Loe raamatut: «Temblor», lehekülg 3

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En la actualidad

Nos pasamos los «secretos» en el gran salón helado. Todos están escritos con la misma letra manuscrita en mayúsculas.

—¿Qué pasa aquí? —inquiere Curtis, con una voz peligrosamente tranquila.

Un mar de caras desconcertadas. Dale aprieta los puños; Brent estrangula el cuello de su botellín de cerveza. Los ojos de Heather van de un rincón a otro.

Después de todo, no creo que sea Curtis quienquiera que esté detrás del juego. Nadie sería capaz de fingir esa furia contenida, y además no habría dicho esas cosas de su hermana.

Toma la caja y la sacude con fuerza. Está claro que tiene ganas de hacer lo mismo con nosotros. Sacudirnos lo bastante fuerte como para obtener respuestas.

En la caja se oye algo. Curtis mete la mano en la apertura de la parte inferior. Se oye un tamborileo.

—Hay un falso fondo —anuncia. Le da la vuelta y observa el interior acercando el ojo a la ranura larga y estrecha en la parte superior—. Nuestras tarjetas siguen ahí.

Se hace un silencio ensordecedor. Todos lo rodeamos para verlo.

Curtis me tiende la caja. Una separación de madera la divide en dos compartimentos: la parte superior, donde siguen los sobres que hemos metido, y la parte inferior, ahora ya vacía. La caja no se ha movido de la sala. ¿Es posible que uno de nosotros metiera las tarjetas falsas sin que los demás lo viéramos o lo han preparado de antemano?

—Veamos —dice Brent.

Le paso la caja. La golpea con fuerza y se rompe en pedazos.

—¿Qué sentido tiene todo esto? —murmura Curtis.

Lleva razón. Apuesto a que los secretos que hemos escrito nosotros no tienen el menor interés en comparación con los que Heather ha leído.

Heather agarra uno de los sobres y lo abre.

—«Cuando veo sangre me desmayo».

Nadie la está escuchando.

Los ojos de Curtis echan chispas.

—Alguien ha preparado esto. ¿Quién ha sido?

Nos mira, uno por uno, con dureza y durante un buen rato. Apartamos la vista.

Me cuesta desechar la idea de que fuera él quien nos ha invitado aquí. En parte, es una cuestión de orgullo. Me sentía halagada. Pensaba que significaba algo. Esperaba que así fuera. Entonces, si Curtis no ha organizado la reunión, ¿quién ha sido?

Brent se levanta de un salto.

—A la mierda. Necesito una bebida de verdad.

La puerta se cierra tras él.

Heather tiene puntitos rosas en las mejillas. Más tarde, trataré de pillarla a solas y le preguntaré acerca de Brent, porque tengo que saberlo. Si se acostó con él, ¿fue antes o después de empezar con Dale? ¿Antes o después de que Brent estuviera conmigo?

Dale la acompaña a la ventana y se quedan allí de pie un rato, hablando en voz baja. ¿Le estará preguntando por Brent? Supongo que sí.

No me parece probable que Heather esté detrás de todo esto. Los primeros tres secretos parecían diseñados para humillarla. ¿O es lo que se supone que debo creer? Me parece que antes mentía, cuando me ha hablado de la invitación que había recibido.

Tomo un sorbo de la cerveza. Yo también querría una bebida más fuerte. Doy un respingo. Curtis está detrás de mí. Cuando quiere, se mueve como un gato.

—¿Esto tiene algo que ver contigo, Milla?

—No, por claro que no —respondo.

No parece convencido.

—Háblame de la invitación —le pido—. ¿Cuándo la recibiste?

—Hará unas dos semanas.

—Igual que yo. —No llegó con demasiada antelación, pero lo dejé todo para venir. «Porque pensaba que me habías invitado tú». Quizá no hayamos hablado durante estos últimos diez años, pero no podía dejar pasar la oportunidad de verlo.

—¿Te la enviaron al móvil o al correo electrónico? —pregunto.

—Al correo.

—¿Desde qué dirección? —Debería haberlo comprobado antes, cuando él y Brent me han mostrado los mensajes que habían recibido.

Curtis mira al otro lado de la sala, hacia Dale y Heather.

—M. Anderson, algo así. Una cuenta de Gmail.

—No tengo cuenta de Gmail. La invitación que yo recibí era de C Sparks. También de Gmail.

Pasé un buen rato redactando la respuesta. ¿Debía mencionar a Saskia? ¿Ofrecerle mis condolencias? Pensé en llamarlo. No constaba número de teléfono en la invitación, pero había varios en su página web. Al final me acobardé. Las conversaciones incómodas son más fáciles en persona.

«¡Una idea genial! —escribí—. Allí estaré. Me alegro de saber de ti. ¿Cómo estás?».

Su respuesta llegó al momento: «Qué bien que puedas venir. Nos vemos pronto».

Me sentí decepcionada, pero supuse que estaría ocupado. Y, además, es un hombre. ¿Qué hombre escribe más de lo necesario?

Me termino la cerveza. A diferencia de Brent, Curtis ha envejecido bien. Está afeitado y el hoyuelo en su mentón es claramente visible. Debe de haber viajado al extranjero hace poco porque tiene la piel ligeramente bronceada. Lleva el pelo rubio oscuro un poco más largo que antes, pero le queda bien. Viste una chaqueta de estilo militar de la marca Sparks, con un ribete blanco en las mangas. Últimamente, en las fotografías de las redes sociales toda su familia lleva esa marca de ropa.

O mejor dicho, lo que queda de su familia.

—¿Seguiste en contacto con alguno de ellos? —pregunta Curtis.

—No —respondo.

—¿Ni siquiera con Brent?

¿Lo pregunta por curiosidad o por algo más?

—No.

Hay muchas cosas que quiero preguntarle. Cuánto tiempo pasa en la nieve. Dónde vive. Si sale con alguien. Busco en su rostro las señales de la antigua calidez, o una simple indicación de que ya no me odia.

Pero Curtis solo piensa en una cosa.

—¿Y con alguien más de aquel invierno?

—No.

Me metí en el coche y me alejé conduciendo para dejar la tormenta a mis espaldas. Los borré de mi Facebook. De mi teléfono. De mi vida. Ahora me siento mal por eso, pero quiero arreglar las cosas.

—Pero es fácil encontrarme en internet. Soy entrenadora personal y tengo un blog y una página propia.

Si me ha buscado, no lo deja entrever.

—Ya.

—Supongo que tú también.

—Sí.

Al parecer, Curtis tiene tanto talento para los negocios como lo tenía para el deporte, porque Sparks Snowboarding, la empresa de ropa deportiva de nieve que montó hace siete u ocho años, ha despegado. Y me encanta lo que hace con su empresa. Organiza campamentos de snowboard en Suiza cada verano, invita a niños en riesgo de exclusión y los mezcla con las futuras estrellas del deporte. Hace campaña por la lucha contra el cambio climático, tratando de proteger los glaciares para que las futuras generaciones los disfruten.

Al otro lado de la sala se oye la voz de Dale, más fuerte, aunque la baja cuando se percata de que lo miramos. Heather niega con la cabeza. Su lenguaje corporal es defensivo. No me gusta lo que veo. Si le pone un dedo encima, voy a ir hacia allí.

Brent vuelve con una botella de Jack Daniels y varios vasos.

Tomo uno.

—Buena idea. Quizá me ayude con el frío.

Brent me sirve una copa y lo hace con la mano temblorosa. Doy un sorbo y parpadeo. Dios, es bastante fuerte.

Dale y Heather siguen con la discusión. La voz de él es un rugido sordo; la de Heather, quejumbrosa.

—¿Quieres una, Curtis? —ofrece Brent.

—No, gracias. Bueno, ¿con qué te ganas la vida ahora? —pregunta Curtis.

Brent se sirve una copa, llena hasta arriba, y la vacía de un trago.

—Soy albañil.

No sé qué esperaba, pero no era eso.

—Es el negocio familiar —añade. Debe de haberse percatado de nuestras expresiones.

Ahora que nos lo ha dicho, detecto las señales de su profesión en los hombros anchos, en la dureza de las manos, en la ligera inclinación de la espalda.

Pienso en sus sueños olímpicos y algo dentro de mí se retuerce.

La fama es algo pasajero para la gran mayoría de atletas, pero lo es incluso más en deportes tan peligrosos como el nuestro. Cuando estás en lo más alto, te ponen en un pedestal y te llaman héroe, pero basta un error para que todo termine. Llegar al borde demasiado rápido o demasiado lento, o tropezar en un surco que haya dejado el competidor anterior. Un minúsculo error de juicio. O pura mala suerte. Es tanto lo que está en juego que si le prestásemos atención, no saltaríamos, a menos que quisiéramos morir.

Todos caemos de un modo u otro, pero lo de Brent es una caída más dura que la de la mayoría. Era el chico de oro de Burton; el rostro de las bebidas energéticas Smash. Durante años, seguí las clasificaciones con la esperanza de ver su nombre, pero desapareció de la faz de la Tierra, igual que yo. Supuse que sufriría una lesión grave, pero ahora no estoy tan segura. ¿Acaso dejó de competir por algo relacionado conmigo? Si fuera el caso, no creo que lo soportase.

Curtis se recupera antes que yo de la sorpresa.

—¿Y qué tal es?

—Es un trabajo. —Brent suena a la defensiva.

—¿Tienes página web? —pregunto.

—Sí.

Curtis y yo cruzamos una mirada. Así que cualquiera podría haber encontrado el correo de Brent.

Heather sale apresuradamente del salón, cabizbaja. ¿Debería ir tras ella?

No. Parece alterada y ahora mismo no puedo aguantar un numerito de lágrimas en el baño. Nunca sé qué decir. Cuando yo estoy mal, me lo guardo para mí. Era una de las cosas buenas de Saskia. Jamás me montaría ningún espectáculo lacrimoso en el baño.

Una vez vi a Odette llorar, pero si me hubieran dicho lo que a ella, yo también lo habría hecho.

Y no habría parado.

No volverá a caminar nunca más.

Me trago el resto del whisky. No voy a pensar en eso. Hablaré con Heather más tarde, cuando se haya calmado.

Dale está de pie junto a la ventana, con la botella en la mano. Mira a Brent y, luego, se gira. ¿Qué le habrá dicho Heather?

—¿Cómo habéis llegado hasta aquí? —pregunta Curtis.

—En avión, he aterrizado esta mañana —contesta Brent.

—¿Grenobles?

—Lyon.

—Eso explica por qué no te he visto —comenta Curtis—. Yo he entrado por Grenobles.

Me he fijado en las etiquetas de equipaje en sus bolsas de snowboard.

—Yo he venido en coche —intervengo.

Curtis arquea las cejas.

—¿Todo el trayecto?

—Por los viejos tiempos. Así he tenido tiempo para pensar.

«En ti, entre otras cosas».

Heather vuelve a entrar.

—Chicos —nos llama, sin aliento—. Alguien se ha llevado nuestros móviles.

6
Hace diez años

Saskia me rodea con el brazo como si fuera su nueva mejor amiga. Huele a un perfume embriagador y exótico, aunque no lleva maquillaje aparte del delineador violeta que hace que sus ojos parezcan todavía más azules.

Estamos en un reservado en el Glow Bar; somos seis chicas. No tenía ni idea de qué ponerme esta noche. Saskia parecía el tipo de persona que siempre se viste para la ocasión, pero aquí la temperatura es de diez grados bajo cero, así que me he puesto tejanos y dos jerséis, dispuesta a parecer una pardilla, pero todas las chicas de la mesa, que creo que son francesas, llevan lo mismo, y, además, no nos hemos quitado las chaquetas de esquí. Son mi tipo de gente.

El bar está lleno. No me gusta demasiado salir de fiesta durante la competición. He venido para entrenar, no para ir de juerga. Siempre me ha parecido raro que los visitantes de las estaciones de esquí se pasen más tiempo en el bar que en las pendientes, pero bueno, el Glow Bar es el único bar del pueblo.

En el escenario, una banda toca punk-rock del malo.

Saskia grita por encima del ruido.

—¿Has venido para la temporada, Milla, o solo por la competición?

—Para la temporada —respondo—. ¿Y tú?

—Yo también.

Los nervios hormiguean en mi estómago. Durante todo el invierno, entrenaré al lado de mi rival más cercana. Podré seguir sus avances, claro, pero ella también los míos. Estudio sus hombros estrechos y sus caderas. Es un par de centímetros más baja que yo, pero la altura no es ninguna ventaja en el medio tubo. Un centro de gravedad más bajo contribuye a ganar equilibrio. Aun así, la supero en potencia muscular. Me gustaría saber cómo entrena en el gimnasio. Tendrá mucha fuerza en el tren inferior, para ejecutar las piruetas que he visto antes.

—¿Tienes patrocinadores? —inquiere.

—Sí.

Espera.

—Tabla de Magic, ropa de Bonfire y gafas de Electric. —Y una marca de barritas de muesli, pero no se lo diré por si se burla de mí. He llegado con mi pequeño Fiat Uno cargado con las barritas y ya estoy harta de ellas, pero al menos no moriré de hambre. Mis patrocinadores solo me envían productos. Me pago el entrenamiento como puedo, pero tampoco pienso decírselo—. Hace dos años tenía otra marca de ropa, pero me dejaron cuando me rompí la rodilla.

—A mí también me pasó algo similar —comenta una de las chicas.

Estaban hablando francés, pero cuando nos hemos sentado con ellas han pasado al inglés.

—Deberíamos asegurarnos las piernas —propone otra chica—. Como los jugadores de fútbol.

—¿Sabes que Mariah Carey se aseguró las suyas por mil millones? —comenta Saskia.

—Y Jennifer Lopez se aseguró el trasero —añade otra.

—¿Cuándo se van a caer esas dos? —tercio—. Ojalá pudiera asegurar mi trasero.

Empezamos a hablar de las partes de nuestro cuerpo que nos gustaría asegurar.

La camarera trae otra bandeja de chupitos. Le da uno a Saskia y ella me lo ofrece a mí. No tenía intención de beber esta noche, pero es difícil negarse. Todas las chicas competirán mañana en el Open de Le Rocher y están bebiendo. Saskia invita. Espero a que todo el mundo tenga una copa y, luego, me tomo la mía. Todas levantamos la voz y eso llama la atención de las chicas de la mesa de al lado, que son alemanas o, quizá, suizas, y supongo que también compiten mañana, porque ninguna de ellas bebe alcohol.

Dos chicos se acercan a nuestra mesa, uno de piel morena y el otro con rastas rubias. Me suenan de algo.

—¿Quién es esta? —pregunta el de piel morena, que me mira. Tiene acento de Londres.

—Vete a la mierda —responde Saskia.

Los chicos se van a la barra. Espera, eran Brent Bakshi y Dale Hahn. ¡Y Saskia acaba de mandarlos a la mierda!

Justo detrás de ellos está Curtis. Me saluda con una sonrisa y frunce el ceño a su hermana cuando ve los vasos de chupito. Se dirige a una mesa llena de chicos, más caras que reconozco de los DVDs de snowboard, y estrecha las manos de todos. Curtis y Saskia son la realeza de este deporte. Sus padres son los pioneros del snowboard Pam Burnage y Ant Sparks, y da la sensación de que conocen a todo el mundo.

A mi lado está Odette Gaulin, medallista de bronce de los Juegos X. Es la chica de la chaqueta color menta. Bajo una gorra Rossignol asoman sus rizos de pelo corto y castaño. Trato de no dejarme impresionar, pero es realmente agradable. Ella también va a pasar aquí la temporada, me explica; las demás chicas solo se quedarán durante la competición.

Me inclino hacia ella.

—¿Los chicos se sienten intimidados por ti? Seguro que sí, eres muy buena en lo que haces.

Odette agita la mano.

—Pfff.

Ojalá la banda dejara de tocar. Estoy quedándome afónica.

—El año pasado salía con un deportista de snowboard suizo y me dejó porque le gané a un pulso.

Las chicas se echan a reír.

—Delante de todos sus amigos —añado.

Odette choca los cinco conmigo. Es el vodka el que habla. Normalmente, jamás me sincero tan rápido, sobre todo con gente a la que acabo de conocer, pero contárselo me hace sentir bien. No me había dado cuenta de la rabia que aún me daba. Stefan era un skater profesional que jamás ralentizaba para esperarme y a mí me encantaba correr con él, porque me obligaba a saltarme todas las reglas para seguirlo.

—Tendrías que haberlo mandado al gimnasio —sugiere la chica al otro lado de la mesa.

—¡O contratarle un entrenador personal! —exclama otra.

—¡O darle esteroides! —Las sugerencias se vuelven más atrevidas.

Encajar en un grupo de chicas como estas es una sensación nueva. Las salidas con mis amigas en casa son más dolorosas. Solo quieren hablar de moda y de famosos. Yo me siento más cómoda con las bromas subidas de tono de los compañeros de rugby de mis hermanos.

Llegan más chupitos de vodka. ¿Cuántos llevamos? He perdido la cuenta. No suelo beber. Estoy demasiado ocupada con los entrenamientos, el trabajo o con ambas cosas. Y nunca bebo antes de una competición, pero las demás chicas siguen y hay un par de ellas que, además, se han pedido una cerveza, así que me bebo el contenido de un trago y dejo el vaso con fuerza encima de la mesa.

Las alemanas hablan de nosotras, y creo que es justo lo que quería Saskia. Es una declaración de principios: somos lo bastante duras como para beber esta noche y, además, ganaros mañana. Y quizá sí, si una es Odette Gaulin, aunque no estoy tan segura en mi caso. Pero no quiero decepcionar al grupo.

Curtis se acerca y susurra algo al oído de Saskia. No puedo oírlo por el volumen de la música, pero creo que le ha dicho que no siga bebiendo. Ella agita la mano, como en señal de que no le dé la lata, y Curtis vuelve a su mesa, con expresión enfadada.

—Dios, qué pesado es —exclama.

—Mi hermano también es así —digo—. ¿Cuántos años os lleváis?

—Dos.

—Como mi hermano y yo.

—Tengo dos hermanos mayores —interviene Odette.

—Pobrecita —la compadece Saskia, y nos reímos.

—¿También hacen snowboard? —pregunto.

—No, son velocistas de esquí —explica Odette—. Yo también lo era, pero me cambié al snowboard a los catorce.

—¿Están aquí, en Le Rocher? —inquiero.

—No, este invierno se han quedado en Tignes. ¿Has ido alguna vez?

Eso da pie a una nueva conversación sobre dónde hemos entrenado o competido.

Luego, Saskia se dirige a la barra y veo que ella y Curtis discuten. Jake no se atrevería a decirme qué debo hacer y qué no; llegó a esa conclusión hace años.

Saskia regresa con más bebidas. Nos las tomamos y la banda se lanza con una versión de una canción de The Killers, «Somebody Told Me».

Saskia se pone en pie.

—Me encanta esta canción.

El resto la seguimos al centro de la pista y, de repente, todo el bar está bailando; los cuerpos chocan entre sí en el pequeño espacio. Estoy un poco mareada. No he bebido tanto en años. Antes de irme a la cama, tendré que tomarme, como mínimo, un litro de agua.

Como no se me pasa el mareo, voy a los baños. De camino a la mesa, tropiezo y un par de manos agarran mi antebrazo. Curtis.

Maldigo para mis adentros. Las piernas me tiemblan bastante, y mi voz también titubea:

—Gracias.

Sus ojos brillan.

—Como te he dicho antes, estás invitada a caer sobre mí las veces que quieras.

Me obligo a no ruborizarme y señalo su botella de agua.

—Debes de ser la única persona del local que no bebe.

—No bebo alcohol cuando entreno. Altera mi tiempo de recuperación.

Miro hacia la mesa. Ha llegado otra ronda de chupitos de vodka. Mierda.

Curtis se fija en la dirección de mi mirada.

—Creo que ya has bebido suficiente.

—¿Perdón? —digo—. Si necesito tu opinión, te la pediré.

¿Quién se cree que es? Una cosa es que le diga a su hermana pequeña que no beba más, pero a mí ni siquiera me conoce. A trompicones, voy hacia la barra. No puedo dejar que Saskia pague durante toda la noche. Está claro que puede permitírselo, pero no quiero aprovecharme de ella. Al menos tengo que pagar una ronda.

Pero no tengo ni idea de la marca de vodka que hemos bebido, y creo que Saskia es una persona a quien ese tipo de cosas le importan.

—¿Otra ronda de lo mismo? —sugiere la chica del bar antes de que pueda abrir la boca.

—Sí —exclamo, aliviada.

Dale y Brent están sentados en la barra, más allá. La camarera charla con ellos mientras prepara las bebidas. Lleva un vestido negro corto y botas de tacón, y le miran las piernas descaradamente. Es menuda y muy guapa, con el pelo largo y negro, y lleva los ojos muy maquillados. Oigo retazos de su acento, más marcado que el mío, del noreste de Inglaterra. Ya me cae mejor. Una compañera del norte.

Dale dice algo y ella entorna los ojos. Le responde y él inclina la cabeza, finge estar avergonzado. Brent se ríe y le da una palmada a Dale en la espalda.

La camarera trae las bebidas. Siento pena por ella. Tiene que aguantar a los clientes que solo quieren ligar noche tras noche. Aunque sean tan especiales como Dale, con sus rastas y sus numerosos piercings, estará hasta las narices.

Pero cuando pone los vasos de chupito en mi bandeja, veo que esboza una sonrisa discreta, y caigo en la cuenta de mi error. Es ella quien juega con ellos. Y sabe exactamente cómo hacerlo.

—Aquí tienes —dice—. Son diez euros.

Vacilo. Las bebidas en las estaciones de esquí son carísimas. Pensaba que me costaría por lo menos cincuenta euros. Seguro que se ha equivocado, distraída por Dale y Brent, pero si no le digo nada, le restarán la diferencia del sueldo.

—No puede ser.

Una sombra de irritación cruza sus bonitas facciones.

—Es lo que cuesta.

Vale. Al menos lo he intentado. Le tiendo un billete de diez euros.

Mientras cobra, mira de reojo hacia los dos chicos y sacude el pelo, como diciendo: «No estoy interesada». Observo fascinada cómo Dale se inclina sobre la barra, con las mangas subidas para que se vean sus antebrazos llenos de tatuajes, y la llama. Ella sonríe para sí de nuevo y finge que no lo ha oído.

Jamás he jugado así con los tíos. No sabría cómo hacerlo.

Señala las bebidas con una uña pintada de rojo y dice algo que no entiendo.

—¿Perdón? —pregunto.

—Esa de ahí es el vodka.

¿Qué?

Un pensamiento horrible se abre paso en mi cerebro anegado en alcohol. Pero Saskia no haría algo así.

¿Verdad?

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