Loe raamatut: «Desaprender para transformar», lehekülg 2

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Oruga y mariposa Caminos de transformación

Ilse Schimpf-Herken, Alemania2

Estoy convencido de que para poder crear un mundo que de verdad sea radicalmente diferente a este actual mundo opresor, que es el que estamos intentando cambiar, lo primero que necesitamos es una transformación en nuestro corazón, en nuestra conciencia, en nuestra manera de pensar y en nuestra identidad. Por eso, el corazón de cualquier revolución es la revolución del corazón. Sin una transformación del mundo interior no es posible cambiar al exterior.

Nicanor Perlas3

Han pasado más de veinte años desde cuando fundé el Instituto Paulo Freire en Berlín4. Sin embargo, las ideas de Freire me han venido acompañando durante más de la mitad de mi vida. En este escrito deseo relatar cómo fue mi camino de encuentro con él y con su pedagogía. Para hacerlo, me referiré a algunos de los más significativos procesos de aprendizaje que experimenté, los cuales han alimentado progresivamente nuestro trabajo en el Instituto, así como las preguntas fundamentales que han marcado mi quehacer y el de los equipos vinculados al Instituto Paulo Freire, y que constituyen la base desde la cual nos proyectamos hacia el futuro. Pero antes de avanzar, quiero agradecer a todas las personas, amigas y amigos de Latinoamérica y de Alemania, que me han acompañado en este proceso.


Esta fotografía fue tomada por Edda von Oertzen en enero 1971 en Cuernavaca, México (archivo personal de Ilse Schimpf-Herken)

Conocí a Paulo Freire en 1971 en un seminario en Cuernavaca, México, cuando ya llevaba un tiempo viviendo en América Latina. Al igual que muchas personas jóvenes del movimiento estudiantil alemán, había viajado a ese continente en 1970 para conocer otras vías posibles de transformación social. No tenía una meta clara, pero me había dado cuenta de que si bien muchos de los ideales de las organizaciones de izquierda del movimiento estudiantil alemán y europeo coincidían con mis propios ideales, no correspondían realmente a lo que mi corazón me decía. Venezuela fue el país a donde llegué; puesto que estudiaba Sociología, tuve la oportunidad de participar de una investigación cuyo objetivo era conocer las condiciones de vida y las expectativas futuras del campesinado de los llanos5 a través de un amplio cuestionario. Dado que yo misma provengo de una zona rural del norte de Alemania, sé lo que implica la vida en el campo, así que al poco tiempo me di cuenta de que la aplicación de ese cuestionario —a personas mayormente analfabetas o que habían recibido muy poca educación formal— no iba a ­entregar la información buscada, además de parecerme éticamente incorrecto. Recuerdo que este hecho generó en mí una crisis. ¿Qué hacer? ­¿Regresar a Alemania para siempre o seguir con mi búsqueda aprendiendo de las otras culturas? Me decidí por el segundo camino y emprendí un viaje a México, país en el cual la Revolución zapatista de principios de siglo pasado, junto al movimiento campesino liderado por Lázaro Cárdenas en los años treinta, había producido transformaciones sociales muy profundas en el sector rural. Lastimosamente muy pronto descubriría, por mis visitas a diferentes universidades en Ciudad de México, que estas apenas habían sido tematizadas en el ámbito académico.

Sin mucha claridad sobre lo que buscaba, pero inconforme, seguí explorando caminos. Así, encontré un espacio de acogida en la biblioteca del Centro Regional de Educación Fundamental para la América Latina (Crefal) de la Unesco orientada a la formación de adultos, en Pátzcuaro, Michoacán, donde aprendí mucho sobre el ­trabajo con población indígena. Estando allí me enteré de un seminario que se realizaría en el Centro de Información y Documentación ­(Cidoc) en Cuernavaca, dirigido por Ivan Illich. El objetivo del seminario sería debatir, junto a Paulo Freire y muchos otros revolucionarios latinoamericanos del ámbito de la educación, sobre las preguntas fundamentales de las tan necesarias reformas educativas6. Para ese entonces, con Salvador Allende a la cabeza, la Unidad Popular había ganado las elecciones en Chile, y en el Perú el general Juan Velasco Alvarado estaba llevando a cabo una profunda reforma agraria y educativa. Con todos estos sucesos, la pregunta por el rol de la educación en el proceso revolucionario había adquirido una importancia central.

Yo tenía apenas 23 años y era la única persona europea presente. Ivan Illich no había estado de acuerdo con que yo participara del seminario, pero de manera cordial Freire había dicho: “También necesitamos el pensamiento europeo”. En ese momento no entendí lo que se escondía detrás de esas palabras, porque la percepción que yo tenía de mí misma era la de una insignificante estudiante europea que andaba en un proceso de búsqueda. Su comentario me llevó a preguntarme qué podría ser eso del pensamiento europeo. En mi época escolar, durante la posguerra en Alemania, había notado que mis profesores y profesoras tenían muchas dificultades para enfrentar sus propias historias. Algunos lloraban en clase, como por ejemplo mi maestro de matemáticas, que había perdido una pierna durante la guerra. O el de música, que tocaba el piano mientras cantábamos, para así disimular su propio llanto.

El extendido silencio de la generación de nuestros padres sobre su intento de reprimir el recuerdo del Holocausto nazi, y su “incapacidad de sentir duelo” (Mitscherlich y Mitscherlich, 1973) por haber formado parte de la Segunda Guerra Mundial, habían sido un factor central en el surgimiento del movimiento estudiantil alemán. Pero no podría decir que en mi infancia, transcurrida en el ámbito rural, me hubiera enfrentado a una reflexión intensa sobre las raíces de la filosofía europea. Y menos que esa formación me hubiera dado herramientas para tomar conciencia de mi propio eurocentrismo o de la arrogancia implícita en el colonialismo. Recién en Cuernavaca entendí que mi lugar de origen no solo me había marcado, sino que también correspondía que me hiciera cargo de él.

Cada tarde, después de terminar las actividades planificadas, Paulo Freire me preguntaba cuáles habían sido mis impresiones y qué había aprendido de nuevo. Al comienzo me sentí muy intimidada, porque temía que me estuviera sometiendo a algún tipo de prueba, pero gracias a lo afable que era rápidamente comprendí que mi opinión de verdad le interesaba. Cuando el seminario finalizó, supe que esa era la manera de entender la educación que yo había estado buscando.

En realidad hoy, a mis 72 años, aún sigo indagando, pero aquellos días en Cuernavaca me enseñaron la importancia de escuchar con el corazón y de comprender que solo de ese modo se pueden llevar a cabo transformaciones sociales profundas. Sin que yo tuviera conciencia de ello, Freire había estimulado en mí las células imago7, como lo que sucede con una cuncuna (oruga) que comienza a transformarse en crisálida. El encuentro con Freire fue aquel momento de mi vida en el que tomé conciencia de que mi voz también importaba y que mi propia perspectiva sobre las cosas pequeñas de este mundo podía contribuir a transformarlo. No necesitaba un profundo estudio sobre las raíces del pensamiento europeo, bastaba con reflexionar en el aquí y el ahora, junto al otro, sobre mis propias experiencias y mi Weltbild (visiones del mundo). Entonces me di cuenta de que no era necesario esperar un futuro lejano, sino que este siempre sucede en el encuentro con el otro. Somos parte de una realidad, y a través de nuestro actuar se convierte en una realidad diferente. Así lo expresa Nicanor Perlas:

La comprensión de este fenómeno es el verdadero nacimiento de la mariposa. Porque desde entonces, cada célula de la mariposa puede hacerse cargo de su propia misión. Cada célula tiene un trabajo que hacer, cada una es importante. Y cada célula comienza a hacer lo que más le atrae. Las células se apoyan mutuamente, para que cada una pueda realizar justamente lo que más le atrae.

Y todas las otras células la apoyan en exactamente hacer esto. Es el método perfecto de la naturaleza para crear una mariposa. Esta toma de conciencia ocurrida en enero de 1971 ha marcado mi vida hasta el día de hoy, y me ha llevado a ser aquella persona que quienes me acompañan en el camino y que participan en mis talleres conocen.

Con una nueva mirada, avancé en mis estudios universitarios y como trabajo de doctorado opté por estudiar los procesos educativos en la reforma agraria en el Chile de los años setenta, país que me acogió y donde hice grandes amigos y amigas. Yo quería auténticamente aprender de ellas y ellos, así que como había hecho Freire conmigo, me dediqué a escucharlos, estuvieran donde estuvieran. Eran tantas personas buscando salidas, todo un movimiento de esperanza muy diverso; a donde fuera, se aprendía. Pronto descubrí algo maravilloso, mi escucha atenta generaba diálogos entre ellos, yo era como la disculpa para que conversaran mucho y en ese intercambio terminaban de descubrir lo que estaban haciendo.

No obstante, la vida me mostraría luego que el diálogo siempre está marcado por dinámicas arraigadas culturalmente y que comprenderlas ayuda a tomar posiciones éticas consecuentes. Fue en la pequeña isla de Maio, de tres mil habitantes, perteneciente a la República de Cabo Verde, donde me confronté con una sociedad organizada jerárquicamente en función de su propia supervivencia e incluso de los más débiles, y además con huellas de un colonialismo que así como había hecho daño, adelantó acciones para proteger a las personas desfavorecidas. Toda una contradicción con mis ideas políticas de equidad y relaciones de igualdad, que me llevó a preguntarme por el tipo de apoyos que se dan a quienes están en una situación difícil, y cómo cuidar sin quitarles a las personas su dignidad. De igual manera comprendí que las relaciones de poder eran complejas, que había muchos grises y no podía verlas solo en blanco y negro.

Llegué a Maio como coordinadora de un proyecto integral de la Cooperación Alemana que manejaba la organización Servicio Mundial para la Paz. Deseaba aportar al establecimiento de relaciones más equitativas, y con eso a la emancipación de las mujeres, y creía que lo estábamos logrando a partir de un diálogo de igual a igual, nosotras con ellas, y entre ellas mismas. Pero no era cierto ese diálogo, no como yo me lo imaginaba. Por una parte, mi rol implicaba cierta distancia que me cuestionaba, pero a su vez descubrí que las estructuras sociales en la isla eran muy fuertes y, a su manera, equitativas en cuanto a garantizar el cuidado de todos los habitantes en situaciones de crisis extrema de sequía. También me di cuenta de que nuestras actuaciones, aunque bien intencionadas, no eran respetuosas de su cultura, no estábamos viendo más allá ni comprendíamos la lógica de su manera de organizarse para poder salvarse de la ­catástrofe en el último barco. En este contexto, el orden establecido por el colonialismo se mantenía: después de los portugueses había llegado la Cooperación Alemana con otra forma de intervención desde afuera, con una visión de equidad de género que no correspondía a las necesidades reales de las mujeres. Varias preguntas me acompañaban: ¿de qué manera la historia y la cultura de un pueblo fueron ­marcadas por el encuentro con el otro europeo?, ¿puede una reflexión ­crítica acerca del ­colonialismo ­convertirse en una fuerza liberadora y de autodeterminación?, ¿debe hacerlo? Cuando tomé conciencia de mi rol como mujer blanca, alemana, con un poder que me otorgaba el ser representante de la cooperación internacional, entendí que ese no era mi lugar, por lo menos no en ese momento. Agradecí todo lo aprendido y renuncié al cargo publicando la reflexión “No puede haber un verdadero diálogo” en la revista Querbrief del Servicio Mundial de la Paz.

Pero yo no quería renunciar a la posibilidad de un verdadero diálogo y reconocimiento mutuo. Su búsqueda sería la base del actuar en una pequeña ONG berlinesa llamada Asociación de Acción para un Mundo Solidario (ASW) donde inicié la construcción de un área dedicada a América Latina para el trabajo en derechos humanos y equidad de género. No se trataba de llegar con nuestras ideas para cambiar la vida de las personas, se trataba de apoyar las iniciativas de los movimientos sociales que decidían hacia dónde caminar; nuestro aporte era acompañarlas con la escucha, el diálogo y algunos recursos. Se trataba de apoyar los sueños de otras y otros.

Quién iba a pensar que sería en la Facultad de Educación de la Universidad Técnica de Berlín, en la que fui catedrática durante seis años, donde comprendería que para lograr un proceso de liberación se requiere la sinergia de diferentes fuerzas y de que ocurra el kairós, aquel momento en el cual las fuerzas que han madurado y se han unido para lograr una transformación la llevan a cabo efectivamente. El pedagogo Federico Copei lo denomina “el momento fértil” (Copei, 1960). La transformación no sucede solo porque es anhelada unilateralmente por una de las partes en cuestión; surge en un debate con su contexto y está vinculada a la desarticulación de las estructuras anteriores. Conocí este límite al que se enfrenta la transformación a través de situaciones muy difíciles, junto a mis estudiantes que participaban en los círculos de reflexión biográfica. En estos seminarios, conversábamos por un lado sobre nuestras propias biografías y, por el otro, nos dábamos cuenta cuán importante era el momento histórico. En el marco de nuestro esfuerzo por encontrar instancias de diálogo entre estudiantes de la República Federal de Alemania (RFA) y de la antigua República Democrática Alemana (RDA), se nos hizo evidente que para lograr procesos de toma de conciencia y transformación, primero era necesario que se cumplieran ciertos requisitos estructurales que posibilitaran un diálogo en condiciones de simetría. Y aprendimos también que esa simetría no se puede generar artificialmente y no puede ser impuesta.

Nicanor Perlas afirma:

La transformación social recién se hace posible cuando identidades diversas aprenden a crear una sinergia entre ellas. Esto, porque esas sinergias son algo así como el contorno de una futura sociedad, que quiere hacerse realidad. Eso es lo que el futuro nos depara. Por esa razón —tal como las células imago de las orugas— debemos encontrar caminos para construir puentes, permitiendo que lo nuevo se expanda. Muchas personas e individuos creativos pierden de vista que la red creativa debería ser la prioridad, y en cambio buscan llevar a cabo sus propias ideas, metas y soluciones de manera individual.

Darnos cuenta de lo anterior resultó más que doloroso. Mientras quienes habían crecido en la Alemania Oriental, en la RDA, habían aprendido que su esfuerzo por adaptarse a la ideología dominante era una manera exitosa de mantener márgenes de acción, quienes eran de la Alemania Occidental —muy seguros de sí mismos y entrenados para argumentar bien en sus discursos— participaban de los debates en el aula sin escuchar ni percibir el universo semántico de su contraparte. En virtud de esas experiencias emprendimos actividades orientadas a tematizar el poder de lo discursivo en las relaciones este-oeste (de Alemania) e intentamos construir puentes para que pudiera surgir lo nuevo que se ­esperaba emergiera en la ­Alemania reunificada. Sin embargo, fracasamos. En vez de crear ­sinergias, lo que pasó fue que cada parte ­defendió ­inconscientemente el modelo ideológico en el cual había sido ­educada, sin tener conciencia de lo que provocaba en la contraparte. A pesar de que ambos lados se esforzaban por hablar de los cuarenta años de no-encuentro, muchas veces esas conversaciones, más que lograr avances, provocaban más humillaciones y heridas.

De esos dramáticos debates aprendí que el encuentro solo es posible cuando los dos lados están verdaderamente dispuestos a que este se produzca. Y eso requiere de al menos tres elementos: una cierta distancia temporal, empatía para comprender el sufrimiento y las humillaciones vividas por el otro, y una determinada visión para construir confianza a través de proyectos conjuntos. Esos tres elementos no habían estado presentes en mis primeras clases universitarias después de la reunificación, pero fueron premisas fundamentales para todas nuestras actividades internacionales en el futuro.

Por lo dicho, todas las actuaciones que desde entonces hemos desarrollado en el Instituto Paulo Freire han partido de la pregunta por su relevancia para nuestra propia sociedad. A su vez, la formación continua que ofrecemos nunca la hemos entendido como pura transmisión de conocimientos, sino como un esfuerzo por lograr empatía y encuentro con el otro. Nos guía la convicción de que este mundo necesita ser transformado y que eso es algo posible de hacer, tanto en el norte como en el sur, para lo cual es importante, además de tomar conciencia de la opresión y la injusticia y de desarrollar resistencia, generar ideas y propuestas acerca de cómo nos imaginamos un mundo mejor; por ello, en todos nuestros espacios nos ocupamos activamente de garantizar ambientes para crear alternativas.

En 1996 la Fundación Alemana para el Desarrollo (DSE) nos encargó diseñar y conducir un currículum para docentes chilenos orientado a la educación para la democracia, en el marco del programa chileno de becas en el exterior. En Alemania, poco tiempo antes de ese encargo hubo varios ataques racistas en las ciudades de Rostock-Lichtenhagen y Mölln. En el Instituto Paulo Freire sentimos una gran consternación por la situación y nos preguntábamos cómo podríamos contribuir a un proceso de transformación en ­Chile, si en nuestra propia sociedad no habíamos sido capaces de superar las consecuencias del racismo y del antisemitismo.

La vergüenza que sentíamos por la fracasada elaboración de nuestra propia historia con el Holocausto en Alemania nos impulsó entonces a desarrollar un currículum que intentaba retomar las cuestiones que ya el movimiento estudiantil había planteado, pero que habían quedado sin respuesta: tanto las preguntas sobre una cultura de la memoria, respecto a nuestra historia reciente, así como el debate acerca de la migración en nuestra sociedad, emergieron como temas de central relevancia. El objetivo de este curso que desarrollamos entre 1997 y 2003 era reflexionar, con la distancia geográfica necesaria, sobre la orientación que requerían tener la escuela y la sociedad chilena en un contexto posdictatorial. Más tarde, entre 2009 y 2014 incluimos esta reflexión en un programa de formación para docentes de matemática de Chile e investigamos de qué ­manera las matemáticas podrían servir como un medio crítico y alternativo de entender la sociedad. En el inicio de este proceso, 1997, entregamos al Ministerio de Educación de Chile una propuesta que incluía un módulo denominado “Cultura de la memoria/Elaboración del pasado”; sin embargo se nos dijo que después de 18 años de iniciada la transición, Chile aún no estaba en condiciones para enfrentarse a lo sucedido durante la dictadura, así que le cambiamos el término “memoria” por “Reflexión sobre la historia”.

Este primer curso con veinte profesoras y profesores de todo Chile, se convirtió en una guía para nuestro trabajo posterior. Efectivamente, nos mostró la magnitud del silencio (y del silenciamiento) presente en la sociedad chilena, pero también que nuestro curso en Alemania, de dos meses de duración, ofrecía un espacio protegido que hacía posible construir confianza y romper lentamente aquel silencio instalado en cada uno de los frentes. Este espacio, además de estar geográficamente lejos de Chile, facilitó que las personas que participaron empezaran a conversar sobre las experiencias que habían tenido según sus respectivas posturas políticas, y que ­tomaran conciencia del dolor y los bloqueos que este extendido silencio sobre el pasado reciente volvía a desencadenar una y otra vez. Al finalizar el curso, y gracias a los múltiples acercamientos y diálogos, la dureza de los frentes se había disipado y los profesores y las profesoras habían comenzado a adoptar una actitud más abierta respecto de lo sucedido durante la dictadura. Después de su regreso de Berlín, muchos de estos colegas chilenos fueron a visitar los antiguos lugares de violaciones a los derechos humanos de la dictadura chilena, de cuya existencia recién se habían enterado estando en Alemania. Les resultaba inconcebible saber que ellos, habiendo vivido esa época, no se hubieran enterado de su existencia, de la ocurrencia de aquellas violaciones, y de que estas hubieran sido completamente acalladas o (in)conscientemente bloqueadas.

Nuestros cursos siempre han contemplado reuniones de seguimiento, y en el caso de los cursos con los profesores y profesoras de Chile, en uno de ellos se conversó sobre los procesos de reflexión que se habían desencadenado luego del regreso a Chile. Fue así como supimos que en muchos casos quienes participaron habían organizado instancias de formación continua para otros profesores y que en estas iniciativas autogestionadas estaba claro que no era necesario enfocarse exclusivamente en temas específicos como género, memoria, interculturalidad y manejo del conflicto en las escuelas, sino que lo que ocurría fuera de los seminarios era igualmente importante —o quizás incluso más que lo que se vivía en las clases— para lograr verdaderas tomas de conciencia. Dichas ­iniciativas llevaron a que ya en 2003 los antiguos participantes chilenos de estos cursos formaran la Asociación de Perfeccionamiento de Profesores “Vagamundos”8, para seguir desarrollando modelos de aprendizaje mutuo.

Otro aporte que seguramente fue muy relevante al momento de estimular estos procesos se dio por los viajes de los “Profesores y Profesoras Sin Fronteras”, una iniciativa creada por el Instituto ­Paulo Freire en 1999 y apoyada por la Asociación Paulo Freire desde 2009. A través de ella, un grupo de docentes alemanes viajó por dos o tres semanas a Chile y visitaron los colegios de sus pares chilenos. Ofrecían talleres sobre diferentes temas, dirigidos a todo el profesorado de los colegios respectivos, y al mismo tiempo podían conocer de primera fuente, en conversación con sus colegas chilenos, de qué maneras se había dado continuidad a los contenidos discutidos en Berlín. Estas reuniones posteriores, hechas de manera descentralizada en diferentes lugares de Chile —en el ámbito rural y urbano, en escuelas con población mapuche o con un alto porcentaje de migrantes provenientes de Perú, Bolivia y Colombia— llevaron a un entendimiento más profundo en relación con los procesos de aprendizaje, y a una reflexión crítica sobre el modelo pedagógico imperante en el Chile actual. Hoy en día, quienes forman parte de la red “Vagamundos” dan formación continua a estudiantes y colegas en Chile, Perú, Colombia, Honduras, El Salvador y Guatemala, con lo cual se favorece el intercambio sur-sur que solo ha sido posible gracias a una confianza construida por años de relación.

De manera similar a como lo hicimos en el programa con los grupos de becarias y becarios chilenos, esto es, invitando a personas de América Latina a estar con nosotros por un periodo de tiempo, en 2003 diseñamos un curso de educación para la paz —Edupaz— con el fin de reflexionar durante dos meses sobre la cultura de paz con docentes provenientes de regiones donde había habido o aún había guerra; así, desde 2003 los encuentros fueron con maestras y maestros y con otros profesionales de ONG dedicadas al trabajo en derechos humanos, a los movimientos de resistencia indígena, o a organizaciones sociales o de mujeres de países centroamericanos (Honduras, Guatemala y El Salvador) y de Colombia. Tras cinco promociones, dimos el paso a hacer los cursos de manera virtual (e-learning) con dos momentos presenciales. En esta ocasión trabajamos de manera conjunta con varias instituciones universitarias y organizaciones de la sociedad civil en Colombia y ­Centroamérica. Actualmente, este curso sigue vigente y ya estamos en la cuarta promoción.

Otra iniciativa guiada por principios similares que buscaba ­reflexionar sobre la didáctica de la educación superior fue el programa ProCalidad, que se realizó durante cuatro años en Alemania con profesores universitarios de Guatemala, Honduras y Perú, quienes se formaron durante un año en Berlín y tuvieron seguimiento en sus países.

Todas estas capacitaciones e iniciativas nos proporcionan aprendizajes fundamentales que a su vez enriquecen el trabajo de acompañamiento y formación que realizamos en escuelas e instituciones educativas alemanas. En este sentido, tratamos de construir puentes que permitan que los aprendizajes adquiridos en diálogo con nuestros colegas de los diferentes países, lleguen también a la realidad escolar alemana.

A lo largo de estos años, además se ha ido creando una gran red de amigas y amigos de Paulo Freire que nos encontramos en diversas partes siempre en torno a debates muy profundos y derivando aprendizajes. Como dijera Nicanor Perlas:

El contexto social y el paradigma de lo antiguo ya no tienen la fuerza suficiente para resolver aquellos problemas que ellos mismos crearon. En un momento de esas características, lo nuevo se impone. Las iniciativas y los individuos que han visualizado o imaginado un futuro diferente se reúnen y forman diversos movimientos que apuntan a la construcción de una sociedad mejor.

Las primeras veces éramos cerca de treinta quienes nos encontrábamos para dialogar sobre nuestras experiencias en estas materias; hoy solemos ser cerca de cien personas muy comprometidas las que nos reunimos para buscar nuevos caminos hacia una educación coherente con nuestra sociedad y para hallar un grupo de referencia y de pertenencia; además, una parte de los seminarios está siempre abierta al público general. En estos encuentros solemos reflexionar sobre cómo llevar adelante una cultura de la memoria que prevenga la revictimización, de qué manera ofrecer un espacio que incluya múltiples experiencias de lucha y de resistencia —por ejemplo de los grupos de resistencia afrodescendiente o indígena o de las ­luchas feministas—, y que permita aprender de sus múltiples experiencias; conversamos también acerca de cómo avanzar hacia nuevas maneras de desarrollar la democracia y exploramos el potencial del teatro foro, como lo plantea Boal, para la transformación social.

Hay colegas que han expresado el cambio en sus vidas, que hay un antes y un después de Berlín y que las experiencias vividas a través del intercambio son una fuente de la cual permanentemente reciben inspiración para su trabajo en el día a día. La sistematicidad de los encuentros ha ofrecido un espacio para hablar tanto de los problemas como de las experiencias positivas, y para encontrar nuevas ideas a través del diálogo con otros. Una activista del movimiento afrodescendiente de Colombia lo expresó de la siguiente manera: “Sé que en estos espacios puedo confiar; sé que seré escuchada”.

Dado que formo parte de varios equipos interculturales desde hace ya veinte años, tengo la gran suerte de volver a encontrarme cada cierto tiempo con mis amigas y amigos de la Asociación de Perfeccionamiento de Profesores, los “Vagamundos” en Chile, con la “Asociación Triálogo” en Perú, y con las y los más de doscientos colegas en Colombia y Centroamérica que comparten y crean redes de intercambio de experiencias a través del “Archivo Vivo ­Paulo Freire”9, creándose también con esto relaciones de confianza y amistad entre los participantes, un proceso que se hace aún más importante por el contexto violento de Centroamérica. Lo que se ha desarrollado en estos veinte años lo pudimos conocer en octubre de 2017, cuando cerca de cien colegas, amigos y compañeras de ruta del Instituto Paulo Freire, provenientes de América Latina y de Alemania, nos dimos cita en Berlín. Allí dialogamos durante cuatro días, acerca de los puntos en común de nuestros trabajos y respecto a las fuerzas que han confluido para lograr transformaciones. Cada quien traía sus propias motivaciones y sus propios sueños; participamos con pasión en la gran diversidad de talleres ofrecidos que ponían ­sobre el tapete las preguntas centrales del enfoque de Freire que tristemente siguen vigentes: ¿cómo superar la cultura del silencio?, ¿cómo adoptar una postura crítica frente a la educación bancaria? Sin importar las trayectorias de cada quien, fue hermoso ver cómo todos y todas estábamos abiertos al aprendizaje mutuo, poniendo en el presente las viejas preguntas que siempre nos han unido para seguir alimentándolas, reflexionando sobre cómo superar nuestro pensamiento y la desigualdad estructural existente, y a propósito del concepto del buen vivir acuñado por grupos indígenas latinoamericanos en resistencia.

Recién cuando hayamos logrado tomar conciencia de la violencia implicada en la subyugación colonial y en su negación, podremos abrirnos a otras maneras más amorosas de relacionarnos. ­Recuerdo con mucha nitidez varios de nuestros encuentros con Daniel ­Gaede, el antiguo coordinador del área pedagógica de Buchenwald en Alemania, lugar que funcionó como campo de concentración y que ahora es un sitio de pedagogía de la memoria (ver también el texto de Daniel Gaede en este libro). Visitamos el lugar con diferentes grupos de educadores y educadoras de Chile, Colombia y Centroamérica. En las largas horas de conversación con Daniel, que acompañaban la visita a Buchenwald, cuando lográbamos romper el silencio sobre nuestras experiencias con la guerra y la dictadura, y disolver los miedos asociados a esas experiencias, nos transformábamos en otras personas. Entonces ya no era necesario canalizar toda nuestra energía para reprimir la memoria, sino que éramos ­capaces de permitir nuevas perspectivas a través de la empatía hacia los otros y hacia nosotros mismos. Para muchos, esos momentos fueron un nuevo comienzo, en el sentido del kairós.