Loe raamatut: «Johari»
Johari
TÍTULO: Johari
ISBN: 978 84 18520 10 5
1a edición abril 2021
© 2020 by Alexandra Campos Hanon
© 2020 de las ilustraciones by Greta Haaz
© 2020 by Gratia Ediciones
Calzada de las Aguilas 94-501,
Col. Los Alpes, CDMX 01010, México
Edición: Valeria Le Duc
Diseño gráfico y diseño de portada:
David L. Soria
Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico, o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor.
Impreso en México - Printed in Mexico
Esta obra se terminó de imprimir en abril
de 2021 en los talleres de Litográfica
Ingramex, S.A. de C.V.
Centeno 162-1, Col. Granjas Esmeralda,
C.P. 09810, Ciudad de México
Johari
Alexandra Campos Hanon
Ilustraciones de Greta Haaz
A quienes caminaron conmigo, entre líneas y al margen: gracias.
Has de poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti mismo.
Miguel de Cervantes,
Don Quijote de la Mancha
Índice
I Kalahari
II El pozo de Nostos
III El recuerdo de Johari
IV Shiram, el arriero
V Tafari, el vinatero
VI Tarah, el sastre del emperador
VII Didier, el sommelier
VIII La despedida
IX Alika, la princesa de los ojos tristes
X Ajani, el mendigo
XI El ciego de Kalahari
XII Nala, mi padre
Sobre Johari y la felicidad
Referencias
I
Kalahari
Hace mucho tiempo, en una región famosa por sus desiertos y clima árido, existió una ciudad rodeada por muros de piedra y construcciones hechas de cal y canto. Ahí, entre pastores y comerciantes, vivió un niño de ojos oscuros. La ciudad se llamaba Sarabi. El niño, Johari.
Como todas las poblaciones desérticas, Sarabi estaba rodeada por dunas de arena y cielos anaranjados. Aunque el sol brillaba con fuerza durante el día, las noches eran frías y ventarrosas. Por eso, y para defenderse de los invasores, un rey de quien ya nadie recuerda el nombre, mandó construir un muro de piedra tan grande que, aun cuando la gente se fue y las casas desaparecieron, siguió resguardando la ciudad.
Dentro de sus muros, pero al margen de la vida cotidiana, había una casona de techos altos, patios chicos, habitaciones largas y ventanas estrechas. La casona era conocida como Kalahari, el lugar más triste del mundo. Y es que Kalahari era, desde siempre, el orfanato de Sarabi. Aunque nadie sabía con certeza quién lo fundó ni por qué lo llamó así, los pobladores aseguraban que había sido un explorador que pasó su vida recorriendo países lejanos y desiertos a simple vista infinitos.
—Lo llamó Kalahari porque en ese desierto perdió a sus padres —decían los ancianos.
—No —corregían los huérfanos—. Lo llamó Kalahari porque aquí, la gente siempre tiene sed.
Cualquiera que fuera la razón, el Kalahari de Sarabi se convirtió en el hogar de cientos de niños sin familia. Todos los años acudían parejas que por razones ajenas a esta historia no habían tenido hijos, y adoptaban uno, quizá dos de aquellos huérfanos. Por regla general, los niños adoptados con mayor facilidad eran los pequeños. Johari estaba por cumplir doce años, pero hasta entonces nadie había mostrado interés por él.
—Es su mirada —dijo el conserje.
Johari tenía los ojos más negros que nadie hubiera visto. Eso, y la serenidad en su expresión, hacían de él un niño capaz de intimidar a cualquier adulto.
Una tarde que, como cosa rara, el cielo estaba nublado, llegó a Kalahari un hombre mayor que se dedicaba al comercio de telas finas, su nombre era Nala. Según supieron aquel día, hacía muchos años, apenas unos meses después de contraer matrimonio, su esposa había enfermado. El comerciante mandó traer a los mejores médicos de la región, gastó cuanto tenía en remedios y mandó poner ofrendas en todos los templos de Sarabi. Al final, nada de lo que hizo evitó que al cabo de poco tiempo su mujer muriera.
Aunque Nala enviudó siendo joven, no quiso volver a casarse, dedicó los años de su adultez a trabajar, y nunca tuvo hijos. Ahora, en lo que él llamaba el invierno de su vida, buscaba un muchacho fuerte e inteligente. Alguien que le ayudara a pasar sus días en compañía y sacar provecho de su hacienda. Desde la primera visita que hizo al orfanato, Nala se interesó por Johari. Siempre dijo que veía en él una mente despierta e inusualmente reflexiva. Como buen comerciante, observó todos los detalles en relación con el niño. No solo su complexión y figura, también su temperamento, facilidad de aprendizaje y capacidad para solucionar problemas.
Pasaron algunos días antes de que finalmente Nala completara los trámites de adopción, y Johari se instalara en su nuevo hogar. La casa y sus alrededores eran todo lo que el huérfano imaginaba, pero la vida no fue lo que esperaba. Su padre adoptivo cumplía con darle tres comidas al día y una habitación tan cómoda y bien orientada como la suya. Sin embargo, era un hombre serio, reservado con las palabras y, además de exigirle al menos cuatro horas de estudio que empezaban con el alba, debía cumplir una jornada de trabajo que duraba del almuerzo a la merienda. Con el tiempo, Johari empezó a lamentar su suerte. Estaba exhausto y al llegar a casa, lo único que quería era dormir, había noches en las que incluso extrañaba Kalahari.
Como Nala sospechaba, el niño creció de prisa. Al cumplir los catorce años nada quedaba del pequeño desnutrido que había dejado el orfanato tiempo atrás. Además de ser más fuerte y considerablemente más alto que muchos adultos, Johari desarrolló un carácter bien definido, aunque ciertamente sombrío.
Empezaba el otoño cuando Nala sintió que le dolían los huesos. Según el diagnóstico del médico eran achaques de la edad, y como único remedio, le aconsejó permanecer en casa tanto como fuera posible. Preocupado por el tratamiento prescrito, el comerciante mandó llamar a Johari.
—Se acerca el cumpleaños del emperador —dijo gravemente—. El sastre de la corte espera seis rollos de seda, y yo no puedo viajar. Tendrás que ir en mi lugar.
La sola mención del emperador hizo que Johari se sintiera indispuesto.
—No puedo presentarme en el palacio —dijo el niño temeroso de abandonar los muros de Sarabi—. Esperemos a que sanes. Juntos viajaremos tan lejos como sea necesario.
—Eres mayor y, más importante aún, eres mi hijo. Sabrás lo que debes hacer cuando estés ahí. Prepara tus alforjas y los rollos de seda.
Apenas pronunció la orden, Nala le entregó un pergamino. Era la ruta que, por primera vez, debía recorrer solo. También le dio unas monedas para solventar los gastos, y a modo de comprobante de la transacción, un recibo que debía devolver con el sello imperial. Sabiendo que no había pretexto que valiera ni argumento suficiente, Johari aprestó los enseres necesarios y a la mañana siguiente, con un par de camellos bien cargados, emprendió el viaje.
II
El pozo de Nostos
Cumplía su quinto día en el desierto cuando Johari encontró un pozo, nunca antes lo había visto. Era la primera vez que viajaba solo, pero conocía el camino y no recordaba que estuviera ahí. Revisó el mapa de su padre: nada, ni una referencia de aquel hallazgo. De pronto se sintió cansado, miró a lo lejos y suspiró. La belleza del atardecer ocupó su mente.
Después de revisar las patas de los camellos y verificar su buen estado, Johari sopesó el ánfora que cargaba en sus alforjas. Aunque todavía quedaba un poco de agua, estaba en el desierto, esta razón era suficiente para rellenarla cuantas veces fuera posible. Al acercarse al pozo descubrió que estaba seco. Decepcionado, estudió por segunda vez el mapa que todavía sostenía en la mano y confirmó la ruta que había seguido hasta el momento, si todo iba bien, antes de caer la noche encontraría una vinatería. En medio de aquella soledad contempló el cielo que, de azul y rojo, parecía violeta. Un paisaje amoratado, el color de quien se siente solo: melancolía, una tristeza sutil como los grillos, pero cierta. No podía evitarla, tampoco evadirla, se movía con él. La conocía de siempre y sabía que invariablemente llegaba con la tarde.
El niño permaneció quieto en medio de la penumbra. Una penumbra que prometía la oscuridad más absoluta. Imaginó el mundo como una extensión de aquel pozo que parecía extraviado y sin fondo. Después de rodear lo que ahora le parecía un abismo, encontró una inscripción: NOSTOS, leyó en voz alta. Obedeciendo al llamado, una voz respondió.
—Hola.
Lo primero que pensó fue que el desierto le jugaba una broma. Era común escuchar historias sobre viajeros que alucinaban con mil y un desvaríos: animales, cantos, manantiales, incluso dos o hasta tres soles.
—Tengo sed —escuchó de nuevo.
Confundido, Johari recorrió el horizonte con la mirada para confirmar que, efectivamente, estaba solo. Es ridículo, pensó. No podía estar escuchando una voz de mujer, y mucho menos una voz de mujer que viniera del fondo de la tierra. Contradiciendo la lógica de su razonamiento, dudó.
—¿Hola? —dijo Johari quizá demasiado fuerte.
—No hace falta gritar.
—Lo siento —se disculpó el niño—. ¿Se puede saber quién eres?
—La bruja de Nostos.
—¿La bruja de quién?
—De Nostos —repitió la voz.
Movido por el instinto, Johari se alejó de prisa. Cuando llegó al lugar donde esperaban los camellos descubrió que había olvidado su ánfora. Ahí estaba, en la orilla del pozo. Por eso regresó. Por eso, y quizá por las ganas de encontrar algo que, sin comprender del todo, buscaba desde hacía tiempo.
—¿Cómo llegaste ahí? —preguntó el niño. — ¿Cuánto tiempo llevas dentro?
—Tengo sed.
—Espera. Voy a sacarte.
Una carcajada hizo eco a través del encierro. Johari se sintió molesto ante la imprudencia de aquella mujer que, a pesar de verse en semejante situación, tenía la insensatez de reír.
—Para sacarme de aquí —dijo Nostos—, necesitas mucho más de lo que puedes ofrecer. Lo único que quiero es un poco de agua.
—Es agua lo que vine a buscar.
—Este pozo, como puedes ver, está seco. Pero tu cántaro Johari, está, si no lleno, cuando menos a medio llenar.
Sin darse cuenta, el niño ocultó su ánfora. Su ánfora y su sorpresa.
—¿Qué clase de pozo es este que no tiene agua? —dijo con intención de callar la verdadera pregunta: ¿cómo sabe mi nombre?
—Es un pozo de recuerdos.
—¿Recuerdos de quién?
—De todos los hombres.
—¿También los míos?
—Si. Los tuyos también.
Incrédulo, Johari escuchó la historia de aquella mujer a la que, según dijo, habían engañado hacía tiempo. Antes de convertirse en la prisionera de Nostos, su nombre era Sorcha. Tenía quince años cuando por azares del destino llegó al pozo. Valiéndose de palabras y enredos, la bruja que entonces guardaba los recuerdos, la embaucó y conjurando su propio encierro, escapó dejándola a ella en su lugar. Habían pasado más de cien años, desde entonces, Sorcha era Nostos, la moradora del pozo, la custodia del olvido. Porque ahí, explicó la mujer, solo llegaban los recuerdos extraviados. Los que nadie ha querido, o los que simplemente nadie ha sabido conservar.
Como prueba de su historia, Johari pidió a Nostos que le mostrara un recuerdo. Uno que él pudiera reconocer y saberlo suyo. Contrario a lo que esperaba, ella, sin poner objeciones, aceptó. En el centro del pozo apareció un chiquillo de ojos negros… a su lado corría un perro lanudo de tres colores, orejas cortas y cola larga.
—Te equivocas —dijo Johari—. Yo no tengo perro.
—Lo tuviste —respondió la bruja —. Hace tiempo.
Aunque algo despertó en un rincón de su memoria, Johari negó no solo la posibilidad de haber tenido un perro, sino la probabilidad de haberlo tenido y olvidarlo por completo.
—Kenji —insistió Nostos—, así lo llamaste. Hasta hoy su recuerdo permaneció conmigo. Ahora te pertenece.
—Si eso es cierto —se aventuró a cuestionar el niño —, ¿dónde está?, ¿Qué fue de él?
—No puedo hablar de los bienes que resguardo. Si quieres saber —sentenció la moradora— deberás pedir un segundo recuerdo.
Lleno de curiosidad, Johari pidió. Nostos, según correspondía, cumplió. En medio del pozo apareció una nueva escena. Esta vez pudo reconocer los muros de Kalahari. Ahí estaba: el mismo chiquillo tiempo atrás. Entonces debía tener seis, quizá siete años. Se vio a sí mismo de pie junto a la ventana, miraba hacia la calle donde Kenji esperaba… donde Kenji debía esperar. Johari quería escapar del orfanato, se irían juntos. No supo cuántas mañanas pasaron, pero ese día, el perro desapareció. ¿Y Kenji?, se preguntó mientras buscaba. ¿Dónde está?, repitió mil veces mientras lloraba.
—Nunca lo volví a ver —recordó Johari. La tristeza de antaño regresó y se hizo fuerte. Era un dolor que al margen de la memoria había madurado. —¿Cuánto tiempo ha pasado?, ¿Cuántas cosas he olvidado a lo largo de los años?
—Más de las que puedes contar —respondió la bruja.
—Muéstrame… ¡Muéstrame todos mis recuerdos!
—No puedo. No todos. Si lo hiciera quedarías preso en el pozo de la nostalgia.
—Parece una buena prisión. Tú misma prefieres quedarte ahí.
—Prefiero… o no. Como sea, yo existo para morar el pozo y el pozo existe gracias a mí.
Pensando que no tenía nada que perder, y deseando conocer aquellas memorias tan huérfanas como él, Johari se ofreció a permanecer en su lugar.
—De ese modo —le dijo—, podrás ser libre.
Entonces supo que, como el resto de los pozos habitados, el pozo de los recuerdos tenía cinco reglas.
—¿Puedo saber cuáles son?
—Puedes. Si sabes leer.
Por primera vez, el niño reparó en la inscripción grabada sobre una lápida de piedra:
I.
La moradora del pozo debe de ser mujer y, cualquiera que sea su nombre, responder al de Nostos.
II.
Nostos no puede salir a menos que alguien ocupe su lugar.
III.
Nunca, bajo ninguna circunstancia, la moradora debe hablar de lo que guarda.
IV.
Los visitantes del pozo pueden recuperar tres, y solo tres recuerdos. A cambio deben dejar algo que la moradora necesite.
V.
Nadie, no importa quién, podrá encontrar dos veces el mismo pozo.
Ahí estaban las reglas según las cuales Johari no podía ocupar el lugar de Nostos; tampoco encontrar de nuevo aquel pozo que guardaba fragmentos de su pasado, ni pedir más de…
—¿Tres recuerdos? —preguntó el niño.
—Llevas dos —advirtió la bruja.
Johari se sintió engañado. El de Kenji era, en su opinión, un recuerdo entrañable, pero ciertamente, de haber tenido oportunidad de elegir, su elección habría sido otra.
—Son las reglas — se justificó Nostos.
—Las reglas pueden romperse.
—No todas, no siempre y no por cualquiera —dijo la bruja. A modo de consuelo le recordó lo que ya sabía—. Te queda uno. Elige, si no con sabiduría, al menos con inteligencia.
Tasuta katkend on lõppenud.