Loe raamatut: «Juan Genovés»
Juan
Genovés
Ciudadano
y
pintor
Mariano Navarro
Armando Montesinos
Alicia Murría
Título:
Juan Genovés. Ciudadano y pintor
© Mariano Navarro, Armando Montesinos y Alicia Murría, 2021
De esta edición:
© Turner Publicaciones SL, 2021
Diego de León, 30
28006 Madrid
Primera edición: junio de 2021
Ilustración de cubierta:
Juan Genovés, El abrazo, 1976 © Museo Nacional Centro de Arte
Reina Sofía, Madrid © Juan Genovés. VEGAP, Madrid, 2021
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ISBN: 978-84-18428-49-4
eISBN: 978-84-18428-93-7
DL: M-9594-2021
Impreso en España
La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:
turner@turnerlibros.com
ÍNDICE
Nota introductoria
Presentación
i Los Genovés
ii Harto de Sorolla
iii Un artista del hambre
iv ¡Que la pintura palpite!
v Pintores de vísperas de ejecuciones
vi El espacio del miedo
vii Una prueba de violencia
viii Pontonero de la izquierda
ix Un trabajador de las artes
x La prosa de las ciudades
xi Una mirada cósmica. Un pintor del espacio
NOTA INTRODUCTORIA
Este libro se publica tal como fue concebido y redactado por los autores: con Juan Genovés vivo, participante, lector del manuscrito y declarando a su redactor principal que se reconocía en cada una de sus páginas.
Es, en ese sentido del término, una biografía autorizada.
Juan Genovés puso a disposición de los autores su archivo de prensa, el catálogo de su obra y cualquier otro material que desearan consultar. Las entrevistas con el artista, así como con un considerable número de personas de su entorno, incluidos los miembros de su familia, tuvieron lugar entre diciembre de 2015 y mediados de 2017. La redacción final fue completada en diciembre de 2018.
Es decisión de los autores no modificar el texto original aceptado por Juan Genovés y, fundamentalmente, mantener la última frase: “Juan Genovés vive y trabaja en Madrid”. Esa fue la consigna con la que los críticos y periodistas extranjeros subrayaban su singular y valiente resistencia en España durante los largos años de la dictadura franquista.
Juan Genovés falleció en Madrid la madrugada del 15 de mayo de 2020.
Presentación
La relevancia de Juan Genovés en nuestro país se extiende capilarmente por zonas tan diversas como el arte, la pintura, la militancia política, el asociacionismo o la gestión cultural. Las imágenes de sus cuadros pueblan innumerables portadas de libros, periódicos y revistas, e incluso son imitadas hasta el borde del plagio por la publicidad; una de ellas, El abrazo, pertenece al imaginario colectivo de varias generaciones.
Desde el aldabonazo de su exposición de 1965, en las salas de la Biblioteca Nacional, cuya dureza de fondo y forma molestó profundamente a los gerifaltes franquistas, y de su lanzamiento internacional tras su participación en la XXXIII Bienal de Venecia de 1966, hasta su actual éxito en el mercado global del arte han pasado más de cincuenta años de incansable dedicación a su trabajo –la palabra merece ser subrayada, pues Genovés es un obrero de su oficio– como pintor.
Cincuenta años son muchos en la historia de un país como el nuestro, herido por la Guerra Civil, que el artista vivió siendo niño. Son los años en los que, primero como activísimo compañero de viaje y luego como militante del Partido Comunista, lucha contra la dictadura y vive los peligros de la Transición desde los movimientos vecinales y desde la Asociación de Artistas, que ayudó a fundar. Son los años de un país que empieza a crecer en libertad y democracia, y la responsabilidad que ellas conllevan; Genovés la asume con su intensa dedicación al proyecto de renovación cultural –comparable al de la Residencia de Estudiantes con respecto a la Generación del 27– que significó el Círculo de Bellas Artes de Madrid en los años ochenta. Su continuado compromiso continuará, como cofundador de VEGAP en los noventa, en la defensa de los derechos de propiedad intelectual de los artistas plásticos.
Para los autores de este libro, que alcanzamos la mayoría de edad en los estertores del dictador, Juan Genovés ha sido una presencia constante, como quedó patente cuando nos reunimos para decidir si escribíamos el libro y fuimos compartiendo experiencias y recuerdos personales ligados a su obra, que incluyen el reparto por las calles del cartel de El abrazo –como hizo Alicia Murría, quien militaba entonces en las Juventudes Comunistas y más tarde en el Partido Comunista– cuando era propaganda ilegal, la escritura de críticas o textos de catálogo sobre sus exposiciones, una vieja fotografía en blanco y negro de mediados de los setenta delante de uno de sus murales en el barrio de Portugalete o el recuerdo de la impresión de ver el primer Genovés en una colección de cromos, que, como descubrimos luego, el artista conserva en su archivo.
La visita en 2015 a su exposición en La Coruña –una retrospectiva realizada con los cuadros de su colección personal– nos permitió repasar esas experiencias y sensaciones desde la emoción, pero también desde el criterio y la experiencia profesional de cada uno, que abarca más de cuarenta años de dedicación al mundo de la cultura a través de la crítica de arte en prensa y televisión, la dirección de proyectos en galerías y en el mundo editorial literario y artístico, la docencia y el comisariado de exposiciones. La importancia de su obra, por encima de los lógicos altibajos de una carrera tan larga y fecunda, quedaba allí de manifiesto; también se hacían evidentes sus profundas convicciones democráticas y su conciencia de ciudadanía en los vídeos en los que se hablaba de su vida.
Aceptamos el encargo para descubrir qué libro era posible escribir. Y si era posible escribirlo a seis manos, tratando de evitar un género concreto, definido. Nos embarcamos en un ejercicio de investigación, en la escritura de un ensayo –en su sentido de prueba– fruto de tres mentes en comunicación permanente, rizomática, donde se mezclaban materiales de archivo, entrevistas, conversaciones, sugerencias y sensaciones; muchas de ellas puramente visuales. El redactor principal –escribirlo a seis manos pronto se reveló improductivo– ha trabajado como un montador de cine. Ello ha permitido, por ejemplo, reunir a distintas personas en conversaciones, montadas cinematográficamente, que no se produjeron tal cual aparecen redactadas, aunque todo lo escrito fue dicho.
El resultado es consecuencia de un trabajo de “taller” en el que cada uno de los autores ha cumplido una labor necesaria. Es un homenaje a un deseo expreso de siempre por el artista: haber trabajado a la manera de los talleres renacentistas, rodeado de colegas empeñados en un objetivo común, en el que además de pintar se debatiera y discutiese sobre el arte y la vida. Ha sido, eso sí, un taller en el que a menudo, escuchando a Juan Genovés, nos hemos sentido alumnos aplicados que, tras oír al maestro, saben más de la vida y del arte que antes de escucharle.
Este libro debe su existencia a muchas personas. A las que escribieron sobre el artista a lo largo de los años, muchos de ellos aquí citados, y a aquellas que han compartido sus recuerdos e ideas con nosotros en numerosas entrevistas. A todos ellos, gracias. Nuestro especial reconocimiento a Eduardo Arenillas, que contribuyó generosamente con sus vivencias y con valiosos materiales de la Asociación de Artistas; a Pierre Levai, por encontrar tiempo para conversar con nosotros; a Eduard Genovés, por su franqueza, modestia y simpatía, y a Leonardo Villela, que nos facilitó con afectuosa eficacia el uso de los materiales del archivo del artista. Y nuestro agradecimiento, por su permanente disponibilidad, a Ana, Silvia y Pablo Genovés –de quien surgió la propuesta de escribir este libro– y, muy especialmente, a Adela Parrondo, cuya presencia ética permea a toda la familia y al protagonista de este libro: Juan Genovés, ciudadano y pintor.
Mariano Navarro
Armando Montesinos
Alicia Murría
i
Los Genovés
“Guardo una impresión de mucho humo, y cosas blancas, que serían las enfermeras, y mucho jaleo. Mucho humo blanco, y no sé si túnicas. Tenía solo cuatro años. Recuerdo que íbamos a una fiesta o algo así. Luego mi hermano me lo aclaró, no íbamos a ninguna fiesta. Íbamos a la estación. Íbamos a ser niños de la guerra”.1
El hermano pequeño de Juan Genovés, Eduard, apenas conserva recuerdos de aquellos momentos angustiosos. Poco más definidos son los de Juan: “Gracias a mi madre. Mi padre la convenció de que el futuro estaba en la Unión Soviética. Mi padre lo creía de verdad. Mi padre era socialista, pero creía de verdad que el futuro estaba en la Unión Soviética. Y dijo: ‘allí se harán hombres’. […] Y estuvimos en el tren. Y, en el último momento, cuando ya iba a salir, mi madre subió [al vagón], nos cogió a los dos, nos bajó no sé cómo y dijo: ‘Lo que tenga que ser, que sea de todos’”.2
“¡Lo que nos pase que nos pase a todos juntos!”, corrige Eduard, “y nos quedamos”.
“Fíjate”, concluye Juan, con humor, “yo podía haber sido Genovisti, arquitecto o aeronáutico”.3
El miedo durante la Guerra Civil y la interminable dictadura marcó, según confesión propia, la vida y la obra de Juan Genovés. La solidaridad, un inquebrantable nudo familiar y un admirable sentido de la dignidad y del derecho a la libertad distinguieron, y distinguen, a quienes conformaron las familias de los Genovés Candel y conforman hoy la de los Genovés Parrondo.
De la primera conservamos únicamente los recuerdos personales de Juan y Eduard y algunas notas de familiares próximos, como su primo el escritor Paco Candel. De la segunda, el testimonio vivo de sus integrantes: Adela Parrondo y, lógicamente, Juan y sus tres hijos, Pablo, Silvia y Ana; aunados los cinco por varios denominadores comunes: su dedicación al arte, su independencia personal, lo cosmopolita de su espacio vital –Pablo conjuga estancias en España y Berlín; Silvia desarrolla su carrera desde su residencia en Barcelona, y Ana vive y trabaja desde hace años en Londres– y una conciencia política que, proveniente del padre de Juan, han heredado él mismo y quienes le rodean.
Pablo Genovés tiene actualmente cincuenta y ocho años y es el más conocido como artista de los tres hermanos. Con una larga trayectoria, primero como fotógrafo profesional y, desde finales de los años ochenta, como artista que se sirve principalmente del soporte fotográfico, mantiene un diálogo constante con la pintura. En su obra de los últimos años superpone dos o más imágenes de distinta procedencia y naturaleza, extraídas todas de viejas postales y fotografías en blanco y negro y, excepcionalmente, algo coloreadas. Lo que construye en cada imagen es una metáfora de la destrucción de la cultura, de sus signos y señas de poder e identidad.
Un juicio este del quebrantamiento, o la destrucción de la cultura, bien desde el ejercicio político, bien desde el desentendimiento social, que forma parte del ideario perpetuo de Juan Genovés.
Dos años menor que Pablo, Silvia es la más ecléctica en sus actividades artísticas, pues conjuga el teatro con la performance, la plástica, el vídeo, la joyería –un arte que, como veremos más adelante, practicó su padre– y la producción televisiva. Junto a su marido, Ramón Colomina –conocido como Tornasol en sus colaboraciones en la revista El Víbora–, su hija Lu Colomina, Paloma Unzueta y el hijo de esta, Nahuí Domínguez, integran el grupo teatral El Gusano Impasible.
Ana, la hermana más pequeña, nacida en 1969, es actualmente una reconocida escultora, aunque practica también la pintura y la fotografía, que ha desarrollado toda su carrera en Gran Bretaña. Licenciada en el Chelsea College of Art and Design y con un posgrado en la Slade School, en 2015 fue finalista del prestigioso premio de arte Max Mara para mujeres.
Reunidos en casa de Juan Genovés, conversamos con Adela Parrondo, Pablo, Silvia y Ana. “Mi familia no era nada artística”, comienza Adela. “Mis padres eran comerciantes, y lo del arte era más bien una rareza. Mi padre tenía negocios y quería gente para los negocios. Yo era hija única. En realidad, no tuve una infancia feliz. Fui bastante infeliz. Me influyeron en que me gustara el arte las profesoras del colegio. Muy buenas en dibujo, en filosofía, en arte… Yo, aunque me he dedicado a ella, lanzo un piropo a la enseñanza, porque mis profesoras hicieron mucho por mí. Decían: ‘Pues no se te da mal dibujar, podrías hacer Filosofía y Letras o arte’. Me decidí por la Escuela de Bellas Artes, animada por ellas. Me concedieron una beca y me matriculé en una escuela. La gente se preparaba allí, en un taller; no fui a Bellas Artes hasta después. Para mis padres, una rareza; me dejaban hacer lo que quería y confiaban en mí porque había sido muy estudiosa y había tenido muy buenas notas en bachillerato. Eran personas sin ninguna preparación intelectual, pero eran inteligentes”.
“Te dejaron hacer”, apostilla su hija Ana, “porque eras chica, que si hubieses sido hombre…”.
“Yo tenía facultades para el arte”, prosigue Adela, “pero no tenía el carácter necesario; esa fuerza de voluntad, esa decisión, ese sacrificarlo todo por una idea del trabajo. Mi afición al arte era muy fuerte: fue, y es, una de las cosas importantes de mi vida, pero no tenía esa vocación profesional. Hubiera podido seguir, y si te encuentras con una persona tan poderosa como Juan, con esa vocación, que tú entiendes y compartes, pues te metes en ello. Él, sin embargo, lo tenía muy claro”.
“Un artista es el espacio que tienes para ser artista”, explica Ana. “La vida no te da ese espacio; la vida la tiene que llevar otro, la mujer o… esa es la lucha continua que tenemos mis hermanos y yo. La vida te quita de tu espacio mental, que es una burbuja en la que te tienes que meter. Siempre tiene que haber otro que te ordene la vida, que se ocupe de la logística, de que haya comida, de que no tengas que ocuparte de esas cosas, porque esa es la manera en que puedes crear bien, y eso es muy difícil, esa es la batalla de todo artista. Juan tiene suerte, porque encontró a Adela, y Adela hizo eso. Son como un ying y un yang, al que no se le llama ying y yang, sino solo yang: Juan. Se llama a uno solo. Sobre todo, es esa ayuda; ella se la da y a nosotros también”.
“Mi vida con Juan tiene sus etapas”, afirma Adela. “Una primera de amor, sexo y entrega total por mi parte; luego, enseguida, llegaron los hijos, un poco por influencia de mis padres, que esperaban una hija reproductora. Los tuve porque quise, no me habrían podido obligar; siempre me han gustado los hijos, y a Juan también, pero estaba condicionada. Con la dedicación a ellos, Juan ya vivía un poco a su aire. Hacía viajes solo, exposiciones fuera; a veces estaba todo un mes fuera, y tuvimos una época de separación física por el trabajo.
”Hemos atravesado también situaciones económicas terribles, porque lo de la pintura es una aventura. Tan pronto se vendía toda una exposición como solo uno o dos cuadros, y luego nada, un año o dos sin vender. Cuando los hijos eran ya un poco mayorcitos, me planteé hacer una oposición para enseñanza. Regresábamos de Londres y en el barco viajaba también una amiga, con la que había estudiado Bellas Artes, y sus hermanas, que la intentaban convencer de que hiciera oposiciones porque había plazas de dibujo. Yo lo oí y me animé. Al volver, nos organizamos: cogimos a una chica para ayudar en la casa, yo hice las oposiciones a Instituto de Enseñanza Media, las saqué y estuve trece años trabajando. Cuando todos los meses me llegaba el sueldo, nos quedábamos admirados; eran sueldos bajos, pero era una maravilla. Yo trabajaba mucho y estábamos distanciados porque estaba volcada del todo en la enseñanza, que me gustaba muchísimo. Empecé en el instituto de Villacañas, en la provincia de Toledo, y pasaba días sin estar en casa. A Juan no le interesaba mi trabajo, incluso yo le daba la tabarra con mis problemas. Pedí traslado a un instituto más cercano, en Madrid, por el paseo de Extremadura, un barrio muy popular, con chavales de clase humilde. El último trabajo fue en el instituto de Pozuelo de Alarcón, de clase media. Fui pasando de clase social… En el instituto estábamos divididos los de derechas y los de izquierdas, con CCOO, que ayudaban mucho, porque si querías protestar por algo lo hacían los de Comisiones. Te haces amiga de los tres o cuatro de izquierdas, y los demás, enemigos, aunque convivíamos. Al final estaba quemadísima, volvía rendida, me lo tomaba muy en serio; son muchos alumnos y corregir en casa es muy complicado. Estaba harta”.
Adela cambia de tercio: “Hubo otra época, en la que nos unió mucho la política, la lucha contra la dictadura. Juan venía hecho políticamente de su familia, de tradición socialista. Yo no, mi familia nada”. Y continúa: “No trabajé nunca directamente en el Partido Comunista. Fui al Club de Amigos de la UNESCO, en Tirso de Molina. Tuve mucha actividad. Llevaba la biblioteca, daba charlas y defendíamos los derechos humanos. Repartíamos prospectos en la calle; eran nuestro catecismo. Me detuvieron por repartir, pero me soltaron enseguida. Me detuvieron en un sitio en la calle Arenal, adonde iban los profesores a realizar alguna gestión burocrática. Y allí los repartíamos, y en los tranvías y autobuses, y en el metro. Como me dijo un amigo: ‘Vais como catequistas de Acción Católica’. Lo debía hacer, por lo visto, con mucha formalidad. Juan trabajaba a otros niveles”.
Pablo toma la palabra: “Tengo una anécdota que nos pasaba a Silvia y a mí; a Ana, menos. En casa el teléfono estaba sonando siempre, y mis padres nos decían que teníamos que contestar: ‘No, no, mis padres están de viaje’. Siempre nos repetían: ‘Decid que estamos de viaje y que no sabéis cuándo volveremos’, lo hicimos así años y años”.
“Recuerdo las reuniones, las fiestas del partido, el dogmatismo”, evoca Ana. “No había nadie, yo era la más pequeña, estaba sola. Tenía unos ocho años, Adela se iba a trabajar y Juan, en el estudio, y yo sola en casa; y mis hermanos ya mayores: Pablo, con dieciocho, y Silvia, con dieciséis, iban por su cuenta… Estaba sola. Recuerdo la utopía y el dogmatismo del comunismo. La pared de la cocina, llena de eslóganes escritos a mano; cuando se te ocurría un eslogan, lo apuntabas. O, por ejemplo, nos decían: ‘aprende la palabra solidaridad’. Todo era así. Para mí fueron los años de la explosión de una ilusión. Se podían decir cosas. Eso sí, no podía decir en el colegio que era comunista. Una euforia que, si lo piensas, es otro tipo de dogma. Porque había también cosas que no podías hacer o que tenías que hacer de una manera; es otra forma de marcar límites”.
“Yo he perdido esa fe en la política”, afirma Adela. “Me he vuelto muy escéptica. Sigo sosteniendo los principios de los derechos humanos, sigo creyendo en la lucha de clases, pero soy escéptica”.
“En nuestra familia siempre late esa idea de la utopía”, explica Ana. “Aunque ya no seamos comunistas, no sabemos qué somos… Veo que se mantiene esa ilusión de que hay otra manera de hacer, otro sitio que levantar, y eso está siempre subyacente a todos nosotros. No sabes muy bien cómo llegar a esa manera, parece un poco lejana, y acabas no haciendo nada porque ¿qué haces en el día a día? No soy activista, pero tengo esa preocupación política, ese acoger la utopía; incluso aunque no quiera, lo noto. Pero, como Adela, yo también estoy un poco desilusionada, incluso con el arte. ¿Qué significa el arte para la sociedad? ¿Qué función cumple? Me preocupa que parezca que el arte pone aceite en el engranaje capitalista. Soy escéptica ante los partidos organizados, aunque no quisiera serlo; quisiera tener una dirección por la que luchar, pero no la encuentro ni en el arte ni en mis ideas políticas. Estoy en un momento difícil, como todos, creo. La democracia se ha convertido en algo que no se reconoce, y estamos todos como preguntándonos ¿qué hacemos?”.
Silvia coincide con su hermana: “Tiene razón Ana, es así. Tenemos en nuestra mente el chip ‘utopía’, quizá por eso somos tan críticos; siempre podemos imaginar un mundo más justo y mejor”.
“Juan, por un lado, tiene una gran seguridad en sí mismo, aplastante, pero, inconscientemente, tiene una sensación de que ese mundo…”. Pablo no concluye la frase, pero continúa: “Se ve con la responsabilidad de cumplir su utopía. Ha sido muy utópico. Recuerdo, por ejemplo, que éramos una familia muy democrática en la que se votaba todo. Cuando yo era pequeño, teníamos una prima que nos ayudaba en casa, pero las cosas de la casa las hacíamos por turnos, votábamos a ver quién va a hacer esto… Todo era democracia, desde los cinco años. ‘Estos niños tienen que aprender democracia’, repetía Juan. Esa utopía de la democracia, de creer en un ser humano diferente, que mis padres tenían como ideal, era lo que les movía en la vida. Casi puedo decir que mi madre estaba más desaparecida que mi padre. Empezó a militar en el Club de Amigos de la UNESCO y se iba allí todas las tardes. Yo venía del cole y mi madre nunca estaba en casa. Esa fue una época dorada: había dinero, mi padre estaba siempre trabajando, siempre con la idea de ‘voy a poner mi arte al servicio de esa utopía’”.
“La triste realidad es que el artista, si quiere sobrevivir, tiene que aceptar la monarquía, la Iglesia y el capital, porque ¿de qué sobrevive, si los pobres no pueden pagar lo que vale el arte? Ahí está el conflicto del artista, lo más que puede conseguir es hacer algo que les ponga en cuestión”, concluye Adela.
“Toda la familia hemos sido muy peculiares”, tercia Pablo, que regresa a sus recuerdos: “Siempre me he sentido muy rarito: vestía diferente, hacía cosas diferentes, mis amigos en el cole eran todos de derechas y yo no encajaba ahí. La sensación de ser extraño la he tenido siempre. La Aravaca de los años sesenta no tenía nada que ver con la de ahora; era todo campo, no había vallas. La pusieron de moda los artistas: Mompó se vino a vivir aquí, Molezún, José Luis Sánchez… Hasta los diecisiete años no viví en Madrid. Antes, nos fuimos más de un año a Londres. La gente venía a casa y era como ir a un lugar en libertad. Todos los niños del barrio, muy reprimidos por familias clásicas, venían aquí a jugar…. El recuerdo que tengo de Juan es el de alguien trabajando siempre en el estudio. Un sitio prohibido, en el que a veces nos colábamos. Pero él bajaba continuamente y jugaba con nosotros; era un padre muy presente”.
Silvia certifica las palabras de Pablo: “Sí, lo de raritos es completamente así. Teníamos que callar ciertas cosas en el colegio, porque así nos lo habían advertido Juan y Adela, pero lo que más raritos nos hacía era no tener normas autoritarias en casa. Podíamos volver a la hora que quisiéramos e ir adonde nos diera la gana. Mis padres se fiaban de nosotros, tenían confianza en que sabríamos vivir y nos dejaban vivir, nos decían sus ideas y discutían si no estaban de acuerdo, pero nunca nos las imponían. Éramos muy libres, mucho.
”Recuerdo que decidíamos la organización de la casa en reuniones, lo que cada uno tenía que hacer para mantener la casa limpia, las reglas de respeto y de comportamiento y esas cosas… Pero era la teoría, luego, en la práctica se empezaba a disolver lo decidido y todo se iba hacia quién sabe dónde. Recuerdo mi niñez muy libre. Mis padres siempre nos respetaron, siempre estuvieron interesados en nuestras ideas y en nuestro punto de vista. Hubo épocas distintas, lo que recuerda Ana de que se quedaba sola fue porque nos hicimos Pablo y yo mayores, yo me fui a estudiar a Barcelona, mi hermano trabajaba, mi madre también y, entonces, ella notó mucho el vacío porque aún era pequeñita… Antes habíamos estado todos muy unidos. Fueron épocas, pero, en general, hubo muchísima confianza entre todos; éramos como amigos”.
“Mi padre era, y es, muy extrovertido. Un poco incómodo, un poco gritón, con mucha personalidad, muy seductor, también con los niños; siempre tenía algo que contar”, comenta Pablo, y añade: “Era expansivo, agotador, de esas personas que no paran, siempre trabajando, siempre haciendo algo. Pero, a la vez, tenía un mundo interior muy intenso, muy cerrado. Era muy contradictorio. Por un lado, era el padre estrella, era culto; no diría que posee una cultura académica, sino más bien leída y vivida. Después, había otro Juan: el del dramatismo; era un Juan que nunca se mostraba, pero que yo siempre tuve la sensación de que existía de puertas para adentro. No en la relación con mi madre; ellos han sido casi la misma persona, siempre, siempre juntos. Eso nos daba a los hijos mucha seguridad. Aunque ser hijo de alguien tan grande es duro, has de buscar tu sitio. Tuve desde muy niño consciencia de la importancia de mi padre, porque mi infancia coincide con su época dorada. Recuerdo ir al cole, con seis años; los compañeros hablaban de tu padre y te sentías raro”.
“Sí, mi padre es el sol”, añade Silvia. “Está lleno de vida, de ilusión y de marcha, tiene un camino y va contento por él. […] Mi padre disfruta de su tiempo y está dedicado solo al trabajo, es lo principal de su existencia. Quizá sí hubo un tiempo en que tuvimos que alejarnos unos de otros para encontrarnos a nosotros mismos; puede ser. Ahora las cosas las ve una de distinto modo, te empiezan a necesitar más”.
“Siempre me he posicionado como la pequeña”, sostiene Ana, “porque tenía por encima a cuatro portentos. Adela, parece que no, pero, de manera distinta a Juan, es una persona muy fuerte. Juan es ‘soy el más grande’, y Pablo es muy fuerte, más calladito, pero fuerte. Silvia es como Juan. Yo a los diecisiete tenía un agobio que no podía ni respirar. Gracias a mi madre, me fui a Londres a estudiar arte, porque mi padre decía: ‘No sabemos si se le da bien…’. Mi padre solo se ve a él. Eso sí, siempre nos anima a dar nuestra opinión, siempre nos da voz, nos da el poder de decir. Pero siempre está muy ensimismado. Irme fue maravilloso, porque me liberé de estos cuatro, que me pesaban, sobre todo, Juan, porque si quieres ser artista, tenerle a él ahí…”.
“Yo nunca he sentido el peso de ninguna losa, esa presión de la que habla Ana. Quizá es más la responsabilidad de sentirse uno pleno. Quizá, ahí sí está mi padre como comparación. Ser feliz como él, quizá sea esa la mayor presión”.
“A medida que he visto que mis hijos eran tan capaces, artistas, todos con mucho sentido y amor al arte, y que le apoyaban tanto, yo me he ido retirando”, confiesa Adela. “Ha supuesto un gran cambio, incluso en nuestra relación, porque al hacerme mayor me he ido apartando bastante del trabajo diario de Juan y han ido tomando mi espacio los hijos. Ahora lo que sostiene intelectualmente a la familia son los hijos. Conmigo solo no creo que Juan hubiese podido trabajar tanto, y exponer tanto, y hacer tanta cosa. Tampoco me ha gustado mucho ir por el mundo de mujer del artista, de ir siempre de florero. Hubo una época, cuando empezó a trabajar con la galería Marlborough, en la que le acompañaba a ver al director de la galería y a las exposiciones”.
“Conservo una foto muy bonita de mi madre, en la inauguración de una exposición en Nueva York, creo que en los años setenta. Está sentada sola en un silloncito, vestida muy moderna, con los cuadros de Juan detrás, y está como esperando. Es una foto preciosa”, comenta Ana.
“Nosotros nos empezamos a interesar por el arte desde niños”, sigue Pablo. “Recuerdo un viaje a la Documenta de Kassel de 1972, la Documenta 5, la de Beuys, que era entonces, y ahora, el certamen que marcaba la hora del arte contemporáneo. Juan dijo: ‘Tengo este cheque’, que no era mucho, no daba para hoteles ni lujos. Fuimos en tienda de campaña los cuatro: mi padre, mi madre, Silvia y yo, y dimos una vuelta a Europa. Recuerdo un día que dormimos al borde de la autopista, como gitanos del arte. Cada cuatro días cogíamos un hotel y los restantes dormíamos donde podíamos”.
“Los tres hermanos salimos habilidosos con el lenguaje visual”, afirma Silvia. “No hacemos pintura en concreto ninguno de los tres, pero hoy en día el arte ya no tiene una especialización tan determinada, puedes hacer pintura en un show teatral e inventar las palabras que dice un personaje disfrazado con un traje escultura. Yo me disfrazo mucho, siempre me ha gustado y trabajo en teatro o vídeo, pero siempre en lo visual. Me interesa lo que se expresa con las imágenes. También hago joyería… Mis padres quizá no estaban interesados en que fuéramos artistas, pero hicieron todo lo posible para que no supiéramos ser otra cosa”, concluye, y rompe a reír.
Ana coincide con las palabras de Silvia: “Yo, desde el principio, solo he sabido hacer arte porque estudiar no se me daba bien. El colegio no me gustaba nada; no soy académica. Volvía a casa y Juan decía: ‘Pero ¿por qué te mandan hacer eso? Eso es una tontería’. Adela, en cambio: ‘Hay que estudiar’, e insistía: ‘Hay que sacarse el título’. Pero no había manera… Yo veía las dos posibilidades, y pensaba: ‘Lo que hace mi padre es más divertido’. En su estudio aprendí técnicas y cosas, aprendí mucho. Me encantaba, pero cuando era mayorcita. De pequeña no, porque armabas líos. Lo normal para nosotros era lo del arte, lo raro para mí era el colegio. Luego, mis amigos no eran del mundo del arte y te das cuenta de que el raro eres tú”.