y se dejó caer en el suelo.

—No puede ser, no puede ser. —Durante unos minutos estas fueron las palabras que dibujaron sus labios—. No puede ser.

De nuevo las voces llegaron a sus oídos, esta vez con mayor nitidez. Sin duda se trataba de niños. Al llegar a esta conclusión, la esperanza, la ilusión, hincharon su corazón y se puso rápida en pie, dispuesta a seguir aquellas voces que le mostrarían que no estaba sola, que todo era un mal sueño y que la realidad que había conocido permanecía donde la había dejado por última vez. Es el juego de la vida, que te enseña los caminos que no cogerás para preservar la sorpresa sobre el que de verdad será tu sendero.

 

Bordeó la casa girando a la derecha y enfiló el garaje que la llevaría a la parte trasera de la misma. Las risas infantiles se incrementaban a cada paso. Sus ojos se abrieron a la par que su comisura derecha se elevaba con ganas de sonreír. Necesitaba sentir la candidez propia de la infancia después de las grotescas imágenes que habían manchado su retina por el resto de sus días. Justo antes de girar la última esquina, se detuvo a escuchar aquellas risas que, lejos de ser obra de su imaginación, competían con el sonido propio del ambiente. «Son niños». Lo pensó antes de que su cuerpo la avisara, erizándosele el vello de los brazos, las piernas y la nuca. Ella misma se avisaba de que esas risas pertenecían a niños, pero no eran infantiles.

Lo primero que encontró fue a Luna, pegada al parterre del fondo y tirada sobre la tierra que los bordeaba. Estaba viva. Se intuía porque el hierro que le atravesaba las costillas se movía con la misma dificultad con la que la perra respiraba. Tres muchachos, sucios y harapientos, se tiraban con fuerza una especie de pelota parda mientras sus risas se hacían tan estridentes que dañaban no solo los oídos, sino también el corazón.

—¡Me aburro! —gritó el más pequeño, no debía de sumar más de siete años—. ¡Me aburro, me aburro!

Lo gritó tres veces y lanzó lo que tenía en las manos contra el peral que adornaba aquella parte de la casa. Cuando cayó al suelo fue cuando descubrió que se trataba de un jovencísimo cachorro que había llegado al mundo para perder su vida entre zarandeos. Sus orejas comenzaron a arder, su vista se nubló y su garganta se sintió irritada.

—¡Eh! ¡Tú! ¿Qué coño haces?

Sin pensarlo, se acercó al niño a pasos agigantados. Los otros dos echaron a correr sin preocuparse por nada más que su propia integridad. Agarró al que era el más pequeño ante la huidiza mirada del resto, que desapareció antes de que lo levantara por la camiseta del suelo.

—Te gusta, ¿eh? —Comenzó a zarandearlo con tanta fuerza que su cabeza se desdibujó en un movimiento curvo—. ¿Te gusta que te muevan así?

El niño comenzó a quejarse de forma intermitente debido al fuerte meneo. Lo tiró con rabia al suelo y él empezó a llorar.

—Tú puedes llorar, pero él no llorará nunca más —dijo señalando la pequeña bola que yacía junto al árbol—. ¿Lo ves normal?

En realidad, no era consciente de lo fuerte que chillaba y de cómo sus ojos estaban a punto de salir de sus órbitas. El niño se levantó con rapidez y salió corriendo. Ella necesitó un par de segundos para volver a la conciencia. Se acercó al árbol y lloró al ver al pequeño ser. Parecía tan suave, tan indefenso. Tenía uno de sus pequeños ojos oscuros abierto y la lengua sonrosada asomaba por su diminuta boca. No podía creer la crueldad de aquellos niños. Entonces se acercó a Luna, que todavía respiraba.

—Tranquila —le susurró—. Tranquila.

La perra la miró, no era una desconocida para ella. Sabía bien quién era e hizo por lamer sus manos.

—Tranquila. —Mientras se limpiaba las lágrimas de la cara con una mano, con la otra acariciaba con suavidad a la perra—. No estás sola, tranquila.

La perra conectó de nuevo con su mirada. Ambas respiraron profundamente. Con aquellos ojos que brillaban la perra hizo su último esfuerzo y los dirigió a la esquina más alejada de la casa. Fue su último movimiento y lo hizo de un modo tan intenso que la muchacha sintió la necesidad de acercarse y observar.

Comprobó como los latidos de Luna desaparecían en la palma de su mano y se levantó. Se sentía pequeña, dolida y confundida ante tanta violencia. Puro malestar. Aquella esquina se encontraba inundada de matorrales de menta y hierbabuena. La mezcla de olores la mareó aún más. Observó la superficie sin resultado y comenzó a mover los matojos con cierta suspicacia. Nada. Se incorporó sin desviar la mirada, confundida. Observó el cuerpo, ahora inerte, de la perra a la que tanto cariño había cogido desde que la conocía. Negó con la cabeza y volvió a agacharse para buscar con mayor atención. Cuando estaba a punto de rendirse pensando que la perra no quería transmitirle nada, escuchó un gemido corto, suave, breve. Al abrir los matorrales, la luz bañó la tierra; si no se hubieran movido, los habría pasado por alto. Dos bultos pardos, pequeños, se movían buscándose el uno al otro. Eran otros dos cachorros. La emoción entrecortó su respiración. Los cogió y los pegó a su pecho. Temblando besó sus cabezas. Eran tan pequeños, tan frágiles, tan indefensos. Se movían como si el aire les molestara, acostumbrados a sentir el suelo en sus pequeñas y suaves barrigas. Uno de ellos tenía un ojo abierto, pero el otro todavía tenía ambos ojos cerrados. Eran tan jóvenes. Los envolvió con la parte baja de su camiseta y sintió la imperiosa necesidad de proteger aquellas nuevas vidas. Utilizando su camiseta como si de una cesta se tratara, volvió al coche.