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VIDA EN EL REFUGIO

Castellón, noviembre de 2020

Instantes después de la explosión en la planta química del Grao, el pánico hizo presa de los clientes de aquel local de copas situado en la calle Peñíscola. El estruendo inicial dio paso a un violento temblor que provocó que todos los que allí estaban se tambaleasen e hiciesen malabarismos para no caer al piso. Pasada la confusión inicial, todos salieron a la carrera de aquel garito por temor a que el edificio se les viniese encima.

Al llegar a la calle, y cerca de la puerta de entrada al local, se encontraban varias personas tiradas sobre la acera, entre ellas había dos jóvenes inmóviles tendidos en el suelo. Los clientes del pub, entre los que se encontraba una muchacha llamada Míriam, los ayudaron a levantarse y los llevaron al interior del local para prestarles los primeros auxilios. Leo estaba aturdido y su amigo Rick sangraba profusamente por ojos y oídos.

Aquel acontecimiento había hecho que la realidad diese un giro de 180 grados sobre sí misma, y que una extraña y desagradable sensación de pérdida de contacto con el mundo exterior se apoderase de la ciudad. Castellón de la Plana no era un lugar especialmente conocido fuera de España, pero después de aquella noche iba a situarse en el mapa como el epicentro de un destino fatal.

Los actores principales de aquel drama se encontraban allí porque el azar los había colocado en ese lugar sin que lo hubieran deseado. Nunca pidieron tener un papel principal en la escena; sin embargo, allí estaban, y a partir de aquel momento ya no serían dueños de su destino.

Míriam Jovaní era una joven castellonense que vivía en una zona residencial cercana a la avenida del Mar, una vía principal que conectaba la ciudad con el Grao y el puerto. Aquella chiquilla que parecía estar rodeada por un extraño halo de energía positiva había conocido a Leo Carber en el bar de copas esa misma noche. Para ella se trataba de un completo desconocido con el que había desplegado sus dotes de flirteo, un extraño al que las circunstancias habían amarrado a su lado de forma irremediable. Ella fue una de las personas que le prestó ayuda después de la explosión, y con el paso de los días lo convertiría en su amigo y en el primer y último hombre del que se enamoraría.

Después de la explosión, Míriam había intentado ponerse en contacto con sus padres pero las líneas de telefonía móvil habían caído, al igual que lo habían hecho la red eléctrica y todos los sistemas de comunicación. Su primera reacción fue como la del resto: buscar ayuda, refugio y algo de seguridad. Pasados unos minutos interminables, empezaron a escucharse las sirenas de los coches de policía y de las ambulancias que habían salido a socorrer a la población.

Los supervivientes habían salido de sus casas a la carrera, buscando algún lugar donde poder recibir ayuda o, cuanto menos, información. La Policía Local de Castellón se afanó desde el primer momento en habilitar diferentes centros de atención a las víctimas, y entre ellos había situado uno en la avenida de Lidón. Aquellos lugares se convirtieron en puntos de encuentro para todos los afectados. Allí se dirigían para preguntar por sus seres queridos, cuya suerte desconocían. En el centro habilitado en la avenida de Lidón se quedó al mando un Policía Local de nombre Arturo Revest, que se ocupó de atender a todos cuantos llegaban en busca de auxilio. Por aquel entonces, nadie conocía la gravedad de lo que acababa de suceder y se ignoraba el hecho de que la explosión hubiese devastado por completo algunas de las zonas más pobladas de la ciudad.

Leo y Míriam fueron unos de los primeros refugiados en llegar a aquel centro de acogida. El local de copas donde habían coincidido por la noche se encontraba a pocos metros del lugar, y el amigo de Leo, Rick, necesitaba ayuda y atención de inmediato, por lo que consideraron que entrar en aquel lugar era una prioridad.

Míriam asumió la iniciativa de acondicionar algunas estancias de aquel viejo edificio a modo de dormitorios. Era necesario que todos los que allí llegasen buscando ayuda encontrasen un lugar donde dejar reposar sus cansados y maltrechos huesos. Aquella muchacha mostraba una madurez impropia para su edad y que no se correspondía con una apariencia física de cierta fragilidad. Sin embargo, se trataba de una mujer fuerte y con carácter, que estudiaba el último curso de la licenciatura de Derecho en la Universidad Jaime I de Castellón. La madrugada del lunes se encontraba de marcha con unas amigas en el mismo local de copas en el que coincidió con Leo Carber. Era una joven muy bella, su largo cabello era de un intenso color negro y tenía unos preciosos ojos marrones. Su cuerpo, a la vez que menudo y delicado, era extremadamente sensual.

Pasados varios días, el desorden y la anarquía se habían apoderado de la ciudad. La ayuda había llegado únicamente a una pequeña parte de la población y después de no más de dos horas desde el comienzo de la situación de caos, los servicios de emergencias recibieron la orden de retirarse y las Fuerzas de Seguridad cerraron un cinturón de cuarentena alrededor del perímetro de la ciudad, que ya no podría ser franqueado por los que allí quedaron confinados. Al cabo de tres días, los pocos efectivos que quedaban prestando auxilio también terminaron por replegarse.

Los supervivientes que se habían quedado en Castellón no sabían cómo actuar; la mayoría permanecía en sus casas, si tenían la suerte de que estas siguiesen en pie después de la explosión. Otros habían salido a buscar los puntos de encuentro y de refugio que habían improvisado las autoridades durante las primeras horas.

La vida en el refugio de la avenida de Lidón transcurría de manera anodina, cualquier mínima noticia era recibida por todos como un gran acontecimiento. Sin embargo, con el paso del tiempo, la ausencia de novedades del exterior empezó a convertir la esperanza en impaciencia y, días después, pasó a convertirse en desidia y desanimo. La ausencia de electricidad había hecho que aquella ciudad volviese hacia atrás en el tiempo más de dos siglos. Caída la tarde, la oscuridad en las calles se hacía total y el mutismo se adueñaba totalmente de aquel lugar.

Aprovechando la ausencia de iluminación, algunos grupos de supervivientes comenzaron a darse al pillaje y al saqueo. Un vacío de poder se había adueñado de la ciudad y ya no existía el menor atisbo de autoridad ni orden; únicamente permanecían en la zona cero unos pequeños grupos de voluntarios de Protección Civil y de la Cruz Roja que se esforzaban por hacer más llevadera la vida de aquellos desgraciados que se habían quedado allí confinados. Daba la impresión de que aquella ciudad y sus habitantes habían sido abandonados a su suerte y la situación escapaba a la más mínima lógica, es más, nada parecía tenerla. La ausencia de noticias y la desconexión del mundo exterior solo podía entenderse si más allá de los límites de la ciudad, hubiesen sufrido la misma suerte. No era lógico que los servicios de emergencia, las fuerzas del orden e incluso la Unidad Militar de Emergencias (UME) no hubiesen intervenido para socorrer a los habitantes de Castellón de la Plana.

El motivo parecía ser evidente, en el supuesto de que se hubiese producido una explosión nuclear, los equipos de emergencias y las unidades de bomberos no estarían preparados para hacer frente a una catástrofe de tal magnitud. A la devastación inicial deberían sumarse los efectos de la radiación. Las unidades de emergencia convencionales carecerían de los medios materiales necesarios para entrar en una zona contaminada. Sin embargo, tanto tiempo sin que nadie del exterior les hubiese prestado ayuda no era lógico. Todo ello hacía pensar en la existencia de un evento global que hubiese afectado al resto del mundo.

Por aquel entonces, bien entrado el mes de noviembre, las noches se hacían cada vez más largas y oscuras y en pocos días habían bajado de forma considerable las temperaturas. Todo ello hacía presagiar que se acercaba un crudo invierno, algo que, sin duda, sería fatal si no volvía el suministro eléctrico en pocos días.

En aquel lugar flotaba en el aire un veneno invisible que estaba operando como un buen cirujano, abriendo capa a capa la humanidad de aquellos que habían sobrevivido a la explosión y permanecían en aquella ciudad fantasma. Los supervivientes deambulaban como sonámbulos por las calles desiertas o permanecían encogidos hasta el alma en lo que un día llamaron hogares, esperando una ayuda que nunca llegaría. No era sencillo huir del lugar, pues no funcionaban los vehículos y la única forma de salir de Castellón era tomar el primer camino de salida y empezar a andar sin rumbo fijo. Simplemente se trataba de salir a la aventura y dejar atrás aquella zona de destrucción y desolación.

La verdad sea dicha, por aquel entonces nadie tenía todavía un conocimiento cierto de lo que había sucedido. Un accidente en la planta petroquímica era la versión que habían aceptado y nadie se hacía más preguntas, o mejor dicho, no querían hacérselas. El apagón informativo y la interrupción del suministro eléctrico habían sido simultáneos, pero costaba entender que después de tantos días no hubiese llegado ayuda alguna del exterior, y menos que no se hubiesen dado soluciones para restablecer los servicios esenciales. Los habitantes de Castellón se sentían abandonados y con el paso de los días empezaron a pensar que ya nadie acudiría en su ayuda, que debían ser ellos mismos los que buscasen soluciones a su desesperada situación.

En el centro de acogida de la avenida de Lidón, en el silencio de la noche, recostado sobre su camastro, Leo recordaba con estremecimiento su vida en Washington. Aquellas largas charlas y paseos con sus padres, los viajes familiares y la alegría que sentían al estar todos juntos, y le embargaba un sentimiento de culpa que le empequeñecía. Él no debía estar allí y, sin embargo, la realidad de las cosas le había situado en aquel lugar. Sentía que en pocos días había madurado varios años.

 

Míriam y Leo habían despertado aquella mañana con las primeras luces del alba. Antes de emprender la marcha, compartieron una barrita de chocolate y una bolsa de frutos secos que se habían agenciado el día anterior en el saqueo a un bazar chino. La debilidad empezaba a hacer mella entre los que paraban en el refugio y una cierta apatía parecía pegarles al suelo como si llevasen a sus espaldas una mochila llena de piedras. Sin embargo, Míriam estaba hecha a prueba de desaliento; se había hecho el firme propósito de localizar el punto de encuentro donde hubiesen ido a parar sus padres y su hermano. No siendo Castellón una urbe excesivamente grande, lo cierto era que los puntos de ayuda y de encuentro habían sido instalados en zonas demasiado distantes unas de otras y las indicaciones sobre su ubicación también eran escasas, lo que dificultaba que los supervivientes pudiesen encontrarse con sus familiares. Pero Míriam seguía empeñada en recuperar a los suyos, por eso cada día se convertía en un nuevo reto para alcanzar aquel fin tan deseado.

Leo también había intentado comunicarse con su padre después de la catástrofe. No obstante, con la caída de la red eléctrica, también colapsó el sistema de telefonía y era misión imposible recibir noticias o comunicar al exterior la situación que se estaba viviendo dentro de la ciudad. El aislamiento parecía total y la incertidumbre invadía a todos los que allí quedaban con vida.

La escasez de víveres y de agua potable empezaba a hacer mella entre la población. Grupos de supervivientes habían salido a callejear buscando los grandes hipermercados de las afueras, ya que eran el único destino seguro para encontrar provisiones. Sin embargo, primero se habían empezado a saquear aquellos pequeños comercios del centro de la ciudad que no se habían visto afectados por la onda expansiva posterior a la explosión.

Los supervivientes que se dejaban caer por el centro de acogida de la avenida de Lidón y que encontraban allí refugio intentaban compensar con su trabajo (como buenamente podían) la bendición de encontrarse a salvo y seguros. En el refugio cada uno aportaba lo que tenía a su alcance; allí convivían unas sesenta personas, algunas permanecían en aquel lugar desde el principio, como Míriam y Leo, y otras habían ido llegando por azar después de vagar días y días por las calles.

Alrededor de la planta química del Grao se había creado un perímetro de dos mil metros en los que no quedó rastro alguno de vida. Todos los edificios habían sido borrados del mapa como si de casas de cartón se tratase. Otro perímetro de hasta tres kilómetros se vio afectado por un agente químico invisible que estaba acabando poco a poco con la vida de cualquier ser viviente. Más allá de ese perímetro, los daños en los seres humanos no eran visibles hasta pasados varios días. A pesar de ello, aquel límite era el punto de diferenciación entre la vida y la muerte.

Un día, a mediados del mes de noviembre, llegó al refugio Josep Selma, un enfermero del Hospital Provincial de Castellón. Fue él quien contó al resto de refugiados cómo después de la explosión se habían detectado preocupantes trazas de radicación en los pacientes que iban llegando al centro hospitalario. Además, los síntomas que se apreciaban en ellos al llegar eran demasiado evidentes como para pasarlos por alto. De cualquier forma, ya hacía días que Míriam y Leo habían llegado a la conclusión de que aquella situación iría para largo.

—Míriam, ¿qué nos está pasando? No entiendo nada, no sé qué hago aquí. Es más, no sé por qué sigo aquí. Tengo la impresión de que estoy viviendo la vida de otro. Hace menos de un mes estaba en Washington, en mi casa, con mis padres… Yo no debería estar aquí.

—Leo, no sé qué decirte ni cómo animarte. Este es el hoy. No hace un mes, ni un año, ni pasado mañana; hoy es hoy y no hay más. Siento verte pasarlo mal, pero no puedo solucionar tus dudas, debes ser tú quien despeje las incógnitas de la ecuación de tu vida. Lo que hubieses vivido antes ha dado paso a esto y si no te haces a la idea pronto, te vas a volver loco, y loco no me vales, te necesito despierto, vivo, atento a lo que pase día a día. Si no salimos nosotros de esta, no nos va a sacar nadie. Este es un laberinto sin salida y debemos buscar cómo escapar de él. Tarde o temprano encontraremos una solución, pero te necesito lúcido, aquí hay mucha gente que nos necesita. Despierta, Leo, no es momento para niñerías.

—Cada día que pasa me siento más pequeño y perdido. Yo en Washington era un estudiante prometedor, el hijo de unas personas importantes y acomodadas, y eso me hacía sentir seguro, aunque nunca hubiese sabido valorarlo. Me siento como si flotara, como en un sueño ajeno, siento que no debería estar aquí y que estoy viviendo una vida prestada.

—Leo, todos teníamos una vida antes de la explosión, pero esto es lo que nos queda. Cuanto antes te hagas a la idea, antes lo superarás. Nunca debes perder la esperanza, porque en algún momento saldremos de esta, te lo aseguro. Ahora necesito que me ayudes a hacer algo importante y no podemos dejarlo pasar más tiempo.

En el refugio sufrían una preocupante falta de alimentos, pero aquel era un problema que, siendo grave, podía tener solución, ya que varios grupos organizados salían cada día y se dedicaban a buscar víveres y provisiones. Sin embargo, había un asunto que no podía esperar más tiempo. El ala derecha del edificio albergaba una improvisada morgue y los cadáveres que allí se amontonaban empezaban a descomponerse, lo que hacía que el edificio se viese afectado por un intenso hedor y se generase un evidente peligro de epidemias. Por ello era necesario sacar los cadáveres de allí cuanto antes para depositarlos en algún sitio alejado.

A unos quinientos metros de la avenida de Lidón había un enorme foso excavado en el terreno con la finalidad de levantar los cimientos de un edificio en construcción. Míriam había pasado por delante en varias ocasiones y un día, por fin, se decidió a organizar el traslado de todos los cadáveres hasta aquel foso. Para ello se hicieron con dos carretillas de obra en las que iban sacando uno a uno los cuerpos que luego debían trasladar hasta su último lugar de reposo. Una vez depositados, se cubrían con una pila de arena de obra que había en el lugar.

Sin duda, aquel fue uno de los peores momentos que vivieron todos los habitantes del refugio de la avenida de Lidón. Había cadáveres que llevaban allí casi un mes y el hedor era insoportable. Sin embargo, las labores de vaciado se llevaron adelante con perfección militar y el refugio recuperó con prontitud un punto de dignidad.

Terminadas las labores necesarias para evacuar los muertos que se hacinaban desde hacía días en una de las salas del edificio, Leo y Míriam se decidieron a volver por el centro de la ciudad para comprobar lo qué había quedado en pie en aquella ciudad fantasma. Desde la plaza de María Agustina enfilaron la calle Mayor. Al llegar a la altura de la plaza de Cardona Vives, Míriam recordó que había un punto en alto que les podría servir para comprobar el grado de destrucción que había sufrido la ciudad. A pocos metros se encontraba la catedral de Castellón y desde su torre podría divisarse gran parte de la ciudad, la planta petroquímica y la cercana localidad de Almazora, limítrofe con la planta.

Se trataba de una torre que no se encontraba integrada en el edificio de la concatedral de Santa María. Era una de las pocas que existían en España con aquella configuración. Al lugar se le conocía como “El Fadrí”. Era una torre campanario exenta de planta octogonal y con una altura aproximada de 60 metros. Desde ella se podía observar la ciudad de Castellón y las zonas limítrofes con una envidiable claridad.

Accedieron al mirador que coronaba la estructura a través de unas escaleras de caracol configuradas en su interior. Al llegar a lo más alto, Míriam y Leo pudieron comprobar la destrucción que había sufrido la ciudad. La mayor parte de varios barrios, en especial el conocido como Peri 18, habían sucumbido a la explosión, al igual que lo había hecho la cercana localidad de Almazora, en la que pocos edificios se mantenían en pie. Observaron cómo una espesa capa humeante seguía subiendo hacía las alturas y hacía imposible que el sol tocase el suelo con sus rayos. Aquella circunstancia había contribuido, sin duda, al hecho de que las temperaturas hubiesen bajado de manera tan ostensible pasados varios días de la catástrofe.

Aquella explosión había sido algo más que un accidente en la planta química. El grado de destrucción era brutal y solo las zonas más cercanas al centro de la ciudad se veían aparentemente intactas. Míriam y Leo apreciaron la presencia de unas pocas personas en la calle pero no advirtieron la presencia de equipos de emergencias o de cualquier otro tipo de ayuda sobre el terreno.

Una vez comprobada la destrucción real, decidieron bajar y volver al punto de encuentro para poner a todos al corriente de lo que realmente había pasado en la ciudad.

DE COMPRAS

Castellón, finales de noviembre de 2020

Caía la tarde. Habían pasado más de veinte días desde el incidente en la planta química del Grao. Leo y Míriam acostumbraban a deambular por las callejuelas adyacentes al centro de la ciudad buscando provisiones que llevar al punto de encuentro. Rick había empezado a recuperar parte de la visión, aunque la ceguera que le había provocado la exposición a aquel resplandor era prácticamente irreversible, lo que haría imposible que volviese a ver de forma total.

Aquella otrora bulliciosa ciudad mediterránea se asemejaba a un campo yermo. El silencio se abría paso a través de las aceras de las principales avenidas, en las que únicamente podía advertirse la presencia de algún perro rebuscando entre las basuras o de algún grupo de supervivientes caminando sin destino fijo.

Las escaleras de acceso a los dormitorios del refugio estaban tenuemente iluminadas por velas. Quizá la noche era la peor hora del día; sin electricidad y sin tecnología las noches se hacían eternas y frías. Sin embargo, en el lugar se respiraba un ambiente ciertamente familiar. En medio del patio central del edificio, alrededor de una hoguera, se reunía muchas noches el grupo de siempre, donde cada uno contaba episodios de su vida. Aquel momento les servía a todos como terapia. Entre los habituales del corrillo siempre estaban Míriam, Leo, Josep, Laia y Arturo, el policía. Allí organizaban lo que debían hacer al día siguiente y repasaban lo que era necesario buscar para llevar al refugio.

A la mañana siguiente se repitió la misma rutina diaria, varios grupos salían del refugio a buscar todo aquello que se necesitaba, desde alimentos hasta elementos para improvisar la iluminación del lugar por las noches. Miriam y Leo salieron juntos, como de costumbre. Pasada media hora, después de andar un buen trecho, llegaron a la plaza del Juez Borrull. Se toparon con un grupo de supervivientes que se calentaban arremolinados alrededor del fuego de una pequeña hoguera improvisada, quemando hojas secas de palmera arrancadas de los árboles de un jardín cercano. El aire era denso y por momentos se hacía difícilmente respirable. Leo se acercó a aquel corrillo de polillas que revoloteaban alrededor de las llamas en busca de alguna noticia del exterior. Allí se encontraban una pareja con sus dos hijos, una abuela recostada en un banco de la calle con su nieta y dos muchachas jóvenes junto a sus padres. Todos parecían aturdidos, impasibles; únicamente se limitaban a mirar fijamente el chisporroteo que desprendían las llamas como si no hubiese otra cosa más que hacer. Leo llamó su atención, pero únicamente levantó la cabeza el más pequeño de los niños del grupo.

—¿Tenéis algo de comer? Tengo hambre —preguntó el chaval, que no tendría más de nueve años.

—Lo siento, no llevo nada. Estoy igual que tú. ¿Tenéis alguna noticia de lo que está pasando fuera? —contestó Leo apesadumbrado.

El pequeño guardó silencio y volvió a dirigir su mirada hacia las llamas. No parecían personas; prácticamente un mes sin electricidad ni alimentos les habían convertido en sombras espectrales. Leo metió la mano en el bolsillo derecho de su zamarra y le dio al niño un pastelito empaquetado que se había guardado de su ración del desayuno. Continuaron el camino y se dirigieron hacia la plaza Fadrell. A la altura de la calle del Maestro Ripollés, se encontraron con un grupo de personas que se dirigía hacia la salida de la ciudad por la avenida de Casalduch. Míriam interrumpió su camino y llamó su atención dándoles una voz.

 

—¿Sabéis algo de fuera?

Se giró hacia ellos una joven que vestía una parca estilo militar color verde.

—Nosotros teníamos una radio que funcionaba con pilas y lo último que escuchamos, hace ya más de veinte días, era que se había interrumpido el suministro eléctrico en todo el país y que el accidente de la planta del Grao no había sido tal sino un atentado terrorista. Pero a las pocas horas se perdió la señal de todas las emisoras y, además, nos quedamos sin pilas. Vamos al Lidl de la avenida de Valencia a buscar provisiones, agua, medicamentos y, por supuesto, pilas para la radio; puede que hayan vuelto a conectar las emisoras. ¿Venís con nosotros?

Míriam y Leo asintieron y se les unieron. Por lo menos estos parecían tener las ideas más claras que el grupo de zombis que acababan de dejar atrás. Siempre sería más seguro compartir fortuna acompañados que continuar camino a solas. Aquella cuadrilla siguió a lo largo de la avenida Casalduch hasta llegar a una rotonda cercana al antiguo Molí de Arrós. Cien metros a la derecha se encontraba su destino.

Al llegar al hipermercado Lidl, encontraron las puertas cerradas y fuertemente protegidas con cristales de seguridad, que hacían prácticamente imposible el acceso al centro. Aquel grupo no disponía de herramientas adecuadas para romper el acristalado que circundaba el perímetro del recinto, de forma que solo forzando los cierres de la puerta principal sería posible el acceso.

Míriam tiró del brazo de Leo y ambos se dirigieron a la parte trasera del híper. Allí se encontraba la zona de acceso para carga y descarga de mercancías. Al llegar encontraron un punto débil que sin duda podrían aprovechar para acceder al centro comercial. La entrada trasera estaba provista de una puerta de chapa galvanizada bastante gruesa. Sin embargo, su punto flaco se encontraba en el cierre que la anclaba al suelo, protegido únicamente por un grueso candado. Míriam le dio a Leo un adoquín del suelo y entre los dos golpearon el cierre con fuerza hasta hacerlo saltar como si de un muelle se tratase. Ya solo les faltaba levantar aquel pesado portón metálico. Una vez dentro, se harían con la mayor cantidad posible de provisiones para poder llevar al punto de encuentro, donde esperaban los supervivientes que convivían con ellos.

—Leo, coge un carro y sígueme. No creo que el resto tarde en comprobar que existe un acceso por la puerta de carga y descarga de mercancías. Sobre todo, coge latas de conservas, todas las que puedas; legumbres, verduras, carne, sobres de sopa instantánea, paquetes de harina, azúcar, botes de leche condesada, leche en polvo y agua, muchos envases de agua, de 5 o más litros. Yo mientras llenaré el otro carro de legumbres secas, arroz, sal, botellas de vino tinto y aquellos medicamentos que pueda encontrar en la parafarmacia del supermercado; analgésicos, antitérmicos, vendas, alcohol, agua oxigenada y todo tipo de desinfectantes sanitarios. Hay mucha gente con heridas en el refugio y necesitan ser tratadas. Procura coger todo aquello que no sea perecedero a corto plazo y, sobre todo Leo parecía perdido y desconcertado.

—Mírame, Leo. agua, mucha agua. Y algo muy importante: en cinco minutos te quiero ver aquí fuera. Si el grupo con el que vinimos nos encuentra, no tendrá ningún problema en quitarnos todo lo que hayamos cogido. Venga, Leo, date aire.

—En cinco minutos, Míriam, en cinco minutos, y sobre todo agua. OK. ¡Perdona, Míriam! —gritó Leo—. ¿Qué son legumbres?

Aquellos jóvenes corrieron como alma que lleva el diablo, ciñén-dose a las instrucciones dadas por Míriam. Se hicieron con dos carros de compra vacíos y comenzaron a llenarlos con productos de primera necesidad: botes de verduras y legumbres, latas de carne y cajas de sopa de sobre. Acapararon packs de agua mineral, refrescos y leche; alimentos fundamentales para los supervivientes que se encontraban en el edificio de la avenida de Lidón. Se aprovisionaron de todo tipo de pan envasado y latas de conserva variadas.

Haber encontrado una entrada más asequible a través de la puerta trasera les había facilitado el acceso a los víveres antes que a los demás. Aquello les concedía un valioso margen de maniobra de varios minutos para poder llenar los carros sin la menor oposición. En la parafarmacia del supermercado se hicieron con algunos medicamentos básicos como analgésicos, antipiréticos, colirios, vendas, esparadrapos y jarabes contra la tos. Cuando el resto de saqueadores hubiesen podido acceder al centro por una de las cristaleras de la entrada principal, Míriam y Leo ya habrían tomado rumbo al refugio. Se concedieron una pequeña licencia y se agenciaron dos botellas de bourbon barato con el que seguro templarían los nervios y harían su estancia en el refugio algo más placentera durante las largas noches de frio y vigilia.

Tomaron rumbo hacia la avenida de Casalduch, evitando pasar por delante de la puerta principal del híper. Al llegar a esa vía, tomaron un camino alternativo y se introdujeron por callejuelas que les apartasen de las calles principales de la ciudad. No querían que el preciado botín que portaban se convirtiese en objeto de deseo de algún grupo de supervivientes con menos fortuna para encontrar provisiones, y que pudiesen arrebatarles lo que tanto esfuerzo les había costado conseguir.

El paseo era largo pero se sentían gratificados. Era el primer momento reconfortante después de muchos días de penurias; por fin iban a poder disfrutar de víveres suficientes para aguantar unos días más en espera de que llegase la ayuda de fuera. Al menos eso esperaba todos cuantos se encontraban en el refugio.

Leo había conectado a la perfección con Míriam. Entre ambos se había establecido desde el primer momento una química especial. Ya en aquel garito de copas la noche de la explosión habían cruzado miradas cómplices y provocadoras y habían entablado un flirteo inocente pero consciente.

Míriam era una joven ciertamente atractiva, vestía unos vaqueros ajustados de color oscuro que dejaban adivinar sin el menor esfuerzo sus formas y calzaba unas botas altas, también oscuras y de tacón grueso. Su cara infantil desprendía cierto aire de inocencia que contrastaba con un cuerpo pequeño y voluptuoso que provocaba en los hombres un sentimiento entre el deseo y la ternura que la convertían en un ser irresistible.

—¡Joder, tío, cómo ha molado! Esto me hubiese gustado hacerlo hace mucho tiempo. ¿Te imaginas en una situación normal, llevarte un carro lleno de cosas por la cara? Si me hubiese visto mi padre, se habría muerto del susto; de todas formas, ha sido divertido. Y tú, Leo, ¿no dices nada? ¿Te comió la lengua el gato? Seguro que en Washington sois todos unos niños pijos que no habéis roto un plato en la vida, unos muermos.

—La verdad es que no. Este asalto nunca se me hubiese pasado por la cabeza si estuviese en casa.

—¿Ni para salvar a tu familia, Leo? ¿Tan buen chico eres o simplemente te faltan narices?

—No me gusta que me hables así, me haces sentir mal. Yo nunca me he metido contigo y siempre te he respetado, Míriam.

—Perdona, Leo. Me caes muy bien y no deseo que te pase nada malo, pero necesitas espabilar. Ahora estamos solos y debes endurecerte o morirás. Si no te mata lo que está en el aire, y que está acabando con todos en silencio, te matará algún grupo de supervivientes amigo de lo ajeno y con bajos instintos. Tienes que aprender rápido a valerte por ti mismo. Yo pronto encontraré a mi familia y tendré que marcharme con ellos. Entonces, ¿qué harás cuando no esté contigo tu ángel de la guarda? Debes olvidar que un día fuiste un niño pijo en Washington, hijo de un papá importante y una mamá rica. O te pones al día, o un día no volverás al refugio, así que espabila.