Loe raamatut: «Infierno - Divina comedia de Dante Alighieri», lehekülg 4

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UNA VOZ DE LA EDAD MEDIA: DANTE, POETA DEL DESEO

Una de las razones por las que puede resultar difícil entrar en el mundo de Dante es que pertenece a una época muy distinta de la nuestra. Distinta, naturalmente, en muchísimos aspectos, pero nos pueden servir dos imágenes para ir al núcleo mismo de esta diversidad.

La primera es la del Hombre de Vitruvio de Leonardo da Vinci, una imagen conocidísima, símbolo del pensamiento renacentista que representa la perfección del hombre puesto en el centro del universo.

La segunda es mucho menos conocida. Se trata de una ilustración de santa Hildegarda de Bingen, una monja que vivió en el siglo XII, ciento cincuenta años antes que Dante. Fue literata, música, estudiosa de ciencias naturales y mantuvo correspondencia con papas y emperadores. En 2012 fue proclamada doctora de la Iglesia por Benedicto XVI. También el dibujo de Hildegarda pone al hombre en el centro del universo, porque lo que el cristianismo ha venido a confirmar es justamente que Dios ha puesto al hombre en el centro de la creación y en el corazón del plan de salvación sobre el mundo creado.

¿Dónde está entonces la diferencia? Está en que, para la mentalidad medieval, la centralidad del hombre se ubica dentro del abrazo de Dios que da significado y consistencia al mundo, al cielo y a las estrellas, a la tierra y a la misma criatura humana. Dicho de otra manera, también la Edad Media, al igual que la época moderna, sitúa al hombre en el centro de la realidad, pero lo concibe siempre en relación con lo divino.

En el paso de la Edad Media a la Moderna cambia la idea de hombre y, en consecuencia, cambia el papel de Dios. El hombre sigue estando en el centro del universo, pero Dios ya no está. O más bien, si Dios existe, es un elemento particular de la realidad, un detalle que algunos aceptan y otros no, pero que no tiene que ver con la vida concreta y cotidiana. Para los hombres de la Edad Media era muy distinto. Para entrar en la Comedia tenemos que imaginarnos un mundo en el que es normal levantarse por la mañana y sentirse como en el dibujo de Hildegarda, con una concepción de uno mismo como de alguien que se percibe en relación con Dios, con el Destino.

Vamos a tratar de identificarnos con un tiempo sin radio, televisión, periódicos, móviles, donde solo contaba el testimonio, lo que yo te testimonio a ti y tú trasmites a otro, lo que este otro le dice a su amigo, etc. Pues bien, en una época así, un joven de unos veinte años, Francisco, hijo de un rico mercader de Asís, lleva a cabo una opción radical: renuncia a todos sus bienes y a la herencia de su padre para vivir solo del amor de Cristo. Sus amigos se quedan muy tocados y empiezan a seguirle; y al cabo de unos años, cuando Francisco convoca sus seguidores a reunirse en el llamado capítulo «de las esteras», aparecen tres mil jóvenes provenientes de toda Europa que le dicen: «Queremos vivir como tú, te seguimos».

Se trata de un fenómeno análogo a lo que pasó unos siglos antes, cuando de la Europa devastada por los bárbaros nació una sociedad nueva a través de los monjes, cuyo problema no era lamentarse porque el mundo se estaba yendo a pique, sino vivir a la altura de su deseo y de su dignidad humana. Y, entonces, reunían a tres o cuatro amigos y les decían: «¿Queréis vivir como Dios manda? ¿Os parece que al menos nosotros comencemos a vivir bien? ¿Nos ayudamos a construir una vida conforme a su destino?». Era el «quarere Deum», desear y buscar a Dios, del que nos habló Benedicto XVI.1 Y surgían monasterios. El movimiento benedictino nació así y reconstruyó poco a poco el rostro de Europa, constelándola de abadías y monasterios, en torno a las cuales renacieron la agricultura, la cultura, más adelante, los comercios y después todo lo demás.

De ahí se fraguó una cierta idea de sociedad y de economía. Pensemos en los libros contables de los comerciantes florentinos, los que inventaron la partida doble, la contabilidad moderna; estos libros incluían en el listado de los miembros de la asociación de mercaderes —que servía para repartir los beneficios a final de año— a Messer Domineddio, un socio desconocido que se llevaba un dinero como todos los demás: era la parte destinada a la Iglesia para ayudar a los pobres, mantener a los huérfanos y construir hospitales.2

Esquematizándolo mucho, se podría decir que para nosotros los modernos libertad quiere decir ausencia de vínculos; para un medieval no hay libertad sin una relación que la sostenga. Para explicarlo mejor en el colegio, ponía siempre un ejemplo. «Imaginemos que uno de vosotros diga: “Profesor, estoy harto de depender de mis padres. ¿Se puede creer que voy por la calle y la gente, mirando mi nariz, me pregunta si soy hijo de Fulanita? Vaya gracia que me hace, tengo que tener la nariz de mi madre, el pelo de mi padre, si toso me reconocen porque lo hago como mi abuelo… ¡No quiero depender de nadie, quiero ser yo mismo y punto!”. Imaginemos que le regalo una máquina del tiempo para que vuelva atrás y pueda eliminar a su padre y su madre antes de que lleguen a casarse: conseguiría su objetivo, esa dependencia desaparecería. ¡Lástima que también él desaparecería!».

Yo no existo, tú tampoco, nadie existe al margen de las circunstancias que nos han dado la vida y que no hemos decidido nosotros. Todos dependemos. Está claro que esto abre un problema. ¿Cómo no asumir pasivamente esas circunstancias? Dentro de las circunstancias que yo no elijo, ¿puedo realizarme igualmente como persona? Podemos discutirlo, pero es una mentira decir que la libertad es ausencia de vínculos, que coincide con no depender de nadie, que el individuo es tanto más libre cuanto más autónomo.

Decir que el hombre está en relación con el Destino, que se constituye abierto al Misterio, quiere decir que cuando miro las estrellas, de forma inmediata y natural, desde lo más hondo de mí brota un sentimiento de gratitud por Aquel que me hace. Quiere decir que, si miro las estrellas junto a la mujer que amo, me surge la idea de que las estrellas —y por tanto el Misterio bueno que las hace brillar— tienen que ver con mi corazón y con mi relación con ella. Esto es lo que el hombre religioso entiende cuando habla de relación con el Misterio. A esto se refiere el hombre religioso cuando habla de «ser humano», porque cuando emplea este término se refiere a un ser capaz de establecer la relación con su Destino, de vivir determinado por esa relación y esa apertura. Porque el hombre solo es un puñado de polvo sin esta relación, un ser nacido por casualidad y determinado por las leyes de la naturaleza.

Si, por el contrario, el hombre es relación con Dios, es vínculo con Otro, lo que define su naturaleza profunda, el dinamismo que le mueve y le hace vivir es el «deseo». Y no es casual que esta sea la palabra que mejor sintetiza la vida y, por tanto, la obra poética de Dante. Además, el propio Dante dice claramente en El convite que toda la vida gira en torno al problema del deseo.

Y así como el peregrino que va por un camino que nunca ha recorrido cree que toda casa que ve desde lejos es un albergue, y, viendo que no es tal, dirige su esperanza a otra, y así de casa en casa hasta que llega al albergue, de la misma manera nuestra alma, tan pronto entra en el nuevo y nunca recorrido camino de esta vida, dirige su vista al término del sumo bien suyo, y por eso cualquier cosa que ve y que parece tener en sí misma algún bien, cree que es aquel bien sumo. Pero como su primer conocimiento es imperfecto, porque no tiene experiencia ni enseñanza, los pequeños bienes le parecen grandes, y a ellos endereza sus primeros deseos, y por esto vemos a los pequeños desear por encima de todo una manzana; luego, siguiendo adelante, desear un pajarillo, y más adelante desear un vestido elegante, y luego un caballo, y luego una mujer, y luego algunas riquezas modestas, y luego riquezas grandes, y por último, más grandes todavía. Y esto sucede porque en ninguna de esas cosas encuentra lo que va buscando, y piensa encontrarlo más allá aún. Por lo cual podemos decir que los objetos del deseo están situados unos delante de otros ante los ojos de nuestra alma de una manera en cierto modo piramidal, porque al principio el deseo más pequeño cubre a todos los demás, y es como la parte extrema del último objeto del deseo, que es Dios, base de todos los deseos. Y así, a medida que avanza la punta hacia la base, los objetos despiertan mayores deseos; y esta es la razón que explica que con la adquisición de bienes se ensanchan los deseos del hombre uno tras otro.3

Si es cierto, como dice Dante, que venimos de Dios y estamos hechos a imagen y semejanza suya, ¿qué desea nuestra alma, nuestro espíritu y todo nuestro ser desde el momento en el que llega al mundo? Realizar esa imagen, volver a su origen, ir a su destino. Y lo explica con una comparación larga y articulada: «como el peregrino que va por un camino que nunca ha recorrido» —como un peregrino o como alguien que camina por la montaña y está buscando un albergue donde refugiarse— siempre mira hacia arriba, escruta las cosas, ve un tejado y dice «mira ahí, eso seguramente será el albergue»; después llega y descubre que no es el refugio que buscaba sino una simple choza, entonces avanza y vuelve a pasar lo mismo y, así, de choza en choza, atraviesa toda la realidad hasta que llega a la meta, al verdadero objeto de su deseo, al refugio seguro; «de la misma manera nuestra alma —este es el segundo término de la comparación—, tan pronto entra en el nuevo y nunca recorrido camino de esta vida, dirige su vista al término del sumo bien suyo, y por eso cualquier cosa que ve y que parece tener en sí misma algún bien, cree que es aquel bien sumo». El alma, nuestro ser, tiende hacia el bien con la B mayúscula, desea un bien infinito. A este bien lo llamamos felicidad. Pero, como al principio el alma aún no es experta, confunde cada fragmento de bien con el bien supremo. Todos lo comprobamos. Un bebé recién nacido se pega al pecho de su madre. ¿Cómo se manifiesta en él, como primer movimiento, el deseo de un bien infinito? Como hambre y sed, como apego al pecho de su madre; el pecho de su madre le parece el paraíso. Después, cuando va creciendo, entiende que no es cierto y empieza a desear algo más, «y por esto vemos a los pequeños desear por encima de todo una manzana [mirad a los niños, se vuelven locos por un helado, aquí dice una manzana]; luego, siguiendo adelante, desear un pajarillo [después de la manzana, el juguete, que es algo más], y más adelante [y, por fin, llegamos a los adultos] desear un vestido elegante, y luego un caballo [la moto, el coche], y luego una mujer, y luego algunas riquezas modestas, y luego riquezas ingentes, hasta culminar en un objeto supremo. Y esto sucede porque en ninguna de esas cosas encuentra lo que va buscando, y piensa encontrarlo más allá aún. Por lo cual podemos decir que los objetos del deseo están situados unos delante de otros ante los ojos de nuestra alma de una manera en cierto modo piramidal».

La realidad se presenta ante nosotros como una especie de pirámide, cuyo vértice, es decir, el punto más pequeño, nos parece el objeto adecuado a nuestro deseo. Lo aferramos y descubrimos que tampoco es eso, porque nos desilusiona. Poco a poco, aprendemos que el deseo es siempre mayor de lo que hemos conseguido. Y, entonces, el deseo va pasando de un objeto a otro y, tras suscitar grandes expectativas, siempre llega la desilusión; hasta que, en un determinado momento, la razón —racionalmente, de manera absolutamente razonable— se abre a la posibilidad de Dios. Porque en esta dinámica uno empieza a entender que nada le basta para vivir, que el deseo es siempre mayor de lo que tiene a su alcance; y, entonces, se abre a la posibilidad de que a su deseo infinito le corresponda un objeto, un bien también infinito.

Basta con leer a Leopardi para encontrar definiciones muy agudas y profundas de este dinamismo humano, y así barrer la sospecha de que se trata de una cuestión de curas o de gente piadosa. ¡El hombre está hecho así! De hecho, Leopardi —que no era cristiano sino materialista— realiza anotaciones como esta:

[…] el no poder estar satisfecho de ninguna cosa terrena ni, por así decirlo, de la tierra entera; el considerar la incalculable amplitud del espacio, el número y la mole maravillosa de los mundos, y encontrar que todo es poco y pequeño para la capacidad del propio ánimo; imaginarse el número de mundos infinitos, y el universo infinito, y sentir que nuestro ánimo y nuestro deseo son aún mayores que el propio universo, y siempre acusar a las cosas de su insuficiencia y de su nulidad, y padecer necesidades y vacío, y aún así, aburrimiento, me parece el mayor signo de grandeza y de nobleza que se pueda ver en el alma humana.4

Incluso si tomamos el universo entero, el número infinito de los mundos, «todo es poco y pequeño para la capacidad del propio ánimo» humano. Y Leopardi llama «tedio» a este sentimiento que está clavado, dice en una poesía, como «columna adamantina»,5 es decir, de diamante, en el corazón de cada uno. El aburrimiento, la desazón, es una experiencia que todos tenemos. Un objeto suscita nuestro deseo, pero cuando llegamos a aferrarlo nos quedamos defraudados, porque ese objeto que deseábamos no es capaz luego de cumplirlo.

Así que vivir a la altura del propio deseo es tener una herida abierta, una tensión dramática por buscar a quien nos pueda salvar de la muerte, que parece arrebatárnoslo todo. Porque no hay escapatoria, nosotros sufrimos y morimos. Y aunque la muerte no nos arrebate la persona que amamos, es como si su sombra funesta habitase las cosas. Quizá hoy no nos resulte familiar este sentimiento, esta conciencia; es más, vivimos en un mundo que nos dice exactamente lo contrario: «Son todo tonterías, no le hagas caso, conténtate con lo que has conseguido hoy».

Hace años, me llamó la atención uno de los informes anuales del CENSIS (Centro Studi Investimenti Sociali), que revelaba que el problema de nuestro tiempo es justamente que nos cuesta desear:

En su 44.ª edición, el informe CENSIS interpreta los fenómenos socioeconómicos del país en una coyuntura confusa. Las consideraciones generales introducen el informe subrayando que la sociedad italiana parece desmoronarse bajo una ola de impulsos desordenados. El inconsciente colectivo ya no tiene ley ni deseo. Y disminuye la confianza en la larga deriva y en la clase dirigente. Volver a desear es la virtud civil necesaria para reactivar la dinámica de una sociedad demasiado apagada y aplastada.6

El informe del CENSIS —un ente público, que cada año realiza una fotografía de la vida y del estado de salud del sistema italiano— se aventura a realizar un juicio cultural, un juicio de valor de este tipo: el problema que tiene nuestro país es la disminución del deseo; tenemos menos deseo de construir, de crecer y de buscar la felicidad. Por eso, existen manifestaciones evidentes de fragilidad y malestar, comportamientos desnortados, indiferentes, cínicos, pasivamente adaptativos, condenados al presente, sin ningún calado de memoria ni perspectiva de futuro, es decir, sin historia. Hombres sin historia, jóvenes que no tienen nada nada por detrás y nada por delante, por tanto atenazados por un oscuro temor frente a la vida, incapaces de encontrar la energía necesaria para dar un paso. «Volver a desear es la virtud civil necesaria para reactivar la dinámica de una sociedad demasiado apagada y aplanada». ¡Es impresionante! Entonces no podemos prestar un mayor servicio a nosotros mismos y a nuestro país que retomar a Dante, el poeta del deseo.

La palabra «deseo» viene del latín de-sidera, que es un vocablo maravilloso porque quiere decir «aquello que tiene que ver con las estrellas». En latín sideria significa «estrellas», lo cual quiere decir que cada cosa que nos atrae —incluso la más pequeña, la más simple, más banal y pobre, y, en realidad, cualquier movimiento en la vida— es una señal que remite a un único deseo, el deseo de las estrellas. Por eso, la decisión de Dante de culminar los tres cantos de la Comedia con la palabra «estrellas» —«salimos para ver de nuevo las estrellas» es el último verso del Infierno, «purificado y dispuesto a subir a las estrellas» el último del Purgatorio y «el amor que mueve el sol y las demás estrellas» cierra el Paraíso— es una suerte de firma, una declaración poética muy potente.

¿Qué quiere decir Dante? Es como si, antes de meternos de lleno en su obra, nos dijera: «Chicos, podemos hacerlo. Vuestros deseos no son pasiones inútiles como sostienen algunos» (Las pasiones tristes7 es el título de un libro de hace unos años…), lo que realmente os hace humanos es precisamente la potencia del deseo. «Desead lo imposible», escribían los protagonistas del mayo francés, cuando aún era un movimiento que reivindicaba lo auténtico, antes de que todo terminara en política. Deseadlo todo, porque Dios os crea así, os ha hecho para desearlo todo, para desear lo infinito y lo eterno.

Para la concepción cristiana que tiene Dante, no hay deseo de cosas que sean malas en sí. Todo el atractivo que Dios pone en ellas es bueno: «Porque todo lo que Dios ha creado es bueno y no se ha de rechazar», dice san Pablo (1 Tm 4,4). Las criaturas que suscitan nuestro deseo son buenas. ¿Por qué? Porque nos dicen la verdad, atestiguan lo verdadero y nos obligan a darnos cuenta de que nuestro deseo tiende hacia un destino final, hacia el infinito. Todas las cosas que atraen a nuestro corazón son buenas. ¿Cuál es el problema? Que las vivamos según su verdadera naturaleza; y la naturaleza de las cosas es la de ser signo del infinito. Como escribe Montale de forma maravillosa: «Bajo el denso azul del cielo, un ave marina vuela; nunca descansa, porque todas las imágenes llevan escrito: “más allá”».8

Por lo tanto, la concepción moral de Dante —y esta observación es fundamental para entender la Divina comedia— no es que el hombre está en una encrucijada en la que tiene, por un lado, las cosas bellas y buenas y, por otro, las cosas feas y malas; sino que todas las cosas creadas por Dios son buenas. Es cierto que el hombre está en la encrucijada entre el bien y el mal, pero esto se debe a su manera de mirar las cosas, que se ha torcido por el pecado original. No es cierto que hay cosas buenas y otras malas, como nos enseñó un determinado moralismo piadoso, cuando nos hacían escribir en la pizarra: «Escribe las cosas que van acorde con Jesús», y uno enumeraba: rezar, querer a mamá, no decir mentiras… «Ahora escribe las cosas que no…», y podía ser que jugar con la pelota terminase en la parte contraria a Jesús. El resultado era la idea de que estar con Jesús era un poco estafa, porque el cristiano no puede hacer muchas cosas geniales y le toca hacer otras tantas aburridísimas.

Me ha entusiasmado encontrar estas mismas observaciones —formuladas con otro lenguaje y una competencia totalmente distinta, pero sustancialmente iguales— en un ensayo de Massimo Recalcati, Contro il sacrificio. Hay una «mala interpretación, aunque hegemónica, del cristianismo», escribe, «que tristemente ha condicionado nuestra cultura»,9 según la cual la norma moral «impone la mortificación de nuestros intereses, afectos e inclinaciones»10 y la «Ley […] desconoce la alianza con el deseo, tan solo lucha contra él».11 Por el contrario, prosigue Recalcati, «para Jesús el problema no es “sumar sacrificios”, sino liberar la vida de la sombra triste del sacrificio. Este es el alcance subversivo de su palabra. […] Esta es la alternativa radical que podemos heredar laicamente del cristianismo: ¿has actuado según la ley de tu deseo o le has dado la espalda?».12

Un cristiano medieval como Dante razona de esta forma. Sabe que el deseo se mueve hacia el bien, mediante la atracción que ejercen las criaturas. Como observa también una gran dantista contemporánea estadounidense, Teodolinda Barolini: «Esencialmente, Dante es un poeta del deseo (mucho más, por ejemplo, que Petrarca, que no es esencialmente un poeta del eros, sino del yo fragmentado por el tiempo, más metafísico que erótico) y la problemática del deseo como “impulso espiritual” (Purg. XVIII 32) nunca se suspende: el deseo es el motor de todo itinerario humano, tanto del viaje por lo trascendente, hacia las estrellas, como del viaje por el abismo. La gestión del deseo es la cuestión constante del pensamiento dantesco».13

Entonces, ¿cuándo se vuelve malo, se desvirtúa, se convierte en pecaminoso ese atractivo bueno? Cuando se mete por medio el diablo. El diablo no actúa haciéndonos desear lo feo, porque nadie desea lo feo. El diablo actúa haciéndonos desear las mismas criaturas que nos hace desear Dios. ¿Pero cuál es la diferencia? Que, si tú asumes una actitud justa frente a las cosas, comprendes que todas llevan escrito «más allá», es decir, que la atracción buena que ejercen sirve para que te des cuenta de que tu corazón está hecho para un bien infinito. Sin embargo, el diablo se mete por medio, se insinúa entre las cosas y tú. No es casualidad que la palabra «diablo» venga de una raíz griega, dia-ballein, que quiere decir «meterse por medio», y, por tanto, «separar», «dividir». El diablo se pone por medio y separa al hombre de su Destino, del auténtico objeto de su deseo. El diablo corta, separa las criaturas de su origen y consigue que el deseo del hombre, que está hecho para ese Origen, se pare en la cosa, en el objeto, se engañe pensando que ese objeto es suficiente para satisfacerlo. Y, de esta manera, el hombre se traiciona a sí mismo, porque traiciona su verdadero deseo.

El verdadero mal, el verdadero pecado, es traicionar el deseo que nos constituye, separando la experiencia humana de su destino, el hombre de su verdadera felicidad. Así todo se hace añicos, lo que debía ser simbólico se hace diabólico. De hecho, también la palabra «símbolo» viene de una raíz griega, syn-ballein, que quiere decir «juntar, mantener unidos»; el símbolo aúna la apariencia y la sustancia, la cosa y su significado, el dato inmediato y su Origen. En latín «unir, juntar» se dice re-ligare, «ligar con», de donde viene re-ligio, «religión». ¡«Simbólico» y «religioso» comparten significado! Por tanto, la mirada que tiene Dante sobre la realidad y sobre la poesía es simbólica en cuanto que religiosa: reconoce que todo está unido, ligado por una relación, que todo es signo que nos remite a un Bien último.

Para Dante, el atractivo que tienen las cosas es bueno, es para nosotros. No hay deseos inútiles, hay deseos incompletos, deseos a medias. El verdadero pecado, la verdadera traición, es vivir de un modo que no está a la altura de nuestro deseo, de nuestra dignidad humana, a la altura del Bien infinito para el que estamos hechos.

Luego, qué significa vivir a la altura de la propia dignidad humana es una cuestión inmensa. Creo que podemos destacar al menos tres aspectos.

El primero es el conocimiento la verdad, de lo que es verdadero. Para poder vivir como hombres, el primer factor es conocer, entender cómo son las cosas. ¿Se puede decir a una mujer «te quiero» sin saber lo que se está diciendo? ¿O a un amigo «te quiero» sin saber qué es la amistad? ¿O sufrir hasta el final —porque la gente muere— sin entender el sufrimiento y la alegría, la salud y la enfermedad, el bien y el mal, la verdad y la mentira? ¿Se puede vivir sin saber nada de todo esto? Uno puede vivir perfectamente sin el inglés y las matemáticas, incluso sin ir a clase, pero ¿qué hombre sería alguien que no sabe nada del Bien y del Mal, del sentido de todo y de cada parte?

Así podemos entender por qué en la Divina comedia es tan central la cuestión de la luz, que veremos más adelante, porque la luz es el punto, incluso físico, de la experiencia que tenemos de la claridad. En cambio, sin claridad, en la oscuridad, nos hacemos mal; aunque nadie sea malo, nadie quiera el mal del vecino, en la oscuridad cada uno se choca contra los demás y contra las cosas. Por tanto, la primera exigencia del hombre es tener una luz, conocer la verdad de las cosas. Pero además Dante añadiría que esto no basta. Porque hace falta que la verdad conocida —como a él le pasó con Beatriz— incida en la vida, la cambie, le dé forma. Dar forma a la vida quiere decir dar un sentido a las cosas, generar una forma de amar, de usar el dinero y el tiempo. Hacer buena la vida, es decir, conocer la verdad y practicar el bien.

Sin embargo, sigue sin ser suficiente. ¿De qué más tiene necesidad un hombre? Lo último, la tercera dimensión, es que un hombre necesita sentir que su tiempo es útil. Es decir, es necesario que, al acabar el día, la semana, el mes e incluso la vida, uno pueda decir: «No ha sido tiempo perdido. Me he equivocado mucho, pero he procurado que mi vida fuera útil para mí y los demás hombres, he procurado hacer de este mundo un lugar un poco más verdadero, un poco más justo y bello». Cultivar, favorecer y construir la belleza, hacer del mundo —en lo que le compete a cada uno— un lugar un poco más bonito.

Conocer la verdad, amar el bien y dar forma a la belleza son las tres dimensiones de lo humano, diría Dante, ya que él tenía esa misma concepción de sí mismo.

Dante habla como cristiano, pero en este aspecto da igual ser creyentes o no, porque en cuanto hombres tenemos que asumir este desafío de todas maneras. El problema «de ser fiel a la vocación de mi deseo»14—cito a Recalcati otra vez— es de todos. Todos tenemos el problema de entender el misterio de una vida que se siente llamada al infinito y a lo eterno, porque estamos hechos para lo infinito y lo poco no es suficiente, aunque todo parezca contradecir este deseo que nos pone en relación con las estrellas. Es como si Dante dijera: «He recorrido un largo camino y creo haber comprendido algunas cuestiones importantes; si me seguís, os mostraré que la respuesta es positiva: estáis en relación con las estrellas».

Para entrar en la Divina comedia, para entender el mensaje de Dante, hay que tener claro que el Destino es lo más serio de la vida y, para ir hacia él, Dante puede ser para nosotros un padre, un maestro y una guía.

1 Cfr. Benedicto XVI, Discurso en el Collège des Bernardines, París, 12 de septiembre de 2008.

2 Cfr. Armando Sapori, La mercatura medievale, Sansoni, Firenze, 1972, pp. 57-60; traducción nuestra.

3 El convite IV, XII 15-17, p. 660.

4 Giacomo Leopardi, «Pensamientos» LXVIII, en Poesía y prosa, Alfaguara, Madrid, 1979, pp. 465-466.

5 «Como columna adamantina, se alza tedio mortal, contra el que nada puede vigor de juventud, y no lo mueve dulce palabra de rosado labio, ni la mirada tierna, estremecida, de dos negras pupilas, la mirada, lo más digno del cielo entre mortales» (Giacomo Leopardi, «Al Conde Carlo Pepoli», vv. 71-77, en Cantos, Edición bilingüe de Nieves Muñiz Muñiz, Cátedra, Madrid, 1998, pp. 296-299).

6 CENSIS, 44.° rapporto sulla situazione sociale del Paese. 2010, Ed. Franco Angeli, Milán, 2010, Presentación; traducción nuestra.

7 Miguel Benasayag y Gérard Schmit, Las pasiones tristes. Sufrimiento psíquico y crisis social, Siglo XXI Editora Iberoamericana, Buenos Aires, 2011.

8 Eugenio Montale, «El agave en el escollo», Huesos de sepia, Alberto Corazón Editor, Madrid, 1975, p. 101.

9 Massimo Recalcati, Contro il sacrificio, Raffaello Cortina, Milán, 2017, p. 12; traducción nuestra.

10 Ibid., p. 46.

11 Ibid., p. 81.

12 Ibid., pp. 121 y 129.

13 Teodolinda Barolini, «Le Rime di Dante tra storia editoriale e futuro interpretativo», en Dante Alighieri, Rime giovanili e della Vita nuova, a cargo de Teodolinda Barolini, BUR, Milán, 2009, p. 39; traducción nuestra.

14 M. Recalcati, Contro il sacrificio, op. cit., p. 115.

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