El pueblo judío en la historia

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Otros historiadores alemanes escépticos sobre el contenido de la Biblia afirmaron que el pueblo judío no procede de un tronco común que deba buscarse en los tiempos históricos más remotos. Ese era según ellos el error al que podría llevarnos la creencia literal en los textos bíblicos. En opinión de esta escuela, en la actualidad con escasos apoyos, los hebreos carecen de un pasado anterior al siglo XII a.C. y no existiría por tanto una era patriarcal, ni un periodo de esclavitud en Egipto, ni años de conquista posterior del territorio de asentamiento. De acuerdo con estos autores el pueblo se habría formado cuando, en tierra cananea, comenzaron a unirse clanes de distintos orígenes hasta constituir una organización en doce tribus. Conforme a esta teoría el patrimonio común a ese sistema sería la adoración de la misma divinidad, Yahvé.

A pesar de las dificultades, a nadie sensato se le ocurre excluir la Biblia como fuente histórica, tan reveladora por el mero hecho de existir. Aunque tales experimentos no han faltado, no caeremos nosotros en ese error. Para conocer los tiempos remotos y otros más cercanos de la historia hebrea ―los Patriarcas, Moisés, el Éxodo, la Alianza, la entrada de las tribus en Canaán, la monarquía, el destierro, etc.― y tratar de comprender la percepción que los propios judíos tuvieron de sí mismos y de su diferencia respecto a los demás recurriremos a textos bíblicos, refiriendo algunas de las interpretaciones que se les han dado. Hasta quienes dudan seriamente de la Biblia ―como el profesor italiano Jan Alberto Soggin― reconocen que es la principal fuente histórica que existe hasta una fecha tan avanzada como el siglo IX a.C.

El hecho de que muchos pasajes bíblicos se hayan redactado en periodos posteriores a su contenido no conlleva necesariamente la falsedad de este. En la mayoría de los casos dichos textos no hacen más que recoger antiguas tradiciones que fueron pasando de padres a hijos. Muchas veces su fiabilidad supera ciertas teorías contemporáneas ―algunas completamente distintas entre sí― que surgen sin apoyo de fuentes textuales o arqueológicas o que se fundamentan en suposiciones tan subjetivas y originales que, en último término, resultan increíbles.

Siendo además, como es ésta, una obra que no sólo pretende conocer la historia del pueblo judío sino también adentrarse en su conciencia común, en su memoria compartida, en su sentir, el recurso a la Biblia es imprescindible. El historiador Siegfried Herrmann, que considera al Antiguo Testamento «la fuente principal para la historia de Israel y del naciente judaísmo», distingue como otros investigadores los libros no históricos de los que sí lo son y subraya la peculiaridad de esta compilación:

«En el Antiguo Testamento se trata de una colección de fuentes de todas las épocas de la historia de Israel, pero no con el propósito de presentar una historia completa, sino para rememorar constantemente las intervenciones de Yahvé, el Dios de Israel, que en todos los tiempos se ha manifestado como el viviente, el presente y el único poderoso. Estos documentos de los testimonios de Yahvé de aproximadamente un milenio de historia israelítico-judía fueron contribuyendo gradualmente a trazar el cuadro de esa historia y a hacerlo intuitivo.

«El proceso de recopilación y asimilación de cada una de las fuentes requirió una prolongada evolución, como es natural. Su resultado se nos presenta en primer lugar bajo la forma del Pentateuco, después en dos exposiciones, que muestran a veces mutuas dependencias pero que son de distinta tendencia, en la obra histórica llamada deuteronomística y en la obra histórica cronística. Bajo múltiples formas esas obras son confirmadas y completadas a base de noticias tomadas de los libros proféticos. Por el contrario, los libros poéticos del antiguo testamento sólo pueden aportar criterios relativos para la datación de las fuentes y para el esclarecimiento de la evolución histórica de Israel. De entre los apócrifos, los libros de los Macabeos sobre todo tienen la categoría de exposición histórica independiente.»

Además de la Biblia, otras fuentes escritas permiten ampliar nuestro conocimiento de la historia antigua del pueblo hebreo: inscripciones en lápidas, sellos de piedra y fragmentos de cerámica escrita. Indirectamente son útiles los archivos de Alalaj (siglos XVII y XV a.C.) y Ugarit (siglos XIV y XIII a.C.), en escritura cuneiforme, que han mejorado nuestra comprensión de la sociedad siria de entonces, uno de los referentes de la comunidad israelita.

Entre la documentación egipcia encontrada hay referencias a incursiones faraónicas en Canaán. Pero sin duda alguna el principal archivo egipcio con información sobre la tierra de Canaán, durante el segundo milenio antes de nuestra era, se encontró en el yacimiento de El Amarna. Desde las primeras excavaciones (1887) se han desenterrado más de 350 tablillas escritas en acadio dirigidas unas al faraón Amenofis III y, las más, a su hijo Amenofis IV (Akenatón), ambos del siglo XIV a.C.

Estos documentos aportan valiosos datos sobre las relaciones políticas y comerciales entre los imperios dependientes de las más poderosas ciudades-estado de Oriente Próximo y Medio en esa época. Las cartas reflejan las disputas entre los reyes locales y la dificultad de los egipcios para mantener la paz mientras los hititas se hacían con el control de la tierra que quedaba al norte de Canaán, y tribus nómadas del desierto invadían la zona meridional y el centro de la región. También suministran información las estelas conmemorativas erigidas en tiempos de faraones de fines del siglo XIV y de la siguiente centuria (Seti I, Merneptá), así como las realizadas por orden de otros gobernantes (Mesha, rey de Moab), al igual que textos orientales y semíticos escritos desde el siglo IX a.C.

De especial interés son los hallazgos realizados por beduinos y arqueólogos (1947-1956) en once cuevas cercanas a las ruinas de Khirbet Qumrán, junto al Mar Muerto. Más que las vasijas y los pedazos de jarras, los descubrimientos más destacados son los miles de pequeños restos de pergamino y algunos ejemplares más completos, redactados fundamentalmente en hebreo, pero también en arameo y en griego, en tiempos del Segundo Templo.

El total de fragmentos escritos encontrados en diez de las once cuevas ronda los cincuenta mil, correspondientes a casi 840 manuscritos, fechados por la mayoría de los especialistas entre los años 170 antes de la era cristiana y 68 d.C. A pesar de que sólo de diez conservamos más del cincuenta por ciento del contenido original, y de que nada más que uno está completo, los textos de Qumrán constituyen un material valiosísimo para conocer tanto el judaísmo de aquella época como el contexto histórico y espiritual en el que nació el cristianismo.

De otras fuentes para conocer la historia antigua del pueblo hebreo se ha cuestionado su fiabilidad en la datación y localización de los acontecimientos narrados, o en la interpretación de los mismos, al pensarse que han podido emplear documentos falsos para su elaboración; en otros casos las dudas o el rechazo se deben a la parcialidad tendenciosa que muestran los cronistas. Aun así, resultan interesantes las referencias de historiadores griegos y latinos como Polibio, Estrabón, Tito Livio, Plutarco, Tácito y Suetonio, o las realizadas por el filósofo judío Filón de Alejandría.

Más relevantes son las obras de Flavio Josefo (La guerra de los judíos, Las antigüedades judías, Autobiografía y Acerca de la antigüedad de los judíos) que, a su riqueza descriptiva, añaden la singularidad de constituir los primeros libros de historia judía profana. Proporcionan asimismo datos históricos de provecho diversos textos apócrifos, rabínicos (los escritos que codifican la ley judía ―la Misná, la Tosefta y los Talmudes de Jerusalén y de Babilonia― y los midrases o comentarios de los pasajes bíblicos) así como los manuscritos encontrados en el desierto de Judea desde mediados del siglo pasado.

Arqueología en tierras de la Biblia

Junto con las fuentes escritas bíblicas y extrabíblicas, nuestra información sobre la historia antigua hebrea se complementa con los continuos hallazgos de lo que se ha dado en llamar «cultura material». Su amplia tipología incluye restos óseos humanos y animales, vestigios de flora silvestre y de especies vegetales cultivadas, ruinas de construcciones (viviendas, calles, templos, palacios, fortificaciones, murallas), tumbas, representaciones artísticas o de culto (relieves, pinturas, esculturas), herramientas de trabajo (hachas, azadas, hoces), objetos suntuarios (collares, anillos, pulseras, pendientes), armas (puntas de flecha, lanzas, dagas, escudos), monedas, utensilios domésticos (vasos, copas, botellas, jarras, cuencos, cucharas, cuchillos) y otras piezas de barro, piedra, metal y marfil que contribuyen a avalar, perfilar, ilustrar, matizar o enriquecer las informaciones de otras fuentes.

No pretendemos reseñar aquí todos los restos arqueológicos encontrados en Israel (en la actualidad, se han reconocido y protegido unos veinte mil yacimientos) y en otras naciones vecinas, que ayudan a contextualizar los primeros tiempos del pueblo hebreo. Pero tampoco debemos marginarlos. Por eso, hemos optado por ofrecer un resumen de la secuencia temporal que proponen los arqueólogos y, a continuación, una versión más ampliada de las principales etapas históricas que marca la Biblia, tras cotejar su contenido con los hallazgos materiales. A pesar de que los descubrimientos continúan, como ocurre en cualquier campo científico, hay que trabajar con los datos que disponemos en la actualidad.

Por lo que respecta a los textos bíblicos, a la dificultad de precisar en determinados casos su contenido histórico se añade la ardua tarea de establecer una cronología fiable. De ahí que otros restos arqueológicos ayuden a contrastar las narraciones. Sin embargo, ciertos enfoques teóricos del pasado exigieron a la arqueología mucho más de lo que puede dar, convirtiendo el éxito de los resultados esperados (algunos tan inauditos como encontrar el Arca de Noé o las ruinas de Sodoma y Gomorra) en condición para perseverar en el acto de fe o incluso para realizarlo. Tales pretensiones son rechazables por incoherentes y absurdas.

 

Además, al no ser la arqueología una ciencia exacta es habitual que los arqueólogos discrepen en la fiabilidad o importancia de unas mismas fuentes. Esto ha provocado que, en determinados casos, se hayan presentado series temporales dispares sobre los mismos períodos culturales. A partir de estudios de varios autores, el historiador Siegfried Herrmann ha unificado las distintas fases cronológicas de Canaán y Siria y ofrece una división entre «períodos prehistóricos» y «períodos históricos».

En la Enciclopedia judaica, por su parte, se establece la siguiente graduación temporal:


000-4000 a.C.Neolítico
4000-3150 a.C.Calcolítico
3150-2900 a.C.Bronce Antiguo I
2900-2600 a.C.Bronce Antiguo II
2600-2300 a.C.Bronce Antiguo III
2200-1950 a.C.Bronce Medio I
1950-1550 a.C.Bronce Medio II
1550-1400 a.C.Bronce Reciente I
1400-1200 a.C.Bronce Reciente II
1200-1000 a.C.Hierro I
1000-586 a.C.Hierro II

Aunque admite variaciones regionales en determinados períodos, Amnon Ben-Tor ofrece el cuadro cronológico de la arqueología del antiguo Israel que mostramos a continuación:


Neolítico A Precerámico8300 a 7300
Neolítico B Precerámico7300 a 6000/5800
Neolítico Cerámico6000/5800 a 5000/4800
Calcolítico Antiguo5000/4800 a 4200/4000
Calcolítico Medio4200/4000 a 3200/3000
Bronce Antiguo I3200/2900 a 2950/2650
Bronce Antiguo II2950/2900 a 2700/2650
Bronce Antiguo III2700/2650 a 2350
Bronce Antiguo IV2350 a 2200
Bronce Intermedio (Bronce Medio I)2200 a 2000
Bronce Medio II-a2000 a 1750
Bronce Medio II-b1750 a 1600/1550
Bronce Final I1600/1550 a 1400
Bronce Final II1400 a 1300
Bronce Final III1300 a 1200/1150
Hierro I1200/1150 a 1000
Hierro II-a1000 a 800
Hierro II-b800 a 700
Hierro III-a700 a 586
Hierro III-b586 a 520

A la vista del rápido ritmo de los descubrimientos es muy posible que surjan sorpresas que puedan llevar a nuevos resultados. De todos modos, se considera ya seguro el panorama general concluido del estudio de los yacimientos encontrados. Durante el Bronce Antiguo se consolidaron las ciudades como forma de asentamiento, fenómeno ya arraigado en Mesopotamia y Egipto. La transición del Bronce Intermedio se caracterizó por la decadencia urbana, que suele atribuirse a tribus nómadas del exterior: la mayoría de los investigadores piensa que se produjo una inmigración de amorreos, tribus semíticas occidentales que entraron en Oriente Próximo a mediados del tercer milenio a.C. Algunos esperan disponer de más datos para confirmar esa identidad; otros opinan, sin embargo, que llegaron tribus indo-europeas procedentes de las estepas euroasiáticas.

La cronología del Bronce Medio se basa en la documentación escrita de Egipto y también, en una segunda fase, de Siria-Mesopotamia. Esta división guarda relación con los acontecimientos políticos: si durante las dos primeras centurias Canaán meridional y central estuvo subordinado al poder egipcio, a partir del siglo XVIII a.C. los reinos amorreos de Siria, que ya controlaban la zona septentrional de Canaán, extendieron su dominio al resto del país. Un siglo después esas tribus, mezcladas ya con la población cananea local, obtuvieron gradualmente el dominio de Egipto. Allí se les denominó hicsos, forma griega egipcia que significa «gobernantes de tierras extranjeras». Para entonces la cultura cananea había alcanzado personalidad propia gracias a su original fusión de las tradiciones locales con las influencias egipcias y sirias.

Las excavaciones correspondientes al primer periodo del Bronce Medio muestran una cultura urbana relacionada con los habitantes de la costa libanesa y de Siria, por lo que se piensa que la población seminómada del Bronce Intermedio pudo ser absorbida por los nuevos núcleos rurales. El estudio de las secuencias estratigráficas revela que varios yacimientos llegaron a convertirse en ciudades-estado fortificadas, de las que dependían sus respectivos entornos rurales. En este tiempo se introdujo en Canaán el carro de guerra, de uso habitual en Mesopotamia. Por su parte, los asentamientos de la segunda fase del Bronce Medio prueban el afianzamiento de las ciudades y la casi desaparición de las aldeas. Los cananeos disfrutan su éxito político (se imponen en Egipto, siendo hicsa la Dinastía XV) y su progreso cultural (en las postrimerías del período, además de las escrituras jeroglífica egipcia y acadia de Siria, empieza a utilizarse el protocananeo, primer alfabeto local, inspirado en los jeroglíficos monosilábicos egipcios y origen de los alfabetos cananeo y hebreo).

La derrota de los hicsos y la consiguiente reunificación de Egipto conseguida por Ahmosis, fundador de la Dinastía XVIII, así como la conquista egipcia de Canaán, marcan en esta tierra el inicio de la Edad del Bronce Final (1550-1200 a.C.). Durante esta etapa, documentada de principio a fin, los egipcios cruzaron Canaán y trataron en vano de someter al reino hurrita de Mitanni. Recién instalado en Siria septentrional, Mitanni fue el gran enemigo de Egipto en las últimas décadas del siglo XVI y las primeras del XV a.C., y es posible que completara con éxito la invasión de la región cananea.

Finalmente el faraón Thutmosis III venció a Mitanni (1472 a.C.) y, aunque no obtuvo el control de Siria, sí lo consiguió en Canaán tras su gran victoria en Meguiddo. Desde entonces y hasta la conclusión de la Edad del Bronce Final, Canaán conservó la configuración que le impuso Thutmosis III: las autoridades locales mantuvieron el control de los pequeños núcleos urbanos, excepto los reservados a la administración egipcia encargada de mantener la paz y recaudar impuestos. Al norte de Canaán pero fuera de su territorio, Mitanni pudo prolongar su área de influencia.

A mediados del siglo XIV a.C. comenzó la decadencia de Mitanni y su progresiva sustitución por el Imperio hitita, nación de procedencia indo-europea establecida desde antiguo en Anatolia, desde donde se extendió hacia el Creciente Fértil. Tras obtener la sumisión de los pueblos antes dependientes de Mitanni, y hasta el fin de la Edad del Bronce Final, el Imperio hitita rivalizó con Egipto por el control de Siria, pues los faraones mantuvieron su autoridad en Canaán. El archivo de El-Amarna revela la existencia de un grupo marginal de la sociedad cananea que denomina ‘apiru o habiru. Nómadas sin privilegio alguno y cambiantes en sus apoyos a las distintas ciudades-estados, los ‘apiru han sido relacionados con el pueblo hebreo por algunos investigadores, como tendremos ocasión de ver.

En comparación con la etapa anterior, durante el Bronce Final disminuyó la población urbana cananea. Las gentes vivieron principalmente de la agricultura, cuyos excedentes exportaban. Como describen la Biblia y distintas fuentes egipcias, en tiempos de sequía prolongada era habitual marchar a Egipto. Gracias a su situación geográfica, Canaán se benefició de un intenso comercio internacional, que además abrió su cultura a corrientes orientales. La influencia cultural de los conquistadores egipcios, en simbiosis con las tradiciones locales y con las aportaciones orientales, dieron a la civilización cananea un perfil propio. Su mayor contribución a la cultura universal fue la invención del alfabeto. Como vimos, a partir de esta primera escritura protosinaítica o protocananea surgieron en la Edad del Hierro nuevas escrituras alfabéticas (paleohebrea, fenicia y aramea) que dieron origen a otras.

Durante el siglo XIII a.C. varios reyes egipcios de la Dinastía XIX (Seti I, Ramsés II y Merneptah) emprendieron acciones bélicas para acabar con las revueltas cananeas y enfrentarse a los hititas en Siria. Poco duró la paz alcanzada tras el Tratado de Plata (1259 a.C.), por el que Egipto y Hatti fijaron al sur y al norte de la Beqaa libanesa sus respectivas áreas de influencia: el Imperio hitita desapareció a fines de esa centuria tras sufrir épocas de sequía y la invasión de los «pueblos del mar», y Egipto tampoco escapó a la agitación de esos tiempos y perdió influencia en parte del territorio cananeo, aunque mantuvo el control de la mayoría de la región.

Las invasiones de los «pueblos del mar» pusieron fin a la hegemonía de las grandes potencias en el Mediterráneo oriental en beneficio de entidades políticas menores de carácter nacional. Junto a los «pueblos del mar» entraron en Canaán las tribus israelitas (fines del siglo XIII a.C.). Estos acontecimientos influyeron de tal manera en la cultura material que historiadores y arqueólogos aceptan la fecha general del 1200 a.C. para señalar el comienzo de la Edad del Hierro, dando por terminada la Edad del Bronce Final.

A pesar de que la cronología de la Edad del Hierro cananea (1200/1150-520 a.C.) sigue dependiendo en buena parte de fechas egipcias, la cultura material de Canaán es rica y específica de los pueblos que allí se instalaron: además de las tribus israelitas, hegemónicas en la región, vivieron en ella fenicio-cananeos, filisteos y otros «pueblos del mar». Transjordania, por su parte, se pobló mayoritariamente de moabitas, edomitas y ammonitas.

Los estratos arqueológicos de comienzos del período revelan tanto la destrucción de numerosos asentamientos anteriores, algunos después reconstruidos, como el freno de los contactos comerciales con el exterior (ausencia de cerámica chipriota y micénica) excepto donde se reanudó la influencia egipcia o los contactos con ese país. Los filisteos habitaron en núcleos urbanos extendidos por toda Filistea aunque, como menciona la Biblia, fueron cinco sus ciudades principales (Gaza, Ašquelón, Ašdod, Gat y Ecrón). Los yacimientos revelan una cultura ecléctica, pero específica, que confirma dicha presencia. En ellos se han hallado restos de cerámica, sellos de piedra y pequeñas figuras de arcilla en el único centro de culto localizado hasta ahora (Tell Qasile). Distintas pruebas materiales demuestran el asentamiento de otros «pueblos del mar» en la región.

Los hallazgos arqueológicos atribuidos a las tribus israelitas durante el periodo de los Jueces no son excesivos y pueden interpretarse de diversas maneras. Sin embargo, la ausencia de descubrimientos sobre determinados hechos recogidos en la Biblia no constituye un argumento convincente para negarlos. Por ejemplo, no se han descubierto hasta ahora restos de asentamientos israelitas en el Canaán del Bronce Final, cuando suele fecharse el éxodo a Egipto. Sobre las conquistas de ciudades narradas en el libro de Josué, la información que aportan las excavaciones tampoco es relevante: no hay restos de murallas en Jericó, que pudieron haber desaparecido de muchas maneras y, por tanto, nada contradice el relato bíblico.

La ciudad de Ay, sin embargo, se destruyó en el Bronce Antiguo y no se reconstruyó hasta la Edad del Hierro I, por lo que no había ninguna ciudad cananea en el segundo milenio a.C. En este caso, el redactor de la narración bíblica quizá atribuyó a Josué hechos que ocurrieron durante la conquista posterior de la ciudad. Carecemos de razones para negar que, como afirma el pasaje bíblico correspondiente, Josué conquistó las ciudades cananeas de la Šefelá y la región montañosa (Jerusalén, Hebrón, Yarmut, Laquíš) pues, efectivamente, se destruyeron los estratos de esa época. Y en cuanto a Jasor, la principal ciudad cananea, sí está probada su destrucción por los israelitas en el siglo XIII a.C.

Con una sola excepción, también hay correlación entre la narración bíblica y los hallazgos arqueológicos en ciudades no conquistadas por los israelitas porque en tales asentamientos pervivió la cultura cananea. Más adelante expondremos las hipótesis que se barajan para explicar el resultado actual de las investigaciones sobre lo relatado en el libro de Josué, rico en concordancias con las excavaciones arqueológicas pero en el que tampoco faltan discrepancias.

 

Los especialistas divergen sobre los criterios que definen los primeros asentamientos israelitas en Canaán, y permanece la duda sobre la identificación de muchos yacimientos. El mejor camino fue establecer esos criterios tras estudiar los núcleos israelitas mencionados en la Biblia (por ejemplo Silo, Dan y Beršeba) y, a falta de otras fuentes, fiarse de tal atribución. Tras hacerlo se ha comprobado que las conclusiones se ajustan a lo relatado en el libro de los Jueces. Los israelitas eran un pueblo sedentario, dedicado a labores agrícolas y ganaderas que, si bien fueron influidos por los cananeos en aspectos significativos de su cultura material (arquitectura, cerámica, artesanía, arte), pronto adoptaron un modo de vida distinto al de sus vecinos.

Según Finkelstein, los israelitas llegaron desde el este y al principio se asentaron en las márgenes orientales de las montañas centrales de Canaán para, desde allí, extenderse después a la Alta Galilea, Judá y el Négueb septentrional. Los cálculos del mencionado autor indican que, en sus inicios, el asentamiento pudo alcanzar las 20.000 personas, llegando a 60.000 a fines de la Edad de Hierro I, poco antes de la monarquía israelita.

La Edad del Hierro II es mejor conocida. Como afirma el arqueólogo israelí Gabriel Barkay, «la arqueología de la Edad del Hierro II en la tierra de Israel es una arqueología histórica, y el objetivo del arqueólogo debe ser integrar los hallazgos arqueológicos con las fuentes escritas, de las que la Biblia es la más importante. La arqueología histórica, en esta época, ya no trata con pueblos anónimos y con culturas sin nombre; las lenguas, las tradiciones, la religión, las creaciones literarias y artísticas y la evolución histórica de los israelitas y, en menor grado, de sus vecinos, se conocen bien.»

A comienzos del Hierro II la cultura material muestra ya pocas huellas del pasado cananeo. La transición a la monarquía transformó el patrón de asentamiento israelita. Algunos yacimientos se arrasaron, otros se abandonaron y también los hay que evidencian por su pobreza síntomas de crisis. Simultáneamente, antiguas ciudades se fortificaron y surgieron nuevos núcleos de población. Los restos manifiestan claras distinciones entre las culturas del reino de Israel, el reino de Judá, los filisteos y los reinos transjordanos. Predominan los asentamientos urbanos y las excavaciones han permitido hacer planos completos de ciudades, cuyas técnicas de construcción y objetos prueban la existencia de un mercado cultural común que alcanzaba el norte de África e incluso la península Ibérica.

Durante la Edad del Hierro II-a (siglos X y IX a.C.) faltan sincronismos entre el registro arqueológico y la magnificencia que reflejan los textos bíblicos, aunque el descubrimiento de las puertas de entrada de Jasor, Meguiddo y Guézer, de tiempos del rey Salomón, evidencian cierto esplendor. Diseminados por los Altos del Négueb se han descubierto restos de casi 50 fortalezas, muchas ya excavadas, destruidas en el 925 a.C. por el faraón egipcio Shishak. Aún se discute si fueron construidas por los amalecitas en el siglo XI a.C. o por los israelitas en esa misma época o un siglo después.

Al Hierro pertenecen también las primeras acrópolis separadas y fortificadas de Israel, como la que probablemente existió en el Monte del Templo de Jerusalén, o la que se halló en Samaria, capital política y religiosa de Israel desde 876 hasta 722 a.C. Hay además vestigios de palacios (Meguiddo, Laquíš, Tel Dan, Samaría) construidos con sillería, como afirma la Biblia. En ellos y en Jerusalén se han descubierto capiteles protojónicos o «de palmeta israelita», como también se les denomina. Las tallas de marfil encontradas en tierras del reino de Israel demuestran la influencia fenicia, aunque no faltan objetos autóctonos como vasos de culto, altares de incienso, sellos de piedra y cerámica propia.

La abundancia de inscripciones constituye una de las mayores sorpresas de los restos de la Edad del Hierro II-b (siglo VIII a.C.) de Israel y Judá. El hecho revela el alto grado de instrucción de la sociedad israelita, también en esto diferente a los egipcios y mesopotámicos, mayoritariamente analfabetos. Los yacimientos reflejan además un notable desarrollo urbanístico. La planificación no fue exclusiva de Samaria y Jerusalén, capitales de Israel y Judá respectivamente, pues se aprecia igualmente en ciudades más pequeñas, dotadas de sistemas de abastecimiento de agua y laderas de acceso reforzadas para resistir mejor al enemigo. Aun así el reino de Israel, inestable, no aguantó la presión y a fines de la etapa acabó siendo incorporado por Asiria. La mezcla de israelitas y asirios dio origen a un nuevo pueblo, los samaritanos.

A lo largo de la Edad del Hierro III-a (siglo VII y principios del VI a.C.) los asirios conquistaron la mayoría de la región, incluyendo las franjas costeras norte (Fenicia) y sur (Filistea). En Judá los monarcas de la dinastía de David, obligados a tributar a los asirios (y en la última década sometidos a los babilonios), continuaron reinando hasta el 587 a.C. Esa cierta independencia explica las diferencias materiales que se observan entre Israel y Judá. En este reino se reforzaron las defensas urbanas, encontrándose numerosas figurillas femeninas asociadas al culto de fertilidad de Aštoret desfiguradas a propósito, quizá por la purificación religiosa emprendida por Josías hacia el 622 a.C.

Las excavaciones confirman nuevamente el panorama general que ofrecen los textos bíblicos. En primer lugar, porque hay más restos asirios en el antiguo reino de Israel que en Judá. También porque, en ambos reinos, los núcleos urbanos reflejan las conquistas asirias en capas de destrucción. Tales conquistas, registradas en los anales asirios y descritas en relieves de sus palacios, fueron seguidas de un proceso de asentamiento. Ello explica tanto el cambio de la cultura material local como la aparición de objetos israelitas en enclaves asirios tradicionales. Entre los hallazgos que avalan la presencia asiria en Israel y en Judá se encuentran estelas reales, ataúdes cerámicos y sellos, así como una tipología cerámica y un modo de construcción característico de los invasores. Sin embargo, escasean los restos de arte asirio. Muerto el rey Asurbanipal, y conquistada su capital imperial Nínive por los babilonios, acabó la presencia asiria en Israel y en Judá.

En esta época Jerusalén es con mucho la ciudad más grande de Judá, pero siguen sin identificarse la mayoría de los edificios que en ella menciona la Biblia. Se cree que la toma de Israel por los asirios contribuyó al crecimiento de la urbe, cuyas laderas se aterrazaron. Aunque razones religiosas, culturales, políticas e incluso estéticas hicieron creer a muchos en una Jerusalén casi invencible, lo cierto es que por sus dimensiones no pasaba de ser una ciudad media del Asia occidental de la Edad del Hierro.

No se ha encontrado el Templo de Salomón construido, según la tradición, en la colina al norte de la llamada «ciudad de David». Hallar vestigios resulta además difícil al no poderse excavar el lugar por razones religiosas. No obstante poco puede quedar del mismo por el número e importancia de las construcciones que se levantaron sobre sus ruinas (segundo templo, templo pagano de Adriano y mezquitas islámicas). Sólo la Biblia describe con detalle el templo de Salomón. Se piensa que las tumbas de los reyes de Judá también están en la «ciudad de David», pero no se han descubierto.

En 587 a.C. las tropas de Nabuconodosor II, tras casi diez años controlando la política en Jerusalén, sitiaron la ciudad, que se había revelado contra el yugo babilonio. Tras su destrucción (586 a.C.) buena parte del pueblo hebreo fue deportado a Babilonia. Según Konner «la arqueología sugiere que, de los 75.000 habitantes de Judea, entre cinco y veinte mil se fueron a Babilonia». Para ellos empezó el exilio y para muchos otros la diáspora. Durante la breve etapa babilónica (586-538 a.C.), de todos modos, en Judá sobrevivieron los lugares que se rindieron, mientras los núcleos de resistencia se destruyeron y permanecieron en ruinas.