Loe raamatut: «Desaprender para transformar», lehekülg 5

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Hasta bien entrado el siglo XX, en Alemania la obediencia fue percibida como un elemento natural e indiscutible de la vida privada y social al que se atribuía un valor positivo, lo que no excluía que de vez en cuando hubiera actos de oposición o desacuerdo. Pero tras la experiencia de los acontecimientos históricos —primero el auge del régimen nacionalsocialista entre 1933 y 1945, construido sobre la obediencia absoluta y que se sirvió de ella para librar una guerra mundial y perpetrar el genocidio de millones de personas, y más tarde las prácticas estalinistas, también basadas en el principio de orden y obediencia— la obediencia se convirtió en un valor altamente controvertido. Se empezó a tomar conciencia de los efectos destructivos de tal principio. Lo que antes había sido un elemento que se sostenía sin cuestionamiento ninguno, se convertía ahora en una máxima negativa. En cambio, valores como la autonomía y la responsabilidad individual adquirieron en ese ­momento la ­consideración de importantes y positivos. Se produjo un cambio duradero de la jerarquía de valores, impulsado por un acalorado debate social sobre los valores que en ese momento se consideraban fundamentalmente importantes —por ejemplo, la justicia y la equidad de derechos o la obediencia— y sobre la relación entre ellos.

A modo de conclusión

Con estas reflexiones, si bien breves, he tratado de ilustrar varias cosas: los valores son principios socialmente condicionados que se forman, adquieren importancia y la pierden, y determinan el razonamiento y la actuación de las personas. Sientan la base de una determinada percepción de la sociedad y de la convivencia. Hoy en día, esta convivencia se da en un mundo globalizado en el que el trato que unos seres humanos brindan a otros y el modo en que estos tratan la naturaleza, con todo lo que forma parte de ella, están en cuestión.

La ética desempeña un papel decisivo en algunas de las tareas que van a determinar en gran parte el futuro de nuestra humanidad: la construcción de una convivencia entre los diferentes pueblos y sus culturas; el trato con la naturaleza, es decir, con todos los seres vivos y sus medios de vida y, por último, la construcción de una sociedad —de la que la digitalización y la inteligencia artificial formarán parte— más justa y humana.

En este escenario, la pregunta central pareciera ser cómo ­construir una convivencia que posibilite una buena vida tanto a escalalocal como global. En mi entender, las respuestas a esta pregunta ­contendrán invariablemente una dimensión ética y requerirán un diálogo constante sobre la cuestión de los valores, lo que nos conducirá a desarrollar una forma de pensar y actuar éticamente conscientes. Si no tenemos en cuenta esta pregunta, la cuestión de los valores se quedará exclusivamente en el plano teórico y todos los acontecimientos actuales continuarán siendo enormemente problemáticos.

Es aquí donde entra la importancia de la formación y clarificación en valores, más concretamente el proceso pedagógico de construcción y desarrollo de una postura reflexiva sobre los valores, que desafortunadamente no podré desarrollar aquí por falta de espacio. No obstante, debo destacar la existencia de numerosas experiencias de docentes, educadoras y educadores en este campo, algunas de las cuales aparecen recopiladas en este volumen.

A modo de cierre, me gustaría destacar que la exploración de la cuestión de los valores y sus implicaciones sociales representa solo la condición previa para construir un proceso de aprendizaje responsable, no el proceso en sí. La formación de valores en cambio es una práctica interiorizada y vivida, y se produce en nuestro convivir concreto y cotidiano.

Traducción del alemán: Annette Nana Heidhues y Raquel Vázquez

Paulo Freire, inspirador en mi labor docente y acompañante de procesos sociales y comunitarios

María Miyela Riascos Riascos, Colombia17

Crecí rodeada de naturaleza, de plantas, animales, ríos y quebradas. Mis abuelos le tenían un nombre a todo y lo consideraban parte de la familia. Yo observaba con admiración cuanto me rodeaba y me hacía preguntas sobre lo que ocurría en mi entorno. Así como admiraba la gran variedad de plantas y cómo reverdecían por todo lado, también me preguntaba por qué nosotros no teníamos escuela, por qué no había hospitales. Yo oía que los había en otros sitios, pero no en nuestro territorio. Un día se lo pregunté a mi mamá y ella me respondió: “Hija, hay que estudiar para ser alguien en la vida, si estudias tendrás la posibilidad de liberarte de lo que nos ha tocado vivir a nosotros”. Las palabras de mi mamá fueron y siguen siendo eco en mi existencia; me dije, estudiaré y le apostaré a la educación para mí y para mi pueblo negro del Anchicayá.

Aunque culturalmente no era normal que una niña dijera lo que pensaba, desde mis ocho años me permití la palabra. Ayudaba a mi papá, Diomedes, en su venta de frutos producidos en la sementera como el caimito y la papachina. Yo llevaba las cuentas; a él le gustaba recibir apoyo, pues era iletrado y yo me convertí en su mano derecha.

Le pedí a mi mamá que me matriculara en la escuela Juan de Ladrilleros. Era una escuela muy buena y bonita, pero solo para los hijos e hijas de los trabajadores de la central hidroeléctrica y quedaba muy lejos de mi comunidad. Mi mamá hizo las diligencias y consiguió cinco cupos para niños y niñas de la cuenca, entre ellos yo. El estudio lo gozábamos, a pesar de que nos tocaba irnos caminando los días domingo hasta El Danubio, el cual se encontraba a quince kilómetros de distancia, quedarnos en casa de amigos o familiares toda la semana y desde ahí ir todos los días a la escuela, a tres ­kilómetros de distancia. Los viernes regresábamos a nuestras comunidades. Enviarnos a la escuela era todo un sacrificio para nuestras familias, que nos acompañaban hasta cierta distancia llevando la leña, las maletas y los útiles que requeríamos para pasar la semana fuera de casa. Así tocaba porque en el territorio no contábamos con servicio de transporte.

A los catorce años me gradué de primaria y me puse una meta que no sabía cómo conquistar: contribuir a la transformación de mi región. Para ello tenía que seguir estudiando. Convencí a una de mis profesoras, Ana Milena Ruiz, para que me llevara con ella a Cali, la capital del Valle del Cauca; mis padres estuvieron de acuerdo y me permitieron irme con mi maestra. En Cali trabajaba durante todo el día haciendo los oficios de la casa de mi madrina; a cambio de mi trabajo ella me pagaba la mensualidad del colegio y yo estudiaba en las noches. Ahí fui conociendo de manera somera algunos elementos de la historia del pueblo afro, historia que contaba mi profesor de Sociales, muy distinta a lo que yo había vivido en el Anchicayá, pero yo me sentía orgullosa de mi raza y eso me daba fuerzas para avanzar.

El camino de la resistencia con otros y otras en la cuenca del Anchicayá

Al terminar la secundaria en Cali, regresé al río Anchicayá con el firme propósito de fundar una escuela para que todas los niños y niñas de la región pudieran estudiar. Ese fue uno de mis primeros hitos de resistencia en este largo caminar, poner al alcance de las familias vecinas la oportunidad de que sus hijos e hijas estudiaran.

Con el tiempo, junto con amigos y amigas fuimos forjando un liderazgo en la cuenca. Empezamos a exigir la titulación de nuestras tierras, la construcción de colegios, el mejoramiento de viviendas, el arreglo de la carretera. Nos capacitamos en liderazgo y trabajo solidario, conformamos una cooperativa multiactiva y empezamos a comercializar el bananito, uno de nuestros productos más apetecidos, lo que les permitió a las familias empezar a generar ingresos. Asimismo, creamos el primer consejo comunitario de comunidades negras en el Valle del Cauca, el de mi comunidad Llanobajo en la cuenca del río Anchicayá.

Simultáneo al trabajo social que se empezaba a forjar, daba clases en la escuela privada que había habilitado en la casa de mis padres. En este proceso siempre busqué que los niños, niñas, jóvenes y mujeres aprendieran a opinar, a decir lo que les gusta, lo que les molesta, a dar ideas para sacar adelante los procesos comunitarios.

Años más tarde fui nombrada como maestra alfabetizadora para las personas adultas en Llanobajo y esta experiencia fue superenriquecedora para mí. Mis estudiantes no sabían leer ni escribir, pero sí sabían de las fases de la luna, de cuándo iba a llover o a crecer el río, de los tiempos adecuados para las siembras, para las cosechas, de medicina tradicional a base de plantas, de elaborar artesanías, canoas, casas, de manejar el monte… Aunque eran muy sabios, anhelaban aprender las letras para no ser tildados de “brutos”, pues siempre les habían dicho que lo eran y ellos estaban absolutamente convencidos de que era verdad.

Me apoyé en el planteamiento de Paulo Freire: “Todos los maestros sabemos algo, todos los maestros ignoramos algo, por eso aprendemos siempre”. Este argumento fue suficiente, les decía que era cierto que desconocían las letras y los números, como también que yo desconocía muchísimo de lo que ellos sabían, y que eso no nos hacía brutos ni a ellos ni a mí.

Vivimos un proceso que nos permitió ganar en autoestima, en compañerismo, en trabajo en equipo. Las clases las hacíamos compartidas entre maestra y estudiantes y en su gran mayoría aplicando cada concepto a la realidad territorial. Fue una verdadera experiencia en etnoeducación, algo fenomenal, todos teníamos mucho para decir. Como logro de dicho proceso organizamos el grupo “Alfabetizando” y empezamos a hacer mingas en las fincas de cada una de las personas que integraron el grupo, así recuperamos semillas, conocimiento y diversidad. Ya contábamos con comida suficiente para las familias, la cría de animales y la venta de excedentes, es decir, se estaban generabando ingresos como colectivo y como familias.

La dicha duró poco tiempo. Desafortunadamente todo quedó en el pasado debido al conflicto armado colombiano: tuvimos que salir forzadamente de nuestro territorio. Aún muchos no hemos regresado. Pero lo aprendido, lo llevamos a todo lado. En lo que a mí respecta, el legado de mis ancestros, abuelos y padres, y los postulados de Paulo Freire y sus estrategias liberadoras, acompañan mi labor social de acompañamiento permanente a las comunidades. Me siento inspirada cuando Freire dice: “La presencia de los oprimidos en la búsqueda de su liberación deberá entenderse como compromiso”, pues me da aliento en mi lucha permanente por la conquista de los derechos a la vida, la cultura y el territorio. Por ello ya no hablo en singular, sino en plural.

Nos enorgullece saber que en nuestra cuenca aprendimos a conquistar la libertad para nosotros mismos y nuestras comunidades del Pacífico. Hoy en día nos organizamos, nos estructuramos, implementamos procesos y los evaluamos para mejorarlos, con el firme propósito de aportar a transformaciones de fondo que mantengan en alto la dignidad en nuestros territorios. Estudiar es necesario, ahora lo sabemos más que nunca, prueba de ello es que en la actualidad la gran mayoría de quienes somos del Anchicayá seguimos estudiando y preparándonos para afrontar el momento histórico.

El camino de la resistencia con otros y otras en Buenaventura

Me alivia saber que no estamos solos en esto. En el camino de la libertad hemos tenido la fortuna de caminar junto al Secretariado Diocesano de Pastoral Social de la Diócesis de Buenaventura, que viene desarrollando un conjunto de estrategias que propenden por el fortalecimiento organizativo, la preservación de la sementera tradicional en busca de la autonomía alimentaria de las comunidades, la recuperación de la memoria ancestral e histórica, la ayuda humanitaria para la población vulnerable, vulnerada y víctima del desplazamiento forzado, y el acompañamiento permanente a los procesos sociales en general de Buenaventura, en pro del distrito y de sus organizaciones de base; todas las acciones buscan la vida digna en el territorio.

Sea el momento de hacer un reconocimiento a Pastoral Social cuyas estrategias trazadas han permitido llegar a muchos consejos comunitarios, cabildos y resguardos indígenas, juntas de acción comunal, organizaciones de mujeres, agrupaciones de jóvenes, población en situación de vulnerabilidad, fundaciones y a la sociedad en general.

El acompañamiento de la Iglesia católica en Buenaventura se remonta a 1942 con el primer obispo para Buenaventura, monseñor Gerardo Valencia Cano, quien contribuyó con las primeras escuelas y colegios para la población urbana de este distrito y apoyó la organización de la gente de las cuencas hidrográficas en la zona rural. Después de su muerte en 1972, la intervención disminuyó por los enfoques de quienes lo reemplazaron, hasta 2005 cuando llegó un obispo del mismo talante de él, monseñor Héctor Epalza Quintero, quien se hizo uno solo con las organizaciones de base, emprendió un proceso de defensa territorial para vivir en paz y con dignidad en un momento histórico en el que Buenaventura tuvo el pico más alto de violencia en Buenaventura, 2013 y 2014, y se entregó a la causa comunitaria, por lo que fue apodado el Obispo del Pueblo.

La población ya no aguantaba más vulneraciones a sus derechos étnicos, sociales, ambientales y culturales; el miedo la había inmovilizado a la población; con las calles vacías, la desconfianza se apoderó de la gente y no faltó quienes justificaran las muertes: “Por algo lo mataron, en algo andaba”, decían algunas personas.

Acompañadas del obispo Epalza, de la Pastoral Social, institución en donde laboro, y de varias organizaciones sociales emprendimos una lucha conjunta, implementamos un plan de acción, y el 19 de febrero de 2014 organizamos una gran marcha llamada “Enterremos la violencia para vivir con dignidad y en paz en el territorio”, considerada la mamá de las marchas.

Como resultado de esta manifestación popular, representantes del Gobierno nacional llegaron a Buenaventura para darle solución a la problemática planteada por nosotros los líderes y las lideresas, propusimos un “plan de choque” y se hicieron mesas de trabajo. Puesto que después de tres años se había implementado apenas el 10 % de lo prometido, en 2017 tomamos la decisión de organizar un paro cívico que duró 22 días.

El paro lo hicimos de manera activa y beligerante con dos estrategias: una en las calles, con manifestaciones y protestas en el marco de una programación previamente establecida y temática según lo fijado en las mesas de trabajo, y dos en la mesa de negociación política con representantes del Gobierno nacional, a través de un grupo de líderes y lideresas que formaron el comité ejecutivo del paro cívico.

Firmamos unos acuerdos contenidos en nueve ejes temáticos los cuales serán implementados a través de un plan de desarrollo social y especial para el distrito, que será ejecutado durante los próximos diez años, con posibilidad de ser prorrogados, y financiado a través de un fondo autónomo para Buenaventura. Hasta el momento ­redactamos de manera conjunta entre los y las lideresas y el ­Gobierno nacional la Ley 1872 que fue sancionada por el presidente de la República de Colombia, Juan Manuel Santos Calderón el 18 de diciembre de 2017, por la cual se crea el Fondo para el Desarrollo Integral del Distrito Especial de Buenaventura –Fonbuenaventura–, y se está elaborando el decreto reglamentario de dicha ley.

De forma simultánea, continuamos avanzando en la construcción colectiva a través de las diez mesas temáticas las cuales deben formular proyectos que permitan materializar las peticiones del pueblo de Buenaventura, en el marco del derecho constitucional de la protesta social durante los 22 días de paro cívico, con lo cual se aspira a cerrar brechas de inequidad en relación con la población del distrito de Buenaventura y las demás ciudades de Colombia.

Si observamos el hilo conductor del presente documento, nos podemos dar cuenta de los avances del pueblo negro, de las comunidades y del país: hemos conquistado derechos, hemos sido reconocidos en la Constitución Política de 1991 como grupo étnico, como personas iguales en derechos y con diferencias culturales, étnicas y territoriales, que tenemos derecho a participar en todo lo que nos afecte, así como a estudiar, al territorio que nos han heredado nuestros mayores, a la vida y a vivir en paz y con dignidad.

Sin embargo tenemos grandes desafíos: por un lado tenemos derecho a la educación, pero pocos podemos acceder a ella, y la que recibimos es descontextualizada, es decir, no está pensada para vivir la vida en el territorio. Tenemos derecho a la vida y a la participación, pero cuando tomamos la decisión de hacerlo a través del diálogo o del litigio estratégico, nos asesinan con la intención de cortarnos las alas; no nos escuchan, por el contrario nos mandan a callar.

En últimas, se puede decir que hemos avanzado en el papel en muchos de nuestros problemas como sociedad, contamos con normas internacionales, con la Constitución Política de Colombia, con leyes, decretos, directivas ministeriales y autos, pero a pesar de todo eso, no se respeta la vida ni se actúa según el derecho que nos asiste.

Por esa razón es necesario seguir avanzando en la conquista tangible de lo que hemos ganado como producto de nuestras luchas, y para ello requerimos el acompañamiento, la solidaridad y el apoyo del pueblo colombiano, de los defensores y las defensoras de derechos humanos y de la comunidad internacional para que contribuyan en la incidencia ante el Gobierno colombiano y por fin poder lograr el goce efectivo de todos los derechos conquistados.

Cómo ser maestro en una escuela en contextos de pobreza, violencia y conflicto

Víctor Manuel Riascos Murillo, Colombia18

Mi encuentro con el maestro Paulo Freire estaba marcado por el destino. Cuando en julio de 1990 recibí del Instituto Técnico Industrial Gerardo Valencia Cano en Buenaventura mi grado de bachiller, apenas si sabía de él, pero en cambio leía de manera fervorosa a monseñor Gerardo Valencia Cano, pensador y defensor de la corriente de la Teología de la Liberación, y primer obispo de mi ciudad, así como a Óscar Arnulfo Romero de El Salvador y Juan José ­Gerardi de Guatemala, obispos socialistas de América Latina que dieron su vida por sus ideales. A estos hombres soñadores de un mundo más justo y equitativo empecé a estudiarlos en la Pastoral Social del entonces Vicariato de Buenaventura.

El 23 de febrero de 1998 en Buenaventura tuvo lugar el ­segundo paro cívico. La comunidad en general, con el apoyo de las fuerzas vivas y motivada por la Iglesia católica en cabeza de monseñor ­Rigoberto Corredor Bermúdez e inspirada en el pensamiento de monseñor Valencia Cano, se volcó a las calles en una protesta social pacífica que guardaré siempre en mi mente. Para ­entonces ya era maestro normalista, me desempeñaba en la Institución ­Educativa Néstor Urbano Tenorio, ubicada en el barrio Las Palmas de la ­comuna 12 y me uní decididamente al paro, estuve al frente de la movilización y del proceso de negociación a favor de los más ­humildes, exigiendo y reclamando al Gobierno estatal atención y reconocimiento de los derechos de las comunidades excluidas, ­empobrecidas y desplazadas por la violencia y el terror.

Al aplicar y defender el pensamiento de Gerardo Valencia Cano estaba también poniendo en práctica, sin ser muy consciente de ello, la visión y el pensamiento del maestro Paulo Freire. Como estudiante de la Licenciatura en Filosofía y Ciencias Religiosas de la Universidad Santo Tomás de Aquino, en Bogotá, ya estaba leyendo a Freire, pero fue cinco años después, en Berlín, en 2003, cuando conocí profundamente su pensamiento. Fue tanta mi impresión al estudiarlo, que sentí que el universo lo había reservado para mí y que había sido él quien me había seleccionado desde antes para ser uno de sus tantos discípulos. Era como si su energía siempre hubiera estado conmigo, cual llovizna que impregna y alienta a trabajar por el otro sin ningún interés personal.

Lejos de mi Buenaventura, reconocí que yo vivía y ponía en práctica su legado con mis conciudadanos y conciudadanas, en las luchas y la defensa de sus derechos; en la protección y defensa del territorio, en la comuna y en la escuela con mis estudiantes. Sin saberlo mis prácticas se acercaban al método freiriano y a la pedagogía del oprimido, y con mi trabajo, mediante la praxis del buen vivir, en un escenario concreto como lo era la escuela, aportaba al fortalecimiento de la comunidad y a la transformación del territorio. A continuación me propongo compartir algunas pinceladas de mi experiencia desde ese entonces hasta la fecha, dando primero un breve brochazo del contexto en el que he actuado.

Buenaventura: entre la pobreza, la riqueza y la violencia

Buenaventura es la ciudad portuaria más importante de Colombia. Es pluriétnica y multicultural. A pesar de toda su riqueza, es uno de los territorios más empobrecidos, resultado del abandono, la discriminación y la exclusión social que ha sufrido sistemáticamente por parte del Estado colombiano y sus instituciones. Su casco urbano está dividido en doce comunas y la número 12 es la más grande, vulnerable y violenta de la ciudad.

A ese abandono estatal se le sumó el conflicto armado interno —en particular el accionar de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), grupo paramilitar que afectó de manera directa y cruel a la población civil con mucha fuerza a partir del año 2000—, y que impactó directamente a las comunidades, alteró sus formas de vida, generó el desplazamiento forzado y aumentó la pobreza, todo lo cual, obviamente, tuvo repercusiones en la escuela.

Luego de un proceso con el Gobierno, entre 2007 y 2009, los paramilitares se convirtieron en las llamadas bandas criminales (bacrim), dos de las cuales, La Empresa y Los Urabeños, se tomaron la ciudad, delimitándola con lo que hoy se conoce como fronteras invisibles, nueva estrategia de control sobre el territorio, a través de la modalidad de vacunas (extorsión). A ello se le suman los ataques indiscriminados contra la población civil, el reclutamiento de niñas, niños, adolescentes y jóvenes por parte de los grupos ilegales, especialmente las bacrim, los asesinatos selectivos o intentos de homicidio a estudiantes, docentes, directivos docentes, líderes y lideresas sociales, sindicales, representantes de la Iglesia, miembros de las juntas de acción comunal, de los consejos comunitarios, de los resguardos indígenas y defensores y defensoras de derechos humanos.

Las niñas, niños y jóvenes de estos entornos, mis estudiantes, están en un altísimo riesgo de ser inducidos a consumir sustancias psicoactivas, de ser utilizados por las bandas criminales y los grupos armados ilegales como mandaderos, campaneros e informantes para ejecutar robos y extorsiones, para practicar torturas y otros ­tratos crueles, ejecutar asesinatos, desplazamientos y desapariciones forzadas. De igual manera, están en riesgo de presentar cuadros depresivos, actitudes violentas y agresivas, traumas psicológicos, miedos, bajo rendimiento académico, ausentismo, deserción escolar, altos niveles de indisciplina y desescolarización.

Precisamente en la comuna 12 está ubicada la Institución Educativa Néstor Urbano Tenorio (Ienut), en la que laboro hace más de veinte años. Tiene cinco sedes de las cuales una es rural, en la vereda La Gloria. Las otras están en los barrios Las Palmas, El Caldas y Alfonso López Michelsen. Su población, de 1300 estudiantes, es mayoritariamente afrodescendiente y en menor cantidad mestiza e indígena.

Es en estos contextos en los que la escuela debe trabajar en sintonía con toda la comunidad educativa. Es aquí en donde como maestro debo reinventarme día a día y diseñar cuantas herramientas sean necesarias para aportar a la transformación de la difícil situación que viven nuestros aprendientes. Soy un ser sensible a la situación socioeconómica y cultural de mis estudiantes, lo que sin duda me permite conocer la realidad en la que viven, o por la que están pasando. Me gusta apoyarlos, ellos y ellas saben que estoy a su disposición, que los escucho atentamente, quizás por eso logro generar fuertes lazos de confianza, amistad, cariño y amor. Soy sigiloso, mido mis actuaciones para cuidarme y cuidarlos a ellos. A pesar de la dureza de lo que viven, y del impacto que ello tiene en mí, trato de no perder ni un momento la sensibilidad por el sufrimiento y dolor por el que pasan con sus familias, así como jamás perder mi capacidad de asombro por su capacidad de sobreponerse a cuanta situación difícil se les presenta. Supongo que con ello he logrado generar confianza, que se dispongan y abran su mente y su corazón para ayudarles a sacar y derrotar de manera definitiva el miedo y el terror que han sufrido, fortalecer su seguridad permitiéndoles romper con la cadena de silencio, rencor, odio y venganza que les sembraron en sus corazones por las dolorosas circunstancias vividas.

En mi experiencia como maestro en Buenaventura, he tenido que enfrentarme a grandes desafíos y abordar situaciones de mucho riesgo y peligro para mi seguridad e integridad física. Pero también he sentido la necesidad y la obligación moral de hacerlo, y hoy comprendo claramente que la vocación del maestro Paulo Freire por el otro, el mismo amor que siempre tuvo Jesús por las personas más empobrecidas, es lo que me impulsó a este trabajo por la enseñanza de mis estudiantes y la defensa de sus derechos, integridad y dignidad humana.

Algunas acciones contra la violencia

Entre las muchas situaciones difíciles que hemos tenido que enfrentar recuerdo con nitidez cuando los paramilitares tomaron control del sector e ingresaban a la escuela sin que nadie lo pudiera evitar, lo que como es natural, provocaba miedo y tensión, especialmente durante los actos y programas que se organizaban con la comunidad educativa, pues era cuando más presencia hacían. En nuestra comuna regularmente se daban enfrentamientos entre distintas bandas o entraban a las víctimas al sector para ajusticiarlas y en muchas ocasiones mis estudiantes se enteraban o incluso presenciaban estos hechos de crueldad, ya que la escuela era paso obligado hacia el lugar en donde los paramilitares cometían sus crímenes.

Frente a la inseguridad que vivían constantemente mis estudiantes, era necesario actuar, así que decidí reunirme con un grupo de docentes de la institución y les planteé la necesidad de no ser pasivos y de asumir una posición al respecto; sugerí hablar con el “jefe” del “sector” y pedirle que no involucrara a la escuela ni a los estudiantes en el conflicto. Pero mis colegas me hicieron ver que no era prudente y respeté sus miedos.

No obstante, días después, a la hora de la salida, a las seis de la tarde, niñas de la institución fueron agredidas físicamente de manera brutal por varios miembros del grupo paramilitar, por rechazar enérgicamente el acoso al que se veían sometidas a diario, y tanto ellas como sus padres fueron humillados y amenazados de muerte. Ante tan grave situación activé la reunión con los cabecillas del grupo. ¿Cómo lo hice? Aproveché el trabajo de acompañamiento y solidaridad que siempre he realizado en el sector y el hecho de que se me reconoce como uno de los profesores que acompaña los momentos de dificultad y que tengo fortalezas para contribuir a la resolución de los conflictos, especialmente en el entorno escolar. El contacto resultó más fácil de lo que pensaba y producto de aquella reunión se llegó al acuerdo de no inmiscuir ni poner a la escuela ni a la comunidad educativa en riesgo y sacarla del conflicto. Con orgullo puedo decir que hoy en día ese acuerdo se respeta, pese al escalamiento que sufrió el conflicto en la comuna.

Otra situación muy difícil que ha puesto en riesgo a la comunidad en general y de manera directa a nuestros estudiantes, son las disputas entre los integrantes de las bacrim por el control del territorio, demarcado por fronteras invisibles en las comunas y barrios. Después de las seis de la tarde cuando termina la jornada escolar en la institución, empieza a funcionar lo que he denominado “el otro currículo oculto de la violencia y el conflicto”, pues los integrantes de las bacrim literalmente se toman los espacios comunitarios de encuentro y se ubican de forma estratégica en las entradas de las principales calles y esquinas del barrio dando inicio a lo que llaman “prestar guardia”. El ambiente se vuelve hostil y la tensión es muy fuerte, el libre tránsito, la recreación y la integración de las comunidades se ve bastante afectada por esta nueva situación de la que tengo conocimiento por algunos de mis estudiantes, que son obligados a turnarse para “prestar la guardia en el barrio”, una forma sutil de reclutamiento pues luego son involucrados en otras acciones como campaneros, mandaderos y así hasta llegar al robo, la extorsión y el asesinato. Lo que hace la situación más difícil es que muchos de los integrantes de estos grupos son amigos, hermanos, primos, tíos y hasta los padres de algunos de mis estudiantes.

Para abordar esta grave problemática me he dado a la tarea de generar alianzas con diversas organizaciones e instituciones19 que juntan esfuerzos para minimizar los riesgos que corren nuestras niñas, niños y jóvenes, fortalecer sus capacidades para la participación, el diálogo y la resolución de conflictos, promover la convivencia y el buen trato en el ámbito educativo y comunitario, y robustecer su proceso de formación y el reconocimiento de sus derechos.

En los últimos cinco años he gestionado o apoyado de forma ininterrumpida algunos proyectos con mis estudiantes, inspirados en el pensamiento del maestro Paulo Freire, entre los que puedo mencionar “Fábricas de recuerdos, óleos de la imaginación” con la Fundación Restrepo Barco (2013), “El teatro y el arte como herramientas para la promoción de la convivencia” con la Fundación Restrepo Barco y la Corporación Otra Escuela (2014), “Formación y capacitación en técnicas interactivas de teatro para la paz” con el Secretariado Diocesano de Pastoral Social de la Diócesis de Buenaventura y el Servicio Civil para la Paz (2015-2018), y el “Primer conversatorio estudiantil de paz” con Educadores para la Paz del Instituto Paulo Freire (2017).