Loe raamatut: «La política de paz, seguridad y defensa del Estado colombiano posterior a la expedición de la Constitución de 1991», lehekülg 3

Font:

El incrementalismo es una de las concepciones más ampliamente difundidas dentro de los diferentes estudios sobre la política pública. El texto más completo sobre el asunto es del Economista Charles E. Lindblom, que ha generado una gran cantidad de estudios exploratorios en la misma línea de raciocinio.

El incrementalismo considera la política pública como una continuación de las actividades del Gobierno anterior, con pocas modificaciones, llamadas incrementos. De acuerdo con Lindblom, los formuladores de decisiones y de políticas no revisan anualmente el conjunto de políticas existentes, no identifican los objetivos sociales a través de investigaciones sobre costos y beneficios, no escalonan las preferencias con relación a las políticas alternativas disponibles. Por el contrario, problemas como el tiempo, conocimiento y costo impiden que los formuladores de políticas identifiquen la totalidad de las opciones políticas y sus respectivas consecuencias. El modelo incremental reconoce la naturaleza poco práctica de la formulación de políticas “absolutamente racional” y describen un proceso más conservador de formular las decisiones.

Aparece una evidente contradicción entre la teoría de Lindblom y el modelo racional: El incrementalismo es la antítesis del racionalismo.

El proceso incremental se da a través de pequeños cambios de la política, de reducidas innovaciones o transformaciones (es un modelo conservador) con un amplio compromiso con las políticas anteriores. Aquí los formuladores de políticas generalmente aceptan la legitimidad de los programas en ejecución y concuerdan en continuar con las políticas preestablecidas.

Dye ha hecho una pequeña exploración al respecto de los incrementos de la política. Algunas de las razones expuestas son:

Los tomadores de decisión gubernamental no disponen del tiempo, los conocimientos o recursos financieros para examinar todas las alternativas con relación a la política existente.

Los formuladores de políticas aceptan la legitimidad de las políticas anteriores, en función de la incertidumbre acerca de políticas nuevas o diferentes.

La existencia de inversiones voluminosas aplicadas a un stock de capital existente desaconseja cualquier cambio muy radical. Desde el punto de vista político el incrementalismo puede ser aconsejable.

La formulación de la política y la concordancia es más factible cuando los puntos en discusión constituyen apenas incrementos o decrementos o modificaciones a los programas existentes.

El perfil de los formuladores de políticas tiende a recomendar el modelo incremental. Raramente los seres humanos tienen el sentido de maximizar todos sus valores, con mayor frecuencia tratan de satisfacer intereses individuales. No es común la búsqueda exhaustiva de la “mejor manera”, se contentan con encontrar una solución que funcione. Cambios radicales son más lejanos que viables.

En ausencia de metas y valores precisos es más cómodo al Gobierno dar continuidad a los programas existentes en lugar de involucrarse en el planeamiento de políticas específicas.

De acuerdo con los analistas y adeptos del incrementalismo, las decisiones y políticas incrementales son típicas de la vida política, aunque no resuelvan problemas y solo los mantengan a distancia. Las políticas incrementales son hechas diariamente, en circunstancias políticas comunes por los congresistas, ejecutivos, administradores y líderes de partido. Por otra parte, el carácter incremental de la formulación de políticas es frecuentemente disfrazado, porque para los gobiernos es siempre despreciativo que se perciba en el pueblo, que sus planes y políticas no son sino pequeños incrementos en los trabajos de los Gobiernos anteriores (De Santana, 1986).

Y en lo relativo al peso que tienen las élites, nos plantea el colega brasileño:

La referencia a élite requiere inmediatamente, una asociación al concepto de poder. Ambos se complementan. De acuerdo con la teoría de la élite, existe en toda sociedad, siempre y exclusivamente, una minoría que es detentadora del poder y que gobierna, en contraposición a una mayoría sin poder, que no gobierna. Norberto Bobbio conceptúa la teoría de la élite como la teoría según la cual, en cada sociedad, el poder político pertenece siempre a un restringido círculo de personas: el poder de tomar y de imponer decisiones válidas, para todos los miembros del grupo, aunque tenga que recurrir a la fuerza en última instancia.

Cualquier referencia a la teoría de la élite, coloca a Paretto, Mosca y Michels como precursores de esa línea de pensamiento político. Es Vilfredo Paretto quien afirma que, siendo los hombres desiguales en todos los campos de sus actividades, se disponen, en varios niveles, que van del superior al inferior. Aquellos que hacen parte del estrato superior son las élites; el estrato inferior, más numeroso, es dirigido y regulado por la primera.

La política pública puede ser analizada bajo el prisma de las preferencias y valores de la élite gobernante. De acuerdo con la teoría de las élites, a pesar de la afirmación frecuente de que la política pública refleja las demandas del pueblo, esto configuraría más un mito que una realidad. Los presupuestos de la teoría de las élites sugieren que el pueblo es indiferente y está mal informado en cuanto a las políticas públicas y, son las élites, menos numerosas, las que efectivamente expresan la opinión de las masas respecto de las cuestiones políticas, mucho más de que las masas expresen la opinión de las élites. Las políticas fluyen de arriba hacia abajo y no se originan por lo tanto de las demandas de las masas.

Un tratamiento resumido en términos analíticos sobre la teoría de las élites es dado por Dye, cuando resume los siguientes aspectos en términos de las implicaciones de la teoría de las élites para el análisis político:

Los cambios e innovaciones en la política pública surgen como el resultado de las definiciones llevadas a cabo por las élites en relación con sus propios valores. Dado el perfil conservador de las élites y, por consiguiente, sus intereses en la preservación de un statu quo, los cambios en la política pública serán mucho más conservadores que revolucionarios. Las políticas públicas son modificadas con frecuencia, pero raramente son sustituidas. Los valores de las élites, destaca Dye, pueden ser genuinamente virados para el interés público. Un sentido de “nobleza obliga” puede permear los valores de las élites y, por consiguiente, el bienestar de las masas puede ser un elemento importante en el proceso decisorio de las élites. Dye llama la atención alertando que el elitismo no significa que la política pública será, necesariamente, contraria al bienestar de las masas, pero es claro que la responsabilidad por ese bienestar reposa en los hombros de las élites y no en los de las masas.

Los sentimientos de las masas son manipulados por las élites mucho más frecuentemente de que los valores de las élites sean influenciados por los sentimientos, de las masas. De esa forma, las elecciones populares y la oposición partidaria no habilitan a las masas a gobernar.

Entre las élites hay un consenso en cuanto a los valores fundamentales del sistema y someten las alternativas políticas encuadradas dentro del consenso necesario. Elitismo no significa que los miembros de la élite nunca entran en conflicto o nunca disputan entre sí posiciones superiores, pero la confrontación se concentra en un número muy limitado de aspectos.

La teoría de las élites no es inmune a las críticas. Se ubican dentro de sus principales críticos, Robert A., Dahl, Paul M. Sweezy y Schumpeter (De Santana, 1986).

A pesar de estas numerosas dificultades señaladas, que indicarían una tendencia más fuerte en la dirección de darle continuidad a la acción del gobierno, los responsables de toma de decisiones públicas a veces se salen de la línea establecida y se comprometen en la vía de la innovación. Es pertinente señalar con Joan Subirats (1988)

[…] que toda política pública es algo más que una decisión. Normalmente implica una serie de decisiones. Decidir que existe un problema. Decidir que se debe intentar resolver. Decidir la mejor manera de proceder. Decidir legislar sobre el tema, etc. Y aunque en la mayoría de ocasiones el proceso no sea tan “racional”, toda política pública comportará una serie de decisiones más o menos relacionadas9.

Hay una gran diferencia entre el discurso de la política y lo que de él se concretiza. Siempre se va a encontrar una brecha entre lo que es la intencionalidad de la política y lo que recibe específicamente el ciudadano. Ese proceso se presenta de manera continua en la gestión pública.

Como lo anota Louis Valentin Mballa (2017)

[…] las políticas públicas son procesos racionales que incorporan datos y evidencia objetiva para atender una situación problemática en la sociedad. Además, consideradas como sistema complejo y con base en el criterio de la no linealidad de sus procesos nos damos cuenta de que las políticas públicas no son relaciones mecánicas del tipo medio-fin, de ejecución automática, en las que lo decidido en la fase de formulación es o debe ser lo que va a dar sentido a la razón de ser (ontología) de las políticas públicas. Por el contrario, es una compleja interconexión de procesos en la cual, los problemas públicos son constantemente redefinidos, reinventados y reorientados hacia su solución. Esta última afirmación nos lleva a explorar el fin último de las políticas públicas: la solución de los problemas públicos (Mballa, 2017, pp. 108-109).

1. La ejecución o implementación es la materialización de las decisiones anteriormente tomadas y que involucran instituciones estatales y crecientemente una amplia participación privada (empresarial, ciudadana o de las ONG). Paradójicamente esto hace que la administración pública no sea simplemente un espacio de conflictos inter o intraburocráticos, sino también un espacio para el control ciudadano, lo cual genera tensiones novedosas10.

En el proceso de implementación de la política pública, es decir, de volver realidad el discurso político, está involucrado el personal institucional-administrativo, pero también las presiones de los actores políticos y sociales. Toda política pública implica la existencia de unos sectores sociales que reciben los beneficios y otros que eventualmente no lo hacen, y cada uno de esos sectores, a través de los distintos mecanismos posibles, intentan o se esfuerzan por presionar a la administración pública. En una visión simplista lo ideal sería que no existieran esas presiones, pero lo real es que se presentan. De manera que el quid del asunto está en la forma cómo la administración pública procesa esas presiones como algo que forma parte de su permanente quehacer11.

2. La evaluación hace referencia a la posibilidad de valorar a posteriori los resultados, efectos o impactos de la Política Pública ya sea para introducir correcciones (reformulaciones o modificaciones en su ejecución) o para aprender para la gestión pública futura.

La evaluación de políticas y programas tiene un enorme potencial transformador: organizaciones públicas y sociales que rinden cuentas, aprenden y están orientadas a resultados; debate público informado por evidencia; reducción de asimetrías de información sobre el destino y el sentido de la movilización de recursos públicos; contribución a la legitimidad democrática y a la gobernabilidad. No obstante, […] la evaluación es un asunto esencialmente político: más allá del despliegue –necesario– de los métodos de las ciencias sociales, la evaluación tiene una función política, determinada por un contexto social particular (como lo señalan Peter Rossi, Howard Freeman y Mark Lipsey en este texto) (Maldonado y Pérez Yarahuan, 2018, pp. 23-24).

Por lo anterior se debería pensar en un tipo de evaluación ‘formativa’ y no ‘sumativa’ y para ello es fundamental disminuir el peso de la cultura autoritaria presente en la administración pública; esa que lleva a que todo funcionario público de alto o mediano nivel de antemano plantea tener respuestas para todos los problemas y que impide la posibilidad de que se acepten los errores y que los mismos se transformen en oportunidades de aprendizaje.

Ahora bien, es importante estos distintos momentos del ciclo o proceso de la política pública se entrelazan y se superponen por momentos, no son lineales,

Pineda (2007) considera que estas etapas en realidad se entrelazan, se concatenan y empalman entre sí, de modo que el diagrama de la política pública no se corresponde a una línea horizontal, sino más bien a una espiral en que las etapas se repiten una y otra vez en ciclos, por una parte, si las cosas marchan bien, se van haciendo cambios y avances paulatinos en el logro de las metas y objetivos; por otra parte, no se descarta el escenario en que las cosas no siempre marchan hacia adelante sino que hay pasos hacia atrás e incluso retrocesos. A veces, hay círculos virtuosos pero también hay círculos viciosos que pueden hacer que la espiral del ciclo de las políticas públicas sea ascendente de avances o descendentes de retrocesos e incluso circular de estancamiento (Mballa, 2017, p. 122).

Todas las políticas públicas tienen un alto grado de incertidumbre y por ello los responsables de estas deben tener una gran capacidad de acomodación a situaciones nuevas e imprevistas, por lo que se requiere de un buen manejo de la lógica de la planeación estratégica que ayude a pensar y trabajar con varios escenarios posibles.

La administración pública y las políticas públicas en el contexto de un nuevo tipo de Estado

En el caso colombiano, tradicionalmente la administración pública ha sido el soporte material del sistema clientelista y por ello las tendencias de reforma apuntan hacia el otro extremo: intentar una administración pública que haga caso omiso del sistema político como sistema de poder. En esa perspectiva existe la pretensión de considerar la administración pública de tal manera que “presupone que la actividad administrativa puede subordinarse a la razón y que el comportamiento de las estructuras y organizaciones pueden orientarse hacia el logro de fines determinados, seleccionando los medios más adecuados” (Medellín, 1992)12, es decir, es el intento de poner en vigencia un paradigma tecnocrático en la gestión pública.

Sin embargo, la realidad de los sistemas políticos parece mostrar que la racionalidad técnica y la racionalidad política –la que se basa en la concertación y la negociación– tienden a articularse en función de unos intereses y objetivos determinados por los grupos con poder.

En ese sentido debemos señalar que la administración pública debe partir de reconocer la existencia del sistema de poder político y de las presiones sociales con los cuales debe interactuar de manera transparente, es decir, con ‘reglas del juego’ claras y precisas.

Esto implica que la administración pública y su ‘lógica’ es el producto de transacciones entre partes, por arreglo y concertación de intereses y objetivos, buscando que cada uno de ellos se encuentre en un interés y objetivo que los vincule. De manera que la función del administrador público es básicamente el convertirse en un mecanismo muy fuerte de concertación de intereses en la búsqueda de objetivos colectivos que sean la síntesis de diversos intereses grupales.

Sobre el entendimiento de la gobernabilidad democrática

El término gobernabilidad se ha popularizado dentro del lenguaje de los analistas políticos, de los gobernantes y de los políticos profesionales en los últimos años. No obstante, es evidente que se usa de manera indistinta para hacer referencia a distintos tipos de situaciones políticas. Intentemos, por ello, hacer un breve recuento, un acercamiento al ‘estado del arte’ de la discusión acerca del significado y alcance del término13. Usualmente el término gobernabilidad se usa

[…] para describir una condición social en la cual existe una adecuada relación entre el gobierno y la sociedad civil. Es decir, una relación que permite al gobierno ‘gobernar’, porque los ciudadanos respetan la autoridad establecida y no recurren a métodos violentos o ilegales para influir en las decisiones públicas (salvo minorías claramente identificadas); pero que también permite a los ciudadanos mantener expectativas razonables sobre el comportamiento del gobierno en términos de eficacia de la acción institucional –como respuesta a demandas sociales extendidas– y respeto al estado de derecho (Rojas Bolaños, 1994).

Siguiendo a Antonio Camou (2000),

[…] un paradigma de gobernabilidad reúne el conjunto de respuestas firmes que una comunidad política construye a efectos de resolver los problemas de gobierno; …conjuga así orientaciones generales de cultura política, un conjunto de fórmulas institucionales para la toma de decisiones entre los principales actores estratégicos de la sociedad y una serie de acuerdos básicos en torno a un conjunto de políticas públicas estratégicas (Camou, 2000).

Refiriéndose a la región latinoamericana Edelberto Torres Rivas (1995) entiende la gobernabilidad como “la cualidad de la comunidad política en que sus instituciones actúan eficazmente, de un modo considerado legítimo por la ciudadanía, porque tales instituciones y sus políticas les proporcionan seguridad, integración y prosperidad y garantizan orden y continuidad al sistema”.

El denominado Club de Roma en su informe sobre ‘La capacidad de gobernar’, elaborado por un grupo de especialistas bajo la dirección del profesor Dror, de Ciencia Política de la Universidad de Jerusalén, se aproxima al entendimiento de la gobernabilidad como “el mecanismo de mando de un sistema social y sus acciones que se esfuerzan por proporcionar seguridad, prosperidad, coherencia, orden y continuidad al sistema”14.

Analíticamente podríamos diferenciar cuatro esquemas acerca de cómo garantizar una gobernabilidad:

1. La gobernabilidad neoliberal. El término es introducido en los estudios propiciados por la Comisión Trilateral en los años 70, en los cuales se “constataba la existencia de insatisfacción y falta de confianza en el funcionamiento de las instituciones democráticas de gobierno en América del Norte, Japón y Europa Occidental” (Rojas Bolaños, 1994)15. A partir de allí se produce un ejercicio, relativamente arbitrario, de extrapolar estas conclusiones a las democracias en general.

Con base en lo anterior se señala que la democracia era obstaculizada por la ‘sobrecarga’ de demandas las cuales producían ingobernabilidad por lo siguiente:

a. Vuelve a los gobiernos ineficaces en lo que se refiere a su capacidad para responder a los compromisos adquiridos por las presiones que vienen de la sociedad, dentro de los límites impuestos por la economía;

b. los ciudadanos pierden su fe en las instituciones democráticas y en los dirigentes políticos, al no ver cumplidas sus expectativas en términos de respuestas a sus demandas;

c. se resquebraja la obediencia espontánea a las leyes y a las medidas gubernamentales, que es requisito indispensable para lograr un clima de gobernabilidad (Rojas Bolaños, 1994).

Esta perspectiva de entender la gobernabilidad está fuertemente marcada por las tendencias sistémicas de la ciencia política norteamericana y en particular por autores como David Easton y Gabriel Almond que consideran que “la función de las instituciones políticas es la de dar respuesta a las demandas que provienen del ambiente social o, de acuerdo con una terminología común, de convertir las demandas en respuestas” (citado en Bobbio, 1989)16.

La solución a la ‘sobrecarga’, según los teóricos de esta versión de la gobernabilidad, va a ser la denominada ‘receta neoliberal’, que se puede sintetizar en las siguientes medidas17:

a. reducir de modo significativo la actividad del gobierno;

b. disminuir las expectativas de los grupos sociales, minimizando las esperanzas acerca de la intervención del Estado para salvar o sanear cualquier situación;

c. aumentar los recursos o entradas a disposición del Estado;

d. reorganizar las instituciones estatales (simplificación) para aumentar su eficacia.

Desde estas perspectivas, la consolidación del orden y la garantía de la gobernabilidad conlleva reformar radicalmente el Estado, regularizar el funcionamiento de la sociedad, de los comportamientos individuales y poder hacer materia de previsión el funcionamiento del mercado. La gobernabilidad, así entendida, implica que la sociedad se regule ya sea por el mercado en lo económico, o por la democracia en lo político-institucional.

Esto se va a reflejar en un reforzamiento de las tendencias institucionalizadoras y el ‘recalentamiento’ de las tesis de analistas de los años 50, como Samuel Huntington, quienes plantean que

[…] la causa de la inestabilidad política y la violencia que experimentan las sociedades en desarrollo es en gran medida resultado del rápido cambio social y de la veloz movilización política de nuevos grupos, en un contexto de lento desarrollo de las instituciones políticas (Ozslak, 1990).

Es la socorrida tesis del desfase entre la modernización económica y social y la relativa parálisis de la transformación institucional y lo que explica que buena parte de los esfuerzos reformistas de los últimos tiempos pongan todo el acento en la modernización institucional.

Esta perspectiva es fuertemente criticada por varios analistas en los siguientes términos18: Es una visión conservadora porque se plantea que la democracia lleva dentro de sí los gérmenes de su propia destrucción, que más allá de ciertos límites la democracia –en la medida en que posibilita la participación amplia de los ciudadanos– crea ingobernabilidad, de lo cual se derivaría que la solución es la democracia restringida. Pero, además, las recomendaciones de la Trilateral se ubican en la perspectiva elitista de la política que, al considerar gobernabilidad y democracia como conceptos encontrados, arguye que la gobernabilidad es un asunto que tiene que ver con el comportamiento de las élites gobernantes, de manera que son ellas las que deben fijar las coordenadas para mantener o encontrar el rumbo perdido.

Adicionalmente, se podría señalar que en las sociedades del mundo en desarrollo la llamada insuficiencia de gobernabilidad se debe, en estricto sentido, no a su pérdida sino a la ausencia de condiciones para alcanzarla: inexistente o precario desarrollo de las instituciones de bienestar social, una democracia política y participación ciudadana insuficientes, un sistema de representación de intereses distorsionado. Como afirma Torres (1995)

[…] aquí, no aparece un ‘exceso’ de sociedad civil frente al Estado, capaz de ‘sobrecargar de demandas’ al sistema, sino justamente lo contrario, la necesidad de fortalecerla en el sentido literal de vigorizar la participación popular, como condición y resultado de la vida democrática (Torres Rivas, 1995).

2. La gobernabilidad tecnocrática. En los años 90 los organismos financieros internacionales de nuevo sitúan el término gobernabilidad (governance) en el centro de la discusión con un marcado sesgo tecnocrático. El Banco Mundial (1992) a través de su informe sobre Governance and Development y el Banco Interamericano de Desarrollo BID con su propuesta de ‘Buen Gobierno’ relanzan y popularizan el término. Para los organismos financieros internacionales, la governance se debe entender como la manera en la cual es ejercido el poder del Estado, sobre todo en el manejo de los recursos económicos y sociales, con un especial énfasis en la rendición de cuentas (accountability), el marco legal para el desarrollo económico, el acceso a información confiable y la transparencia en la toma de decisiones (Rojas Bolaños, 1994)19.

Dentro de esta perspectiva, se plantea que la gobernabilidad sería garantizada por la adopción de las lógicas gerenciales propias del sector privado o si se quiere, trasladando al sector público un cierto modelo tecnocrático de operar.

3. Un esquema de gobernabilidad socialdemócrata. La literatura sobre el tema hace referencia a tres dimensiones de la ingobernabilidad, que Philippe C. Schmitter (1988), desde una perspectiva académica, nos sintetiza de la siguiente manera:

a. La tendencia a acudir a métodos extralegales de expresión política; es decir, indisciplina expresada en los esfuerzos de los ciudadanos de influir en decisiones públicas por métodos violentos, ilegales o anómalos;

b. la disminución de cohesión de las élites y de su hegemonía, esto es inestabilidad, expresada en el fracaso de los actores de las élites políticas para conservar sus posiciones de dominación o para reproducir las coaliciones preexistentes;

c. el declive de la capacidad del Estado para conseguir los recursos necesarios y ejecutar sus políticas, lo cual refleja ineficacia, o sea la disminución de la capacidad de los políticos y administradores para alcanzar los objetivos deseados y asegurar el acatamiento de ellos por medio de medidas de coordinación obligatoria o de decisiones emanadas de la autoridad del estado.

Schmitter (1988) señala que la intensidad de estos fenómenos varía de un país a otro y anota que si bien algunos podrían ser calificados como ingobernables en las tres dimensiones, otros solamente lo serían en una o dos de ellas. Y concluye que los grados de gobernabilidad están en relación con la manera en que se ‘lleva a cabo la mediación’ de intereses bien diferenciados entre la sociedad civil y el Estado, con lo cual toma partido por un modelo de corporativismo social y en el cual la fuerza de partidos socialdemócratas reformistas parece estar relacionada con mayor gobernabilidad de la sociedad. Lo anterior es de gran importancia, por cuanto es una conclusión opuesta a la de los estudios de la Trilateral. Mientras que para esta la ingobernabilidad se asociaba a la ‘sobrecarga de demandas’, para Schmitter es la existencia de mecanismos de mediación, entre otros, lo que puede garantizar la gobernabilidad.

No hay duda de que este estilo de gobernabilidad, altamente inspirado en las experiencias socialdemócratas europeas –especialmente nórdicas– se basaría en la existencia de organizaciones sociales que operen como canales para tramitar las demandas de la sociedad y la construcción de escenarios de concertación social en los cuales dichas demandas se jerarquicen como producto de un ejercicio de concertación entre sus participantes.

4. La gobernabilidad democrática. Dentro de esta panorámica analítica acerca del entendimiento de la gobernabilidad es necesario señalar lo planteado por Michael Coppedge (1993, citado en Rojas Bolaños, 1994), quien introduce la dimensión del poder –entendido como relaciones de intercambio desigual entre actores en una determinada arena– en el estudio de la gobernabilidad. La gobernabilidad es, entonces, el producto del juego de poder relativo de los grupos relevantes en la arena pública; específicamente, el producto del respeto a ese poder por parte de las instituciones formales e informales que conforman el proceso político. Los síntomas de ingobernabilidad (corrupción, violencia, protesta ciudadana, descoordinación entre el poder ejecutivo y el legislativo, etc.) deben ser vistos como las reacciones a la ausencia de respeto al poder relativo de los grupos, independientemente de su tamaño o de su peso electoral.

Y añade Coppedge (1993, citado en Rojas Bolaños, 1994), estableciendo una distinción entre gobernabilidad y democracia, que la gobernabilidad requiere de la efectiva representación de los grupos en proporción a su poder, mientras que la democracia requiere de representación de grupos en proporción al número de votos. En otras palabras, la democracia respeta la lógica de la igualdad política mientras que la gobernabilidad respeta la lógica del poder. En principio, entonces, democracia y gobernabilidad inevitablemente entran en conflicto, lo que implicaría que una sociedad gobernable no necesariamente tiene que ser democrática.

A partir de lo anterior M. Coppedge (1993, citado en Rojas Bolaños, 1994) nos propone algunos procedimientos para avanzar hacia lo que se puede denominar como la gobernabilidad democrática: primero, debe ser fruto de un acuerdo nacional; segundo, se redefine periódicamente como todo acuerdo y, tercero, depende de la habilidad del gobierno para establecer canales de comunicación y realizar negociaciones con diferentes grupos sociales.

Las condiciones para la gobernabilidad democrática, según Coppedge (1993, citado en Rojas Bolaños, 1994) serían las siguientes para todos los grupos políticamente relevantes:

a. Ser capaces;

b. estar dispuestos a confiar en una fórmula o regla del juego en su arena;

c. los grupos que no son de masas (empresariales, militares, iglesia, etc.) deben estar dispuestos a aceptar fórmulas democráticas –que dan gran peso a los cuerpos de masas–;

d. los funcionarios electos deben representar al pueblo en general en algún grado significativo;

e. los funcionarios electos deben estar dispuestos a aceptar fórmulas que concedan representación efectiva a los grupos que no son de masas;

f. los funcionarios electos deben ser capaces de tomar decisiones, las cuales requieren la creación y mantenimiento de apoyos activos mayoritarios.

Siguiendo el argumento de Coppedge, Rojas Bolaños (1994) concluye que la gobernabilidad democrática

[…] no es solo producto de la capacidad de los grupos políticos para moverse dentro de determinadas reglas del juego –una especie de concertación, sin amenazas constantes de rupturas salvo las meramente retóricas–, que siembren la incertidumbre en el conjunto de la sociedad [...] [Adicionalmente anota que] La estabilidad de un régimen no se puede conservar en una situación de exclusión social y política para algunos de esos actores (Rojas Bolaños, 1994).