Loe raamatut: «Santos para pecadores», lehekülg 2

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Fue un intervalo muy grato. Durante ese período de descanso, lo invadió el aprecio por la soledad, un anhelo que nunca perdió durante el resto de su vida activa. Seguía siendo Agustín, el medio pagano; el santo aún no había aparecido. El amor a las conversaciones intelectuales todavía le atraía, en ese ambiente que hacía más grata la vida; lo rodeaban las comodidades de la vida fácil, el placer de las amistades agradables, la atracción del entorno que sus ojos podían contemplar. Si bien dejó de lado sus conferencias en Milán, continuó sin embargo enseñando en su nueva casa; pero sus lecciones fueron extraídas de las cosas buenas que le rodeaban: la luz del cielo al amanecer, el ruido del agua en la fuente, el agradable calor del sol entibiando sus venas. Su naturaleza se fue depurando a través de todo esto, preparándose para las grandes cosas que estaban por venir.

Para poder comenzar una nueva vida, decide dejar Milán y Roma y volver a su Tagaste natal. En el camino, su grupo se detuvo en Ostia. Allí tuvo lugar la memorable escena que compartió con su madre Mónica cuando, como nos cuenta, su conversación lo llevó a una visión de Dios que nunca había conocido antes. Allí también murió su madre, y la pérdida casi le destroza el corazón.

Regresó a Cartago y de allí rápidamente se dirigió a Tagaste. Ahora podía comenzar en serio; y lo hizo como le pareció que otros habían hecho antes que él. Su herencia, ahora que su madre estaba muerta, la distribuyó a los pobres. En cuanto a sí mismo, convertiría su casa en un monasterio, y viviría con sus amigos una vida retirada de estudio y oración.

Pero no fue posible. Ya era famoso en Tagaste; y llegó un día en que, como era costumbre en aquellos años, la gente pidió que fuera su sacerdote. Fue entonces ordenado. Como sacerdote, fue enviado a Hipona, y allí comenzó su nueva carrera. Vivió una vida monástica, pero su aprendizaje y su predicación, primero a su propio pueblo y luego en contra de los herejes que lo rodeaban, hicieron imposible que se escondiera; pronto se escuchó la petición de que se le hiciera obispo.

El resto de la historia ya la conocemos: la derrota de los herejes donatistas, que entonces amenazaban con dominar el norte de África; la reconstrucción de la Iglesia en verdadera pobreza de espíritu, junto con el cuidado de los pobres, y lo que llamaríamos las clases trabajadoras; la administración de la justicia, que cayó sobre sus hombros; la incesante predicación y escritos, cuya cantidad nos asombra. Se nos dice que predicaba todos los días, a veces más de una vez; con bastante frecuencia, como las palabras de sus sermones indican, su audiencia lo hacía continuar hasta la hora de comer o de cenar. Pero lo que más nos interesa es el interior de su alma en medio de todas estas ocupaciones.

Porque Agustín nunca iba a olvidar lo que había sido; nunca lo abandonó el temor de que, por algún descuido, volviera a ser el de antes. En el momento de su consagración como obispo se preguntaba con ansiedad si, con su pasado, y con las cicatrices de ese pasado en su interior, pudiera hacer frente a la carga. Podrían volver los recuerdos de su vida pasada, y despertar las pasiones; incluso en su vejez, le inquietó pensar que algún día pudieran fallar sus buenas intenciones. Decidió que para suprimir la tentación trabajaría sin cesar; no se permitiría ningún descanso. Cuando no predicaba ni ayudaba a otras almas, escribía; cuando no escribía, rezaba. Cuando la oración se le hacía más difícil por la fatiga propia de su edad, seguía rezando con una pluma en la mano; el único descanso que se permitía era leer, porque ese, confiesa, seguía siendo su mejor manera de descansar. Así mantuvo sometida su inclinación al pecado. Cuando miramos los volúmenes de sus obras, podemos pensar que uno de los motivos que las produjo fue esa determinación de someter su naturaleza inferior trabajando sin parar.

Sin embargo, el trabajo a solas nunca habría salvado o forjado el Agustín que conocemos. Viviendo como arzobispo en un tiempo de violencia, cuando se desenfundaban fácilmente los cuchillos para resolver problemas de teología, a menudo tenía que actuar con severidad. Pero tenía un corazón afectuoso; si en los viejos tiempos ese corazón lo había extraviado mucho, en su vida posterior lo condujo a la santidad. Al mismo tiempo que atacaba sin compasión a los donatistas que había a su alrededor, podía dirigirse a sus compañeros sacerdotes con palabras como estas: «Tened esto en cuenta, hermanos míos; practicadlo y predicadlo con mansedumbre, que nunca os fallará: amad a los hombres a los que os oponéis; matad sólo su mentira. Descansad en la verdad con toda humildad; defendedla, pero sin crueldad. Rezad por aquellos a quienes os oponéis; rezad por ellos mientras los corregís».

Sin embargo, por encima de todo estaba su hambre de Dios, cada vez mayor. En la época de su conversión, nos narra cómo esta hambre significó su salvación; entonces pronunció la frase memorable, por la que es más conocido: «Tú nos has hecho, oh Señor, para Ti, y nuestro corazón no encontrará descanso hasta que descanse en Ti».

A medida que pasaban los años, y a medida que crecía en la comprensión del objeto de todos sus afectos, esta hambre espiritual se hacía más intensa. Hay una escena significativa en esta parte final de su vida, cuando reunió a quienes lo rodeaban para quejarse de que no le dejaban tiempo para orar. Con la sencillez de un niño, les recordó que esto había sido parte de su compromiso cuando se convirtió en su obispo; era su parte del trato, y no la habían cumplido. Ahora que estaba envejeciendo, les pidió que renovaran ese acuerdo, que le permitieran tener algunos días en la semana en que pudiera estar solo; si ellos cumplían con esa condición, él quedaría a su disposición. Lo prometieron, pero una vez más la promesa quedó incumplida. Las circunstancias les eran adversas; vivían en una época en que el viejo orden era sacudido hasta sus cimientos, y había necesidad de un gran hombre para construir un nuevo mundo sobre sus ruinas. Ese hombre era Agustín, y mientras sus ojos y su corazón se alzaban hacia el Cielo, su inteligencia y su predicación tenían que ocuparse forzosamente de la construcción de la Ciudad de Dios.

Pero Agustín había sido creado con este propósito. Conoció el mundo pagano y lo describió como ningún hombre lo hizo desde su tiempo hasta ahora; el cuadro que dibuja es tan verdadero hoy como lo era entonces. E igualmente verdadero y eficaz es su antídoto. Tuvo que andar a tientas a través de su propia oscuridad hasta que llegó a Dios, y entonces, y sólo entonces, vio todo en su plena perspectiva; así dijo a la humanidad que no encontrarían ninguna solución a sus problemas en una mal llamada paz, eludiendo toda restricción, sustituyendo la moral por la ley, ahogando toda voz que se atreviera a denunciar la maldad, buscando frases equívocas para condonar todo pecado. La encontrarían en el único lugar donde se podía encontrar: el mundo no hallaría descanso hasta que lo encontrara en Dios.

Agustín no vivió para ver el amanecer del nuevo día que anunció; por el contrario, su sol llegó a su ocaso, y llegó para África e Hipona la más negra de las noches. Mientras el anciano estaba en su casa, le llegaban las noticias de la destrucción desenfrenada llevada a cabo por los vándalos arrianos. Nada se estaba salvando; hasta el día de hoy, África septentrional sufre las consecuencias de ese flagelo. La palabra vandalismo se incorporó al vocabulario de Europa, y hasta hoy sigue vigente.

Escuchó lo que estaba ocurriendo, y apeló al gobernante romano local para una posible solución; lo escucharon, para luego traicionarlo. Pero Agustín no se dio por vencido. Con energía llamó a sus sacerdotes a permanecer con sus rebaños, y si era necesario a morir con ellos. Por fin llegó el momento en que Hipona fue asediada por tierra y por mar. En el tercer mes de asedio Agustín cayó enfermo, probablemente con una de las fiebres que producen esas situaciones. Empeoró; sabía que se estaba muriendo; hizo una confesión general, y luego pidió que se le dejara a solas con Dios. Acostado en su cama, oyó el fragor de la batalla en la distancia, y cuando su mente comenzó a divagar, se preguntó si habría llegado el fin del mundo. Pero se recuperó rápidamente. No, no era eso. ¿No había dicho Cristo: «Estoy siempre con vosotros, hasta el fin del mundo»? Algún día, de algún modo, el mundo se salvaría. «Non tollit Gothus quod custodit Christus», se dijo a sí mismo, y con esta cierta esperanza para la humanidad, se fue al hogar que había descrito como «el lugar donde estamos en reposo, donde vemos como somos vistos, donde amamos y somos amados».

Era el quinto día de las Calendas de septiembre, 28 de agosto, 430.

La segunda Magdalena

SANTA MARGARITA DE CORTONA (1247-1297)

MARGARITA NACIÓ EN TIEMPOS turbulentos para la Toscana. Eran los días de Manfred y Conradin, de los güelfos y gibelinos en Italia; un período de intensas pasiones, en que los hombres llegaban fácilmente a actuaciones extremas. Eran tiempos de grandes pecadores, pero también de grandes santos. Margarita alcanzó a enterarse de la coronación y la renuncia de san Celestino V, cuya vida y muerte son una clara ilustración del espíritu que marcaba a esa generación. Era la época de santo Tomás en París; de Dante en Florencia; de Cimabue y Giotto; de las grandes catedrales y de las universidades.

En la misma Toscana entraban y salían los soldados, ora del emperador, ora del Papa, manteniendo el campo en un estado de constante agitación, y enseñando a los campesinos estilos de vida que desconocían. Había constantemente guerras menores entre las pequeñas ciudades, que eran emocionantes, pero a la vez inquietantes. Por ejemplo, cuando Margarita era una niña, la diócesis en que vivía, Chiusi, poseía una preciosa reliquia, el anillo de la santísima Virgen María. Un fraile agustino se apoderó de esta reliquia y la llevó a Perugia. Este hecho fue motivo de una guerra; Chiusi y Perugia lucharon por ese tesoro, y ganó Perugia.

Este espíritu imperaba en su época, y en la gente con que se crio. Era también un tiempo de grandes mejoras, cuando las nuevas órdenes religiosas comenzaban a dejar su huella, y las antiguas renovaban sus fuerzas. Los franciscanos y los dominicos habían llegado al pueblo, y cada villorrio y aldea del país estaba respondiendo a la invitación para ser mejores. San Francisco de Asís había recibido los estigmas en el Monte Alverno veinte años antes, muy cerca de donde nació Margarita; santa Clara murió no muy lejos, cuando ella tenía cuatro años.

Y también se vivía el extremo opuesto: los entusiastas cuya devoción degeneraba en herejía. Cuando Margarita tenía diez años, surgieron en su propio distrito los Flagelantes, cuyas procesiones de hombres, mujeres y niños, desnudos hasta la cintura y azotándose hasta sangrar, debió ser un espectáculo habitual para ella y sus jóvenes compañeras.

Margarita nació en Laviano, un pequeño pueblo de la diócesis de Chiusi. Sus padres eran labradores del lugar. Era muy hermosa, y el excesivo cariño de sus padres hizo inevitable que la malcriaran, ya que era hija única. Así, desde su temprana niñez, se puede decir que Margarita tuvo algunas desventajas: creció muy voluntariosa y, como la mayoría de los niños malcriados, muy inquieta e insatisfecha. Muy pronto la casa de su padre le pareció demasiado pequeña; necesitaba compañeros, y los encontró con más vida y emoción en las calles del pueblo. Luego, con el paso del tiempo, el pueblo entero le pareció demasiado pequeño; estaba informada de ese mundo más amplio en la distancia, y deseaba participar en él. Pronto se dio cuenta de que podría hacerlo si se lo proponía. Y es que los hombres empezaron a fijarse en ella, no sólo los hombres de su propia condición social y entorno, a quien ella podía acomodar a sus deseos sin esfuerzo alguno, sino también hombres importantes y ricos del contorno. Cuando cruzaban a caballo la aldea se fijaban en ella, y la piropeaban por su hermoso rostro. Intentaban conocerla, deseosos de tener trato con ella y conquistarla. Margarita aprendió rápidamente el arte de mandar, porque había muchos dispuestos a obedecerla.

Cuando aún era muy joven, murió su madre. Este acontecimiento parecía privarla de la única influencia que hasta entonces la había orientado. Margarita recuerda que su madre le enseñó una oración que nunca olvidó: «Oh Señor Jesús, te ruego que concedas la salvación a todos aquellos por quienes me haces rezar».

Para empeorar las cosas, su padre se volvió a casar. Era un hombre de humor cambiante, en algunos momentos débil e indulgente; en otros, excesivamente violento. Sin embargo, también era un hombre de buen corazón, como tendremos ocasión de ver más adelante. Pero con la madrastra se produjo un conflicto abierto y continuo. A esta mujer le molestaba la porfía e independencia de Margarita y desde el primer momento decidió tratarla con severidad.

Ese tipo de tratamiento fue fatal para Margarita. Como un estudioso moderno ha escrito de ella, «el entorno de Margarita era tal que hacía aflorar las debilidades de su carácter. Como se desprende de sus propias confesiones, ella era por naturaleza una de esas mujeres sedientas de afecto, para quienes ser amadas es una necesidad vital. Necesitaba ser amada para que su alma pudiera ser libre, y en su casa no encontró lo que quería. Si hubiera sido de un carácter más débil, ya sea moral o físicamente, habría aceptado su destino, vegetando en una mediocridad espiritual; se habría casado más adelante con un esposo de la elección de su padre, y habría vivido una vida apagada y apacible».

En cambio, se volvió aún más voluntariosa e imprudente. Ya que no encontraba la felicidad ni en su casa ni en otros sitios, buscó al menos el placer; y haciendo concesiones encontró todo el que deseaba. Al cabo de un tiempo su reputación en el pueblo no era nada envidiable; antes de cumplir diecisiete años ya vivía disipadamente, sin pensar en las consecuencias.

Pronto se hizo evidente que Margarita, viviendo una vida así, no podía permanecer en Laviano. Las circunstancias que la alejaron de allí no son muy claras; elegimos las que parecen más convincentes. Un cierto noble, que vivía más allá de Montepulciano, que en aquellos días se consideraba lejos, necesitaba una sirviente en su castillo. Margarita consiguió el empleo; allí, al menos, estaba libre de su madrastra y, dentro de ciertos límites, podía vivir como quisiera. Pero su amo era joven y deportista, un prototipo de su clase social. No tardó en reparar en la chica guapa que iba por su mansión, con la cabeza en alto como si despreciara las opiniones de los hombres, con un aire de independencia que parecía pertenecer a alguien por encima de su posición social. Mostró interés por ella; le hizo bonitos regalos y fue amable con ella cuando le servía.

Por su parte, Margarita era hábil en su arte; se apresuró a descubrir que su amo era tan receptivo a su influencia como lo eran los otros hombres menos distinguidos, a quienes había manejado a su antojo en Laviano. Por otra parte, esta vez ella misma se sintió atraída; sabía que este hombre la amaba, y le devolvió ese amor como mejor pudo. No había otros competidores que la atrajesen, no había madre que la advirtiera, ni madrastra que la regañara.

Pronto Margarita se encontró instalada en el castillo, no como la esposa de su amo, porque las convenciones sociales nunca lo permitirían, sino como su amante, que era algo más fácil. Él le había prometido que se casarían algún día, pero ese día nunca llegó. Les nació un niño, que dio estabilidad a su relación.

Durante algunos años aceptó este género de vida, aunque cada día le pesaba más lo que había hecho. Aparte de la mala vida que estaba llevando, su naturaleza amante de la libertad pronto encontró que, en lugar de ser más libre, había conseguido más esclavitud. Los inquietos días en Laviano parecían, en su actual perspectiva, menos infelices de lo que había pensado; la pobreza y la restricción de la casa paterna parecían preferibles a la riqueza y las cadenas de oro que ahora soportaba. En sus horas solitarias, que eran muchas, retornó el recuerdo de su madre, y no se imaginaba mirándola a la cara, ni siquiera a su sombra. Y con eso revivió en ella la conciencia del pecado, que en los últimos tiempos había desafiado y sofocado mediante su vida desordenada, pero que ahora surgía como un fantasma inquietante. Se daba ahora cuenta de todo, lo odiaba todo, se odiaba a sí misma por ello, pero no tenía escapatoria. Todo parecía miserable, pero tendría que resignarse a soportarlo; ella se había construido ese lecho donde ahora tenía que yacer.

En sus ratos de soledad deambulaba por la penumbra del bosque y soñaba con la vida que podría haber vivido, una vida de virtud y amor de Dios. Desde el castillo era generosa con sus limosnas; si no conseguía ella misma ser feliz, pensaba, al menos podría hacer algo para ayudar a los demás. Pero, aparte de eso, era desafiante. Se movía por su castillo con aires de reina triunfante. Nadie debería saber, ni siquiera el hombre que la poseía, la agonía que roía su corazón. De vez en cuando se encontraba con personas que le mostraban compasión. Trataban de hablarle; le advertían del riesgo que corría; pero Margarita se reía con gracia de sus advertencias, y les decía que algún día sería una santa.

Así siguieron las cosas durante otros nueve años, hasta que Margarita cumplió veintisiete. Entonces sucedió algo inesperado. Su pareja tuvo que hacer un viaje más extenso; pero cuando debía regresar no llegó. En cambio, apareció en la puerta del castillo su perro favorito, que había ido con él. En cuanto entró, corrió a la habitación de Margarita y allí comenzó a aullar delante de ella y a tirar de su vestido como si quisiera arrastrarla fuera de la habitación. Ella se dio cuenta de que algo grave había ocurrido.

Ansiosa, sin atreverse a aceptar sus sospechas, se levantó y siguió al sabueso; este la dirigió a un bosque a poca distancia de las murallas del castillo. En un lugar había un montón de leña, apilada aparentemente por leñadores; el perro se detuvo, gimiendo más que nunca y hurgando bajo los trozos de madera con su hocico. Margarita, toda temblorosa, se esforzó por remover los troncos de la pila; en un agujero debajo yacía el cadáver de su amante, evidentemente muerto algunos días antes, porque las larvas y gusanos ya habían comenzado su labor.

Nunca se supo cómo se produjo su muerte; después de todo, en aquellos días de grandes pasiones y disputas familiares, eran frecuentes esos asesinatos. La forma cuidadosa en que el cuerpo había sido enterrado sugería un crimen; eso era todo. Pero lo que vio entonces Margarita era algo más que la muerte. Su antigua fe seguía todavía viva, como ya hemos visto, y ahora insistía en hacerse preguntas. El cuerpo del hombre al que había amado y servido yacía allí ante ella; pero ¿qué había sido de su alma? Si se había condenado, y estaba ahora en el infierno, ¿quién era, al menos en buena parte, responsable de su condena? Otros podrían haber asesinado su cuerpo, pero ella había hecho algo infinitamente peor...

Quedaba aún otra consideración: ella había provocado la rivalidad y el mutuo rencor entre los hombres, y se había enorgullecido de conseguirlo. ¿Y si este crimen hubiera sido realizado por un rival, por culpa de ella?

Había también otra alternativa: su propio cuerpo podría haber estado allí donde yacía él, y su maldita belleza devorada por los gusanos; y en ese caso, ¿dónde estaría entonces su alma? De eso no podía tener ninguna clase de duda. Toda su vida se le hizo presente, acusándola como nunca lo había sentido antes. Se alejó corriendo del lugar, abrumada por esta doble culpa, y regresó a su habitación, que se convirtió desde ese instante en una cámara de torturas.

¿Qué podía hacer? No permaneció indecisa por mucho tiempo. Aunque el castillo todavía podría ser su hogar, no se quedaría en él ni un momento más. Pero ¿adónde ir? Sólo sabía de un lugar donde refugiarse, una sola persona en el mundo que probablemente le mostraría compasión. Aunque la casa de su padre había sido deshonrada en toda la aldea por lo que ella había hecho, aunque el anciano padeció todos estos años la vergüenza que ella le acarreó, todavía quedaba el recuerdo de la bondad y el amor que él siempre le había mostrado. Era verdad que a veces se había enojado con ella, especialmente cuando otros lo informaban de sus descarríos; pero siempre al final, cuando acudía a él, había sabido perdonarla. Saldría del castillo e iría donde su padre, y le pediría que la perdonara una vez más.

Esta vez sabía que se trataba de algo definitivo; incluso si él le fallaba, no se retractaría. Vestida como estaba, sosteniendo a su hijo en sus brazos, sin prestar atención al espectáculo que daba, dejó el castillo, superó la cima del collado y bajó por el valle hasta Laviano; llegó a la casa de su padre, lo encontró solo y cayó a sus pies, confesando su culpa, implorándole con lágrimas que la acogiera una vez más.

El anciano cedió fácilmente ante la petición de su hija. Los años de ausencia, la ropa fina que llevaba, el paso del tiempo, que de alguna manera sólo remarcaba las llamativas líneas de su hermoso rostro, no podían borrar de su corazón la imagen de esa niña de quien alguna vez había estado tan orgulloso. Perdonarla era fácil y encontró abundantes razones para hacerlo. Si no la hubiera consentido tanto en su niñez, quizás nunca hubiera caído. Si hubiera encontrado en la casa un lugar más acogedor para una niña de una naturaleza tan sensible, tal vez nunca se habría ido. Si hubiera sido un guardián más cuidadoso, si la hubiera protegido de los que la habían atraído hacia el mal tanto tiempo atrás, ella nunca habría escapado tan lejos, nunca habría provocado esta vergüenza sobre él y sobre sí misma. Se arrepentía; deseaba hacer las paces; lo había demostrado con esta renuncia; mostraba que lo amaba y confiaba en él. Debía darle la oportunidad de recuperarse. Si no se la daba él, ¿quién lo haría?

El anciano padre consideró todo esto y tomó una decisión: Margarita con su hijo fue recibida de vuelta; el pasado podría quedar atrás si ella vivía sosegadamente en la casa. Pero esta solución no se ajustaba a la naturaleza de Margarita. Ella no deseaba que se olvidara su pasado; debía ser expiado. Había hecho un gran mal, había causado un gran escándalo; debía demostrar a Dios y a los hombres que había roto con su pasado y que quería hacer penitencia. La lucha contra el pecado a través de la penitencia pública estaba muy de actualidad; los misioneros dominicos y franciscanos lo predicaban; había incluso algunos en su vecindad que lo llevaban a peligrosos extremos.

Margarita hizo que todos los vecinos vieran que ella no rehuía la vergüenza que se merecía. Cada vez que aparecía en la iglesia, era con una cuerda de penitencia alrededor de su cintura. Se arrodillaba ante la puerta de la iglesia para que todos pudieran pasar y despreciarla. Puesto que esto no consiguió el desprecio que deseaba, un día, cuando la gente estaba reunida para la Misa, se puso de pie ante toda la congregación y confesó públicamente la maldad de su vida. Pero esto no agradó a su anciano padre. Él había esperado que ella se quedara callada y dejara que el escándalo muriera; en cambio ella lo mantenía siempre vivo. Él había esperado que pronto todo fuera olvidado; en lugar de eso, ella armó un escándalo. Al cabo de poco tiempo la actitud del padre hacia la hija cambió. La comprensión se convirtió en resentimiento; el resentimiento en amargura; la amargura en algo semejante al odio.

Además, vivía otra persona en la casa con quien había que contar: la madrastra, que desde su llegada nunca había congeniado con Margarita. Había soportado su regreso porque, por el momento, no se podía contradecir al anciano; pero supo esperar su oportunidad. Ahora, cuando él vacilaba, empleó sus armas. Con el viejo en privado, y con Margarita a la cara, utilizó sin dudar todos los argumentos disponibles. Esta descarada que los había avergonzado a la vista de toda la aldea se había atrevido a cruzar su honrado umbral, y con el equipaje de un niño en sus brazos. ¡Cuántas veces, cuando era niña, se le había advertido adónde la conduciría su vida imprudente! Cuando años atrás se fue, a pesar de las súplicas, se le dijo claramente que ese sería el final. Todos estos años ella había porfiado, sin ceder nunca, sin darles una señal de aprecio, conociendo muy bien la desgracia que les había causado, mientras que ella disfrutaba del lujo y la comodidad. Deja que lo enfrente, dijo; deja que asuma las consecuencias. Esta casa ya ha sido avergonzada lo suficiente; no debe serlo más, manteniendo a una criatura así bajo su techo.

Un día, llegados a este extremo y sin una palabra de compasión, Margarita y su hijo fueron expulsados de la casa. Si quieres hacer penitencia, anda y únete a los fanáticos flagelantes, que están haciendo el ridículo no muy lejos de aquí. Margarita se encontró en la calle, sin hogar, condenada por su propia vida pasada, como una mujer abandonada. Los del pueblo la miraban sin reaccionar; ella no era el tipo de persona a quien resultaba prudente o seguro mostrar lástima, y mucho menos acogerla en sus casas. Y Margarita lo sabía; ya que su propio padre la había rechazado, no podía acudir a nadie más; solo le quedaba bajar la cabeza, avergonzada, y en el abandono de la calle buscar refugio en su propia soledad.

Pero ¿qué podía hacer ahora? Porque no sólo tenía que cuidar de sí misma; tenía un niño en sus brazos. Sentada bajo un árbol, apartando la mirada de Laviano, sus ojos vagaron por la cresta donde quedaba Montepulciano. Sobre esa cresta estaba el brillante mundo que había dejado atrás, el mundo sin problemas, donde había sido capaz de ignorar el escándalo y vivir como una reina. Allí tenía amigos que la amaban; amigos ricos que habían condonado su situación, y amigos pobres que estaban en deuda con ella por las limosnas que les había dado. Arriba en el castillo todavía había riqueza y lujo esperándola, e incluso algún tipo de paz, si decidiera volver a ellos. Además, desde el castillo, ¡cuánto bien podría hacer! Ahora era libre; podía arrepentirse en silencio y privadamente; con la riqueza a su disposición, podía ayudar aún más a los pobres. Ya que había decidido cambiar su vida, ¿no podría hacerlo mejor allí, lejos de la vista de los hombres?

Por otro lado, ¿qué hacía ella aquí? Había tratado de arrepentirse, y todos sus esfuerzos sólo la habían conducido a este resultado: era una paria en el borde del camino, sin hogar, a quien todo el mundo podía mirar con desprecio. Entre su propia gente, aunque a la larga fuera perdonada y acogida, nunca podría volver a ser la misma de antes.

Luego pensó en el futuro. A estas alturas, ya se conocía bien a sí misma. ¿Deseaba que las cosas volvieran a ser como antes? En Laviano, entre los viejos parajes que había dejado atrás hacía ya tanto tiempo, entre campesinos y trabajadores, ¿no era probable que volviera el viejo aburrimiento, más pesado ahora que había conocido los placeres de la libertad? ¿Acaso estaba segura de que sería capaz de resistir sus tentaciones anteriores, si regresaran, si es que no lo habían hecho ya, o no se habían separado nunca de ella? Entonces sería su futuro peor que su presente. Cuánto mejor ser prudente, hacer uso de la oportunidad que se le ofrecía, tal vez empleando para el bien los medios y los dones que hasta ahora había usado sólo para el mal. Así, mientras descansaba bajo un árbol en esta miserable situación, la invadió un gran deseo de abandonar la penitencia, que tan mal le había resultado, y volver a la antigua vida donde le había ido bien; y donde en adelante le iría mejor, para resolver sus problemas de una vez por todas con la única solución que parecía abierta. Esa hora solitaria bajo el árbol fue la hora crítica de su vida.

Felizmente para ella, y para muchos que han venido después, Margarita superó la tentación. «Te he puesto como una luz ardiente —le dijo nuestro Señor más tarde—, para iluminar a los que se sientan en la oscuridad. Te he puesto como ejemplo a los pecadores, para que en ti vean cómo mi misericordia espera al pecador que está dispuesto a arrepentirse; porque como he sido misericordioso contigo, así seré misericordioso con ellos». Había tomado una decisión hacía mucho tiempo, y no volvería atrás. Sacudió su vestido y se levantó para irse. Pero ¿adónde?

El camino conducía a Cortona; una voz en su interior parecía empujarla hacia allá. Recordaba que en Cortona había un monasterio de franciscanos. Era famoso en toda la comarca. El hermano Elías lo había construido y había vivido y muerto allí. Los frailes, ella sabía, eran descritos en todas partes como los amigos de los pecadores. Podría acudir a ellos; tal vez se apiadaran de ella y la protegieran. Pero no estaba segura. La conocerían demasiado bien, porque durante mucho tiempo había sido tema de conversación en la zona, incluso en Cortona. ¿No era esperar demasiado que los frailes franciscanos creyeran tan fácilmente en una conversión así de repentina y completa? Sin embargo, podía intentarlo; en el peor de los casos, sólo volvería a la calle, y eso sería más llevadero que el tratamiento que acababa de recibir en Laviano.

Sus temores eran infundados. Cuando se presentó a la puerta del monasterio, los frailes no la rechazaron. Se compadecieron de ella; aceptaron su historia, aunque, como era de esperar, con cautela. Hizo una confesión general, con tal derramamiento de lágrimas que aquellos que la presenciaron se conmovieron. Se decidió que era, al menos hasta ahora, sincera e inofensiva, y le encontraron un hogar. La pusieron a cargo de dos buenas matronas de la ciudad, que gastaban sus escasos recursos en ayudar a los casos difíciles, y que se comprometieron a cuidarla. Bajo su techo comenzó en serio su vida de penitente.

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