Historieta nacional

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—¿Para qué puesto es la entrevista? —preguntó.

—No sé, querido —contestó Marta.

La mujer dejó un toallón limpio sobre la mesa y dijo que ya había encendido el calefón.

René no sentía ninguna necesidad de ducharse pero lo hizo porque era una buena forma de demorar la salida. Había pasado la noche en vela, pensando en la entrevista laboral. Su experiencia en el tema era nula, pero sabía que lo normal, al menos en la ficción, era que el candidato estuviera al tanto de para qué puesto se ofrecía. ¿No era más práctico tener la información de antemano? No pensaba aceptar cualquier trabajo.

Salió del baño envuelto en el toallón hasta el pecho, después de que Marta golpeara varias veces la puerta para decirle que iban a llegar tarde. Encontró la camisa y el pantalón sobre su cama. El pantalón le quedó corto y la camisa apretada. Marta no había conseguido mocasines de su número, así que en los pies pudo ponerse las zapatillas deportivas que usaba todos los días, pero eso no evitó que se sintiera disfrazado, ridículo, estúpido.

Viajaron en remís porque ya no tenían tiempo para esperar el colectivo.

La municipalidad era un edificio gris, de cinco pisos, ubicado frente a la plaza principal de General Green. A pedido de Marta, el remisero los dejó en la parte de atrás, frente a la entrada de vehículos oficiales. El portón estaba abierto y en el playón se veía a un grupo de hombres tomando mate y fumando. Uno de ellos se separó del grupo y se les acercó; besó a Marta en la mejilla y le ofreció una mano a René.

—Ochoa —se presentó—. Encantado.

René detestaba entrar en contacto físico con extraños pero no se atrevió a negarle la mano a ese hombre que tenía la nariz partida, pozos de viruela mal curada por toda la cara y un aliento a tabaco repugnante que podía olerse a un metro de distancia; parecía un cuatrero o un pirata.

—Vengan —dijo Ochoa.

Lo siguieron hasta un cuarto contiguo a la garita de vigilancia, donde se llevaba el registro de la entrada y salida de los vehículos; había un fuerte olor a química adentro, estaba lleno de potes a medio usar de productos de limpieza para coches. El mobiliario no podía ser más modesto: un escritorio de chapa y tres sillas de plástico. Antes de sentarse, René ya se había arrepentido de haber aceptado la entrevista. Estaba ofendido por la precariedad del cuarto. Se imaginó que iban a entrar a la municipalidad por la puerta principal y que la entrevista tendría lugar en uno de los despachos de los pisos altos, donde había alfombras y las sillas eran de madera, con asientos y respaldos forrados en paño verde. Había visto esos despachos en una visita escolar al edificio hecha en quinto grado de la escuela primaria. Si su vida laboral iba a empezar en un agujero inmundo del estacionamiento municipal, con un pirata por jefe, prefería no empezarla. Prefería morirse de hambre.

—Martita dice que sos muy ordenado —comentó Ochoa.

—Le conté cómo tenés la biblioteca —aclaró Marta.

En la biblioteca, una estantería de roble, que en el pasado había contenido atlas y libros de marinería, albergaba el material más antiguo del Campeón. El material contemporáneo —incluido el actual— estaba en una estantería de madera de pino, de dos cuerpos, que tapaba una pared; como era la estantería con mayor entrada, René se veía obligado a mantener cierto espacio disponible, por eso, en un rincón de la habitación había una pila de cajas a la que trasladaba revistas periódicamente. En una tercera estantería de chapa, que la tía había conseguido regalada en el remate de cierre de un taller mecánico, se apretaban los demás superhéroes. Y el resto del material —el de la infancia, lo europeo y las publicaciones autóctonas que formaban parte de la colección— ocupaba una cuarta estantería, también de pino como la segunda pero con menor capacidad. En las del Campeón el orden era estrictamente cronológico y las demás seguían un orden alfabético en el que primaba el nombre de la serie. Más de la mitad del material estaba concienzudamente envuelto en plástico y eso había causado una gran impresión en Marta.

—¿Sos ordenado, hermano? —insistió Ochoa porque el entrevistado no decía nada.

—Sí —contestó René.

Ochoa vio que hablando no llegarían a ninguna parte y decidió acelerar la entrevista. Se levantó de la silla, rodeó el escritorio y besó a Marta en la cabeza para despedirla.

—Andá —dijo—. Después hablamos.

La mujer miró a René y le agarró una mano.

—Portate bien —rogó.

Salió rápido del cuarto para no dar derecho a réplica.

René se quedó tieso en la silla, con la vista fija en un paquete de cigarrillos que había sobre el escritorio.

Ochoa agarró los cigarrillos.

—Vení, hermano —dijo—. Seguime.

Cruzaron el playón y recorrieron una galería cubierta por la que se accedía al patio central del edificio. René caminaba un par de metros detrás de su entrevistador, cuidándose mucho de mantener estable esa distancia. Del patio pasaron al interior de la planta baja y anduvieron por un pasillo largo, flanqueado por despachos idénticos, que desembocaba en la parte posterior del hall de entrada. La actividad ya era intensa a esa hora de la mañana; la gente entraba y salía, se amontonaba frente a los ascensores y hacía cola delante del mostrador de información. El entrevistador fue directo hacia las escaleras. René pensó que ahora sí iba a llevarlo a uno de los despachos de los pisos altos, pero el hombre en vez de subir, bajó.

En el primer subsuelo estaba la dependencia de Tráfico, desbordada de contribuyentes que esperaban turno para ser atendidos. Ochoa se abrió camino pidiendo permiso y siguió bajando. René lo perdió de vista y por apurar el paso pisó a una señora mayor, calzada con sandalias, que aulló de dolor y lo insultó. El siguiente tramo de escalera estaba oscuro y lo bajó aferrándose con fuerza a la baranda.

En el segundo subsuelo, Ochoa lo esperaba pitando un cigarrillo.

—Vení —le dijo.

El chofer se acercó a una puerta metálica y la empujó. Los goznes chirriaron como si llevaran un siglo sin moverse y René pensó que estaba entrando al Infierno. Del otro lado, la oscuridad era casi total. Se quedó en el umbral mientras Ochoa se acercaba a una caja eléctrica para encender las luces.

Enseguida comenzaron a titilar los tubos fluorescentes instalados en el techo y bajo esa luz como de tormenta René descubrió la dimensión abrumadora del lugar. Tenía delante un escritorio enterrado bajo una montaña de papeles, con estribaciones que se extendían por el suelo. Detrás del escritorio se levantaba una línea de estanterías monumentales; eran muros de pulpa altos hasta el techo, que parecían a punto de derrumbarse. Incluso de lejos y con poca luz se veía que los papeles estaban embutidos de cualquier manera.

—Hay que ordenar esto, hermano —dijo Ochoa—. Empezás mañana y la semana que viene sale el nombramiento.

3

El director anterior del Archivo General se había jubilado hacía más de un año, pero como no se había notificado oficialmente que la dependencia quedaba vacía, los municipales seguían bajando papeles. Cuando no veían al viejito de siempre pensaban que había ido al baño o que ese día estaba enfermo y abandonaban la carga; necesitaban sacar esos documentos de sus oficinas para hacerle lugar a los nuevos, que no paraban de llegar. Así, según le comentó a René la chica de información, la única persona del edificio que se enteró de su nombramiento, se había formado la montaña bajo la que estaba su escritorio. Empezó por desenterrarlo, con un pañuelo sobre la nariz y armado con el plumero que usaba para combatir el polvo en la biblioteca.

Había papeles sueltos, biblioratos, carpetas, cuadernos y fardos amarillentos atados con hilo sisal. Fue apilando contra la pared el material que retiraba, después de sacarle el polvo, siguiendo un mero orden formal: los biblioratos con los biblioratos, las carpetas con las carpetas, los fardos con los fardos y las pilas de papeles sueltos con las pilas de papeles sueltos, escalonadas para que no se mezclasen. Esa tarea ocupó toda su primera mañana de trabajo, y después de comerse unos fideos que Fina le había preparado, dedicó la tarde a ir un poco más allá de la forma. Revisó las inscripciones que había en las tapas y pudo identificar ciertos temas que se repetían: «catastro», «memoria», «licitación», «ordenanza». Trabajó con esas palabras, pero había mucho contenedor sin rotular, así que tuvo que bucear más profundo. Abrió las carpetas y los biblioratos; buscó fechas, sellos, más palabras clave: «demanda», «disposición», «habilitación», «sesión», «transporte». Fue formando pilas cada vez más específicas.

Una vez desenterrado el escritorio, revisó los cajones. En el primero encontró un peine de bolsillo y un tarro de fijador a medio usar. En el segundo había gomas elásticas, una caja de ganchos de abrochadora y dos lapiceras de plástico con la tinta seca. En el tercer cajón había una carpeta color rosa pálido en cuya tapa alguien había escrito «Relación», en prolija manuscrita.

Estudió el contenido de la carpeta que resultó ser una descripción detallada de lo que había en el archivo, estante por estante. Pero la numeración de las páginas daba saltos y, de vez en cuando, aparecían misteriosos dibujos infantiles en los márgenes. Se acercó al comienzo de la primera estantería, la más cercana al escritorio, para ver si lo anotado coincidía con la realidad. Eligió al azar algunos ítems de la lista y los buscó. No encontró ninguno. Repitió la prueba tres veces y obtuvo el mismo resultado. Concluyó que la única forma seria de proceder era empezar de cero y construir su propio orden.

Esa noche cayó agotado en la cama después de cenar con Marta. Fue la primera, desde la muerte de la tía, en la que no se despertó de madrugada con la esperanza de que todo hubiera sido un mal sueño; la durmió de punta a punta.

 

Cuando sonó el despertador se levantó dolorido. El esfuerzo físico que había hecho en el primer día de trabajo no tenía parangón en su historia; le escocían todas las coyunturas, apenas podía mover los brazos. Pero su mente estaba más despierta y ágil que nunca; empezó de inmediato a trabajar en el curso de acción del segundo día, que sería el primero del relevamiento total del material del archivo. Su plan era revisar documento por documento y darle a cada uno una nueva ubicación que respetara los ejes cronológico, temático y alfabético. Mientras se lavaba los dientes, calculó que tardaría un par de años en alcanzar esa meta, quizás hasta tres, pero no le importó; se tomaría el tiempo que hiciera falta.

Para su total asombro, las mujeres le habían conseguido un trabajo estimulante. El caos era su enemigo natural y jamás lo había visto tan bien representado como en el archivo municipal. Desayunó un café con leche que se preparó él mismo y tostadas hechas con pan que había comprado la tarde anterior. Después se vistió con la camisa y el pantalón que Marta le había dejado y llamó a la remisería para que le mandaran un coche. Llegó a la municipalidad cinco minutos antes de las ocho, su hora de entrada.

Una lo vio bañarse por voluntad propia; la otra se lo encontró friendo huevos. Del trabajo no hablaba mucho, pero ya iba para tres meses cumpliendo todos los días. Fina y Marta atribuyeron el milagro a la difunta y relajaron las guardias, que se volvieron visitas cada vez más esporádicas. René lo agradeció porque las mujeres lo ponían nervioso con su manía de querer conversar constantemente, de insistir en hacerle preguntas personales. Podía sobrevivir sin ellas. Había visto a la tía limpiar y cocinar durante toda su vida; sin darse cuenta, algo había aprendido. Sabía que la tía primero barría los suelos, después pasaba la aspiradora, después el trapo húmedo y después la cera. Sabía qué esponja y qué productos usaba para el baño porque mil veces le había dicho que eran tóxicos. Ya se animaba a ir al supermercado y había empezado a usar el recetario de la tía —hecho con recortes de la revista dominical del diario— para aprender a cocinar sus platos favoritos. El sueldo le alcanzaba bien para los víveres, el transporte y algún delivery nocturno, normalmente de helado.

Hubo un domingo en que estuvo a punto de volver al mercado de coleccionistas; llegó a salir por la puerta, con la mochila colgada, pero se arrepintió en la esquina. No podía ir a comprar comics si a la vuelta no iba a encontrar a la tía; el corazón se le iba a quemar de angustia si al volver no la veía poniendo la mesa mientras la carne se hacía en la plancha. Todavía no estaba preparado para intentar ni siquiera un lejano, patético remedo de aquellos domingos perfectos.

Siguió con el plan de relectura total, pero empezó a sufrir demasiado el hecho de que la colección estuviera detenida. No sabía nada del Campeón. ¿Qué habrían hecho con él los sátrapas después de matarlo? Sospechaba que era mejor no saber, pero aun así ansiaba tener el material nuevo entre las manos, aunque fuera para aborrecerlo.

En el frente del caserón, junto a la puerta del cerco, oculto entre las hojas de la ligustrina, había un buzón para la correspondencia; pasaba todos los días por al lado sin mirarlo, hasta que una tarde notó que por la boca asomaban varios sobres. Cuando lo abrió, del interior cayó una catarata de facturas de servicios sin pagar y volantes con menús y ofertas de casas de comida.

Juntó los papeles del suelo y los llevó a la mesa de la cocina para estudiarlos. Había varios avisos de corte entre las facturas, con letras grandes y rojas. No tenía ni idea de qué debía hacer al respecto y eso lo angustió. Pero la angustia duró poco porque revisando las ofertas de delivery hizo un hallazgo asombroso: encontró un volante ilustrado con una imagen del dios nórdico del trueno sobre la que decía «Valhalla Comics», en letras de aire gótico.

Había escuchado hablar de la existencia de algunas librerías especializadas; les decían «comiquerías», una palabra que le hacía doler los oídos. Nunca le habían interesado porque no había nada que su puestero no pudiera conseguirle; lo servía a demanda, poniendo en sus manos un catálogo con las novedades mensuales de la industria norteamericana, que también incluía reediciones, compilaciones y un listado de precios de números atrasados. Aunque no las hubiera visitado, sabía que las comiquerías estaban en la ciudad, donde vivía la gente que leía comics. Siempre había tenido que viajar para conseguir material; que de pronto alguien lo vendiera en el suburbio salvaje en el que le había tocado nacer y vivir era simplemente inverosímil. Pero al pie del dios del trueno decía «Galería Primavera (Local 9). General Green».

Conocía esa galería, estaba a unas pocas cuadras de su casa, sobre una de las dos calles comerciales de la localidad; durante su infancia había albergado una mercería de la que la tía era clienta. Acababa de volver del trabajo, tenía hambre y estaba cansado, pero necesitaba saber cuanto antes si Valhalla Comics era real. Caminó hasta el centro con una ansiedad que no sentía desde que era un niño y esperaba que la tía volviera de los mandados con alguna revista.

La Galería Primavera, que había tenido su momento de esplendor veinte años atrás, era un túnel oscuro con olor a orina; todos los locales tenían las vidrieras veladas con papel de diario y carteles de alquiler, menos uno del fondo en el que había luz.

Recorrió el túnel haciendo apneas para respirar el mínimo posible de ese aire apestoso y se plantó delante del local iluminado. En la vidriera estaba pintado el nombre de la comiquería en las mismas letras góticas del folleto. Lo que vio expuesto lo decepcionó: eran saldos del mercado español y algunas revistas infantiles, como si existiera la posibilidad de que un niño llegase hasta el fondo de ese túnel del terror. Entró para amortizar el viaje, sin esperanzas de encontrar material decente.

El local era un cuadrado. El mostrador estaba en un rincón y contra las paredes había tablas apoyadas en caballetes, sobre las que reposaban las cajas con el material. La decoración era escasa: algunos pósteres y un par de estantes con muñecos que se veían diminutos y aislados.

Detrás del mostrador había un hombre joven, con el pelo largo atado en una cola de caballo, leyendo un comic book en edición original.

—Hola —saludó el librero—. Si te puedo ayudar, avisame.

—Voy a mirar —dijo René para establecer que no necesitaba asistencia.

Se puso a revisar caja por caja. Además de saldos españoles, encontró material producido en el país, décadas atrás; revistas con historietas de aventuras espaciales, de vaqueros, policiales, incluso románticas y deportivas. Eran publicaciones de kiosco, pobremente impresas en papel malo, para lectores que prefería no imaginarse. También encontró una cantidad ridícula de material infantil de formato apaisado y muchos números de una antología en blanco y negro cuyas tapas —siempre sucias de sexo y simbolismos herméticos— le parecían repugnantes. Moderando su opinión, siendo generoso, podía pensar que estaba en una casa de canje, pero jamás en una librería especializada.

—Las novedades las traigo a pedido —dijo el librero, como si le hubiera leído la mente.

—¿Y atrasados? —preguntó.

—Lo que quieras.

El librero, se agachó detrás del mostrador y resurgió con una revista gruesa.

René identificó de inmediato la publicación; era el mismo catálogo que le ofrecía su puestero del mercado de coleccionistas.

—Si reservás, las novedades tardan una semana en llegar —le informó el librero—. Los atrasados, depende de si están en stock.

Se acercó al mostrador y aceptó la revista. ¿Era posible que la llave del universo estuviera oculta en el fondo de una galería abandonada y hedionda de General Green? La tenía en las manos pero le seguía pareciendo mentira.

—Sentate —dijo el librero, ofreciéndole una silla que estaba junto al mostrador—. Ponete cómodo.

Se sentó y fue directo a las páginas que promocionaban los títulos del Campeón. Lo que vio arruinó la experiencia maravillosa que estaba viviendo; cuatro personajes de cartón pintado —un herrero, un adolescente, un robot y un alienígena— habían usurpado los colores del Campeón y sus cuatro series mensuales.

—¿Lo seguís? —preguntó el librero.

—Sí —respondió René—, pero dejé en la muerte.

—Claro —dijo el otro—. Te entiendo.

Sin que se lo pidiera, el librero lo puso al día y resultó que la situación superaba con creces sus pronósticos más negativos: tres de los personajes usurpadores afirmaban ser el Campeón regresado del más allá con nueva forma. Una herejía del tamaño de la codicia de sus perpetradores. Estaba claro que la idea era estirar el truco publicitario todo lo que fuera posible antes de usar otro truco, más barato incluso que el de la muerte: la resurrección. Morir y resucitar para llamar la atención era algo que hacían los personajes menores. Jamás iba a perdonarle a los sátrapas que rebajaran de esa manera al Campeón. Su opinión sobre el material, sin embargo, no le impidió encargar los números perdidos. Pidió incluso el repudiado número de la muerte porque lo que más deseaba en ese momento era ver su colección completa y en marcha.

Al día siguiente, compró un cuaderno de hojas cuadriculadas y empezó a llevar un control rígido de su economía para asegurarse de que el presupuesto destinado a comics fuera el máximo posible. Enseguida, dejó de usar deliveries y en unos pocos meses de práctica intensiva, aprendió a hacer su propio helado, su propia mayonesa, su propio dulce de leche y se convirtió en un experto en lasañas, canelones, ñoquis, pizzas y empanadas.

Al principio pasaba por Valhalla Comics una vez por semana, arrastrando por costumbre la periodicidad con que siempre había comprado en el mercado de coleccionistas. Pero fue aumentando la frecuencia de las visitas a medida que empezó a sentirse cómodo. Bili, el librero, era un anfitrión excelente: le invitaba sin falta un mínimo de dos vasos de gaseosa por vez y escuchaba con verdadera atención sus diatribas contra los sátrapas. No era un iniciado de su nivel pero sabía lo suficiente de comics para ganarse su respeto. No tardó demasiado en establecer la costumbre de pasar todos los días por la librería, aprovechando la hora muerta del almuerzo. Salía de la municipalidad a las doce en punto, llevando una vianda cocinada la noche anterior, y comía con Bili mientras charlaban sobre personajes, sagas y artistas del pasado.

Como seguía más series que nunca, pronto la colección desbordó la biblioteca y lo obligó a llevar a cabo una gestión doméstica de alta complejidad, que iba mucho más allá de hacer las compras, cocinar o pagar impuestos vencidos. Tomó medidas en la sala del piano, dibujó un croquis de la estantería que necesitaba, para no dar lugar a malentendidos, y fue a la carpintería del barrio a encargarla. Siempre era un problema comunicarse con los comerciantes o prestadores de servicios, que en general no recibían con entusiasmo sus consideraciones. Milagrosamente, el carpintero aceptó ceñirse al croquis sin discutir, y un par de semanas más tarde, la estantería, tal cual la había imaginado, perfumaba la sala del piano con olor a madera recién cortada. Ese aroma maravilloso, que subrayaba el éxito absoluto de la gestión, hizo que se sintiera dueño de su destino, como jamás se había sentido.

Decidió celebrar la inauguración de la nueva estantería regalándose unas costillitas de cerdo con puré de manzana, el único plato del recetario de la tía que todavía no se había atrevido a preparar.

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