El pueblo judío en la historia

Tekst
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

El éxito final que supuso la posesión de la tierra de Canaán demostró según la Biblia la fidelidad de Yahvé, que cumplió así la promesa hecha a Abrahán. La interpretación teológica de la ocupación se recoge en el capítulo 24 del libro de Josué, añadido durante el Destierro o poco después, aunque basándose en una tradición antigua. Según ese texto, terminada la conquista de Canaán Josué reunió a las tribus de Israel en Siquén, lugar repetidamente visitado por varios patriarcas. Allí, tras recordar distintos favores de Yahvé a lo largo de la historia de Israel, hizo saber a los presentes que permanecía en ellos la predilección divina, a la que debían responder aceptando al verdadero Dios, como ya habían hecho él mismo y su familia. A tal interpelación el pueblo respondió: «A Yahvé nuestro Dios serviremos y a su voz atenderemos». A continuación, se hizo un «pacto» que concretaba la elección de Yahvé por todas las tribus de la Alianza del Sinaí. Una vez más, la religión reforzaba la conciencia tribal de pertenecer a un mismo pueblo. Terminado el pacto de Siquén, «Josué despidió al pueblo, cada uno a su heredad».

A diferencia del libro de Josué, el de los Jueces presenta las luchas de las tribus israelitas en Canaán como acciones independientes, sin responder a un plan estratégico común, aunque sitúa cronológicamente los hechos tras la muerte de Josué, para no contradecir lo narrado en este último libro. En cualquier caso, los redactores bíblicos, más interesados en el plano religioso que en el histórico, ofrecen información insuficiente para reconstruir esta etapa del pueblo israelita.

¿Qué dicen los historiadores? Kaufmann y Yadin, entre otros, defienden grosso modo la veracidad histórica del libro de Josué: no hubo ocupación del territorio hasta que no terminó la conquista, y fue Josué quien mantuvo la estrategia e infundió el ánimo y la confianza imprescindibles para la victoria final de las tribus. De Vaux, sin embargo, encuentra discordancias en esta posición, y sostiene además que excluye los testimonios de la arqueología.

Por su parte, el equipo internacional de comentaristas de la denominada Biblia de Jerusalén (edición de 1998) reconoce que «el libro de Josué ofrece un cuadro idealizado y simplificado» y afirma que «la imagen de una conquista desperdigada e incompleta está más cerca de la realidad histórica, que sólo de una manera conjetural es posible restituir». Con todo, también confirma la actuación invasora de Josué en la parte central del territorio y ofrece una cronología que puede servir de referencia: «entrada de los grupos del Sur hacia el 1250, ocupación de la Palestina central por los grupos procedentes de allende el Jordán a partir de 1225, expansión de los grupos del Norte hacia el 1200 a.C.».

Varias teorías sobre la formación del primitivo Israel rechazan una interpretación literal del relato bíblico. Las explicaciones se resumen en las siguientes ideas básicas: asentamiento pacífico, conquista, revolución campesina, simbiosis y evolución progresiva. El debate es sin duda interesante, aunque no debemos olvidar que la identidad del pueblo se forjó más en su relación con Yahvé que en su propio devenir político, social, económico o artístico. Desde los primeros tiempos de la historia israelita, como ocurrirá de una u otra manera en épocas posteriores, esa relación religiosa ―tanto si es aceptada, como rechazada― es raíz de todo lo demás. Ciertamente el vínculo con una tierra es muy importante, pero es también circunstancial, porque en el caso que nos ocupa adquiere su pleno sentido a la luz de la alianza entre Yahvé y las tribus y así ha llegado a la conciencia judía actual. Esta realidad, precisamente, ha creado con la tierra de Israel un nexo que nunca ha existido con las demás.

Recordemos a continuación las principales teorías sobre el asentamiento hebreo en Canaán. En un artículo publicado en 1925, ampliado con otro fechado en 1939, el teólogo protestante y profesor alemán Albrecht Alt sostuvo que los israelitas se asentaron primero en las zonas montañosas cananeas, poco pobladas y políticamente mal organizadas; y mucho después, ya en plena monarquía y tratando de consolidarse en los propios territorios y de extenderse por otros nuevos, los israelitas habrían ido conquistando las ciudades-estado de las llanuras. El establecimiento inicial en Canaán fue pues, según Alt, más pacífico que violento, y sólo hubo luchas marginales con las ciudades-estado de la zona. La llegada a un lugar nuevo no habría sido un fenómeno extraño a tribus nómadas y ganaderas como eran las israelitas, y Alt piensa que tampoco debió haber sorprendido a las poblaciones de las llanuras cananeas, acostumbradas al movimiento estacional de pastores con sus ganados.

La instalación permanente de las tribus israelitas tampoco es problema para el autor germano: según expone los recién llegados causaban pocas molestias a los cananeos, que controlaban las tierras llanas, mucho mejores para el aprovechamiento agrícola. ¿Y cómo explicar entonces las continuas batallas que describe el libro de Josué? La respuesta de Alt es muy sencilla: los relatos bíblicos sobre la sedentarización en Canaán, escritos con posterioridad a los hechos narrados, destacaron lo más impresionante y dramático del proceso total, por estar más vivo en el recuerdo de las gentes. Sin embargo, en opinión de Alt, la etapa inicial del asentamiento transcurrió pacíficamente.

¿Qué impulsó a las tribus israelitas a conquistar las tierras de las llanuras? Alt piensa que pudo deberse a varias causas: una de ellas el peligro de no disponer libremente de los pastos, también deseados por otras tribus del desierto y de la estepa (por ejemplo, los amalequitas); otra razón, quizá, la transformación económica que se operó progresivamente en el seno de la sociedad israelita, al hacerse más agrícola y menos ganadera. El proceso pudo comenzar con una primera adaptación de terreno montañoso para la siembra, a iniciativa de alguna de las tribus. Se consolidó así el sedentarismo, que facilitó la diversificación ganadera con la incorporación de animales más grandes que las ovejas y cabras usuales, exigiendo por tanto más trabajadores para las labores del campo.

Consciente de las grandes dificultades que se presentan, Alt se mostró más precavido al tratar de determinar el tiempo en que todo esto ocurrió. Y es que, como afirma el escriturista español José Luis Sicre, esta teoría requiere el estudio separado de las tribus y la fijación cronológica de las diversas etapas que atravesaron. A pesar de ello, Alt sostiene que el asentamiento de las tribus comenzó en los siglos XIII o XII, y que su progresiva consolidación en el territorio cananeo tuvo lugar durante los siglos XII y XI. En esta segunda fase, según este autor, sí se produjeron conflictos. Así, a comienzos del primer milenio habría concluido ya esta larga etapa inicial y el territorio cananeo habría dejado de ser totalmente un elemento ajeno a los israelitas. El hecho de que la propiedad de las ciudades y tierras de las llanuras fuera de la corona y no de las tribus prueba, a juicio de Alt, que la conquista de esas zonas se realizó con posterioridad, en otro «momento histórico», que este investigador sitúa principalmente en tiempos del rey David.

A mediados del siglo pasado el profesor alemán Martin Noth publicó una Historia de Israel en la que coincidía con los argumentos principales defendidos por Alt. Según Noth, la instalación de los israelitas en tierra cananea se realizó pacíficamente y «en centros propios de nueva fundación». Aun sabedor de la complejidad de datar el proceso, también Noth ofrece unos márgenes cronológicos en los que fijar el desarrollo general de los hechos: la ocupación del territorio, piensa Noth, comenzó en la segunda mitad del siglo XIV y terminó aproximadamente a fines del siglo XII, si bien la estricta posesión de la tierra quizá se consiguió, a juicio de este autor, en unas pocas decenas de años.

Alt y Noth concuerdan además en la opinión de que en la evolución literaria de la conquista del territorio cananeo, tal y como recoge la primera parte del libro de Josué (I, 11), «ocupa un lugar destacado el factor etiológico, es decir, la creación de una explicación causal para un fenómeno, sobre todo si éste es de naturaleza física limitada. Dicho de otro modo, se fabrica una leyenda para suministrar una razón histórico-causativa a un hecho aparentemente asombroso.» El recurso a la etiología es una de las más frecuentes críticas a esta teoría, a la que se le reprocha también el escaso valor que concede a los vestigios arqueológicos.

El arqueólogo estadounidense William Albright, por su parte, encabeza la llamada «escuela norteamericana». Apoyándose en algunos hallazgos materiales admite en líneas generales la versión del libro de Josué y fecha la conquista principal del territorio cananeo en la segunda mitad del siglo XIII. Albright sostiene sin embargo que la tradición exageró la actuación de Josué, aunque le concede un protagonismo mucho mayor que el que le otorga la escuela de Alt. Objeciones que se han puesto al modelo de Albright son su interpretación restringida de descubrimientos arqueológicos que están abiertos a explicaciones muy variadas y la falsedad de algunas conclusiones extraídas de otros.

No conforme con la premisa de que los israelitas eran nómadas o seminómadas, por considerar que carece de fundamento bíblico y extrabíblico, el teólogo e historiador estadounidense George Mendenhall hizo pública una teoría distinta de las propuestas por Alt-Noth y Albright. La nueva hipótesis parte de los siguientes indicios: la suposición de que el mayor contraste de aquellos tiempos se daba entre los habitantes de las ciudades y los del campo, dominados por aquéllos; la acepción que comparten los términos «hebreo», hab/piru y apiru para designar a esas personas desplazadas, marginadas de la vida urbana; y por último, la práctica identidad de significado entre las palabras «israelita» y «hebreo».

 

Mendenhall opina que los cambios en Canaán no se debieron a un genocidio, ni a una inmigración masiva, ni a una violenta conquista exterior, sino que resultaron del descontento de esos campesinos marginados por las ciudades-estado cananeas. Según esta teoría, la oportunidad para la revuelta surgió tras el pacto entre los campesinos y un pequeño grupo escapado de Egipto y unido por la creencia en una nueva divinidad, Yahvé. El respaldo mutuo de los recién llegados, vinculados a un mismo código de conducta, sedujo a los campesinos cananeos impulsándoles a oponerse a sus opresores urbanos. Al principio ese rechazo les alió con los que venían de fuera y, conforme avanzó la conquista y la destrucción de ciudades, les hizo a ellos mismos hebreos. La fe en Yahvé y sus consecuencias prácticas habrían servido para suprimir un sistema social que discriminaba a los campesinos en beneficio de los ciudadanos, sustituyéndolo por otro nuevo.

La teoría de Mendenhall, muy criticada por investigadores como Hauser y Thompson, fue respaldada por el profesor estadounidense de estudios bíblicos Norman Gottwald con una obra redactada con fundamentos y terminología marxistas. Según este autor Israel se formó en Canaán entre 1250-1150 a.C. y sólo algunos subgrupos ―los procedentes de Egipto y quizá otros israelitas ya instalados en Canaán― poseían cierta identidad antes de esa centuria decisiva. Los primeros israelitas se habían dedicado sobre todo a la agricultura, ocupándose en la ganadería y en la artesanía de manera subsidiaria; el nomadismo ganadero, pues, sería una actividad marginal. Con una organización social tendente a la jefatura, la vida en aldeas fundamentaría la coalición de tribus, obligada a determinados pagos y cargas laborales y militares en beneficio de los núcleos urbanos.

A juicio de Gottwald la cultura israelita era principalmente cananea, aunque con particularidades religiosas. Fueron sin embargo razones económicas y sociales las que provocaron el levantamiento de los grupos campesinos, deseosos de librarse de las ataduras que les imponía el sistema. Se inició así, piensa este autor, un proceso revolucionario que duró casi dos centurias y en el que hubo avances y retrocesos, formándose una desorganizada sociedad de frontera que atacaba y que era atacada, pero que también sufrió acciones de bandidaje entre sus propios miembros.

Han sido numerosas las objeciones suscitadas por la obra de Gottwald en apoyo a la hipótesis de Mendenhall. Se le reprocha, por un lado, su empeño en extender al complejo proceso vivido por las tribus israelitas en esos siglos hechos que bien pudieron suceder en algunas zonas de Canaán (por ejemplo, al norte del territorio) pero de los que no hay rastro arqueológico en otros lugares. Además, se ha tachado de irreal la percepción excesivamente igualitaria que Gottwald tiene de la sociedad israelita anterior a la época monárquica, en la que autores como Lurje advierten claros contrastes tribales. No habría razón, pues, para explicar las peculiaridades religiosas israelitas a partir de una sociedad igualitaria que nunca existió. Los arqueólogos Kempinski y Schäfer niegan además que las pruebas materiales respalden esta hipótesis cuya argumentación sociológica ha sido, por otra parte, rechazada de lleno por su homólogo danés Niels Lemche.

Otra de las teorías propuestas para explicar la relación entre las tribus israelitas y la tierra de Canaán, surgió a partir de las conclusiones obtenidas por el alemán Volkmar Fritz tras sus excavaciones arqueológicas en el Négueb. Allí encontró abundantes restos de construcciones de tres y cuatro habitaciones distintas de los modelos cananeos de esa misma época. Ello le llevó a suponer que los habitantes de aquellas casas eran un grupo étnico ya consolidado y distinto a los demás, si bien las muestras cerámicas y metalúrgicas del Bronce Tardío encontradas inducen a pensar que existieron contactos entre los cananeos y esos pobladores.

De alguna manera, Fritz asume la teoría del asentamiento pacífico propuesta por Alt y Noth, aunque se separa de ellos al negar que los grupos llegados a Canaán fueran antiguos nómadas y nada más. Al menos, en su opinión, tales grupos experimentaron fases de sedentarismo en su transcurrir ambulante. Esa diferencia que le aparta de la argumentación de Alt y Noth le llevó a dar un nombre propio a su hipótesis, que llamó «de simbiosis» y que no tardó en recibir las críticas de Gottwald.

Partiendo de los hallazgos arqueológicos, Fritz critica los modelos anteriores. A su parecer, desde los siglos XV o XIV a.C. las tribus israelitas se asentaron en territorio vacío y cercano a las ciudades-estado cananeas, siendo toleradas por los pobladores históricos. Gracias a esa prolongada coexistencia, en la vida de los israelitas se produjo la simbiosis entre sus propias tradiciones y ciertos elementos culturales cananeos. Mucho más tarde, entre 1200 y 1150 a.C., llegaría la ruina de las ciudades cananeas, conquistadas y destruidas por gentes que sólo en un caso pueden identificarse (así ocurrió con Guézer, conquistada por los egipcios). Según Fritz, no hubo revolución social interna, pues la estructura de los asentamientos encontrados tras las destrucciones es distinta a la tradicional de las urbes cananeas y no pudo, por tanto, resultar de sus mismas gentes. Fritz piensa que fueron precisamente las tribus israelitas las que, con el declive cananeo, ocuparon sus antiguas ciudades.

No contento con las explicaciones ofrecidas, Niels Lemche propuso su propio modelo sobre la formación de una sociedad israelita. Por una parte, niega cualquier valor histórico a las narraciones de la Biblia anteriores al año 1000 a.C. y se opone a quienes las apoyan, por suponer que se trata de proyecciones posteriores sobre un tiempo anterior. A juicio del mencionado investigador se produjo una «evolución gradual» hacia la integración política de los habiru, antiguos campesinos o empleados en las ciudades, de las que salieron para habitar en las montañas. El proceso de despoblamiento urbano, iniciado en la primera mitad del siglo XIV a.C., terminó causando el debilitamiento de las ciudades-estado, sometidas además a rivalidades internas y a las negativas consecuencias económicas de los conflictos entre egipcios e hititas, los pueblos más fuertes de la época. ¿Y cómo se realizó esa integración política de los habiru? Lemche piensa que actualmente sólo pueden ofrecerse hipótesis; sí está seguro, en cambio, de que para el año 1000 a.C. no debemos hablar ya de habiru, porque la sociedad israelita aparece configurada en sus aspectos esenciales.

Lemche ofrece también una particular versión sobre el origen de la religión de las tribus israelitas. De entrada, se niega a aceptar su existencia en los tiempos iniciales. En su opinión, y al margen de lo que afirman los textos bíblicos, habría que demostrar que esa es la única religión de las tribus y que no fue una religión cananea, no sólo por rechazo de prácticas rituales ajenas (por ejemplo, ritos de sangre y orgías) sino también en sus contenidos positivos (interés por la práctica de la justicia y respeto al derecho).

Lemche concede gran importancia a la sociología de la religión y le interesa especialmente saber si esa ética religiosa israelita tuvo un origen urbano o rural. Como hipótesis probable, piensa que las capas acomodadas de las ciudades cananeas contribuyeron de forma decisiva a la génesis de esa ética por ser los únicos que, por su riqueza, podían «permitirse el lujo de despreciar las fuerzas de la naturaleza, rechazando de este modo la asociación entre rito y fertilidad». Como era de esperar pronto se criticó el desprecio de Lemche a las fuentes bíblicas, en beneficio de posibles apariciones de fuentes hasta ahora no encontradas que apoyaran su teoría. También se le ha acusado de simplificar en extremo el origen de la religión israelita, hasta convertirla en simple apéndice de la cultura cananea.

A la vista de estos modelos para aclarar los orígenes de las tribus israelitas, que hemos explicado brevemente, y sabiendo que sólo son algunos de los más significativos hemos de recordar una vez más la importancia de tener en cuenta todos los vestigios materiales ―textos bíblicos y documentos de distintas culturas cercanas, otros restos tangibles y huellas de cualquier tipo encontradas en las excavaciones arqueológicas― sin perder de vista las tradiciones seculares de un pueblo que, como el judío, las mantiene vivas en su «memoria común». Y es que lo importante en cuestiones como las que aquí se tratan no es inventar teorías cada vez más curiosas sino acercarse a la realidad de los acontecimientos, a lo que verdaderamente sucedió.

Durante los dos siglos siguientes al asentamiento el pueblo hebreo se afianzó en Canaán (siglos XII-XI a.C.). Ambas centurias se conocen como el período de los Jueces, guías que hábilmente unieron a las tribus israelitas contra sus enemigos. Jefes destacados de esa época son Otniel, Éhud, Débora, Gedeón, Jefté y Sansón. El libro de los Jueces comienza describiendo la entrada en Canaán, la instalación en el territorio y los intentos ―unos fallidos y otros no― por expulsar a los pueblos allí asentados.

Los textos revelan que los israelitas sucumbieron varias veces a la contaminación religiosa de sus vecinos. Según muestran los textos bíblicos, la ira de Yahvé ante el pecado de las tribus se manifestó en sometimientos temporales a estos pueblos, de quienes eran liberados gracias a la ayuda divina y a las dotes de mando de los sucesivos jueces: Otniel encabezó la guerra que batió a las tropas de Cusán Risatáin, rey de Edom, al sur de Canaán; Éhud venció a Eglón, rey de Moab; una mujer, Débora, ejerció también de juez y profetizó la gran victoria de los israelitas sobre las huestes de Yabín, rey de Canaán; Gedeón dirigió la lucha triunfal contra los madianitas, los amalecitas y varias tribus del desierto al este del Jordán; Jefté sometió a los amonitas y Sansón murió acabando con muchos filisteos, otro de esos grupos recién llegados de lejos que, tras su fallido intento de entrar en Egipto, se habían establecido en tierra cananea.

El libro de los Jueces muestra reiteradamente la predilección de Yahvé por su pueblo, pero también manifiesta con claridad virtudes y defectos de las tribus israelitas. ¿Cómo era el nexo entre ellas? El mencionado profesor Martin Noth las comparó con las ligas anfictiónicas de las antiguas ciudades griegas, que formaban confederaciones para atender asuntos de interés general. En su famosa obra El Próximo Oriente Asiático los historiadores Garelli y Nikiprowetzky consideran sin embargo esa comparación demasiado específica y prefieren hablar de «liga sagrada», a pesar de las cambiantes circunstancias. Indudablemente, según dichos autores, el vínculo religioso fue esencial para mantener la identidad tribal común:

«Si pudieron mantener su cohesión durante dos siglos no fue debido a su organización política, ni tampoco al impulso salvador de los jefes inspirados; el principal lazo de unión fue el factor religioso. El pueblo de Israel tenía conciencia de haber concluido una alianza con su Dios, Yahvé, quien lo había hecho salir milagrosamente de la tierra de Egipto y había prometido darle en herencia el país de sus padres. (…) A Él (a Yahvé) se remontan los principios de la organización social, del derecho y de la moral. Entre Yahvé y su pueblo existe una solidaridad que une estrechamente lo religioso, lo político y lo jurídico. Una ruptura en relación a cualquiera de estos últimos puntos constituía una fuente de tensión que tenía siempre una resonancia religiosa».

La cronología de la etapa de los Jueces es difícil de precisar porque están exagerados los periodos y porque, además, se unifican en la narración episodios correspondientes a distintas tribus. En cualquier caso son años de cierta anarquía, en los que el texto bíblico describe un proceso que se repite una y otra vez: el pueblo, tras su infidelidad al pacto con Yahvé, es castigado por sus pecados; a las sanciones divinas sigue el arrepentimiento y el clamor de los israelitas y, entonces, Dios suscita sucesivos Jueces para librar a las tribus de sus enemigos. Precisamente, la sencillez que manifiestan las descripciones de los errores del pueblo constituye una de las pruebas principales en favor de la historicidad de este libro de la Biblia.

A la par del proceso histórico-político que refleja el libro de los Jueces las tribus se hicieron gradualmente sedentarias en tierra de Canaán, separándose unas de otras. No obstante hubo también uniones temporales para luchar contra los adversarios, como la alianza de las tribus del norte con las del centro. El progresivo abandono del nomadismo en favor de un arraigo cada vez mayor a la tierra cambió el modo de vida, sustituyéndose unas costumbres por otras nuevas: se intensificó la dedicación del pueblo a las actividades agrícolas, que sirvieron para completar la hasta entonces reducida dieta ganadera de la población; además, las tribus israelitas lograron la estabilidad necesaria para una primitiva organización administrativa, que pudo facilitar la formación de los primeros archivos; y pronto también el sedentarismo se reflejó en el culto religioso, en el modo de alabar y relacionarse con Yahvé, único Dios.

 

Israel, nación. Nacimiento, apogeo y división

Los dos libros de Samuel reflejan bien la transformación de las tribus en nación. A falta de otros escritos, es imprescindible emplear la Biblia para alumbrar esta etapa. No es fácil saber lo que ocurrió, pues se ofrecen con frecuencia distintas versiones sobre los mismos hechos. En cualquier caso está claro que el decisivo proceso histórico de formación de una nación, que había madurado con la posesión de Canaán, se consolidó con la institución monárquica. Samuel es el nexo entre el período de los Jueces y la nueva época, y en él se centran los capítulos iniciales del primero de los libros que llevan su nombre.

Dedicado desde su juventud al servicio divino en el santuario de Siló, el lugar de culto más importante de entonces, la Biblia presenta a un Samuel escogido por Yahvé para ser su interlocutor ante el pueblo. Las tribus israelitas atravesaban un momento delicado. El anciano juez Elí acababa de fallecer tras oír que los filisteos, vencedores de los israelitas, habían capturado el Arca de la Alianza, símbolo de la presencia divina. Durante la lucha entre ambos pueblos murieron además, entre otros muchos, los dos hijos de Elí, injustos sacerdotes de Siló. ¿Qué iba a suceder?

El texto bíblico vuelve entonces a resaltar el poder del Dios de Israel: se impuso al dios filisteo, cuyos creyentes padecieron desgracias por la presencia del arca. Poco tardaron sus príncipes en devolver a los israelitas su símbolo de la presencia divina, añorada tras décadas de separación del Señor. Pero Samuel recordó la necesidad de abandonar los dioses extranjeros y así se hizo. Convertido desde ese momento en intercesor ante Yahvé, juez y jefe guerrero contra los filisteos, Samuel fue clave en la implantación de la monarquía en Israel. El cambio político, consecuencia de la influencia de tribus extranjeras, se narra de dos maneras en el libro de Samuel. La primera explica el origen de la monarquía israelita como resultado de una petición popular, debida al alejamiento de Dios:

«Se reunieron, pues, todos los ancianos de Israel y se fueron donde Samuel a Ramá, y le dijeron: “Mira, tú te has hecho viejo y tus hijos no siguen tu camino. Por tanto, asígnanos un rey para que nos juzgue, como todas las naciones”. Disgustó a Samuel que dijeran: “Danos un rey para que nos juzgue”, y oró a Yahvé. Pero Yahvé dijo a Samuel: “Haz caso a todo lo que el pueblo te dice. Porque no te han rechazado a ti, me han rechazado a mí, para que no reine sobre ellos”».

Según el otro relato, Yahvé deseó la realeza israelita. Y aunque Saúl fue designado rey por suertes, antes recibió la unción de Samuel. Dirigidos por Saúl, los israelitas vencieron a los amonitas, allanándose el terreno hacia la monarquía:

«Fue todo el pueblo a Guilgal y, allí en Guilgal, proclamaron rey a Saúl delante de Yahvé, ofreciendo allí sacrificios de comunión delante de Yahvé; y Saúl y todos los israelitas se alegraron en extremo.»

Durante su breve reinado, Saúl, primer rey de Israel (1020-1010 a.C.), venció a los amonitas y estableció su corte en Gueba, cerca de Jerusalén. Aunque luchó contra los principales enemigos de la nación, por no destruir completamente a los amalecitas fue rechazado por Yahvé. En vida del monarca Saúl, Samuel ungió a David, que mientras sirvió en la corte venció a Goliat, distinguido filisteo que había desafiado al ejército de Israel. David trabó amistad con Jonatán, hijo del rey, quien le defendió de la envidia que sus éxitos y virtudes despertaron en Saúl y reconoció en su derecho a ser rey. La Biblia ofrece dos versiones de la muerte de Saúl: según la primera el monarca se suicidó con su propia espada, tras ser gravemente herido por los filisteos, mientras la segunda afirma que fue asesinado por un amalecita.

Al fracaso de Saúl, asociado a una desobediencia a Yahvé, siguió el nuevo rey ungido por Samuel, David (1010-970 a.C.), miembro de la tribu de Judá y heredero de la bendición que éste recibió de su padre Jacob. Los judíos y los cristianos creen que David encabeza la dinastía del Mesías y es, por tanto, un «ungido» distinto a los demás, como el profeta Natán hizo saber al propio David:

« [...] Yahvé te anuncia que Yahvé te edificará una casa. Y cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y consolidaré el trono de su realeza. (Él constituirá una casa para mi Nombre y yo consolidaré el trono de su realeza para siempre.) Yo seré para él padre y él será para mí hijo. Si hace mal, le castigaré con vara de hombres y con golpes de hombres, pero no apartaré de él mi amor, como lo aparté de Saúl, a quien quité de delante de mí. Tu casa y tu reino permanecerán para siempre ante ti; tu trono estará firme, eternamente.»

Aparte de las cuestiones teológicas que suscita su persona en judíos, cristianos y musulmanes, David fue, por su esfuerzo para consolidar el reino, uno de los hombres más destacados de la historia de Israel. Elegido al principio sólo monarca de Judá, consiguió finalmente ser ungido rey de Israel:

«Vinieron, pues, todos los ancianos de Israel donde el rey, a Hebrón. El rey David hizo un pacto con ellos en Hebrón, en presencia de Yahvé, y ungieron a David como rey de Israel. David tenía treinta años cuando comenzó a reinar, y reinó cuarenta años. Reinó en Hebrón sobre Judá siete años y seis meses. Reinó en Jerusalén sobre todo Israel y sobre Judá treinta y tres años.»

De todos modos, David rigió en dos territorios:

«La transferencia del reino de las tribus septentrionales a David significa la creación de una unión personal, de ningún modo el establecimiento de un Estado totalmente unitario. Judá e Israel mantienen su personalidad política, conservando también su conciencia individual. No han hecho otra cosa sino someterse al poder supremo de David. De momento tampoco había más que esperar. Todavía predominaba la estructura tribal, todavía se encontraba en sus comienzos la monarquía como nueva forma de organización y gobierno.»

David y su ejército obtuvieron triunfos bélicos que permitieron a los israelitas extenderse hacia el norte y el este de Canaán. Los filisteos, tras intentar romper la unidad de las tribus bajo un solo monarca, tuvieron que contentarse con la zona oriental del territorio. Pero David, continuando su política expansiva, conquistó Jerusalén. Allí fijó la capital del reino y, con el fin de convertirla además en centro del culto a Yahvé para todas las tribus, ordenó instalar en ella el Arca de la Alianza. El Libro Segundo de Samuel narra el traslado del símbolo por excelencia de la presencia divina.