Equilibrium

Tekst
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

CARBER



La Administración Federal había depositado en William Carber una responsabilidad esencial. Aquel californiano no había llegado al cargo por un mero azar del destino. Una dilatada carrera a sus espaldas avalaba su nombramiento al frente de la agencia.



Se trataba de un funcionario eficaz, una persona de mente despierta que atesoraba una gran capacidad de trabajo. Había cursado sus estudios de Ingeniería Física en la Universidad de Pennsylvania. Aquel joven estudiante de pelo rubio y ojos azules comenzó bien pronto a despuntar entre el resto de compañeros de promoción. Siempre había mostrado una especial brillantez y con el tiempo supo sacar partido tanto a sus innatas facultades como a su excelente expediente académico.



Carber atesoraba una inteligencia privilegiada en la que habían reparado varias agencias gubernamentales durante su periodo de formación universitaria. Como consecuencia de ello, una vez terminada su preparación de posgrado en Europa, Carber fue captado por el Gobierno Federal para comenzar su carrera profesional, prestando sus servicios en la Administración Federal de Asistencia en Desastres, que había sido creada como un organismo dentro del Departamento de Vivienda y Desarrollo Urbano. Este primer destino fue decisivo para que aquel joven orientase su futuro dentro de la Administración Federal. Allí forjó un carácter luchador y demostró tener una gran capacidad de resolución ante circunstancias de extrema dureza, sabiendo aportar una visión valiente y atrevida ante momentos de calamidad pública derivados de desastres naturales.



Desde el principio de su carrera supo asumir responsabilidades impensables para un sujeto de su juventud e inexperiencia, lo que le facilitó la pronta obtención de galones. Mostró su eficacia durante la catástrofe vivida después del terremoto de San Fernando que sacudió al sur de California en el año 1971; aportó una especial visión en el campo de la ayuda a las zonas afectadas por corrimientos de terrenos. Al año siguiente, desempeñó un papel muy importante durante el azote del  huracán Agnes. Su carrera profesional se fue amoldando a los cambios que experimentaban los organismos oficiales destinados a la atención de situaciones de emergencia dentro del territorio americano.



En 1974, el Gobierno Federal aprobó la Ley de Ayuda en Situaciones de Desastre, que establecía un procedimiento que preveía las declaraciones presidenciales de emergencia, y ya por aquel entonces Carber era candidato en todas las ternas de aspirantes a acceder a puestos de mayor responsabilidad dentro de la estructura de la Administración Federal. La gran oportunidad le llegó en 1979, año en el que el presidente Carter dio carta de naturaleza a la creación de la FEMA. Ya solo era cuestión de tiempo que aquel ambicioso funcionario entrase a formar parte del personal que prestaba sus servicios en aquel organismo recién concebido. Y así lo hizo en 1982, cuando el director Meyer requirió su presencia y entró a formar parte de la estructura de la agencia.



Carber acabó forjándose una fértil carrera, hasta que en febrero de 2015 terminó por asumir la dirección de la FEMA. Nadie como él sabría manejar aquel poder con la debida cordura y eficiencia. Conocía la casa y sus entresijos como su propia mano y se había convertido, sin desearlo, en la segunda persona con más poder de los Estados Unidos. O quizás en la primera, si todo sucedía como se venía planeando desde antes de que se produjera su nombramiento.



Fuera de los despachos, Carber era un tipo familiar. Tenía un carácter afable y un aspecto bonachón, pero no exento de una especial viveza. Se trataba del típico americano; parecía salido de cualquier película dulzona de los años sesenta rodada en Hollywood, un hombre hogareño y familiar, un sujeto de considerable estatura, pelo rubio, casi blanco, y unos ojos con un azul profundo que devoraban todo aquello cuanto miraban. Era una persona de trato sencillo, amante, esposo, padre entrañable y amigo de sus amigos. En definitiva, podía considerarse un americano modélico. Estaba casado con la rica heredera de una familia petrolera del oeste de Estados Unidos y juntos formaban una pareja envidiada en los más selectos círculos sociales de Washington, tanto por su complicidad mutua como por el amor que se profesaban. Eran padres de dos hijos, un niño y una niña, a los que Carber nunca pudo  dedicar el tiempo suficiente, pero por los que sentía un profundo amor, aunque él siempre había sentido algo especial por su primogénito, Leo.



La relación con su mujer, Martha, era idílica. Más que un matrimonio, ambos formaban un tándem que sacudía sin el menor problema cualquier comentario sobre su vida privada y la de los suyos; sin embargo, durante los últimos años el trabajo había absorbido gran parte del tiempo que debía dedicar a los suyos, y eso le hacía sentirse culpable. En su círculo familiar nadie se lo reprochaba, todos sabían de la responsabilidad e importancia de su trabajo y de cuán necesario era que estuviese siempre presto a dar respuesta a las exigencias de su cargo.



No obstante, aquello no era excusa para que a veces Martha se sintiera vacía. La Agencia estaba acabando con aquel escenario idílico y agriando el carácter de su marido. El trabajo estaba haciendo que Carber se encerrase en sí mismo en los últimos meses. El estado de alerta y tensión que se vivía en la FEMA le hacía parecer a veces un extraño en su propio hogar, pero él siempre amparaba su comportamiento con la misma justificación: todo cuanto hacía y callaba era en beneficio de los ciudadanos norteamericanos y de la seguridad nacional.



Con el tiempo, aquellas habían dejado de ser razones válidas para Martha. William estaba cambiando, y no era para bien. Estaba hastiada de llamadas telefónicas de madrugada, de los eternos silencios con la mirada perdida y de reuniones de trabajo que se prolongaban hasta horas intempestivas y que restaban a Carber un precioso tiempo de su vida. Su marido había ido sustituyendo aquel carácter afable por un manojo de nervios y se había vuelto en poco tiempo un hombre irascible y receloso. Todo ello llevaba a pensar que algo grave estaba sucediendo dentro de la Agencia y que lo que fuese estaba afectando a su funcionamiento rutinario, algo que, sin duda, inquietaba de forma especial a Carber. Ese desmedido amor hacia su familia y su sentimiento de culpa podían influir en Carber a la hora de adoptar decisiones importantes al frente de la FEMA, y esa circunstancia podía convertirse en su talón de Aquiles en un futuro no muy lejano.



Aquella sensación tan arraigada en Carber, sumado a su mala conciencia por no haber dedicado a los suyos el tiempo necesario, podría  convertirse con el tiempo en un cóctel envenenado que llegara a afectar a su gestión como director de una de las principales agencias federales.





LA CONVOCATORIA



Washington, lunes, 26 de octubre de 2020



Ese lunes, antes de llegar a su despacho en la octava planta del edificio central de la FEMA, en Washington D. C., el director fue abordado por Anne Perkins. Llevaba en la mano los últimos datos físicos recopilados con relación a los seísmos sufridos en Europa el pasado viernes. A esa catástrofe debían sumarse las alarmantes noticias que llegaban desde España, donde aquella madrugada se había producido una gran explosión en una planta química, provocada, según las primeras informaciones, por un temblor de tierra que había arrasado gran parte de una ciudad del Mediterráneo español. Las informaciones sobre la devastación eran impactantes, aunque escasas. Carber hizo un gesto con la mano indicándole a Perkins que lo siguiese. Al llegar al despacho, saludó de pasada con un escueto «Buenos días» a Lynda Evans, su secretaria, una fiel empleada que le había seguido en todos y cada uno de los destinos dentro de la Agencia.



Anne Perkins era la principal colaboradora de Carber. Se trataba de una mujer de mediana edad; su cabello era de un intenso color cobrizo que acostumbraba a llevar recogido; solía vestir sobrios trajes de falda y chaqueta que le proporcionaban una imagen de seriedad, elegancia y seguridad en sí misma. En definitiva, una mujer atractiva y ciertamente sensual. Había comenzado a trabajar para Carber prácticamente un año después de que este asumiera la dirección de la agencia y, desde entonces, había estado presente en cada una de las decisiones que este había tomado. Se había convertido en su máximo apoyo; ella era sus ojos y sus oídos dentro y fuera de la agencia, una fiel consejera, eficaz ayudante y gran confidente. Incluso entre ambos existía una especial conexión que, a veces, se podía haber llegado a malinterpretar. Pese a ello, aquel sentimiento no pasaba de ser un afecto y reconocimiento mutuos.



Antes de que Carber pudiese sentarse detrás de la mesa, Perkins llamó su atención acerca de un sobre blanco, cerrado con un sello lacrado  en rojo que se encontraba encima de su escritorio y en el que podía apreciarse la palabra “millenium”. Carber le preguntó a la colaboradora cómo había llegado aquel sobre sin remitente ni franqueo a su despacho y quién lo había entregado sin que antes hubiese pasado por los filtros de seguridad de la agencia.



Aquel acontecimiento hizo que la reunión que debían mantener se pospusiera. Carber le pidió a su colaboradora que lo dejase a solas unos minutos. Aquel sobre había sido entregado en persona esa mañana a Anne Perkins por un sujeto que exhibía un pase de seguridad Grado Alfa colgado de la solapa izquierda de su americana. Aquello le habilitaba a disponer de plena libertad para moverse por las instalaciones de la agencia sin la menor restricción.



El enigmático emisario entró sobre las 8:30 de aquella misma mañana por el

hall

 de entrada del edificio; se dirigió al control de accesos y exhibió su documentación. Entró sin pasar por el escáner y accedió a la zona de ascensores con plena naturalidad, como si conociese a la perfección el lugar, o como si se tratase de un empleado más de la agencia a la hora de su entrada al trabajo.

 



Se trataba de un sujeto de gesto adusto que hablaba con cierto acento europeo. Tenía el pelo negro engominado e iba impecablemente vestido con un traje oscuro y una corbata gris. En su mano derecha llevaba un portafolio de piel color marrón y se dirigió hacia el despacho de William Carber.



Al abrirse las puertas del ascensor en la octava planta, el sujeto se acercó a la recepcionista, a la cual preguntó directamente por la ayudante del director de la agencia. Aquella dulce y joven empleada rubia de la recepción pidió cortésmente al visitante que aguardase en una sala de espera acristalada que había a la izquierda de la salida de los ascensores. Pasados cinco minutos, hizo acto de presencia una mujer de mediana edad de pelo rojizo, ojos azules y tez pálida, que vestía una camisa de seda blanca con una falda entubada de color negro.



—Buenos días, soy Anne Perkins.



La colaboradora de Carber se presentó y el extraño se identificó como Louis Van Horn. Acto seguido, Anne le preguntó qué deseaba. El visitante, con gesto serio y ademán parsimonioso, sacó del interior de su portafolio un sobre blanco tamaño carta y se lo entregó a Perkins. A modo de cierre se podía observar un sello de lacre rojo con una palabra grabada: “millenium”. El extraño advirtió a la receptora de la misiva que se trataba de una comunicación personal que debía entregarse de manera exclusiva al director William Carber.



Perkins preguntó al emisario a quién debía identificar como remitente de la comunicación. El sujeto se dio la vuelta y se marchó del lugar después de pronunciar un cortante y escueto: «El director ya lo sabe. Buenos días».



Antes de retirarse, Perkins preguntó a Carber si llamaba a seguridad para que el sobre pasase por el control de escáner, pero este negó con la cabeza y volvió a pedir a su ayudante que abandonase el despacho y lo dejase un momento a solas.



Carber se sentó delante de la mesa de su despacho mientras tomaba entre sus manos aquel enigmático sobre. Su primera intención fue la de no abrirlo y deshacerse de él, quemarlo, pero la sola imagen de aquella palabra lo obligaba a comprobar su contenido.



Se levantó del sillón y paseó durante un rato entre aquellas cuatro paredes. Luego se asomó a la ventana y dejó que su mirada perdida se detuviese en los árboles de un parque cercano. Hacía más de un mes que no tenía noticias del remitente de aquella comunicación, pero recordaba la promesa que le había hecho a su amigo Alexander Grodding tiempo atrás, cuando su carrera en la FEMA ya era imparable; un compromiso que se afianzó cuando ambos coincidieron meses atrás en la mansión del magnate irlandés en la campiña galesa. Que el Grupo de los Milenaristas tuviera que reunirse era la señal de que había dado comienzo el principio del fin.



Por un momento, Carber dudó si aquella promesa podía atarlo durante tanto tiempo. Finalmente, se decidió a abrir el sobre, extrajo de su interior un folio tamaño cuartilla y tardó un instante en leer su contenido. Acto seguido llamó a Lynda Evans por el teléfono interno y le pidió que localizase a Anne Perkins. Carber debía improvisar un viaje  relámpago a Europa; se veía obligado a atender aquel requerimiento sin la menor demora, así que dio las instrucciones oportunas a Perkins para que organizase el traslado.





EL VIAJE



Instalaciones de la FEMA en Washington, lunes, 26 de octubre de 2020



Ya se habían realizado numerosos estudios sobre los efectos del sol en nuestro planeta. Desde la más lejana antigüedad, el hombre se había sentido atraído por aquel astro, incluso en algunas culturas había llegado a considerarse una deidad; sin embargo, en nuestros días los vientos soplaban en una única dirección y esa indicaba que algo grave estaba a punto de suceder en el planeta y que el culpable iba a ser el sol.



No era solo un rumor. Desde hacía años, la FEMA almacenaba en sus instalaciones de todo el territorio americano millones de cajas de forma similar a los ataúdes y fabricadas con un material plástico de color negro. Aquella realidad, cierta y constatada, había hecho correr ríos de tinta en publicaciones sensacionalistas y en foros promovidos por amantes de la conspiración, que intentaban canalizar las noticias menos conocidas por el gran público. Ahora Carber se enfrentaba a una situación de posible crisis nacional y a su mente venían las imágenes de aquellas cajas apiladas por miles en hileras diseminadas por todo el país.



En los últimos meses, se había dotado de una importante partida del presupuesto de la agencia para el almacenaje de toneladas de alimentos y la adquisición de miles de generadores eléctricos que funcionaban con gasoil, algo que no había sido autorizado de forma expresa por el director Carber. La orden había llegado desde la mismísima Casa Blanca y su contratación fue llevada a cabo directamente por el subdirector de la FEMA, Nicholas Pope.



Los acontecimientos ocurridos en Europa la semana anterior junto con la catástrofe producida la madrugada pasada en Castellón de la Plana, en España, habían puesto en alerta a todos los servicios y efectivos de la FEMA. Esta situación coincidía con la agitación que durante los últimos meses se había vivido dentro de la propia Administración Federal Americana, periodo en el que las comunicaciones entre agencias  habían alcanzado una intensidad desconocida. En un intervalo de sesenta días se habían mantenido doce reuniones al más alto nivel entre el director operativo de la NASA y los directores de la FEMA, el FBI, el Departamento de Seguridad Nacional de los Estados Unidos (NSD) y el Departamento de Defensa. La finalidad de estos encuentros era la coordinación de planes de contingencia ante la posibilidad de que se produjese un evento catastrófico en territorio americano. La idea era coordinar medios materiales y humanos de todas las agencias por si aquel acontecimiento tenía lugar.



Las advertencias de la ciencia relativas a la posibilidad de que se produjese una gran erupción de masa coronal proveniente del sol habían ido en aumento en los últimos años. Los datos relativos a la actividad solar, recopilados ese mismo mes de octubre por las distintas agencias espaciales, no habían hecho sino aumentar la inquietud entre la comunidad científica.



Era un hecho que el hombre llevaba miles de años observando el sol; sin embargo, atesoraba un pobre conocimiento de los ciclos de su actividad a largo plazo. Además, se disponía de una mínima experiencia empírica sobre su comportamiento, limitada a no más de quinientos años. Los astrónomos que empezaron a estudiar su comportamiento desde los años cincuenta del siglo XX tenían pocos elementos comparativamente temporales para llegar a conocer los ciclos reales de la estrella. Era prácticamente imposible predecir los picos de actividad solar, algo que, en el caso de un astro con una vida de más de cuatro mil millones de años, solo puede ser objeto de conocimiento a través de una observación continuada durante milenios. Por el contrario, en nuestro caso, el hombre no había dispuesto del tiempo suficiente para alcanzar dicho conocimiento. Era una realidad empírica y la ciencia sentaba sus bases en la observación, y la observación requería tiempo, mucho tiempo.



Era difícil entender cómo la ciencia moderna, a través de un periodo de observación inferior a cien años, podía hacernos estar seguros ante los caprichos temporales y ciclos vitales de un objeto celeste de una potencia y energía inimaginables, que se encontraba a una distancia de tan solo ciento cincuenta millones de kilómetros de nuestro planeta, y  cuya luz nos alcanzaba en un lapso de tiempo de tan solo ocho minutos y diecinueve segundos. Por ello, era lógico pensar que la capacidad de previsión y reacción de la NASA y del resto de agencias espaciales ante un evento ligado a la actividad solar era ciertamente limitada.



Si éramos realistas, debíamos llegar al convencimiento de que la Tierra ya había sido castigada durante millones de años a capricho por su estrella y, pese a ello, el planeta siempre había vuelto a renacer de sus propias cenizas y se había autoregenerado.



Cierto era que la humanidad únicamente se encontraba en el primer segundo de su existencia en comparación con la edad de la Tierra y la del sol. Pero nuestra ciencia tenía la osadía de teorizar sobre el comportamiento de ambos como si los conociese desde su origen.



Al hombre solo le cabía teorizar acerca de esos ciclos a través de la observación comparativa de otras estrellas, obtenida gracias a la puesta en funcionamiento de telescopios de última generación, como el Hubble, que había llevado al hombre a tener un mayor, pero insuficiente conocimiento del comportamiento del sol.



La NASA no podía ocultar durante más tiempo esa realidad, y en los últimos meses había estado transmitiendo al resto de agencias gubernamentales advertencias sobre la posibilidad de que tuviese lugar un evento de carácter inminente a escala global relacionado con la actividad solar. En este sentido, era necesario que tuviesen preparados todos sus medios humanos y materiales ante cualquier posible eventualidad.



Carber tenía todos sus medios en alerta desde hacía semanas, con el fin de atender las necesidades de millones de ciudadanos, derivadas de una posible interrupción del fluido eléctrico durante un periodo de tiempo superior a seis meses. Para ello, la FEMA había procedido a la adquisición de miles de generadores de gasoil, circunstancia que no pasó desapercibida para algunas agencias estatales de noticias y que hizo correr ríos de tinta entre aquellos medios o publicaciones a los que siempre se les había tachado de sensacionalistas y conspiranoicos.



Algunas agencias federales habían mostrado su preocupación por los acontecimientos que se habían encadenado en Europa en tan corto espacio de tiempo. Esa inquietud se había convertido en una realidad ante el aumento de la actividad sísmica en muchos países de Sudamérica  y en ciertas zonas del sudeste asiático. A estos debían sumarse los últimos movimientos sísmicos sufridos en la costa oriental española, en las Islas Azores, en Francia, en Italia y, fundamentalmente, los devastadores efectos del último seísmo ocurrido en la ciudad de Dodona, en Grecia. Estos acontecimientos habían disparado las alarmas de todos los gobiernos occidentales de la vieja Europa. La sensación de inseguridad era generalizada: ni la comunidad científica se atrevía a señalar con certeza un culpable de ese aumento de la actividad sísmica. Únicamente habían detectado un leve desplazamiento de las placas continentales, originado por un problema de polaridad planetaria en el que, sin duda, estaba influyendo la actividad solar y, además, estaba dejando notar sus efectos en el conjunto de la corteza terrestre y en la solidez del campo magnético de la Tierra.



Podía resultar insólito, pero durante los últimos meses la NASA había mostrado una sorprendente transparencia. Había facilitado informaciones concretas relativas a los últimos ciclos comprobados de la actividad solar, advirtiendo que la extraña tranquilidad que mostraba nuestro astro hacía presagiar la posible ocurrencia de un suceso de gravedad que podría relacionarse con una potente erupción solar y, con ello, la hipotética afectación del campo magnético terrestre.



Hecho distinto era poder encontrar un nexo causal entre el aumento de la actividad sísmica en el planeta durante los últimos dos años y su relación con la actividad solar en ese periodo. En este sentido, la colaboración entre la NASA y la ESA estaba dando importantes frutos, y los trabajos de la Agencia Europea habían proporcionado una nueva visión de la relación de la actividad solar con el campo magnético terrestre y la actividad sísmica.



Se había constatado científicamente que algunos cambios que estaba experimentando el planeta podían tener relación con el estado de actividad solar. La comunidad científica estaba profundamente desconcertada por el hecho de que el campo magnético de nuestro planeta se estuviese debilitando diez veces más rápido de lo que se creía.



Si a estos datos le unimos el hecho de que el norte magnético se mueve, y que una vez cada cien mil años los polos se invierten, nos  podía dar que pensar acerca de la posibilidad de que estuviésemos ante el final de un ciclo y en puertas de un drástico cambio planetario.

 



La Agencia Espacial Europea había sido la pionera en este tipo de estudios. Con esta finalidad puso en marcha el programa Swarm, que había sido diseñado precisamente para analizar uno de los aspectos más misteriosos de nuestro planeta, el campo magnético, y poder estudiar cómo este interactuaba con los vientos solares y con las partículas cargadas que lanzaba todo el universo. Para ello, puso en órbita tres satélites cuya misión era medir con precisión las señales magnéticas emitidas por el núcleo, el manto, la corteza, los océanos, la ionosfera y la magnetosfera de la Tierra.



Los modelos del campo magnético generados por la misión Swarm debían ayudar a comprender mejor el interior de la Tierra. Estos datos, junto con las medidas de las condiciones en la atmósfera superior, debían contribuir a los estudios sobre el escudo magnético de la Tierra, la meteorología espacial y la radiación solar, y a la relación existente entre esas variables físicas.



Los datos facilitados por el sistema Swarm no podían ser más inquietantes: mostraban que el campo magnético de la Tierra se estaba empezando a debilitar más rápido de lo que había sucedido en épocas pasadas y, hasta el momento, los científicos no habían podido determinar las causas de la aceleración de ese nuevo ciclo.



Los nuevos registros sugerían que ese cambio de polaridad podría suceder mucho más temprano y sería una eventualidad para la que la humanidad no estaría preparada. El responsable de esa aceleración en el cambio podría ser el sol; además, no se podía descartar un acontecimiento inesperado derivado de su cambiante actividad solar.



Tanto Carber como el resto de directores de las diferentes agencias federales, comprometidas con programas de actuación en situaciones de emergencia, habían recibido los datos con cierta inquietud. Su misión era mantener a punto todos los medios disponibles y esperar instrucciones de la Casa Blanca para actuar. Sin embargo, faltaba que la NASA les facilitase más información sobre las posibilidades reales de que se produjese un suceso catastrófico relacionado con la actividad solar y de cómo podría interactuar nuestro campo magnético ante esa situación.



En este sentido, la NASA había puesto en conocimiento del resto de agencias gubernamentales que disponía de informes científicos que afirmaban que los terremotos se producían con más frecuencia en los años con mínima actividad solar. Era un hecho que el sol había entrado recientemente en su nivel más bajo de actividad en cuatro siglos, lo que había coincidido con un aumento en la actividad sísmica mundial. Pero faltaban datos que pudiesen conectar ambos acontecimientos.



La actividad solar estaba disminuyendo de forma acelerada desde comienzos de siglo. Parecía que en los últimos años el sol se había vuelto extremadamente tranquilo y algunos expertos anunciaban que dentro de poco podríamos ver un sol «completamente en blanco», es decir, libre de manchas solares. Y libre de manchas solares significaba «casi sin actividad solar», lo que podría derivar en una explosión de masa coronal del improviso como reacción ante esa situación de letargia.



Con los años, la ciencia había ido revelando y reconociendo la relación oculta entre la actividad solar y los movimientos de las placas tectónicas. La influencia del sol parecía haber sido notoria; una tremenda tormenta solar podría impactar contra el planeta, lo que provocaría que las placas tectónicas terminasen vibrando.



La tierra había temblado siempre y en todas partes del mundo. Sin embargo, un nuevo factor debía preocuparnos; cada vez era mayor el aumento de terremotos en zonas que no eran precisamente de riesgo sísmico, lo que alimentaba la posibilidad de que dicho cambio exponencial se debiese al efecto de las radiaciones solares sobre nuestro planeta.



Carber había activado todos los planes de contingencia de la FEMA con la finalidad de afrontar una inminente situación de emergencia nacional. Las órdenes para dar inicio a una situación de excepcionalidad habían coincidido en el tiempo con la recepción de aquella extraña misiva, remitida por Alexander Grodding, que le convocaba a una imprevista reunión en Ginebra. Era consciente de que no era el mejor momento para abandonar Washington, por lo que tuvo que improvisar un viaje relámpago a Europa. Llamó de inmediato a Anne Perkins a su despacho para que iniciase los preparativos del viaje.



Sin embargo, la situación era de preemergencia nacional. Las instruccio