Loe raamatut: «Xaraguá. Cienfuegos VI»
XARAGUÁ
Alberto Vázquez-Figueroa
Categoría: Novela histórica
Colección: Biblioteca Alberto Vázquez-Figueroa
Título original: Xaraguá
Primera edición: 1993
Reedición actualizada y ampliada: Mayo 2021
© 2021 Editorial Kolima, Madrid
www.editorialkolima.com
Autor: Alberto Vázquez-Figueroa
Dirección editorial: Marta Prieto Asirón
Portada: Silvia Vázquez-Figueroa
Maquetación de cubierta: Sergio Santos Palmero
Maquetación: Carolina Hernández Alarcón
ISBN: 978-84-18263-98-9
Impreso en España
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Xaraguá es el más hermoso lugar que puso el buen Dios sobre la Tierra, con espesos bosques que ofrecen caza a mi pueblo, suaves colinas en las que cultivar los alimentos que nos son necesarios, y un mar limpio y caliente que nos regala gran cantidad de peces de todas las especies.
Xaraguá es también el lugar en el que descansan nuestros antepasados; aquel en el que se mantiene viva nuestra historia, y en el que nacieron siglos atrás los más nobles fundadores de mi estirpe.
Es un país generoso, Majestad, pequeño y generoso para quienes lo poblamos desde hace cientos de años, pero no es país que ofrezca oro, perlas, ni aun diamantes, ni nada de cuanto a vuestros capitanes tanto agrada, y por lo que con tan inusitado ardor han luchado en la conquista del resto de la isla.
Tampoco es tierra de esclavos, Majestad, sino de taínos que nacieron en libertad y libres desean seguir siendo, lo cual no quita para que estén dispuestos a aceptar Vuestra Suprema Autoridad, siempre que tengáis a bien permitirles continuar siendo dueños de esa libertad y de esos campos.
Como reina que soy de Xaraguá, de igual a igual, y con todos los respetos, os suplico por tanto que nos permitáis seguir siendo fieles súbditos en este bendito reino que nada ofrece a vuestro pueblo, y tanto ofrece sin embargo al mío, sin intentar someternos por la fuerza, lo cual tal vez no conduciría más que a un inútil y lamentable derramamiento de sangre.
La carta que la princesa Anacaona dictara a Bonifacio Cabrera, y que este hiciera llegar a Fray Nicolás de Ovando con el ruego de que la remitiera a Su Católica Majestad, la reina Isabel, allá en España, jamás atravesó el océano, ya que el receloso gobernador de La Española quiso ver en semejante misiva un agravio a su persona, dado que por medio de ella una salvaje desnuda se permitía la osadía de dirigirse personalmente a su soberana sin tener en cuenta que él era la máxima autoridad en aquella isla, y su único y legítimo representante. Cierto era en verdad que, según sus noticias, Xaraguá no ofrecía oro ni perlas, ni aun diamantes, y que incluso era pobre en las especias y el palo brasil que tanto codiciaban los españoles, pero ello no bastaba, a su modo de entender, para que una india emplumada tuviera el descaro de tratar de igual a igual a la reina de España.
Conviene tener presente que Fray Nicolás de Ovando fue, sin lugar a dudas, el más racista de cuantos mandatarios envió la Corona al Nuevo Mundo, y que por aquel tiempo atravesaba una grave crisis personal, ya que tenía plena conciencia de que la mayoría de sus conciudadanos le consideraban el único responsable del desastre de una flota que se había ido al fondo del mar cargada de tesoros y vidas humanas.
Por tal razón ejercía una férrea censura sobre cuantos documentos tuvieran la pretensión de llegar a manos de los reyes, y la carta de la princesa no constituyó desde luego una excepción a semejante regla.
Al salir de Sevilla había recibido instrucciones muy concretas: destituir al gobernador Bobadilla, abastecer de oro, perlas y especias a la metrópoli, y consolidar el dominio español sobre la isla.
El oro, las perlas, las especias e incluso el propio Bobadilla, se habían perdido por desgracia en lo más profundo del océano, por lo que no le quedaba más remedio que cumplir a rajatabla con la segunda parte de su encargo si no quería incurrir en el enojo de quienes le habían nombrado gobernador.
Dar curso a la carta de una india que se auto-proclamaba reina, donde se suponía que no había más autoridad que la suya, era algo que estaba muy lejos de su ánimo, y así se lo hizo notar a su buen amigo y consejero, Fray Bernardino de Sigüenza, en el transcurso de una de aquellas amigables cenas que solían reunirles una vez por semana.
–El principal error de los Colón y Bobadilla fue mostrarse demasiado blandos con los vencidos, lo cual propició que a estas alturas aún queden núcleos de rebelión –señaló seguro de sí mismo–. Hace ya una década que pusimos el pie en estas tierras y aún existe quien, como Anacaona, se sigue considerando reina. Levantar un imperio exige acabar con tan lamentable estado de cosas.
El escuálido frailecillo, que pese a los ruegos y consejos de su mentor y amigo continuaba siendo el hombre más sucio y hediondo de La Española, pero seguía siendo, de igual modo, el más bondadoso y uno de los más inteligentes y nobles, se apresuró a mostrar su desacuerdo con tan radicales teorías.
–El Reino de Dios debe edificarse sobre la paz y la comprensión –susurró con intención–. Tan solo el imperio de los hombres se basa en el exterminio y el abuso de la fuerza. Y siempre he creído que nos enviaron a promover la fe en Cristo, no a ensanchar fronteras.
–¡Oh, vamos! –se lamentó el gobernador, a todas luces molesto–. ¿Hasta cuándo seguiréis siendo un iluso? Esos hábitos, que por cierto os recomiendo asear, no deberían impediros aceptar que nuestra labor misionera debe ir siempre a remolque de las victorias militares. Para que existan fieles tenemos que conseguir primero súbditos.
–En ese caso nunca serán auténticos fieles, sino tan solo siervos que aceptan lo que sus amos les imponen. Yo desearía que fueran libres de amar a Cristo sin ningún tipo de presiones.
–Estos salvajes amarían a Cristo, a Mahoma o a Buda según lo que les ordenáramos, pero sus hijos y los hijos de sus hijos, que habrán nacido en el seno de la verdadera fe, serán cristianos sinceros, y a buen seguro que de entre ellos surgirán santos que engrandecerán nuestra Iglesia –fue la convencida respuesta del gobernador Ovando–. Todo debe ir por sus pasos: en primer lugar conquista, y luego evangelización, ya que si lo hiciéramos al contrario estaríamos luchando contra nuestros hermanos en la fe, y eso no sería grato a los ojos del Señor.
–Salamanca os doctoró en Teología, y no cabe duda de que Valladolid lo hizo en Política… –sentenció Fray Bernardino–. Pero resulta evidente que en ambas universidades debisteis ser brillante en Retórica.
–Lo tomo por un cumplido, ya que viniendo de vos no puedo ni tan siquiera imaginar que sea una ofensa –replicó socarrón Fray Nicolás–. Pero olvidad el tema y decidme qué opináis de esa tal Anacaona.
–Que debe tratarse de una mujer muy especial, ya que consiguió enamorar a hombres tan diferentes entre sí como el brutal cacique Canoabó, el exquisito capitán Alonso de Ojeda y el ladino Bartolomé Colón… –El franciscano se sonó los mocos con un repugnante trapajo como si tratase de disimular una traviesa sonrisa–. Eso sin contar docenas de otros muchos.
–Sobre la liberalidad de sus costumbres no abrigo dudas –admitió el otro algo amoscado–. Mas por lo que ahora os estoy preguntando es por su capacidad de aglutinar a su alrededor a las fuerzas rebeldes.
–¿De qué fuerzas rebeldes me estáis hablando? –se escandalizó el de Sigüenza poniéndose en pie de un salto para comenzar a pasear nerviosamente de un lado a otro de la estancia–. Que yo sepa de lo único que se habla aquí es de una humilde carta a la reina.
–No tan humilde.
–¿Ah, no?
–No, en absoluto. ¿O es que acaso no habéis reparado en que se hace mención a un derramamiento de sangre? ¿Es humilde quien habla de derramar sangre?
–Se refiere a la de su gente, no a la de los españoles.
–¿Os imagináis que se dejarían matar como corderos? Si hay lucha caerán algunos de los nuestros.
–¡Lógico! –admitió Fray Bernardino–. Pero resulta evidente que no quieren luchar a ningún precio.
–No veo por parte alguna tal evidencia.
–Decid más bien que no os conviene verla –puntualizó el franciscano–. Y no se me antoja justo.
–Os recuerdo que estáis aquí como consejero, no como crítico –masculló molesto el gobernador, al tiempo que se servía una copa de su amado licor de guindas–. Decidme qué opináis sobre esa india y no especuléis sobre unos planes que aún no tengo muy claros.
Fray Bernardino, al que las pulgas o los piojos habían comenzado de pronto a agredir con especial fruición en la entrepierna, se volvió para rascarse sin llamar en exceso la atención de su interlocutor, y cuando se sintió reconfortado, replicó con voz entrecortada por el esfuerzo:
–La principal misión de un consejero estriba en advertir sobre los errores que pueda cometer, dado que, una vez cometidos, de poco sirven las palabras. –Lanzó un breve suspiro de alivio–. Y en este caso, iniciar un nuevo enfrentamiento armado se me antoja una equivocación.
–No son de la misma opinión mis capitanes.
–Un militar sin guerra es como un cura sin parroquia –sentenció el otro mordaz–. Y de Vos depende escuchar a quien os habla movido por motivos personales, o a quien lo hace libre de cargas.
–Yo os escucho.
–Como al viento que dejará de soplar mañana. Y os recuerdo que Sus Majestades han expresado más de una vez públicamente que los intereses de los indígenas deben primar sobre los de cualquier otro por importante que sea.
–Públicamente –recalcó con intención Ovando–. Pero en privado mis órdenes son controlar la situación a toda costa, puesto que hasta que no ejerzamos un dominio total sobre La Española no estaremos en condiciones de emprender el asalto al continente.
–Asalto es una palabra muy dura, y a mi modo de ver plagada de connotaciones negativas –sentenció Fray Bernardino–. Y me espanta mirar hacia delante e imaginar en qué puede convertirse lo que nació como una hermosa labor evangelizadora. Cada día llegan más y más hombres de armas y cada día menos pastores de almas.
Aquella era una verdad tan evidente, que ni tan siquiera alguien tan proclive a la retórica como Ovando encontraba argumentos válidos con los que combatirla, e incluso a él mismo le preocupaba el hecho de que casi cada mes arribaran grandes naves cargadas de desesperados aventureros que creían ver en las tierras de aquella orilla del océano la solución a todos sus problemas. El continuo flujo de nuevas bocas que alimentar, nuevos cuerpos a los que dar cobijo, y nuevos brazos a los que ofrecer un trabajo digno, comenzaba a proporcionarle innumerables quebraderos de cabeza, robándole demasiadas horas del día dado que su afán por centralizar el poder le obligaba a hacer frente a una infinidad de cuestiones absurdas que con frecuencia le exasperaban. Sobraban capitanes, soldados, abogados, vagabundos, campesinos, comerciantes y prostitutas, a la par que faltaban médicos, artesanos, maestros de obras y arquitectos capaces de planificar una ciudad destinada a convertirse en capital de un imperio en ultramar.
–Me envían los desechos… –se quejaba, con amargura–. ¡Basura!, cuando lo que tan magna empresa necesita es lo mejor de cuanto pueda dar España.
Y es que en buena lógica, lo mejor que en ese campo tenía España en aquella época, y que por desgracia no era gran cosa, prefería quedarse en Toledo, Sevilla o Barcelona, a lanzarse a una incierta aventura por tierra de salvajes.
En lo más íntimo de su ser el gobernador Ovando echaba de menos a los intelectuales y artesanos judíos, y sin osar comentarlo ni aun con el fiel Fray Bernardino, a menudo se sorprendía a sí mismo calculando la cantidad de prodigios que conseguiría llevar a cabo si le permitieran rodearse de un puñado de los cientos de miles de judíos y moriscos que habían sido expulsados de la península diez años antes.
En su opinión, aquella era gente que sabía hacer bien las cosas, a la que gustaba el trabajo, sobria, eficaz y diametralmente opuesta a la pandilla de inútiles borrachines que infestaban las tabernas de Santo Domingo, y que no pensaban más que en fanfarronear sobre las fabulosas hazañas que llevarían a cabo en un futuro.
Fray Nicolás de Ovando tenía muy claro que el español era un pueblo que siempre estaba pensando en construir un fantástico futuro partiendo de un desastroso presente, y cada vez que se asomaba a la balconada del alcázar para tomar conciencia del manicomio en que se había convertido aquel perdido rincón del Paraíso, se echaba las manos a la cabeza y clamaba al cielo para que tuviera a bien enviarle a alguien que le ayudara a poner un poco de orden en semejante caos.
Le habían enviado a edificar los cimientos de un imperio con ayuda de hombres que tan solo pensaban en destruir, y a levantar ciudades con quienes preferían quemarlas.
–Menos espadas y más paletas de albañil es lo que necesito –mascullaba–. Menos ballestas y más hoces; menos caballos enjaezados y más mulas que tiren de los carros.
Lo decía, aunque en el fondo le constaba que para poder alzar allí una ciudad, alguien tenía que haber luchado antes espada en mano por dominar aquella tierra. Y le constaba también que Santo Domingo era tan solo el comienzo; la cabeza de puente; el punto de partida desde el que semejante cuerda de fantoches alborotadores se lanzarían a conquistar el Nuevo Mundo.
Y eso le aterrorizaba.
El gobernador Fray Nicolás de Ovando, caballero de la Orden de Alcántara, doctor por las universidades de Valladolid y Salamanca, hombre culto y prudente pero cuyo principal defecto era un ciego racismo, ofrecía, no obstante, un curioso contraste en su compleja y desconcertante personalidad, puesto que pese a sentirse castellano hasta la médula y adorar a su patria experimentaba un profundo desprecio y casi aborrecimiento por la mayoría de sus compatriotas.
Aunque a decir verdad, lo que Fray Nicolás de Ovando aborrecía no era a su gente, sino la ignorancia en que se encontraba inmersa una sociedad recién salida de una guerra que había durado casi ocho siglos y que se esforzaba por olvidar todo lo bueno que los invasores les habían proporcionado, sin molestarse por aportar nada a cambio.
No habían pasado más que diez años desde la conquista del último reino moro de Granada y la expulsión de los judíos, pero ya había quienes se empecinaban en negar toda evidencia de la incontestable influencia que sus culturas habían tenido en la sociedad española, alzando el execrable pendón de un cristianismo a ultranza, incluso en cuestiones que hubieran obligado a sonreír a no ser porque en ocasiones llegaba a convertirse en algo trágico.
Un simple gesto, una exclamación, e incluso el hecho de no escupir al pasar ante una antigua mezquita o una sinagoga, podía acarrear una grave acusación que acababa por conducir al más inocente ante las mismas gradas de un tribunal de la Santa Inquisición.
Fray Nicolás de Ovando se consideraba a sí mismo un buen cristiano con una sincera fe nacida de su profundo amor a Dios y no del miedo a su cólera, y tal vez era por ello por lo que se sentía tan íntimamente ligado a quien, como Fray Bernardino de Sigüenza, anteponía dicha fe a cualquier otra consideración política.
Pero aun así no podía olvidar que seguía siendo un político.
–Nuestro signo es la cruz –musitó por último–. Y si os fijáis advertiréis que toda cruz no es más que una espada que oculta su parte más afilada y agresiva. Utilicemos pues, la espada el tiempo que resulte imprescindible, para enterrarla luego y que pase a convertirse en un eterno símbolo de paz.
El mugriento franciscano se negaba a aceptar que la paz fuera un árbol que diese buenos frutos cuando hundía sus raíces en un charco de sangre, por lo que aún insistió en su intento de convencer a su antiguo condiscípulo de que olvidase a la princesa Anacaona y a su diminuto e inofensivo reino de Xaraguá.
–Tened en cuenta –concluyó– que en muy determinadas circunstancias, un enemigo puede llegar a ser mucho más peligroso muerto que vivo.
Doña Mariana Montenegro tuvo un parto extremadamente difícil.
Primeriza pese a haber superado los treinta y cuatro años, su reciente enfermedad y las infinitas penalidades sufridas durante un embarazo, cuya primera parte había transcurrido en las insanas y terroríficas mazmorras de la Santa Inquisición complicaron aún más las cosas, y, por si fuera poco, a ello se unió el hecho de verse perseguida más tarde a través de las montañas y las selvas de una isla húmeda y caliente.
Tan solo la medicina del viejo hechicero Yauco y el infinito amor con que la cuidaron Cienfuegos, Araya y la princesa Anacaona, que no la dejaron sola ni un instante, consiguieron que muy a duras penas saliera con bien de un durísimo trance que la dejó, no obstante, tan maltrecha y debilitada que cuando al fin tuvo fuerzas para ponerse en pie apenas era una sombra de la altiva y decidida mujer que siempre fuera.
Se sumió luego en una profunda atonía que Anacaona quiso atribuir a causas propias del parto, pero cuando la depresión se prolongó más allá de toda lógica, Cienfuegos comenzó a preocuparse seriamente.
Observar a aquella espléndida mujer, a la que recordaba llena de vida y entusiasmo, convertida en una criatura ausente, encorvada y macilenta, que apenas respondía con monosílabos a sus preguntas le producía una angustia tal que superaba en mucho sus días más amargos y los terribles sufrimientos que había padecido a todo lo largo de su muy agitada y azarosa existencia.
Era como si el destino continuara queriendo negarse a permitirle disfrutar de una felicidad a la que creía tener derecho, y cansado de tenderle trampas de las que siempre había logrado escapar, le enfrentaba a una última prueba a la que jamás sabría hacer frente.
Nada existe en el mundo más complejo que los vericuetos de una mente humana, por lo que no es de extrañar que el astuto cabrero, tan sobrado por lo general de recursos, se sintiera absolutamente desarmado a la hora de intentar ahondar en los pensamientos de la mujer que amaba.
Por fortuna, el recién nacido crecía fuerte y saludable, vivo retrato de su padre pese a que hubiera sacado los inmensos ojos celestes de su madre, aunque quizás el hecho de que se supiese incapaz de amamantarlo, teniendo que recurrir a los servicios de una nodriza indígena, contribuyó en gran manera a que la hermosa alemana se considerase súbitamente envejecida y acabada. De nada sirvió que Flor de Oro le señalase que tampoco ella se había sentido con fuerzas para criar al menor de sus hijos, puesto que observando a la atractiva princesa de carnes prietas y tersa piel, nadie hubiese podido imaginar que ya era abuela, y que en algún momento de su vida había pasado por una situación semejante. Y es que el caso de Anacaona era el opuesto al de doña Mariana.
Considerablemente mayor que Ingrid seguía teniendo, no obstante, un aspecto tan llamativo que cualquier hombre normal hubiera perdido la cabeza por ella, y consciente de tal fascinación lo utilizaba como arma para conservar un trono que hacía ya tiempo que amenazaba con aplastarla bajo su peso.
La princesa era valiente, inteligente y agresiva, y quizá también era el único miembro de su raza que había sabido captar la auténtica personalidad de los altivos blancos que habían invadido su isla, y el único que se había empeñado en aprender su idioma y sus costumbres con el exclusivo fin de combatirlos.
Sabía que nada podía esperar de unos recién llegados cuya ambición no conocía límites, y aun odiándolos como los odiaba por el mal que causaban a su pueblo, en el fondo los admiraba y hasta cierto punto trataba de imitarlos.
Aún amaba al valeroso y altivo Alonso de Ojeda casi tanto como aborrecía al gobernador Ovando, pero al igual que despreciaba a cuantos se escandalizaban por sus senos desnudos, apreciaba a aquella comprensiva doña Mariana que, desde el primer día, se había mostrado fiel amiga y consejera.
Por ello no dudaba en dejar ahora de lado la difícil tarea de gobernar un diminuto reino que se iba empequeñeciendo día tras día asfixiado por la presión de los agresores llegados del otro lado del mar para intentar ayudar a quien se hundía de un modo harto evidente en un insondable abismo interior.
–¿Por qué? –inquiría Cienfuegos desasosegado–. ¿Por qué se comporta así cuando ya estamos a salvo?
–Quizá porque tuvo que ser demasiado fuerte durante demasiado tiempo –le señalaba la princesa–. Y es precisamente ahora cuando esa entereza se ha venido abajo.
Pero la verdadera respuesta tal vez no la conocía ni aun la propia Ingrid, ya que durante los largos y solitarios paseos que solía dar por la playa se preguntaba a menudo la razón por la que aquella invencible abulia había caído sobre su ánimo impidiéndole ser feliz en compañía de quienes tanto amaba.
Lo más terrible de la depresión que asalta sin motivo aparente a ciertas personas se centra en el hecho de que quien la sufre se siente absolutamente impotente para combatirla aun a sabiendas de que únicamente está en su mano hacerlo, pues llega a convertirse en una densa niebla que se espesa hasta el punto de distorsionar cualquier tipo de razonamiento válido.
El hermoso sueño tan largamente acariciado por la alemana, tener un hijo de Cienfuegos, se había cumplido, pero podía creerse que al dar a luz se había vaciado por completo de ilusiones, como si el terrible esfuerzo que significó concebirlo y traerlo al mundo la hubiese desangrado.
Vivía en un lugar paradisíaco, a unas tres leguas al norte del poblado indígena, en una amplia cabaña alzada junto a la desembocadura de un diminuto río de aguas cristalinas, rodeada de flores y palmeras; en una tierra que parecía bendita de los dioses y que invitaba a disfrutar en paz de lo mejor que el Supremo había sido capaz de imaginar en el momento de la Creación.
Y vivía con el hombre al que adoraba, el hijo que tanto había ansiado y dos criaturas, Araya y Haitiké, que permanecían siempre atentas a sus deseos, acompañada además por su fiel amigo Bonifacio Cabrera, que se iba reponiendo poco a poco de su amarga aventura en la selva.
¿Qué más podía desear?
Se repetía día y noche tal pregunta sin hallar nunca respuesta, y esa misma incapacidad de encontrar explicación razonable a su abatimiento agudizaba aún más el problema, transformándolo en una espiral que amenazaba con no alcanzar nunca su vértice.
Luchaba contra fantasmas que ni siquiera habían nacido en su memoria, que es donde con más frecuencia suelen nacer los fantasmas, sino que más bien parecían surgidos de la nada absoluta; del vacío interior que se apodera en ocasiones del ser humano cuando se siente injustamente culpable.
La terrible muerte del capitán León de Luna había significado sin duda un contrapeso muy negativo en un momento clave de su existencia, pues pese a lo mucho que su ex esposo le hubiera hecho padecer en los últimos años, nadie podía negar el hecho evidente de que era ella quien en realidad le había abandonado y quien le había abocado al cúmulo de desgracias que acabaron desembocando en un final tan trágico.
Y quedaba por último una cuestión en apariencia intrascendente, pero que para una mujer tan sensible como doña Mariana Montenegro llegaba a tener capital importancia: mientras resultaba evidente que la mazmorra, el embarazo y el parto la habían envejecido de forma harto cruel, su pareja, el cabrero Cienfuegos, al que llevaba más de ocho años de edad, amenazaba con convertirse en una especie de semidiós cuya sola presencia hacía que las más bellas muchachas perdieran la compostura.
Para las desenvueltas indígenas, acostumbradas a hombres de ojos oscuros y no más de metro sesenta de estatura, aquel gigante pelirrojo de ojos verdes constituía sin duda una especie de Apolo reencarnado, y pese a que Ingrid se sintiese segura de su fidelidad, el hecho de ver cómo lo acosaban a todas horas contribuía a desquiciarla.
Y no es que se tratase de una simple cuestión de celos por culpa de una pléyade de chicuelas dispuestas a retozar sobre la arena y entre los matorrales; era la cruel constatación del hecho de que como mujer había iniciado una imparable decadencia, mientras su amante ni tan siquiera había alcanzado su total plenitud como hombre.
–Siempre lo tuve presente… –le confesó a Anacaona en una de las escasas ocasiones en que aceptó hablar sobre sí misma y sus problemas–. La diferencia de edad es algo que dormía en lo más profundo de mi mente como una amenaza que pugna por emerger, pero egoístamente me esforcé en rechazarla. Sin embargo, ahora ha florecido como una hedionda rosa negra y me resulta imposible ignorarla.
–Pero él te ama –musitó la princesa–. Te ama más que a su propia vida.
–Lo sé –admitió la alemana–. Pero en ocasiones los sentimientos y la Naturaleza siguen caminos diferentes.
–No te entiendo.
–Sí que lo entiendes… –fue la firme respuesta–. Tienes la suficiente experiencia y eres lo bastante hermosa como para entenderlo. El amor que aún sientes por Alonso de Ojeda nada tiene que ver con las noches que pasas con los guerreros de tu guardia.
–Ojeda está lejos. Tú estás aquí.
–En cierto modo estoy tan lejos como el mismo Ojeda.
–¿Dónde?
–Lo ignoro –reconoció doña Mariana con amargura–. Intento descubrir en qué lugar habita mi pensamiento cuando no está conmigo, pero no consigo averiguarlo.
–Los cristianos sois muy extraños.
Eludió responder que no era cuestión de religión, raza o cultura, sino que se trataba de algo mucho más íntimo, puesto que tenía la sensación de haber corrido locamente tras un sueño, y al atraparlo descubría que se le escurría de nuevo entre las manos.
Su felicidad había durado apenas un instante; el que medió entre encontrar a Cienfuegos y el día en que la encarcelaron, y a pesar de que ya estuviera libre, una áspera voz le gritaba en su interior que todo estaba a punto de terminar.
A menudo se sentaba en el porche a ver cómo el gomero jugaba con los niños, o incluso se pasaba gran parte de la noche velando su sueño y admirando la soberbia belleza de una criatura que parecía recién salida del cincel de un escultor, y aunque se sabía dueña absoluta de aquel cuerpo, al igual que sabía que él estaba sediento de ofrecérselo, se sentía incapaz de disfrutarlo, como si el simple gesto de acariciarlo constituyese un sacrilegio o un pecado impropio de una mujer demasiado madura. Le agradaba contemplarlo cuando la primera claridad del alba desvelaba cada uno de sus miembros como si los fuera despojando de un velo tras otro hasta dejarlo desnudo por completo, y se extasiaba entonces al recordar los lejanos días en que le hacía el amor junto a una laguna, aunque ni aun entonces osaba alargar la mano y rozar una piel y unos músculos que habían sabido transportarla al Paraíso.
Y es que aquellos recuerdos se le antojaban tan hermosos porque en ellos veía su propio cuerpo, firme y brillante, vibrando mientras él la penetraba, y le dolía el alma al advertir que, cuando ahora la poseía, era ella la que ya no experimentaba lo mismo que en aquellos lejanos días, ni se entregaba de idéntica manera.
No era la misma su piel, ni sus carnes, ni sus muslos cuando sus piernas se enroscaban a su cintura; ni era semejante su ansia, ni el calor de su sexo, ni aun la intensidad y alegría de su orgasmo.
A menudo le asaltaba la sensación de estar ofreciendo pedruscos al precio al que antes ofreciera diamantes, y en cierto modo consideraba que estaba estafando a quien amaba.
Sus pechos ya no eran tan firmes como antaño, y en su rostro habían hecho su aparición profundos surcos, pero no era la flaccidez ni las arrugas lo que más le inquietaba, sino el antiguo ardor y el entusiasmo que por desgracia le faltaban.
Era tal el amor que sentía por Cienfuegos que experimentaba la acuciante necesidad de ofrecerle lo mejor de este mundo, pero sabía muy bien que ya lo mejor no era ella misma. Era tal la necesidad que tenía de verlo disfrutar como lo hiciera en la laguna que se odiaba por no ser capaz de entregarse como se entregaba años atrás, y tal vez eso contribuía a hundirla aún más en una invencible depresión que acabaría por destruirla.
Por su parte el canario se mostraba paciente y resignado, confiando en que algún día un cuerpo en el que él continuaba sin descubrir defecto alguno respondería con la misma intensidad que respondiera antaño a sus caricias, pese a lo cual algunas noches no podía evitar sentirse sutilmente rechazado, como si la dulce y profunda cueva en que hubiera deseado habitar para siempre no fuese ya el único hogar que tuvo nunca.
Eterno vagabundo, su más preciado sueño fue volver a refugiarse en el seno de Ingrid para reencontrar el calor y la paz que tanto ansiaba, pero ese calor y esa paz ya no estaban allí para acogerlo.
Ninguna otra mujer contaba para él, pues vivía enamorado del recuerdo de lo que fuera Ingrid tiempo atrás, y sabía por experiencia que nadie le proporcionaría nunca ni sombra de la dicha que ella le daba cuando se conocieron.