El juego de los afligidos

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El juego de los afligidos

El juego de los afligidos

Andrés Colorado Vélez



Colorado Vélez, AndrésEl juego de los afligidos / Andrés Colorado Vélez. – Envigado: Institución Universitaria de Envigado, 2021.166 páginas -- (Colección Literatura)ISBN pdf: 978-958-53031-5-7ISBN E-pub: 978-958-53031-6-4ISBN impreso: 978-958-53303-7-51. Novela colombiana – 2. Literatura colombianaC863.44 (scdd ed.20)

El juego de los afligidos

© Institución Universitaria de Envigado, (IUE)

© Andrés Colorado Vélez

Colección Literaria

Edición: marzo de 2021

Rectora

Blanca Libia Echeverri Londoño

Director de Publicaciones

Jorge Hernando Restrepo Quirós

Coordinadora de Publicaciones

Lina Marcela Patiño Olarte

Asistente Editorial

Nube Úsuga Cifuentes

Diagramación y diseño

Leonardo Sánchez Perea

Corrección de texto

Erika Tatiana Agudelo

Edición

Sello Editorial Institución Universitaria de Envigado

Fondo Editorial IUE

publicaciones@iue.edu.co

Institución Universitaria de Envigado

Carrera 27 B # 39 A Sur 57 - Envigado Colombia

www.iue.edu.co

Tel: (+4) 339 10 10 ext. 1524

Los autores son moral y legalmente responsables de la información expresada en este libro, así como del respeto a los derechos de autor. Por lo tanto, no comprometen en ningún sentido a la Institución Universitaria de Envigado.

Prohibida la reproducción total o parcial del libro, en cualquier medio o para cualquier propósito, sin la autorización escrita del autor(es) o del Fondo Editorial IUE.

Al Combo Galleta. A la Chapucueva. .

Cada uno viva su experiencia y consuma sus instintos.

La verdadera obra está en vivir nuestra vida, en auto-expresarnos... Nadie puede enseñar; el hombre llega a la sabiduría por el sendero de su propio dolor, o sea, consumiéndose.

F. González. Los negroides. 1936

Contenido

Carátula

Portada

Créditos

Dedicatoria

Prefacio

Dos pesos pesados por el título mundial

I

II

III

IV

V

VI

VII

¿Caminos preestablecidos…?

I

Simple Minds o un dibujo de M.C. Escher

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

Bitácora de Julián

Reseña del autor

Colofón

Contracarátula

Prefacio

La novela de formación o de aprendizaje —género literario que acuñó el filólogo alemán Johann Carl Simon y que retrata la transición de un personaje desde la niñez a la vida adulta—, tiene como temática la evolución y el desarrollo físico, moral, psicológico y social de un personaje. En esta evolución se suelen diferenciar tres etapas: la primera es el aprendizaje de juventud (Jugendlehre); la segunda, los años de peregrinación (Wanderjahre), y, por último, el perfeccionamiento (Läuterung).

El juego de los afligidos no es estrictamente una novela de formación o de aprendizaje, aunque apela a la temática del género y a algunos de sus tópicos, y juega con la acción, el lugar y el tiempo, potenciando el papel del lector, artífice del contexto y la historia de la novela: la ciudad de Medellín durante la primera década del siglo XXI.

Por eso, al combinar en su estructura narrativa la poesía concreta, el diario personal y los sueños, la novela crea, a su vez, un dédalo que narra los caminos de Julián, un joven universitario en conflicto con la existencia, la cotidianidad, una enfermedad mortal silenciosa y el amor de Carolina, su novia. Caminos donde converge, a su vez, una pluralidad de voces que se corresponden con diferentes personajes, los amigos de Julián, que también recorren las calles de la ciudad de Medellín de principios del siglo XXI en busca de amor y, a través del amor, de su propio destino. Por tanto, cada personaje es sujeto de su discurso y, en consecuencia, de las situaciones que se intercalan para manifestar formas de entender-se.

Dos pesos pesados por el título mundial

I

Cuando colgué el teléfono, me repetí la respuesta que me habría gustado darle a Carolina y no le di. Como otras veces, con el fin de evitar sus reproches, le había dicho lo que ella quería escuchar, pero esta vez intentando un tono que revelara mi molestia, con la falsa esperanza de que este le comunicara lo que yo no hacía con palabras y, entonces, fuera ella quien desistiera de que la acompañara: “Está biiieenn… Bueno, pues… Vaammooss… Yo la acompaño”.

Pero cuánto me hubiera gustado decirle que no podía acompañarla a reclamar la billetera, que estaba sumamente ocupado, que, a pesar de mis fracasos, o quizás precisamente por ellos, ahí estaba yo, persistiendo, peleando, tratando de desentrañar el misterio y las matemáticas de unas páginas de Kafka; mi autor de cabecera por esos días. Pero no, qué va, decirle eso sería, como suele decirse, echar en saco roto, en el inmenso, profundo y desfondado saco roto de los caprichos de Carolina. Que igual al común de los mortales —por mucho que yo me haya esforzado por explicárselo con una variedad de ejemplos sacados de la cotidianidad de su vida, de la mía y de la gente de a pie— no ha podido entender que cada día que pasa, uno, que no fue tocado por ningún dios, que todo se lo tiene que ganar a pulso, debe sumar segundos, minutos, horas… tiempo al oficio de lector y a la resultante y venenosa enfermedad de aprendiz de escritor. Pero no, qué va, haberle dicho a Carolina en ese momento lo que pensaba me habría llevado, lo sabía muy bien, a escuchar la respuesta que me daba siempre que le hablaba del tema. Los ojos brillando de amor, las manos en la cintura y los brazos en jarra, una postura que yo asimilaba con la de un banderillero en ese instante previo a colocar en lo alto de la cruz del toro dos pares de banderillas: “… Es que vos sos muy exagerado, Julián. Siempre hablando, pensando, diciendo que el tiempo, el tiempo, el tiempo… ¡Cómo Carlos, Pablo y Alejandro no se quejan de que no les alcanza el tiempo! Mirá que ellos, a diferencia tuya, trabajan todo el día y, sin embargo, sus lecturas y su escritura avanzan normalmente… ¿no será que eso del tiempo es una excusa tuya para mantenerme a raya y seguir en ese mundo de romances que tuviste algún día, ah?” ¿Mundo de romances, Carolina? Si eso fuera cierto, hacía mucho tiempo me habría alejado de la vigilancia, de la monotonía, de la formalidad y el miedo que recubren a las relaciones largas, habría cambiado el amor con el que se intenta paliar todo ese tedio de la pareja por la libertad, la creatividad, la informalidad y el riesgo que ofrecen las relaciones cortas, y mejor aún, las fugaces. Así es, me habría refugiado en el mundo de romances del que hablás, Carolina, pues siempre he pensado que no son dos, como escribió alguna vez Borges, sino tres los báculos sobre los que se debe apoyar el verdadero hombre de letras: la soledad, el trabajo y el sexo sin amarras…

Dejé a un lado la lectura de Kafka y me dispuse a buscar en el clóset una camisa y unos tenis mientras, a intervalos, terminaba de hacerme un aseo personal que matizara las ojeras y la opacidad de la piel que se habían instalado en mi rostro después de un par de días encerrado en mi cuarto entre la lectura y el humo de cigarrillo. Mientras revoloteaba entre mi desorden como una de esas mariposas que ha sido repentinamente sacada de su reposo con un chorro de luz, lo sentí renacer, lo escuché resbalarse como por una pista jabonosa: mi soliloquio, un monólogo que cada día se parecía más al de la Graciela de Diatriba de amor contra un hombre sentado, de García Márquez… Así es, el sexo sin amarras, que en última instancia es la única base capaz de sostener los báculos de la soledad y el trabajo, pues estos son incompatibles con las relaciones formales, de larga duración, de eterna joda. Pero bueno, te hago la claridad, me estoy refiriendo al solitario trabajador de las letras de sangre fresca, altiva, joven… Lo que me hace recordar a Jorge Alberto Naranjo. ¿Sí te acordás de él, Carolina? Es el autor de Los Caminos del Corazón, la novelita, como la llamaste vos, en que se narra un romance entre un profesor casado y una de sus alumnas de la Universidad Nacional. Pues bien, decía él, en una charla que dio en la Facultad de Minas, que los estudiantes de hoy no son malos y vagos como mucha gente piensa. Que al contrario, son incluso mejores y más trabajadores y sufridos que los estudiantes de antes, como los de su generación. Argumentaba Naranjo lo de sufridos y trabajadores en el esfuerzo que debe hacer hoy un estudiante para cubrir los costos económicos que le permitan cursar una carrera universitaria, cosa que comparto. Y sustentaba lo de mejores en la gran cantidad de distracciones que hoy debe esquivar un estudiante para consagrarse a sus actividades académicas, a diferencia de sus años de juventud. Cosa que a mí me parece falsa: con el licor, el sexo, las mujeres y la fiesta —animados por sus respectivas prohibiciones— que siempre han estado ahí tentando, ¿para qué más distracciones?

 

No sería esta la última vez que no le decía a Carolina lo que pensaba. Eso lo sabía muy bien, y me lo confirmaba, por si las dudas, el eterno retorno de la cotidianidad del barrio en cuanto salí de casa rumbo a la universidad, a mi encuentro con Carolina: la rutina del grupo de vagos de la esquina de Cuba con Brasil, que ven nacer y ponerse el sol, cigarrillo tras cigarrillo de marihuana, hablando de fútbol y de millones de dólares ajenos; las esquinas de guayacanes amarillos florecidos del barrio Prado, estampas imborrables de un tiempo que, dicen, fue mejor, y que se diluyen momentáneamente en cada curva dada por el bus de Circular Coonatra mientras traga calles rumbo a la universidad; los gestos de ausencia, a lo mejor de tedio y tristeza, producto de una nueva desilusión de amor, de la hermosa mujer que sube al bus en la esquina de Palacé con Cuba; la mirada turbia, fría y trasnochada de un hombre que, mientras se da un trago de cerveza, ve pasar el Circular por el cruce de Barranquilla con Popayán… Sí, no sería la última vez, pues vendrían —con respecto a Carolina era fácil vaticinar el futuro— otras ocasiones en las que mi soledad y ocio pasarían a un segundo plano, mientras yo seguiría monologando esas respuestas que nunca le daba por no arriesgarme a ser nuevamente víctima de “Julián, es que vos sos muy exagerado. Siempre hablando de tiempo, de tiempo… ¡Mirá que no nos vemos hace tres días!... ¡No me digás que no ha sido suficiente tiempo para tus trabajitos!” ¿Tres días?, ¿trabajitos?, ¿cómo así?... ¿Acaso la inspiración o la creación tienen un interruptor que, dependiendo de las obligaciones y ocupaciones, uno puede cambiarlo de off a on?... No Borges, que realmente creía en las musas de la inspiración, sino Allan Poe o Baudelaire, que creían que la inspiración era el trabajo de todos los días: matemática pura, como se ve, por ejemplo, en Filosofía de la Composición de Poe; hasta ellos, estoy seguro, desconfiarían de dicho interruptor a la hora de hacer sus “trabajitos”, Carolina Arbeláez.

Pero bueno, qué se le va a hacer, yo en materia de sexo soy de los que prefiere teta en mano que cientos de ellas por ahí tentándome. Tentándome para al que final, nada de nada, pues una vez he perdido la desvergüenza del galán, esa que nos permite a los tipos enfundarnos el disfraz de patán, de conversador, de cazador, es un milagro que las tetas que veo no se reduzcan a las de las revistas y las películas porno con que mitigo mi abatimiento. Y por eso, sobre todo por eso, Carolina, dejé a regañadientes mi soledad para estar con vos, para acompañarte por la hijueputa billetera que perdiste en la universidad.

Con vos, mujer, que sí parece que tuvieras un interruptor con on y off pegado del culo para botar tus pertenencias, de manera tal que después de sentarte un rato a descansar, a beber una copa o simplemente a conversar en un bar o en la banca de un parque, en cuanto te ponés de pie, lo activás.

***

No solo dándose cabezazos contra las paredes, como lo hacía Julián, combatía Carolina contra sí misma; las charlas por teléfono con las amigas y las páginas de sus diarios le servían también de ring en sus veladas de boxeo-exploratorio. Por eso, cuando terminó de hablar con Julián, colgó el teléfono y, antes de irse para la Universidad de Antioquia a encontrarse con él, tomó uno de sus diarios y se hundió en el pobre coliseo de barrio (lona agujereada, guantes rotos y luz mortecina en la que flotan las volutas de humo del eterno cigarrillo de un cinematográfico entrenador que escupe instrucciones en voz baja) en el que dos pesos pluma se enfrentan por un par de gallinas... De aquella que al final de la tarde se convertiría en una pelea de dos pesos pesados por el título mundial, un pequeño extracto:

DIARIO DE CAROLINA

Decirle sí al instante...

Entiendo que hay ciertas sensaciones o emociones que desaparecen con el tiempo y que solo son vigentes ante el brillo deslumbrante de las primeras horas del enamoramiento... ¿pero no es realmente amor lo que viene después?... ¿Es solo el amante aquel que se desliza furtivo de las sábanas de la amada a las sombras de la noche? Para mí amante significa cómplice, amigo, compañero; e igualmente, pasión, dulzura, locura... Me parece un poco triste que se deba renunciar a alguno de estos para acceder, para disfrutar de todos ellos. Sé que es fácil de concebir, pero difícil de practicarlo. Yo soy la romántica, por tanto, es mi condena pensar estas cosas, anhelar constantemente una relación totalmente platónica y fabulada... Sé y siempre he sabido lo que arriesgo, y no me arrepiento de querer con la intensidad que lo hago.

Cariño... me haces mucha falta, quiero estar contigo; a veces deseo fundirme en tu cuerpo como un caramelo o una cosa melosa que tu piel pueda absorber, disolver, desaparecer en vos. Te extraño a vos y a las cosas que hacemos juntos... Sos el amor y estoy feliz de que lo seas. Extrañarte es la mejor forma que tengo de probarme la autenticidad y belleza de este sentimiento; monstruo que habita en mi pecho y bajo mis pestañas, que amenaza con comerme viva si no le calmo con tu presencia... Quiero complacerle, así que cuento los días y espero hasta tu encuentro... Te extraño.

II

A mí no me pareció extraño; ni me sorprendió, como le pasó a Claudia, que Carolina, la dueña de la billetera que ella se había encontrado en uno de los baños de la Universidad de Antioquia, fuera la novia de Julián.

—Este mundo es un pañuelo. ¿A qué no adivinás quién es Carolina Arbeláez? —me preguntó Claudia, con un tono de sorpresa que me hacía imaginarla al otro lado del teléfono como una chismosa de barrio en el preámbulo de su último descubrimiento: sin bañarse aún, los labios secos, un cigarrillo entre los dedos con una larga ceniza a punto de quemarla y la mirada brillante y delirante—: pues es la novia de Julián, el tipo que te saludó ayer en la noche, el flaco desaliñado que estaba esperando taxi cerca de nosotros, ahí en la esquina de la 65. ¿Sí te acordás?

—Ah, ya recuerdo. El que me decías que era amigo de Óscar, tu exnovio… Pero ¿y cómo o por qué te diste cuenta de que es la novia de él? —le pregunté, queriendo enredar un poco la situación, como para que creyera que lo que me estaba contando era la revelación de un gran enigma.

—Pues porque esculqué la billetera de Carolina y encontré una foto de documento de Julián. Entonces lo llamé y le pregunté si conocía a una tal Carolina Arbeláez…

—Ya veo —le interrumpí.

—¡Se emocionó tanto, amor! Tú no te imaginas. Quedamos de vernos hoy en Gato Pardo para entregarle la billetera. ¿Vienes conmigo, no? —dijo y antes de colgar acordamos encontrarnos en la Universidad de Antioquia, por los lados de la jardinera de la papelería Monín.

Claro que acepté ir con Claudia a la Universidad de Antioquia para entregarle la billetera a su dueña. Por nada del mundo me iba a perder el placer de gozar personalmente de la belleza de esa mujer que ya había visto en las fotos del carné de la universidad, del pase de conducción y de la cédula el día que ella se encontró la billetera. Tanto me había alertado la belleza de Carolina que me recuerdo contando las horas que me separaban de la entrega de la billetera. Aunque bueno, además estaba aquello de que yo disfrutaba conociendo a los amigos y familiares de Claudia. Y si bien Carolina no era su amiga, la amistad de su novio Julián con el exnovio de Claudia me permitía imaginar que allí habría sabor. Ese sabor local que desde la primera semana que comencé a salir con Claudia he gozado de su mano. Pues resulta que a sus familiares y amigos los conocíamos en sus barrios, en sus casas, metiéndonos en lo más profundo de su intimidad. No porque uno fuera entrometido, sino porque ellos, que siempre tenían un pretexto para abrir una botella de aguardiente y hacer un sancocho en la calle, lo invitaban a uno a mirar su vida por el lado de las costuras, a desenrollar la colcha de retazos de su existencia: la venta de drogas con la que sostuvieron la casa en una época, los hijos, los tíos o los hermanos asesinados o encarcelados, los embarazos no deseados, la falta de educación, las nulas oportunidades de un trabajo y un sueldo digno, la persistencia ante las adversidades, las rumbas eternas en las navidades, los ríos de aguardiente en cumpleaños, en las finales de fútbol y en los reencuentros familiares.

Unas costumbres, una rumba y un derrumbe que estaban en perfecta consonancia con lo que yo era por aquellos días; más que días, fue una época que había tenido su inicio meses atrás, antes de conocer a Claudia y hacernos novios. Época en que por accidentes de la vida había llegado a mis aficiones literarias y musicales la cultura afro, digo, caribeña, afrocaribeña: del realismo mágico de García Márquez, el color, la brisa y el calor de algunos de sus congéneres de La Cueva de Barranquilla. Yo brincaba, como bailando una descarga, a la vanguardia, la fiebre y el sabor del Andrés Caicedo, de ¡Que viva la música!... Asimismo, me deslizaba del son cubano a la salsa arrecha, hecha en Nueva York. Y continuaba resbalándome entre mambos, boleros y guarachas: del Trío Matamoros y el Trío La Rosa a Richi Ray y Bobby Cruz, a Cortijo y su Combo e Ismael Rivera; de Dámaso Pérez Prado a Tito Rodríguez y Los Hermanos Lebrón.

Recuerdo que esa tarde, antes de que me fueran presentados formalmente Carolina y Julián, casualmente los conocí de oídas. Como tenía que devolver un par de libros a la biblioteca de la universidad, llegué temprano a la cita con Claudia. Tomándome un café y fumando mientras esperaba, ahí en la jardinera que da al frente de la papelería Monín, me entretuve escuchando la conversación de la pareja que estaba a mis espaldas:

—… Lo que pasa es que a vos te encanta restregarme en la cara hasta el más mínimo error que cometo.

—¿Cómo? No, nena, estás equivocada. Yo te he dicho una y mil veces que odio la prepotencia, que no soporto a la gente que tiene que sacar a relucir los pergaminos, los diplomas, hasta los más mínimos logros académicos e intelectuales para hacer un comentario…

—¡Nooo! Me desesperás, ¿sabés? Una cosa, y esto hay que dejarlo claro, es la prepotencia, y otra, muy distinta es la cobardía, la pusilanimidad y la humildad tuya, ante lo cual cualquier cosa que se diga y como se diga es prepotente.

—Ya sabía yo que me ibas a salir con lo mismo. En consecuencia, no me queda más que repetirte: ¿para qué, para qué hablar de uno, de los sueños, de los proyectos, de los miedos propios a los demás? ¿Para qué, si precisamente uno que se atreve a callar y a escuchar a los otros sabe que a la gente, por amiga, por aliada que aparente ser, solo le importan sus cosas? Pero no, resulta que a vos te parece que callar, siendo uno conocedor de la situación, es ser humilde, ¿ah? Antes que reservado, o prudente e incluso inteligente.

—¡Ya no más…, ya no más! Estoy hasta la coronilla con tus ataques, con esa forma diestra que tenés de ver un hijueputa problema donde no lo hay.

—¿Qué? ¿Y es que vos acaso vas a seguir el resto de tu vida, o por lo menos del tiempo que estemos juntos, sin escucharte, sin prestar verdadera atención a lo que decís y a cómo lo decís?

 

—¿Ah, ahora resulta que la culpa es mía?

—¿Si ves, nena, si ves? ¿Quién ha estado aquí buscando culpables? Nadie. Es más, sos vos la que ahora trae a colación la palabra, el propósito de inculpar a alguien.

—No puedo…, no puedo creerlo. No seas hijueputa. Pará, detené ese látigo, esa moral tuya que anda censurando todos, hasta el más mínimo de mis actos… Es desesperante, la verdad que es muy desesperante tratar de dialogar, de entrar en razón con una persona que no espera a que uno termine de hacer o decir las cosas para atacar, para reprochar lo que uno hace.

—¿Qué? El que no puede creer soy yo…

—Me imagino que vas a sacar nuevamente tu látigo, ¿no? Que me vas a destrozar, a herirme de corazón, a mí, como te quiero, como te adoro, que sé que sos parte de mí…; hijueputa, y que por eso cada cosa que me decís me llega hasta lo más profundo del alma… Pero dale, te escucho. Dejame escuchar nuevamente a ese ser moral que hay en vos, a ese moralista radical que me persigue…

—¿Moralista…?

—¡Sí, moralista! Vos sos el ser humano más moralista que yo haya conocido en la vida. Y dejame que te lo diga en el tono académico que, según vos, tengo yo para hablar: no moralista católico ni oficial, por decirlo de algún modo, que obra según los criterios aceptados por la sociedad en una época, evitando, claro está, los instintos anárquicos que de tanto en tanto aparecen en el hombre. No. Cuando yo digo que vos sos muy moralista me refiero a algo peor, que, para que no se te olvide nunca, te lo voy a decir en el tono coloquial o deportivo que creo es el que a vos te gusta: me refiero a tu capacidad de entrega, a tu humildad, a esos hijueputas deseos que mantenés de que todo el mundo esté bien, de que no le falte nada a nadie.

—¿Capacidad de entrega, deseos de que todo el mundo esté bien? ¿Eso me lo estás diciendo vos, que supuestamente me conocés? ¿Cuántas, decime, cuántas hijueputas veces he mandado todo al diablo? Cuántas, ¿eh? ¿Cuántas en las que vos has sido testigo de que no es una charla, de que no es una broma, a diferencia tuya, que siempre estás con la esperanza de que las cosas mejoren, de que la vida cambie su curso y todo sea color de rosa…? Sí, color de rosa, que así es como a vos te gustan las cosas, la vida: un buen vivir, un mejor hogar, una buena casa, un bello presente y un rosadísimo futuro.

—¡Ayy, no me vengás con esas maricadas ahora! Los dos muy bien sabemos qué es lo que realmente se esconde detrás de aquello que vos llamás mi sueño rosado de vida y de lo que vos te das ínfulas y que no es otra cosa que un estilo de vida neohippie…

—¡¿Que qué?! ¿Neohippie?...

—¡Ay… sí, sí! Pero como te digo, no me vengás con eso ahora… Porque mejor no te tranquilizás un poquito y me decís de una buena vez que estás es enojado porque te pedí que vinieras…

—¿Tranquilizarme?... Una vez más compruebo que no vale la pena llegar hasta el punto de decirte lo que realmente pienso, deseo, temo, pues termino echándome la soga al cuello. Y si no, mirá eso: neohippie me llamaste.

—¡¿Qué puedo hacer yo?! Vos me atacás, pues yo te ataco. Que te lastime donde te duela y que te duela más por ser yo, pues…

—¿Pues qué? Ah, sí, ya sé. Pues no es tu culpa… Pero lo es. En fin, que no era este exactamente el punto al que yo quería llegar, pero es al que invariablemente vos llegás.

—Ya veo. Y luego decís que quien tiene manías dictatoriales soy yo, y mirate ¿ah?

—¿Qué me mire? ¿Eso me pedís vos, que me mire? Cuando estoy cansado de decirte, y te lo digo con mil ejemplos, que te mirés, que te fijés en lo que predicás para que así podás ver por vos misma a los extremos a que llegás. Al monstruo en que te transformás con tal de salir avante de cuanta escena hacés parte.

—Sí, sí, sí, ya sé. Otra vez la fusta, el látigo contra mi integridad.

—¿El látigo, la fusta, decís? ¿No recurrís vos acaso a ello cada vez que te referís a mí como el cobarde, el pusilánime que le saca el cuerpo a las responsabilidades? Neohippie me has dicho hace un momento, ¿ah? Neohippie porque no quiero caminar al lado tuyo el sendero rosa de tu proyecto de vida. Cuando yo ni proyecto tengo…

—¡Ay, por favor, ya! ¡Me tenés mamada, hasta la coronilla, con este sermón! Si lo que querés es que te pida disculpas por haberte hecho venir conmigo, por haberte sacado de la casa y haber interrumpido tus horas de lectura y de escritura, pues te pido que me disculpés. Pero es a vos, mi novio, mi amigo, mi compañero, a quien creo que puedo recurrir para este tipo de cosas… ¡Qué son muy tontas!, ¡qué son muy simples para vos!, pues ¿qué le vamos a hacer? Para mí no…

Cuando llegaron al final de la discusión, los sentí callarse unos minutos. Después, fue él quien pretextando ganas de tomarse un café y fumarse un cigarro le pidió a ella lo acompañara a la cafetería. Entonces pasaron cerca de mí mientras yo miraba para otro lado y me hacía el desentendido, a pesar de que deseaba constatar en sus rostros a los protagonistas de semejante discusión. Unos segundos después, los vi perderse entre la multitud que se agolpaba en torno a la cafetería de Pastora; ella, de mediana estatura, cabello liso más abajo de los hombros, cuerpo firme y bien delineado del que un corto vestido negro, como de seda, que se le adhería a la piel, permitía así afirmarlo. Él, unos diez centímetros más alto y, aunque delgado, de espalda ancha y brazos gruesos, vestido de forma sencilla: camisa negra fondo entero dobladas las mangas hasta la mitad del brazo, jean azul y tenis blancos.

Ellos se fueron y a los pocos minutos llegó Claudia. Entonces, casi sobre la hora, nos encaminamos al Gato Pardo, el bar de salsa al frente de la universidad, sobre la calle Barranquilla, el lugar acordado para hacer entrega de la billetera a su dueña. Una vez allí, y no bien habíamos pedido un par de cervezas para esperar, llegaron Carolina y Julián; este mundo, vaya que sí es un pañuelo, o mejor, una mala ficción, pensé en cuanto me presentaba y reconocía, por cómo iban vestidos, a la pareja que hacía poco discutía a mis espaldas en la jardinera de la universidad.

***

Carolina, que acaba de narrarle a su amiga Ana la escena de la jardinera de la Universidad de Antioquia, su último combate con Julián, digno de dos pesos pesados por el título mundial (tribunas atestadas de gente entre la luminosidad que le dan al ring la publicidad y los millones de los patrocinadores), aprieta fuertemente el teléfono con la mano izquierda mientras, con la derecha, trata de encender el cigarrillo que tiembla en sus labios. Y luego agrega —con la sapiencia del comentarista de mil jornadas— un comentario del monumental encuentro que dos grandes le han legado a la historia del boxeo, mientras la audiencia de Ana crece en emoción.

CAROLINA AL TELÉFONO

... ¡Sí, estuve molesta…! ¡Lo estuve, y bastante! Quizás sin ningún derecho, pero un enojo, claro, persiste, ya desde hace algunos días me acompaña, por aquello que él hizo sin querer o dejó de hacer…, por las palabras que pronunció a boca llena sin el más mínimo vestigio de tacto (su cualidad ganadora), y por aquellas tan necesarias que se ha negado a pronunciar y que, en consecuencia, me ha negado vivir...

Pero esta vez lo vi actuar de una manera tan intolerante y desenfadada hacia mí que no pude suponer más que desprecio… En estos últimos días no he visto ni aprecio ni cariño ni respeto, nada más que un cómodo lecho, ¡que cómo no confesarlo… he disfrutado inmensamente! Creo que nos cuesta más separarnos que el hecho de soportar el tedio de los días de una relación desgastada… ¡¿Es la carne del otro, no?!

... La verdad es que llevo meses luchando… contra mí misma, contra mis deseos, mis impulsos y mis sueños; contra mis impulsos más primarios y mis razonamientos más profundos… Me ha partido el corazón un millón quince veces, y cada vez de forma irreparable… Débil, enamorada o enamorada del amor, pienso que esta es la última vez. Ingenuamente, preví para los dos una relación más sana, una que en vez de desmoronarse con los golpes, se haría más y más fuerte; una en que el reconocimiento de nuestras debilidades nos enseñaría respeto, aceptación, equidad y tolerancia, y en la que guardaríamos como tesoros esos rasgos de la vida y el alma que nos entregamos en confidencia, con honestidad y desnudez.

... ¡Obras son amores!, dicen. Sin duda me ha querido…, pero tal vez no lo suficiente, por eso tal vez me ve como una gallina…. ¡Pero ¿qué puedo hacer?, soy romántica, mimada y caprichosa!... ¿Pensar en un futuro de bienestar, mi idea de bienestar, la satisfacción egoísta de mis deseos, me hace una gallina?

... Como sea, nunca comprendí exactamente a qué se refería, qué quería decir cuando me llamaba gallina. La persistencia en ello, sin embargo, me parece una especie de venganza por decirle —algunas veces— viejo y fracasado. ¡Que soy malcriada, creída, sabihonda, controladora y terca, sí, claro que sí! ¿Insegura y dependiente?, por supuesto. Lo cierto es que para lo que yo entiendo por gallina, el concepto, creo, es algo que se aleja inmensamente de lo que soy, y representa algo que nunca quiero llegar a ser, y que quisiera estar segura de que nunca seré... Cada día que vivo, cada objeto que observo, cada canción que escucho, cada cosa que siento, cada pensamiento que pienso, cada persona con la que hablo… lo confirman… Está vez se equivocó…