Loe raamatut: «Fronteras de humo»
Galeano Higua, Ángel, 1947-
Fronteras de humo / Ángel Galeano Higua. – Medellín: Editorial EAFIT, 2020
96 p.; 21 cm. -- (Letra x letra)
ISBN: 978-958-720-662-3
ISBN: 978-958-720-663-0 (versión EPUB)
1. Cuento colombiano. I. Tít. II. Serie
C863 cd 23 ed.
G152
Universidad EAFIT – Centro Cultural Biblioteca Luis Echavarría Villegas
Fronteras de humo
Primera edición: octubre de 2020
© Ángel Galeano Higua
© Editorial EAFIT
Carrera 49 No.7 Sur-50
Tel. 261 95 23, Medellín
http://www.eafit.edu.co/fondoeditorial
Correo electrónico: fonedit@eafit.edu.co
ISBN: 978-958-720-662-3
ISBN: 978-958-720-663-0 (versión EPUB)
Edición: Cristian Suárez Giraldo
Diseño y diagramación: Alina Giraldo Yepes
Imagen de carátula y guardas: Javier Restrepo, Medellín (1943-2008) Paisaje con dos mujeres, 1977. Acrílico sobre tela, 100 x 100 cm. Museo de Arte Moderno, Medellín, foto Carlos Tobón.
Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la editorial.
Universidad EAFIT | Vigilada Mineducación. Reconocimiento como Universidad: Decreto Número 759, del 6 de mayo de 1971, de la Presidencia de la República de Colombia. Reconocimiento personería jurídica: Número 75, del 28 de junio de 1960, expedida por la Gobernación de Antioquia. Acreditada institucionalmente por el Ministerio de Educación Nacional hasta el 2026, mediante Resolución 2158, emitida el 13 de febrero de 2018.
Editado en Medellín, Colombia
Diseño epub:
Hipertexto – Netizen Digital Solutions
Contenido
Fronteras de humo
Música de ascensor
El tatuaje de su voz
La guitarra de Portillo
Vacíos de ella
En la galería
El bocetero
Flores en la pared
En la boca del cura
Vigilia junto al mar
A Carmen Beatriz, Bárbara y la pequeña María Paz
Fronteras de humo
1
Cuando te negaste, se agitó en su sillón como una fiera. ¡No me defraude!, te gritó. ¡Lo escogí porque creo que tiene agallas! No sabías si aquella oferta era un honor, un reto, o un chantaje. Cubrir la misión de Camila no te encajaba. Seguirla, te trastocaba los esquemas. De nada te serviría la experiencia. No era una fotógrafa cualquiera, ponía el ojo donde nadie más lo hacía y sabía que la imagen no estaba en la cámara, sino en quien mira por la lente. El director te dijo: Sígala y escriba al periódico sobre lo que ella hace. Explíqueme eso, le pediste. Es sencillo, desde el instante en que Camila salga de aquí, cargada con sus dos cámaras y el morral, usted deberá seguirla, pero sin que se entere.
La reportería debe ser un arte no un oficio, les había dicho. No más abuso con la internet, ni endiosamiento del celular. Son apoyos, nada más. A veces pienso que debiéramos cerrar la oficina. ¿Qué dice? Sí, la vida no está en los aparatos. Pero siéntese… Usted es el indicado. Carraspeas, como si te incomodaran sus palabras. Les había dicho en las reuniones de redacción que era necesario dar un vuelco a la reportería y ahora te lo repite a ti. Te ofrece un café. Te trata como si fueses un artista. Te llamó a su oficina y a puerta cerrada te lo propuso. ¿Por qué no puede enterarse? Le preguntaste, esperando hallar una fisura por dónde escurrirte. Creo que perdería naturalidad, te respondió. El resultado estaría viciado.
Luego de una larga discusión, aceptaste. No porque te comieras el cuento de la valentía y el talento, sino porque la curiosidad había corroído tu resistencia. En el fondo te atraía el reto. Tomaste tu libreta y un bolígrafo como en los viejos tiempos, revisaste la grabadora, te aprovisionaste de baterías y te lanzaste detrás de ella. La seguiste como un sabueso hasta que, a los dos días, sin darte cuenta, te viste metido en un cruce de tres fuegos. El ruido de las armas era ensordecedor. Ni siquiera pudiste oírte a ti mismo. Aquella racha de pensamientos afloraron de tu inconsciente, como eso de que la ciudad debería tener otro nombre, que esto era una mierda. ¿A qué horas acepté este infierno? ¿Cómo voy a escribir sobre esta locura?... Cuidado, no te distraigas... Camila no ha dejado de tomar fotografías. La podías observar desde un rincón donde te habías parapetado, no sólo para resguardarte de una bala perdida, sino para que ella no te descubriera. Hubo un momento en que ella quedó tan expuesta, que estuviste a punto de correr para cubrirla. Está loca, pensaste, por atender la lente pierde la noción del peligro.
De pronto, como en un acto de prestidigitación, Camila desapareció entre las brumas del combate y quedaste atrapado en aquel cobertizo urbano. Desde un resquicio más allá del humo, veías la ciudad extendida sobre las montañas, a lado y lado de la vega por donde se desliza el río. ¿Qué otro nombre podría tener esta ciudad? Cualquiera, menos de mujer. En su delirante carrera por querer atrapar con la cámara los momentos más dramáticos e intensos de la lucha, Camila dejó abandonado su pequeño morral con la libreta de apuntes. Arrastrándote, lo recuperaste. ¿Estará herida? Un pálpito te decía que no, que ella seguía su incierto camino y que ahora estaría fotografiando algún detalle del enfrentamiento. Fuere como fuere, habías perdido su rastro en medio de la nube de humo que surgió después de la explosión. Cuando esa bruma se dispersó, quedó al descubierto el boquete de la ventana y, a lo lejos, el cielo de plomo. Ser la sombra de esta mujer podía constituirse en epopeya o en suicidio, y ese desafío te atraía.
Las balas perforaban el aire. Silbaban sobre el tejado, se estrellaban contra los muros cariados, mordían el esqueleto de las ventanas y rumiaban con furia los despojos de la puerta. Tú permanecías tirado bocabajo, oculto entre los trastos de lo que parecía ser la cocina de aquella vivienda destrozada. Hacía dos horas que Camila había desaparecido con sus cámaras al cuello, como si hubiera estado esperando semejante nube gris para meterse en ella y largarse. Olvidó el morral con unas cuantas barras de cereal y chocolate, una botella de agua y la libreta de apuntes. O quizás no lo olvidó, sino que se vio forzada a dejarlo, tal vez le estorbaba y prefirió ir sólo con las cámaras. No era cualquier libreta, su cubierta era la reproducción de un trigal luminoso y en cada mes se mostraban obras de Pissarro, Manet, Monet, Gauguin, Toulouse y otros impresionistas. No la hubieras abierto si ese delirante trigal de Van Gogh no te hubiese hecho guiños. No querías leer lo que Camila tenía escrito, pero descubriste ciertos datos de las fotografías que había tomado hasta ese instante.
Al leer sus apuntes tuviste la sensación de que te había descubierto. Y algo más te intrigaba: Camila, al parecer, también seguía a alguien. Varios comentarios de su puño y letra te inducían a pensarlo. No sabías a quién. Tendrías que averiguarlo una vez la encontraras de nuevo. “Aún no lo he visto, pero sé que voy por buen camino”. Este fue el primer apunte que leíste. ¿De quién hablaba? “Por aquí pasó, hay huellas de él”. ¿Dónde? ¿Qué clase de huellas? ¿Quién es él? Ahora empezabas a comprender ese zigzag de su ruta y el arrojo de su tarea. La seguías, pero no sabías que ella seguía a alguien y que se movía de acuerdo con las pistas que iba recogiendo. Debía ser alguien importante, de lo contrario no se arriesgaría tanto. El director les recalcaba que el arte requiere valor, pero aquella misión parecía suicida. Una página más adelante, junto a La lectura, de Manet: “Se ve que trabaja sin tregua, pues he encontrado montoncitos de viruta”.
¿Viruta? En aquel reino de la estupidez, donde el lenguaje imperante era el de las armas y los “héroes” chorreaban sangre de sus manos, ¿qué tipo de persona podría ser cuya labor tuviera que ver con viruta? Seguiste esculcando la libreta con menos vergüenza y mayor curiosidad.
“Nunca había visto a nadie testimoniar la historia así, como él lo hace. Me ha recordado a Peregrino Rivera, en la Guerra de Los Mil Días”. ¿Peregrino Rivera? Debías aceptar tu ignorancia, jamás habías oído ese nombre. Te pareció increíble que una desavenencia pudiese durar tantos días. Camila era más culta que tú y sus apuntes te tenían despistado. De pronto se te vino encima un silencio inesperado, escandaloso. Pensaste que era una tregua y que debías aprovechar para salir de allí, por la misma ventana por donde había desaparecido Camila. Cerraste el morral, pero guardaste la libreta en tu bolsillo. Agachado, corriste hacia la ventana. ¿Recuerdas? Te asomaste con mucha cautela, como si afuera te esperase un piquete de francotiradores. Pero no veías más que ruinas y humo. El mundo olía a chamusquina. Pensaste que ese silencio que te escandalizaba se debía a que los “héroes” habían suspendido por unos instantes su oficio de destrucción, ante otro ruido más tenebroso que se descolgaba de los cielos: una flotilla de helicópteros artillados. Acurrucado detrás de los restos de la ventana, pudiste ver cuando pasaron rasgando el día. En tierra, los señores de la guerra callaban sus gargantas de plomo y se ocultaban como conejos asustados, mientras las aeronaves sobrevolaban el área. Como tenebrosos colibríes de hierro, dos de aquellos helicópteros permanecieron suspendidos en el aire mientras descargaban su lluvia letal. Después siguieron a los que, más allá de las columnas de humo, eran ya diminutos manchones.
Aquel escenario de escombros por el cual, en últimas, luchaban unos y otros, se llenó de más ruido y más humo. Vino después un largo pitido. Como si de repente se hubiesen despertado todas las chicharras del mundo. Como un niño asustado, abandonado en el interior de aquel cuartucho destartalado, aguardaste un rato, sintiendo cómo en la jaula de tu pecho revoloteaban mil desesperaciones. Tu saliva escaseó. Ser reportero en Colombia tenía mucho de suicida. Más que valor, les decía el director del periódico, también se necesitaba mucha suerte.
Un deseo infinito de sosiego te hizo sollozar, pero una oleada de gas lacrimógeno envileció tus lágrimas. Tenías que salir de allí de inmediato. Ponerte a salvo, porque sabías que después de los bombardeos vendría el rastrillo, que era como una enorme cuchilla de afeitar que limpiaría lo que había quedado vivo entre las ruinas. Y allí no sería una, sino tres cuchillas, porque cada bando se creía con derecho al degüelle. Llegarían por diferentes direcciones. Pensaste en Camila, en su morral que llevabas a tus espaldas, en su botella de agua, de la cual bebiste un sorbo largo, y te dispusiste a abandonar ese lugar.
2
Ahora saldré por esa ventana, me dije. No sólo para abandonar la ratonera en que había sido convertida esa casa, ese barrio, sino también para buscar a Camila, de quien esperaba siguiera con vida, aunque en ese lugar podíamos caer tiroteados en cualquier instante. Y salté al otro lado, añorando tener el poder de hacerme invisible.
Salí de aquella parte del infierno, para ingresar en otra peor. Saber de Camila se me hizo la ilusión más necesaria, la meta más urgente, no sólo porque me habían encomendado la tarea de seguirla y escribir sobre lo que ella hiciera, sino porque en aquel campo desnaturalizado Camila era la única persona conocida y la única con quien podía sentirme humano, sin horrorizarme. A veces creemos que la humanidad ha tocado fondo, que ya nada puede ser más brutal, pero viene otro suceso a abofetearnos con mayor sevicia, de tal suerte que no sabemos cómo caminar entre los muertos sin sentirnos difuntos también.
Allí no había nada de qué enorgullecerse. Para ser reportero en nuestro país se necesita saber de procesos de involución y de locura, de perversión y negocios sucios. La lealtad, el valor, los ideales, son piezas raras sepultadas entre los escombros de la violencia estéril. Aquí, más que la idea de patria, estaba en peligro el ser humano.
¿Qué dirección tomar? Cualquier norte podría conducirme a la muerte. O cualquier sur. Quizás Camila ya había tomado fotografías de aquella vergüenza. ¡Camila! ¿Dónde estás?, me pregunté con angustia. Se me encomendó seguirla, pero había perdido su rastro. ¿Qué reporte enviaría al periódico? ¿Que desapareció entre el humo de aquel conflicto fratricida? Los apuntes que tomé de su labor darían para un buen reportaje, pero para escribirlo necesitaba un mínimo de seguridad, un rincón donde pudiera enlazar las palabras. Esto pensaba mientras me deslizaba por un callejón más parecido a una garganta que me succionaba, y donde, calculaba, no cabríamos dos personas.
Caminé como un sonámbulo, con un pito que me perseguía pegado a los oídos. De pronto vi que un hombre venía por el callejón y que sobre su hombro asomaba la silueta de un arma. Quise devolverme, pero calculé que me descubriría, así que retrocedí con la espalda pegada a la pared hasta que de pronto di con una puerta entreabierta por la que me deslicé. Tenía una falleba poco confiable. Me quedé quieto, aguantando la respiración. Los pasos se acercaban, lentos, sigilosos, pero me mantuve pegado a aquella puerta de madera desteñida y endeble. Los pasos estaban ahí, muy cerca, y se me antojaron alevosos y de alguna manera, ingenuos. Si fuera un combatiente armado me habría quedado fácil emboscarlo, pero era un reportero. Cuando el director del periódico me propuso esta misión no pensé que viviría semejante infierno. Aquí la pluma, la palabra, el arte de escribir, eran un riesgo peor que ser enemigo de cualquiera de los bandos. ¿Cómo narrar ese instante? ¿Qué título ponerle al reportaje en aquel callejón? Y Camila, ¿dónde estaría? La imaginé afuera, en mitad del callejón, sosteniendo un duelo con el hombre armado, él apuntando con su fusil y ella con la cámara. El más veloz sobreviviría y por supuesto sería Camila, quien dispararía primero, no una, sino varias veces. Al recibir el primer lamparazo el hombre quedaría aturdido esforzándose por mantenerse en pie, pero Camila hundiría el obturador de nuevo, sin darle respiro, hasta que él empezara a doblar las rodillas y no pudiera sostener el arma en la mira. Rápida y ágil, como un felino, Camila lo remataría con otra acción del obturador, lo alcanzaría y lo congelaría para siempre en su gesto de niño viejo, en blanco y negro, en sepia, a todo color, con flash y sin flash, con la digital y luego con la análoga, con imagen fija y en movimiento. Las dos cámaras en plena acción, una en cada mano, como los valientes de antaño. El hombre caería vencido, pero no muerto, porque lo que hacía Camila era eternizar la vida a pesar de estar cubriendo la muerte.
Ya no se oía el pito. No supe a qué horas pasó el hombre. Ya no escuché sus pasos al otro lado de la puerta. No supe si se devolvió. Cuando volví en mí, otro era el silencio y otro era el trote de mi respiración. De repente, me descubrí en una habitación donde se hallaba una anciana acostada en un lecho humilde. Quieta, dormida, o quizás muerta. La pude ver gracias a la luz que entraba por una claraboya en el techo. Y esa paz hizo que me quedara unos instantes sentado en el suelo, hundida la cabeza entre los brazos.
Tasuta katkend on lõppenud.