Equilibrium

Tekst
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

DE VUELTA AL REFUGIO

Miriam y Leo llegaron sobre las seis de la tarde al refugio de la avenida de Lidón. Bien entrado el mes de noviembre, los días se acortaban y a aquella hora había caído la noche cerrada. En la puerta principal se encontraban Josep y Arturo, que ayudaron a meter los carros con las provisiones hasta el interior.

En aquellas cuatro paredes se empezaron a arremolinar los refugiados. Todos estaban esperando a que volviesen ambos jóvenes, pues sabían que habían salido por la mañana temprano con una única finalidad: encontrar provisiones.

Aquellos víveres eran muy necesarios. Los residentes llevaban comiendo unos insufribles pastelitos dulces, empaquetados, caducados y con cierto sabor rancio. Tampoco disponían de agua; los grifos habían dejado de manar agua horas después de la explosión en la planta química y tampoco tenían agua embotellada para beber. Únicamente resistían gracias a unos pocos briks de zumo de piña que racionaban como buenamente podían. Además, habían colocado en el patio interior recipientes para recoger agua de lluvia y con ello llevaban aguantando desde el primer día.

Todos aguardaban con la esperanza de que aquella salida hubiese sido fructífera, por ello, la visión de dos carros llenos de comida les hizo explotar de júbilo. Aquel regalo les ayudaría, sin duda, a aguantar hasta que llegase la ayuda del exterior.

Un grupo de refugiados bajó desde la primera planta y ayudaron a descargar los carros, parecían escolares recorriendo las escaleras del colegio camino del patio del recreo. Aquellos pobres diablos revoloteaban sobre los víveres como si no hubiesen probado bocado en su vida.

Arturo, el policía local de Castellón que había quedado al mando de las operaciones en el refugio, tenía el firme propósito de asumir la responsabilidad de organizar la seguridad y la convivencia en aquel improvisado albergue. Por ello, se esforzaba en dejarse ver dando instrucciones con el fin de distribuir y almacenar los alimentos que Míriam y Leo habían llevado al refugio.

Una vez que se descargaron los carros con los víveres, Leo hizo un nuevo intento de ponerse en contacto con su padre en Washington. Para ello, mantenía apagado su teléfono móvil, al que le quedaba un treinta por ciento de carga de batería; sin embargo, fue un intento baldío, ya que no se captaba ninguna red ni señal alguna. Lo más cerca que había estado de conseguir hablar con su padre fue un día después de la catástrofe en el que acertó a conectar con la línea directa de su despacho en la FEMA. Una secretaria le comunicó que el director Carber estaría fuera de Washington unas horas. Nunca tuvo tan cerca la oportunidad de hablar con su padre por última vez. Después colapsaron las redes de telefonía móvil y se produjo el apagón informativo.

La única comunicación con el exterior se había limitado a algunas noticias que instantes después de la catástrofe pudieron recibirse a través de las emisoras de radio de onda corta. Algo, lo que fuese, había provocado un apagón eléctrico total y la ausencia de noticias se convertiría en una máxima con el paso de los días.

En un instante se habían esfumado las comodidades que proporcionaba la sociedad tecnológica. El simple hecho de pulsar un interruptor y que no hubiese respuesta se había convertido en un gesto que por obsesivo no dejaba de ser inútil; sin embargo, la falta de agua corriente se convirtió en una experiencia insufrible. A fin de cuentas, ¿quién podía hacerse a aquella situación? El hombre se había acostumbrado a una forma de vida cómoda y de pronto había tenido que renunciar a todas las comodidades. A pesar de ello, era curioso comprobar la capacidad de los habitantes del refugio para asumir su nueva situación. En pocos días habían pasado de una sociedad tecnológica a un mundo que había involucionado tres siglos de golpe.

No obstante, acostumbrarse a esa nueva situación no era lo peor. En el ambiente flotaba algo invisible que poco a poco les estaba robando a todos la vida, algo que les estaba arrebatando la sonrisa, las ganas de seguir luchando y la esperanza. Rara era la mañana en la que alguien no amaneciera con varias décimas de fiebre y con una tos profusa, seca y persistente. Otros se pasaban la noche vomitando y con dolores en el pecho y en el estómago. Simplemente era cuestión de tiempo que todos se viesen afectados por aquel mal.

La radiación no podía verse, no tenía sabor, ni olor, ni era posible sentirla en la piel. Tras la exposición y la posterior propagación, algunos empezaron a presentar ciertos síntomas, como náuseas, vómitos, mareos, debilidad o tensión baja. La aparición de los efectos variaba según la constitución física, la edad y la salud de la persona afectada. Pasados cuatro días de la explosión, los efectos se hicieron evidentes en muchos, únicamente aquellos cuerpos jóvenes y fuertes se resistían con mayor obstinación a sufrir los efectos de aquel mal.

Leo recordaba cómo su padre le contaba detalles de un desastre nuclear que ocurrió en el año 1986 en una central nuclear ucraniana, situada en la ciudad de Chernóbil, y los efectos que provocó en la población local la radiación que escapó de los reactores que habían explotado. Aquel agente invisible iba degradando de forma progresiva los órganos de los cuerpos sanos hasta que estos colapsaban.

Daba la impresión de que el mundo se hubiera parado y que hubiesen sido abandonados a su suerte. Era descorazonador comprobar cómo después de tantos días no hubiese llegado ayuda del exterior, pero aún más extraño era comprobar cómo la gente permanecía en sus casas y en los refugios esperando no sé qué. Nadie daba un paso para salir de aquella ciudad fantasma. Se había creado una situación que recordaba a una película de Buñuel, El ángel exterminador. Había algo en el ambiente que impedía a los supervivientes salir de aquel cementerio con vida; quizá era la propia cercanía a la muerte la que atenazaba la voluntad a aquellos infelices.

En el refugio raro era el día que no caía enfermo alguno de sus moradores. Rick hacía días que sufría fuertes golpes de tos, aunque no había tenido fiebre. Eso esperanzaba a Leo en la idea de que su amigo no se hubiese contagiado del mal que estaba acabando con otros refugiados.

La llegada de los dos carros llenos de provisiones y medicinas había sido recibida como un regalo caído del cielo. Con el agua, las legumbres, la harina y la comida enlatada habían llegado antitérmicos, analgésicos y jarabes para mitigar la tos de los más enfermos.

Josep poco podía hacer frente al mal que acechaba a todos los residentes. Los síntomas eran evidentes: las quemaduras en la piel, la tos persistente y los sangrados nasales apuntaban a síntomas derivados de exposición a radiación. Lo único que podía hacer era suministrar a quienes enfermaban analgésicos, comprimidos de vitamina C y vino tinto.

—Leo, Rick ha pasado mala noche. Ha estado vomitando y tosiendo y ha descansado poco, creo que su resistencia está flaqueando. Los síntomas coinciden con los de otros afectados y todo me lleva a pensar que son los efectos de algún tipo de radiación. Lo único que puedo hacer es aumentarle la dosis de analgésicos y hacer que beba mucho líquido, sobre todo zumo de naranja y vino tinto, para contrarrestar los efectos de la radiación en su cuerpo. El resto, Leo, es cuestión de tiempo. Es una persona joven y resistirá a la enfermedad, pero poco a poco esta irá haciendo mella en sus órganos. Lo lamento, Leo.

Leo escuchó con atención al enfermero y se acercó a sentarse junto a su amigo, que se encontraba acostado en un viejo camastro.

—¿Qué tal estás hoy, Ricky? Me ha dicho Josep que con los medicamentos y los alimentos que hemos traído mejorarás en poco tiempo. En menos de un mes volveremos a casa. Ya verás como nos sacan de este agujero los Marines.

Rick hizo un gesto de aprobación con la mano y cerró de nuevo los ojos para continuar dormitando después de haber tomado dos gramos de paracetamol.

GRODDING

Ginebra, miércoles, 27 de octubre de 2020

La temperatura era ciertamente agradable para aquella época del año. El Hotel Métropole Genève se encontraba en la ciudad de Ginebra, a orillas del lago Lemán, cerca del Jardin anglais, de la plaza de Bourgde-Four y de la fuente Jet d’Eau. Se trataba de un edificio construido en 1854 aprovechando las antiguas fortificaciones de la ciudad. Se había convertido en un establecimiento hotelero de prestigio, un lugar de encuentro para turistas que deseaban conocer aquella bella ciudad suiza, junto con aquellos otros que acudían por motivos de trabajo o de negocios, y de los que simplemente aprovechaban su estancia en aquella urbe como estación de paso para visitar centro Europa, en especial, las imperiales Viena y Budapest.

Las mesas del sobrio hall de entrada al hotel estaban decoradas con pequeñas plantas de orquídeas en floración, que daban un cierto toque de frescura a la artificiosidad inicial con la que nos recibía el lugar.

Grodding había elegido el momento y dispuesto el lugar donde debía celebrarse aquella reunión. Sabía que todos los convocados acudirían sin la menor excusa, pues se estaban jugando mucho en el envite. Por ello, contaba con que ninguno de sus viejos colegas faltase a la cita. A fin de cuentas, se trataba de encontrar una última solución para lo que ya parecía irreversible.

La gerencia del hotel se había visto obligada a improvisar cambios en las reservas al efecto de habilitar alojamiento a todos los invitados. Las circunstancias habían hecho que el evento fuese organizado de forma precipitada desde el mismo instante en que Grodding tuvo conocimiento de la existencia de las conclusiones de aquel informe.

 

A primera hora de ese jueves, accedió por el hall de entrada al hotel Alexander Grodding, se trataba de un empresario irlandés, dueño y señor de un importante grupo editorial, amén de propietario de diferentes medios de comunicación audiovisuales que comprendían la titularidad de numerosos rotativos, revistas de opinión, canales de televisión por cable y frecuencias de radio repartidas por todo el mundo.

Era una persona reservada, poco amiga de la ostentación y a la que le resultaban insufribles ese tipo de reuniones. Sin embargo, en esta ocasión era diferente, los motivos para aquella convocatoria y la identidad de quienes habían de reunirse eran en sí alicientes suficientes como para que aceptase de buen grado su celebración.

Grodding había viajado a Ginebra acompañado por su asistente personal, un sujeto de considerable estatura y complexión corpulenta que tenía un aspecto físico atlético. Iba vestido de forma impecable con un traje de confección italiana color gris oscuro. Era la sombra de su patrón y este jamás programaba un viaje sin contar con su aprobación. Más que su asistente, era su seguro de vida, su confidente y, seguramente, uno de los pocos amigos que le quedaban.

Robert Simons era un SEAL estadounidense que, cansado de operaciones encubiertas, asesinatos selectivos y destinos en países que ni tan siquiera eran reconocidos como tales a cambio de un salario que no compensaba los riesgos que asumía, decidió probar suerte como soldado de fortuna y orientó sus habilidades hacia el lucrativo sector de la seguridad privada. Sus excelentes credenciales y la escasez de profesionales de experiencia contrastada le facilitaron su entrada en el mundo de la protección personal, con el fin de ofrecer escolta a altas personalidades del mundo de la política, de la economía y las finanzas, deseosas de captar los servicios profesionales de sujetos que hubiesen servido en las Fuerzas Especiales estadounidenses, británicas o israelitas.

En el verano de 2012, Grodding se encontraba en Washington impartiendo un ciclo de conferencias sobre Medios de Comunicación y Futuro de la Información Global, y Jim Sloan, director de una cadena de televisión por cable americana propiedad del magnate, le puso en contacto con Robert Simons. Era público y notorio que el magnate irlandés estaba siendo objeto de amenazas en ambas orillas del Atlántico, ya que sus líneas editoriales le habían granjeado numerosos enemigos. Simons ya había hecho algunos trabajos de protección para la cadena en los que había supervisado la seguridad de las personalidades que acudían a sus instalaciones. Los invitados debían sentirse completamente seguros mientras se hallasen en la cadena y los resultados habían sido más que satisfactorios, por lo que Sloan le planteó a Grodding la posibilidad de contratar al ex SEAL.

Desde el principio, Simons y Grodding conectaron y se estableció entre ambos una relación especial que llevó al magnate, poco amante del trato con la gente, a confiarle totalmente su seguridad y, con el tiempo, su amistad y sus confidencias.

Grodding era un sujeto elegante, de aspecto enjuto y de aproximadamente unos 68 años. Su pelo blanco lucía exquisitamente engominado hacia detrás y vestía una americana informal de color azul conjuntada con unos pantalones beige y unos zapatos tipo mocasín de piel vuelta azul oscuro. Siempre se había considerado un hombre hecho a sí mismo, se sentía orgulloso y se vanagloriaba de ello. Presumía de que todo lo que había conseguido durante su vida se lo había ganado a pulso, a pesar de ello, sus orígenes no habían sido fáciles.

Era el cuarto de ocho hermanos de una humilde familia irlandesa, originaria de la ciudad costera de Galway, no tuvo una infancia excesivamente feliz. A su padre, devoto católico de oficio pescador, no le fue fácil sacar adelante tan nutrida prole, y a su madre, una costurera que trabajaba por horas para unos grandes almacenes de Dublín, tampoco le quedó demasiado tiempo para dedicarle a sus vástagos mimos y atenciones suficientes.

Grodding dejó los estudios a los 12 años y empezó a trabajar reparando redes en el puerto pesquero de Galway. Aquello suponía contribuir con unas pocas libras al sostenimiento familiar, pero también significó que aquel niño perdiese una parte importante de su infancia.

A los 16 años, cansado de remendar redes y sufrir las chanzas y humillaciones de los trabajadores del puerto a cuenta de su aspecto físico débil y enfermizo, aprovechó la primera oportunidad que le brindó el destino y decidió seguir a su hermano mayor, Peter, para huir de su pueblo natal con una sola idea en la mente: iniciar una gran aventura y cambiar el rumbo de su vida.

Al primogénito de la familia le habían ofrecido trabajo en una imprenta de Dublín, en la que ya trabajaba un hermano de su padre, y decidió llevarse con él a Alexander. Este no se lo pensó dos veces. Grodding comprendió entonces que las oportunidades pasaban por delante pocas ocasiones en la vida y aquella era una de ellas, así que siguió a su hermano y decidió sacar un billete de ida sin vuelta en busca de un futuro diferente al que le tenía reservado su Galway natal. Así, sin mirar atrás, y con todo por hacer, partió rumbo a lo desconocido.

No fueron sencillos sus comienzos. Al llegar a Dublín, se alojaron en una vieja pensión en el Temple Bar, uno de los barrios más antiguos de la ciudad. Peter le consiguió a Grodding trabajo como repartidor en la misma imprenta en la que él había comenzado a trabajar. El joven Álex nunca pensó que ese contacto con las rotativas y el olor a tinta pudiesen marcar el destino del resto de su vida.

En Dublín, Grodding retomó los estudios con la ayuda de su hermano Peter, que actuó como un auténtico mecenas. Una vez terminado el bachiller, ambos hicieron un último esfuerzo y consiguieron que el joven Álex se marchase a cursar estudios universitarios de Periodismo a la Universidad de Oxford. Grodding jamás pudo agradecerle lo suficiente a su hermano aquel obsequio.

Una vez licenciado, trasladó su residencia a Londres y en la City empezó a darse a conocer como freelance, se ofreció a diversas emisoras de radio y pequeñas cadenas de televisión local. Era un tipo inquieto y comenzó a hacer pequeños trabajos y colaboraciones en informativos: algún reportaje menor de interés humano y participando como contertulio en la sección política local de diferentes programas radiofónicos y de televisión. Poco a poco se fue haciendo un sitio en el mundo de las ondas y de la imagen hasta que le llegó su gran oportunidad: le ofrecieron presentar un programa informativo de fin de semana en una cadena inglesa de televisión por cable para la que llevaba haciendo trabajos desde hacía más de dos años. Allí se dio a conocer definitivamente. El público lo identificó y se rindió ante su encanto. Alexander resultó ser un tipo atractivo delante del micrófono y su imagen enamoró a la cámara. Con una voz profunda y convincente llegó a explotar sus cualidades periodísticas con maestría.

Su popularidad fue en aumento y ello le abrió camino en su trayectoria profesional. Le dio libertad para tratar en sus programas aquellos asuntos que él consideraba más polémicos y de actualidad, lo que lo convirtió en un producto atractivo para las masas.

Con el tiempo, llegó a dirigir y presentar un magazín informativo diario que se emitía de lunes a viernes. En este programa logró atraer hacía sí a personajes de toda índole, pero todos ellos con un factor en común: eran personas públicas que pretendían servirse del programa de Grodding como altavoz de sus ideas, pensamientos y propuestas, sin entender que era él el único que se aprovechaba de ellos para aumentar su popularidad y el share de la cadena y de su programa.

Se había convertido en un profesional de reconocido prestigio, sabía exprimir la noticia y a su protagonista, tenía un olfato especial para detectar a sus presas y, con el tiempo, aquellos sobre los que reparaba, sentían la presión de saberse escrutados. Cuando atrapaba a una presa, era muy difícil que se le escapase. Después de cazarla, la despedazaba y se regodeaba sobre su carnaza con insana satisfacción. El tiempo había agudizado en él un fino instinto depredador.

Después de diez años llegó su oportunidad. Los propietarios vendían la cadena de televisión New Prime Time TV e iba a ser adjudicada al mejor postor. Grodding meditó la operación; era su momento y les hizo una oferta a los dueños. En sus muchos años como personaje estrella de la cadena había amasado una pequeña fortuna; el resto sabía cómo conseguirlo y se puso manos a la obra.

Aquella pequeña cadena de televisión por cable, que él mismo había situado en un lugar de referencia en el mundo de la información, le sirvió como trampolín para crear en poco menos de veinte años un imperio mediático con implantación en más de treinta países por todo el mundo.

Cada vez que subía un nuevo peldaño en su imparable carrera, le costaba menos esfuerzo dejar de lado sus escrúpulos para poder sacar el mayor rendimiento a sus primicias, no le importaba pasar por encima de quien fuera, la noticia estaba por encima de su protagonista y si debía aplastarlo para exprimir la verdad lo hacía sin el menor dolor de conciencia. Quizá por ello, en sus momentos de soledad, sufría de mala conciencia y se sentía perseguido por los fantasmas de aquellos a los que había destrozado durante sus años de carrera profesional. Probablemente por eso Grodding llegó a convertirse en filántropo vocacional, aunque quizá con sus obras de caridad no pretendía limpiar su mala conciencia, sino simplemente intentar adoptar una imagen de decencia; sin embargo, conociendo su carácter histriónico, posiblemente podría llegar a pensarse que lo hiciera atendiendo a razones basadas en puro cinismo.

Se convirtió en un personaje influyente. A fin de cuentas, la información era poder y él era información en estado puro. Sus opiniones y, fundamentalmente, sus vaticinios eran escuchados con gran atención en cualquier foro, pero a su vez también muy respetados. Muchas veces la gente lo hacía con la única finalidad de evitar ser salpicado por el sarcasmo de la siempre mordaz crítica televisiva y radiofónica de sus cadenas y emisoras. Su grupo de empresas lo mismo encumbraba dioses como hundía a cualquiera en los infiernos.

Aquel periodista prometedor se había transformado en un sujeto frío y calculador. Su ausencia de sentimientos y empatía causaban escalofríos entre cualquiera que lo hubiese conocido tiempo atrás. Su carácter abrupto, extravagante y carente de moral le ayudaba a entender cómo comportamientos y situaciones normales, las que para cualquier otro mortal hubieran resultado rechazables.

Ya no quedaba nada de aquel muchacho que salió de Galway con dieciséis años. Grodding había protagonizado un proceso de deshumanización que había endurecido su carácter y le había hecho renegar de su propio origen. Hasta tal punto olvidó quién fue, que ni tan siquiera hizo el menor esfuerzo por estar presente en el funeral de su hermano Peter, que murió de cáncer después de luchar diez años contra aquella enfermedad. Tampoco acudió a reconfortar a su cuñada ni a ofrecerle su apoyo por la pérdida de su esposo de aquella forma tan cruel, y lo peor de todo ni tan siquiera se dignó a dedicar palabra alguna de consuelo a sus dos sobrinos, ni a preocuparse por sus necesidades. Su mundo ahora era él, no pedía nada a nadie y no esperaba que nadie le pidiese nada a él. Sin embargo, aquella forma de entender la vida estaba a punto de cambiar.