Equilibrium

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—Perkins, necesito que cancele cualquier reserva de vuelo que haya realizado. He dado órdenes expresas de que dispongan un pequeño jet de la agencia para el desplazamiento a Europa. Los pilotos son de máxima confianza y emprenderemos el vuelo sin ruta programada, ruta que conocerán en el momento en que embarquemos. Dígale a Lynda que entre en mi despacho, tiene que acompañarme y necesitará tiempo para preparar su partida. Compruebe que los pilotos y el personal de tierra cumplen mis instrucciones, y procure que el vuelo esté dispuesto para salir de Washington esta noche a las nueve con destino Europa.

—Así lo haré, director. Borraré cualquier rastro de la reserva y procederé según sus instrucciones.

—Anne, tengo que pedirle un favor, un gran favor. Es mi mayor colaboradora dentro de la agencia y la única persona en la que confío. La voy a dejar al mando, cubrirá mi puesto y vigilará que todo siga en su sitio durante mi ausencia estas cuarenta y ocho horas. Debe mantenerme al tanto de cualquier hecho o circunstancia relevante y taparme como si yo estuviese dentro de la casa.

—Señor, puede confiar en que así lo haré. Yo cubriré su ausencia y le mantendré informado de todo cuanto ocurra mientras se encuentre fuera de Washington.

La mayor preocupación de Carber era dejar al frente de la agencia a su segundo, Nicholas Pope, un cargo político cercano al presidente que tenía una visión diferente de la FEMA y en el que no confiaba, dado que su presencia le había sido impuesta por el mismísimo Wilcox. Por ello, encomendó a Anne Perkins que cubriera su ausencia y se convirtiera en su prolongación en la agencia durante dos días.

ANNE PERKINS

Washington, 26 de octubre de 2020

Anne Perkins salió de las instalaciones de la agencia sobre las ocho y media de la tarde. Había ultimado los preparativos del viaje del director a Europa y regresaba a casa por la avenida Pennsylvania. Andaba con una especial parsimonia y sentía cierto cosquilleo por el cuerpo. No en balde, Carber le había confiado la suerte de la agencia durante su ausencia. Aquella responsabilidad la hacía sentirse exultante a la vez que excitada; el reto no era menor.

Vivía en un barrio residencial próximo al distrito gubernamental de la capital. Era propietaria de un pequeño apartamento de nueva construcción cerca de la zona donde se encontraba la almendra central de la ciudad. Se trataba de un cómodo y funcional inmueble situado en la avenida Sur Caroline, con unas vistas envidiables. Desde sus amplios ventanales podía observarse la avenida Pennsylvania, el cercano Parque Garfield y, al fondo, podía adivinarse la impresionante silueta del edificio del Capitolio.

Perkins sentía un vértigo especial. Se veía a sí misma como aquella persona en la que acababan de depositar la mayor de las confianzas que nadie podía esperar. En ausencia del director, las instrucciones eran taxativas; ella, y solo ella, gestionaría los designios de la agencia y cubriría las espaldas de su jefe. Tenía órdenes expresas de mantenerle puntualmente informado de cuanto ocurriese en el país durante las horas que estuviese fuera de Washington. Carber le había confiado su suerte a aquella colaboradora, hasta tal punto que ni tan siquiera el todopoderoso Nick Pope podría hacerle sombra. Para ello habían sido alterados todos los protocolos de la agencia con la finalidad de que Perkins pudiese pasar por encima de la autoridad del subdirector de la FEMA. Esta situación se presentaba sin duda como una ocasión especial para que aquella leal funcionaria, que había crecido a la sombra de Carber, pudiese demostrar su auténtica valía.

Aquella chiquilla de Wisconsin llegó a Washington siendo una niña, cuando su padre, un simple empleado del Servicio Estatal de Correos, fue destinado a la capital para ocupar un prometedor puesto como mando intermedio en el Servicio Postal del Estado.

Ahora se encontraba ante el mayor reto de su vida. Si el director había depositado en ella toda su confianza, era cuestión de tiempo que la tuviese en consideración para asumir empresas de mayor envergadura dentro de la agencia. Quién sabía si entre ellas estaría su ascenso hasta la subdirección de la FEMA. Si Carber sabía jugar bien sus bazas con el presidente Wilcox, las posibilidades de Perkins se multiplicarían por diez. Por ello, no podía defraudar a su jefe ni dejar pasar de largo esta oportunidad.

Anne había recibido instrucciones de convocar una reunión con sus más cercanos colaboradores a primera hora de la mañana del día siguiente, con la intención de ponerles al corriente de los acontecimientos que iban a tener lugar de forma inminente en los Estados Unidos. Carber le había entregado los protocolos para activar la declaración del estado de emergencia. Todo debía estar preparado para iniciar el proceso una vez que el director hubiese regresado a Washington en menos de cuarenta y ocho horas.

El plan estaba trazado: a su vuelta a Washington, Carber declararía el estado de emergencia nacional con el apoyo del Jefe del Estado Mayor del Ejército y la complicidad de 68 senadores y 12 miembros del gabinete, aduciendo incapacidad manifiesta del presidente Wilcox. Era fundamental evitar que aquello que tuviese pensado hacer el presidente en los próximos días fuese abortado de raíz.

Perkins paseaba despreocupada como si el tiempo fuese algo irrelevante. Había dado por amortizada la jornada y deseaba darse un respiro disfrutando de aquel intrascendente paseo hasta su casa, a donde llegó pasada media hora desde que salió de la oficina.

Antes de subir, se detuvo en una pequeña tienda de barrio regentada por un matrimonio de comerciantes chinos. Se trataba de un pequeño bazar en el que podía encontrar desde una botella de vino, hasta un paquete de cigarrillos, pasando por cualquier clase de alimento fresco o preparado. Anne entró, se hizo con una cesta y se detuvo delante de la zona de lácteos, cogió un tetrabrik de leche desnatada y siguió curioseando entre aquel batiburrillo de productos. Se dirigió hacia una pequeña zona habilitada como frutería, cogió tres manzanas y dos enormes peras limoneras, que se llevó a la nariz dejando que su dulce olor colmase por completo sus sentidos.

Acabó de revisar con curiosidad unos estantes que tenía a su derecha y se dirigió hacia la zona de caja. En el camino se paró a coger una botella de vino blanco y un trozo de queso. En ese momento entraron en la tienda dos sujetos con la cara cubierta por pasamontañas, encañonaron al dueño del negocio y a su esposa con una pistola Beretta nueve milímetros y una recortada de dos cañones. Aquel pobre diablo temblaba detrás del mostrador y sentía que ese podía ser el último momento de su vida. Apartó a su mujer y se puso delante de ella, los encapuchados le exigieron el dinero y el tendero abrió la caja registradora, mientras le entregaba la recaudación del día al tipo de la pistola, el sujeto de la recortada giró sobre sí mismo y encañonó a Anne Perkins. Acto seguido y sin mediar palabra, le descerrajó dos tiros, descargando los cañones de la escopeta. Anne cayó fulminada al suelo mientras los dos sujetos salían del local y se subían a un vehículo oscuro que les esperaba con el motor en marcha, justo delante de la puerta de aquel bazar.

El Departamento de Policía de la ciudad de Washington lo tuvo claro desde el primer momento; la declaración de los testigos y las pruebas encontradas en el lugar de los hechos parecían no dejar lugar a dudas: la muerte de Anne Perkins había sido un homicidio cometido por dos ladrones a los que se les había ido de las manos su último golpe.

La investigación debía cerrarse de forma rápida y certera. Para ello era necesario encontrar dos cabezas de turco elegidas al azar entre las numerosas fichas policiales que obraban en las bases de datos del Departamento de Policía. La visita del director de la NSA al jefe de policía de la ciudad de Washington a la mañana siguiente supuso un acicate suficiente para dar carpetazo definitivo a la investigación del asesinato sin mayor trámite.

CASTELLÓN

Castellón de la Plana, España, 24 de octubre de 2020

Leo Carber había llegado aquella mañana a la estación de ferrocarril Joaquín Sorolla de Valencia. Allí debía enlazar con un tren de cercanías que le trasladaría hasta la ciudad de Castellón de la Plana, donde le esperaba su amigo Rick Phillips, que había llegado desde París el día anterior. Habían contratado un chárter turístico con la intención de recorrer parte de la costa mediterránea española. Primero tenían previsto practicar buceo en unas pequeñas islas de origen volcánico que se encontraban frente a la costa de Castellón. Al caer la tarde recalarían y harían noche en la ciudad para al día siguiente continuar viaje hacia las Islas Baleares, con la intención de explorar los fondos marinos de Ibiza y Menorca.

Al llegar a la estación de tren de Castellón, Leo contrató un vehículo de alquiler para poder moverse por la capital de La Plana durante el tiempo de estancia en la ciudad. Rick y Leo habían previsto desplazarse a las Islas Columbretes a bordo de una goleta turca que fondearía en calas vírgenes con una riqueza de fauna marina sin igual. Aquel, sin duda, sería un espectáculo para amantes del mar como ellos.

El plan de Leo era pasar aquella jornada buceando, volver a Castellón y hacer noche en la ciudad, con la intención de disfrutar de la gastronomía y el ambiente nocturno del lugar, para salir al día siguiente con destino a las Islas Baleares.

Las Columbretes constituían un lugar único. Se trataba de un archipiélago de origen volcánico, constituido por cuatro pequeños islotes: La Grossa, La Ferrera, La Foradada y El Carallot. No era un paraje excesivamente conocido, sin embargo, el lugar había sido declarado Parque Natural en 1988 y Reserva Marina desde 1994. Se encontraban en un entorno de 4400 hectáreas, situado a 27 millas náuticas de la costa de Castellón. En sus fondos marinos se extendían praderas de fanerógama y de maërl de algas calcáreas, ecosistema de gran importancia, ya que constituía una zona de refugio, alimentación y cría de numerosos organismos marinos.

 

Las profundidades rocosas daban cobijo a una especie de langosta roja de grandes dimensiones y a poblaciones de gorgonias rojas únicas en el Mediterráneo. La riqueza natural era inagotable. En las Columbretes existía una gran variedad de peces: nacras, corvas, doradas, sargos, morenas, cabrillas, serranos, peces verdes, castañuelas, salmonetes, bogavantes, barracudas, corvinas, cabrachos, mantas, esponjas y especies muy grandes de meros. En ocasiones, se podía incluso disfrutar de la presencia de delfines mulares y peces luna.

El fondo de las aguas de aquel paraje se caracterizaba por su especial belleza y riqueza: eran cristalinas y de una pureza virginal. Aquellos ingredientes convertían aquel lugar en un entorno ideal para aquellos que amaban el buceo y sobre todo la naturaleza.

Rick y Leo tenían previsto embarcar en el puerto de Castellón a las siete de la mañana y permanecer en las islas hasta el atardecer. El día había despertado con una deliciosa claridad, el sol calentaba con dulzura, como queriendo despedirse de la estación estival con suavidad y ofreciendo un mágico espectáculo.

Ambos subieron a la embarcación sobre las 6:45 y amontonaron sus bártulos en un banco de madera que se encontraba situado al fondo de la goleta. Pocos minutos después se dirigieron a la proa y a las 7:15 la embarcación empezó a enfilar la bocana de salida del puerto de Castellón.

Conforme ganaban velocidad, la suave y fresca brisa marina humedecía los rostros y brazos de los dos jóvenes, y una sensación de inmensidad invadió sus almas. Con los ojos cerrados y el viento moviendo sin orden alguno sus rubios cabellos, experimentaron un estado de plena libertad. Dejaron sus mentes en blanco, disfrutando del momento, y se dejaron llevar por la inmensidad que se abría paso ante sus ojos. Permanecieron en la cubierta de la goleta más de media hora, contemplando los agitados saltos de algunos atunes y el curioso remontar sobre las olas de bandadas de peces voladores.

Decidieron entrar en el interior de la embarcación para tomarse un café bien cargado. La hora tan temprana del embarque no les había permitido ingerir aquel delicioso brebaje tan reparador y necesario para desperezar el espíritu de buena mañana.

Pasadas dos horas de travesía, la goleta fondeó en Isla Grossa, una formación volcánica en la que podía apreciarse con claridad la existencia de lo que en su día fue la caldera de un volcán subacuático. Se trataba de una morfología circular espectacular en la que se hacía una bajada obligada a tierra para conocer algo más de aquel vestigio de los tiempos tan excelentemente conservado.

Lanzaron el ancla a pocos metros del lugar y todos comenzaron a embutirse en sus trajes de neopreno y a colocarse las bombonas de oxígeno y las aletas. La inmersión no debía durar más de 45 minutos, tiempo suficiente para tomar contacto con el fondo marino. Aquel era únicamente el primer tramo del largo día de buceo que tenían por delante.

Aproximadamente sobre las 12 del mediodía, una zódiac llevó a tierra a Leo y al resto de excursionistas. Pisaron Isla Grossa para acceder a una especie de pequeño embarcadero provisto de unas viejas escaleras de piedra negras, que llegaban hasta una rampa que conducía hasta el antiguo faro que dominaba la isla.

La Grossa constituía un ecosistema único, su origen volcánico y su lejanía de la costa le permitió mantener una diversidad de especies endémicas que no existía en el resto de la costa peninsular española. En la isla existía un viejo faro que había sido modernizado con el paso del tiempo. Se accedía a él a través de un camino empinado que convertía la subida en un paseo; sin embargo, un sol de justicia hacía que el calor a esa hora del día no se compadeciese de quienes afrontaban aquella caminata. En el trayecto pudieron ver numerosos lagartos y lagartijas escondiéndose al paso de los curiosos entre matojos o bajo las piedras, en cuyo interior encontraban suficiente humedad y frescor. En cambio, no encontraron ninguno de los temidos escorpiones blancos que habitaban la isla y cuyo veneno era poco menos que mortal. Por aquel motivo, era normal que las embarcaciones de recreo llevasen en su botiquín varias dosis de antídoto para inocular en caso de que se produjese una picadura.

En la isla, además, encontraba su hábitat un curioso escarabajo que no se hallaba en ningún otro lugar del planeta. Se trataba del escarabajo Bonachera, cuyo nombre se le dio en honor a uno de los únicos habitantes que albergó la isla, uno de los fareros que vivió en ella entre los años 1966 y 1989. Además, podían encontrarse otros animales endémicos, tales como la pardela cenicienta, que se alimentaba de moluscos, crustáceos y huevos de peces; el cormorán moñudo, un ave que podía sumergirse hasta 45 metros para alcanzar a sus presas; o la gaviota plateada, que se alimentaba de peces y carroña.

El antiguo faro que dominaba toda la isla, y cuyo mantenimiento había sido llevado a cabo por fareros que vivían en él con sus familias hasta el año 1989, ahora requería una mínima atención al haber sido acondicionado con luces led y baterías de carga solar, que hacían innecesaria la presencia de un farero todo el año; sin embargo, aquel lugar seguía sirviendo de guía a todos los barcos y buques que seguían navegando por el Corredor Mediterráneo con dirección a la costa francesa.

La vegetación de las islas era muy diversa y estaba compuesta por palmitera, lentisco, hinojo marino, zanahoria marina, alfalfa arbolea y algún tipo de planta endémica. Las islas tenían dos periodos diferentes, uno seco y otro húmedo entre marzo y junio, fecha en la que el aspecto de las Columbretes cambiaba radicalmente. Las pocas lluvias del año hacían que las islas estuvieran cubiertas de un bonito verde y una gran cantidad de flores, haciendo que presentaran una vegetación muy colorida y variada.

A las seis de la tarde aquella preciosa goleta levó anclas y llevó a los buceadores de vuelta a Castellón. Sobre las ocho de la tarde llegaron a puerto y Leo y Rick se dirigieron hacia el parking subterráneo donde habían dejado el coche. Se alojaban en el Hotel Jaime I, cerca del centro de la ciudad, y deseaban llegar pronto a la habitación para darse una buena ducha y salir a cenar.

Leo conocía las exquisiteces culinarias que brindaba la tierra, puesto que ya había viajado con sus padres numerosas veces por España, algo que le había ayudado a conocer el idioma. Además, a través de la información que le había facilitado el turoperador, tenía localizados varios restaurantes recomendados en la ciudad.

Buscaba un buen jamón ibérico y un vino de Rioja o Ribera de Duero que satisficiera sus gustos. Aquel joven americano de paladar exquisito decidió que el sitio idóneo para cenar era el restaurante El Pairal, conocido en la ciudad por su exquisita cocina, la calidad de sus productos y el esmero con que el servicio trataba a los clientes.

Los dos jóvenes salieron del hotel sobre las 9:30 de la noche. Llegaron al restaurante, que se encontraba con la puerta cerrada; llamaron a un timbre que había en una pared lateral de la entrada y acto seguido sonó el chasquido de un sistema de apertura a distancia.

Era la primera vez que Rick visitaba España y Leo quería impresionar a su amigo con sus conocimientos del país, de su cultura, de sus gentes y de su gastronomía. El joven californiano que acompañaba a Leo en aquella aventura había vivido en Perugia durante dos años en un programa de intercambio mientras realizaba sus estudios de biología. Quedó prendado de aquel país, donde había encontrado al amor de su vida, una joven y adorable muchacha italiana que se había hecho dueña de su corazón.

Comenzaron la velada pidiendo que les sacasen un buen caldo. La elección fue una botella de vino tinto de la bodega Vega Sicilia, un delicioso caldo con denominación de origen Ribera del Duero que acompañaron con una cumplida ración de jamón ibérico Cinco Jotas y otra de queso de oveja curado. Mientras se deleitaban con los manjares que tenían sobre la mesa, Juan Zafra, el maître y propietario del restaurante, les cantaba la carta como si se tratase de un texto sagrado. A fin de cuentas, aquella era su biblia particular, dado que tenía una fe ciega en todo aquello que ofrecía a sus clientes.

Rick decidió degustar un rodaballo salvaje al horno con patatas panaderas y Leo se decantó por un hermoso chuletón de ternera gallega. Pero antes ya habían dado buena cuenta de dos raciones de jamón ibérico, una botella de vino Ribera del Duero y una ración de queso.

En la cena conversaron de lo humano y lo divino. Ambos se conocían desde la infancia y habían compartido numerosas experiencias. Leo le contó a su amigo cómo su padre le había inscrito sin consultarle en un curso de posgrado en Ingeniería Física que se impartía a partir de octubre en la Morgan State University, y cómo eso lo había enfurecido. Le contó cómo ambos habían discutido como de costumbre porque William Carber no había contado con él una vez más para planificarle el futuro. Por aquel entonces, Leo ya había comprometido su viaje por Europa hacía meses y su intención era pasar veinte días en España buceando y haciendo turismo. Por ello, dando una larga cambiada a los planes de su padre, se colgó una mochila al hombro y tomó dirección al aeropuerto JFK donde un vuelo directo lo llevaría a Madrid. No era la primera vez que Leo plantaba cara a su progenitor y hacía gala a menudo de aquella aprendida rebeldía.

Leo había acabado Ingeniería en junio de ese mismo año y lo que menos deseaba era comenzar un curso de posgrado sin concederse una tregua. En mayo había cumplido 24 años y la mayor parte de ese tiempo lo había pasado estudiando y satisfaciendo los deseos y expectativas de su padre. Sin embargo, entre ambos existía un abismo generacional. William Carber había sido siempre excesivamente protector, aunque no más que cualquier padre que al fin y al cabo solo desea lo mejor para sus hijos, pese a que muchas veces hubiese sido sin contar con sus deseos. No obstante, nunca pudo dedicar a Leo el tiempo que este necesitaba como compañero de juegos, sueños e ilusiones, pues aquel brillante ingeniero había sido absorbido por su trabajo y había descuidado a su familia.

Leo siempre había encontrado frustración al intentar emular los pasos de su padre. Aquel fue un tema que los dos amigos tocaron durante la cena, dado que se conocían desde la infancia y habían compartido innumerables momentos juntos.

En los postres, los jóvenes degustaron tiramisú y tarta de queso con mermelada de arándanos. A la hora de tomar el café, Leo recordó lo que le había aconsejado el recepcionista de noche del hotel donde se alojaban con relación a una bebida típica del lugar, llamada «carajillo», que consistía en quemar un licor, normalmente brandy o ron negro de caña, mezclarlo con azúcar y deslizar suavemente una carga de café sobre el alcohol una vez quemado.

Una vez acabada la cena, Leo pagó la cuenta y dejó una jugosa propina. Antes de salir del restaurante, le preguntaron a Juan por algún lugar de moda donde poder tomarse una copa después de cenar. Al salir, tomaron el camino hacia su izquierda, buscando la cercana calle Lagasca, donde, según Juan, Leo y Rick podían encontrar varios locales de copas. La noche era deliciosa. Una temperatura muy agradable permitía pasear sin necesidad de llevar ningún tipo de ropa de abrigo. Caminaron unos 200 metros y llegaron a la puerta de un garito de copas llamado Exodus, donde les recibió un portero que se encontraba en la entrada y les dio acceso al local.

Bebieron un bourbon Four Roses. Cuando acabaron la copa salieron del local a fumar un pitillo y continuaron paseando en dirección al centro. Al llegar a la plaza de María Agustina, encontraron un garito abierto y decidieron tomarse allí la última copa. Serían las 2 de la madrugada del día 26 de octubre.

Leo le comentó a su amigo que sus padres le suponían haciendo un curso de posgrado. Él, sin embargo, había decidido tomar un camino diferente y volar desde Nueva York a Madrid para poder encontrarse con Rick en España y participar en su común afición, disfrutando de un tour de buceo por el Mediterráneo.

 

La rebeldía de Leo ya le había dado otros quebraderos de cabeza a sus padres, quienes siempre iban detrás de él reparando las averías que provocaba sin el menor rubor.

Mientras charlaban relajadamente y encendían un cigarrillo, escucharon un sonido ensordecedor y un estremecimiento les recorrió desde los pies hasta la cabeza. El suelo tembló y el resplandor originado por un gran fogonazo convirtió la noche en día, dejando cegados a ambos jóvenes, que de inmediato fueron lanzados al suelo hacia detrás, producto de la fuerza irresistible que sufrieron.