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100 Clásicos de la Literatura

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La familia Boucher le dio una bienvenida como si fuera su propia hija, salvada de la muerte contra toda esperanza o posibilidad. Le regañaron por haber acudido a la batalla y exponerse al peligro de que la mataran durante todo aquel tiempo. No podían comprender cómo se había metido en el fragor del combate. Le preguntaron si lo hizo de intento, o si se vio arrastrada por la confusión de la lucha… En todo caso, le rogaron que tuviera más cuidado la próxima vez. El consejo era bienintencionado, sin duda, pero caía en terreno estéril.

27

Agotados por la fatiga de la prolongada batalla, dormimos el resto de la tarde y dos o tres horas por la noche. Después, nos levantamos ya más descansados y cenamos. Por lo que a mí respecta, hubiera preferido olvidar el asunto del fantasma de los Boucher. Creo que los demás participaban de la misma opinión, sin duda, pues se apresuraron a comentar los lances de la lucha, procurando evitar cualquier alusión a seres fantasmales. Ahora resultaba hasta conmovedor oír al Paladín contar sus hazañas y amontonar a sus muertos: 15 aquí, 18 allá y 35 en aquel lugar. Nuestros intentos sólo consiguieron aplazar el problema, pero no evitarlo. No era posible prolongar el relato de la guerra. Cuando Paladín conquistó la bastilla al asalto y se comió a la guarnición, no había nada más que añadir, a menos que Catalina Boucher solicitara la ampliación de detalles y el Paladín aprovechara para empezar otra versión del mismo hecho. Esta vez no tuvimos suerte. Se ve que la intención de la hermosa Catalina fue otra. En cuanto se le presentó una ocasión, resucitó el desgraciado asunto y nos enfrentamos a él lo mejor que pudimos.

A eso de las once de la noche, les acompañamos a sus padres y a ella hasta la habitación hechizada, llevando candiles y antorchas para situarlas en los soportes de las paredes. La casa era grande, con muros muy gruesos, y la habitación fantasmal estaba en un extremo, desocupada desde hacía muchos años debido al temor que inspiraba. Se trataba de una sala amplia, provista de una mesa de gran tamaño, de roble viejo y bien conservada. Las sillas, en cambio, parecían apolilladas y los tapices de las paredes carcomidos y descoloridos por los años. Las telarañas del techo, por su tamaño y polvo acumulado, aparentaban por lo menos un siglo de antigüedad.

Catalina explicó:

—La tradición familiar confirmaba que estos fantasmas nunca fueron vistos, sólo se les ha oído. Creemos que esta habitación había sido más grande, y hace algún tiempo se levantó una pared, que podría ser ésa del extremo, con el fin de habilitar una salita más pequeña. Pero si existiera —lo cual puede ser cierto casi con toda seguridad—, no tendría ni puerta, ni luz ni aire, sino que sería un calabozo sin comunicación exterior. Así que aguardad aquí y observad lo que vaya a ocurrir.

Y eso fue todo. A continuación, los Boucher nos dejaron a solas. Cuando sus pasos se perdieron entre las sombras de los corredores, un silencio misterioso y solemne, más terrible que la marcha nocturna ante las bastillas inglesas, se apoderó de aquel tétrico lugar. Nos quedamos sentados, mirándonos unos a otros como tontos, comprobando que nadie se sentía tranquilo. A medida que pasaba el tiempo, más insoportable se nos hacía la atmósfera. De repente, empezamos a oír el aullido del viento alrededor de la casa, y yo me estaba poniendo enfermo por momentos. Lamenté no haberme mostrado cobarde por esta vez, puesto que no hay nada vergonzoso en reconocer el miedo a los fantasmas, teniendo en cuenta la debilidad de los vivos frente a ellos, dotados de fuerzas superiores. Y, para aumentar el peligro, aquellos fantasmas eran invisibles y hasta podría ocurrir que en esos momentos estuvieran allí mismo, junto a nosotros… ¿quién sabe? Por un instante creí percibir suaves roces en la cabeza y hombros, lo cual provocó en mí manifiestas expresiones de pavor, que no me avergonzaron, toda vez que los demás daban al aire las mismas sacudidas nerviosas, aterrados ante los misteriosos contactos. Como los roces continuaban —mientras el tiempo transcurría con espantosa lentitud—, nuestras caras —sin excepción— mostraban color cera, con lo cual me pareció asistir a un concilio de muertos. En esos momentos, se oyeron, lejanas y con exasperante lentitud, las campanadas de las doce de la noche. Al morir la última, el silencio se hizo de nuevo más opresivo, y las caras de los presentes aumentaron la intensidad cerúlea del color amarillento. Los contactos aéreos continuaban sobre la cabeza y los hombros… Así estuvimos unos interminables minutos, hasta que escuchamos un prolongado y sordo lamento, que nos hizo dar un salto y ponemos de pie, sintiendo temblar las rodillas. Los ruidos surgían del lugar donde, supuestamente, se construyó el calabozo incomunicado. Tras una pausa, oímos sollozos entrecortados con gemidos lastimeros. Luego se distinguió una voz incomprensible y ronca, que parecía consolar a la anterior, y así continuaron las dos voces, entre gemidos y suaves lamentos. Y… ¡horror!, sus tonos aparecían impregnados de compasión, pena y desesperación… Nuestros corazones se llenaban de congoja al oír aquello… Sin embargo, todos los sonidos nos parecieron tan reales que no creímos en su origen fantasmal. El caballero Juan de Metz tomó una decisión:

—¡Vamos a derribar esa pared y a liberar a esos cautivos! ¡Enano, golpead aquí con vuestra hacha!

El aludido se lanzó hacia delante, enarbolando su enorme hacha con las dos manos, mientras le iluminábamos con las antorchas, y con tremendos mandobles, los viejos ladrillos se vinieron abajo, abriendo un boquete de buen tamaño. Pasamos a través de él y levantamos las antorchas. ¡Allí no había nada! ¡Sólo el vacío! En el suelo se veía una herrumbrosa espada y un trapo apolillado. Y eso fue todo. Ahora ya sabéis tanto como yo. Tomad estos datos y componed con ellos el romance de los huéspedes largo ha desaparecidos en aquel calabozo.

28

Al día siguiente, Juana pensaba ordenar un nuevo ataque contra el enemigo, pero con motivo de la festividad de la Ascensión, el consejo de los generales, tan poco dados a la piedad, fue respetar el carácter religioso de la señalada fecha, evitando en ella el derramamiento de sangre. Sin embargo, a escondidas de Juana, no tuvieron empacho de profanar la fiesta, organizando una de sus conspiraciones para bloquear los planes de la Doncella. Reunidos sin asistencia de Juana idearon un proyecto que, según ellos, respondiera a las circunstancias del momento. Ahora, los ingleses habían reforzado las defensas de las bastillas en la orilla del río opuesta a la de Orleáns. En lugar de atacarlas, como era propósito de Juana, sus generales pretendían engañarla con una maniobra distinta. Fingir un ataque a una de las bastillas situadas en el lado de Orleáns, intentando que los ingleses acudieran a reforzarla, desguarneciendo las fortalezas de la margen opuesta. En esos momentos, ellos cruzarían el río en masa con el fin de conquistar estas fortalezas y establecer comunicaciones con la región de Sologne, que era territorio francés. Este plan, sin quebrantar decisivamente el poderío inglés, prolongaría la guerra, dejando a Orleáns con el dogal de las bastillas próximas a la orilla del río ceñido a sus puertas.

Juana apareció por sorpresa en el Consejo de los generales.

Les preguntó sobre lo que estaban hablando y las decisiones que habían tomado. Le explicaron su proyecto de atacar a la mañana siguiente una de las bastillas inglesas del lado de Orleáns… y aquí se detuvo el que hablaba, indeciso de continuar. Juana le indicó:

—Os ruego que continuéis.

—No hay nada más. Eso es todo.

—¿De verdad? Entonces, ¿creeré que habéis perdido la razón?

Se dirigió a Dunois, decidida:

—Bastardo, vos que tenéis más sentido, contestadme: si efectuamos el ataque y tomamos la bastilla, ¿qué ventajas tendríamos respecto a la situación actual?

El Bastardo, dudó, y luego se perdió en una charla discursiva que no tenía nada que ver con lo preguntado. Juana le interrumpió:

—Es suficiente, mi buen Bastardo, ya habéis respondido. Si ni el Bastardo acierta a explicar las ventajas del plan, los demás tampoco lo haríais mejor. Me parece que se os va el tiempo tramando planes inútiles y retrasando —con graves daños— las operaciones. O, ¿es que me ocultáis algo? Porque, Bastardo, decidme, este Consejo ha preparado un plan general, según deduzco. Bien, sin entrar en detalles, ¿cuál es ese plan?

—Pues el mismo del principio, de hace siete meses: abastecer la ciudad de víveres y luego esperar a que los ingleses se rindan por cansancio.

—¡En nombre de Dios! No contentos con siete meses, queréis perder un año. ¡Abandonad esos planes tan cortos! ¡Los ingleses se rendirán en tres días!

Varias voces le advirtieron:

—¡Por favor, general! ¡Sed prudente!

—¡Eso está muy bien! ¡Ser prudentes y morir de hambre! ¿Y a esto le llamáis guerra? Pues os digo, por si no lo sabéis, que la nueva situación altera sustancialmente el rumbo de los planes. Nuestro objetivo vital ha variado: ahora se encuentra al otro lado del río. Hay que tomar las fortificaciones que son la llave del puente. Los ingleses saben que, si no somos tontos y cobardes, lo intentaremos. Ya agradecen a vuestra alma piadosa el día desperdiciado. Ya están reforzando los fuertes que guardan el puente utilizando tropas de este lado del río, adelantándose al ataque de mañana. Habéis conseguido perder un día y dificultar más la tarea, puesto que VAMOS A CRUZAR EL RÍO Y TOMAREMOS LOS FUERTES que cierran el puente. Bastardo, respondedme. ¿Sabe este Consejo que sólo existe la solución que yo propongo?

Dunois aceptó que el Consejo sí consideraba el proyecto como el ideal, pero impracticable. Aunque defendió su postura, afirmando que, si la táctica fijada por ellos era aguantar el asedio y rendir a los ingleses por hambre, los planes impetuosos de Juana les llenaban de temor. Por último, añadió:

 

—Así que ya veis. Estamos seguros que la táctica de la paciencia es la más ventajosa, mientras que vos todo pretendéis solucionarlo con asaltos suicidas.

—No es que lo pretenda, es que lo voy a hacer. Apuntad mis órdenes inmediatamente. Nos dirigiremos sobre las fortificaciones de la orilla sur mañana al amanecer. ¡Y las tomaremos al asalto!

La Hire exclamó con su potente vozarrón:

—¡Voto por mi bastón! Esa es la música que a mí me gusta oír. Sí, esa es la melodía justa y el ritmo adecuado, mi general. ¡Las conquistaremos al asalto!

Hizo un saludo aparatoso, se acercó y chocó la mano de Juana.

Algún miembro del Consejo intervino:

—Entonces… deduzco que empezaremos por la bastilla de St. John, y que daremos tiempo a los ingleses para…

Juana se volvió hacia él y aclaró:

—No os preocupéis por la bastilla de St. John. Los ingleses serán lo suficientemente avispados como para retirarse desde ella hacia las fortalezas del puente en cuanto nos vean llegar. Y —añadió con ironía— hasta un Consejo de Guerra entendería lo suficiente para hacerlo así.

Dichas estas palabras, se retiró. La Hire, con aire de gravedad, les hizo esta advertencia:

—Es una niña. Eso es todo lo que veis. Quedaos con ese prejuicio si queréis. Pero daos cuenta de que esa niña ha comprendido el difícil juego de la guerra tan bien como cualquiera de vosotros. Y si he de daros mi opinión pura y simple, creo que es capaz de enseñar al mejor de vosotros cómo se desarrolla ese juego.

Juana acertó plenamente. Los astutos ingleses se dieron cuenta enseguida de que la táctica de los franceses había cambiado sustancialmente. Que en lugar de recibir golpes, los daban. Que el sistema de juguetear y perder el tiempo, se acabó. Así que se adaptaron a las circunstancias, y comenzaron a transportar refuerzos poderosos desde las bastillas del lado de Orleáns, al norte, a las de la orilla opuesta, al sur, custodiando el puente.

La ciudad se dio cuenta pronto de las novedades: Otra vez, en la historia de Francia, después de tantos años humillantes, iban a tomar la ofensiva. Supieron que Francia, acostumbrada a retirarse, se disponía a avanzar, tomando la ofensiva. El pueblo parecía enloquecido. Las murallas de la ciudad estaban cubiertas de personas ansiosas de ver marchar a su ejército en la mañana milagrosa, dando la cara, y no la espalda, a los ingleses. Es fácil imaginar cómo aclamaban a Juana, cabalgando al frente de sus tropas con su bandera ondeando al viento.

Cruzamos el río todo el ejército en masa, lo que nos llevó tiempo y esfuerzos, ya que los botes eran pequeños y escasos. No encontramos enemigos al desembarcar en St. Aignan. Tendimos un puente de barcas a través del estrecho canal. Desde allí alcanzamos la orilla sur y emprendimos el camino en buen orden y sin ser hostigados, pues aunque allí estaba la bastilla de St. John, los ingleses la desalojaron, retirándose hacia los fortines del puente, en cuanto nos vieron cruzar el río. Ocurrió lo previsto por Juana en su intervención en el Consejo. Nos movimos siguiendo la orilla hacia abajo, hasta que Juana plantó su estandarte ante la bastilla de los Agustinos, la primera de las grandes fortificaciones que protegían un extremo del puente. Las trompetas llamaron al asalto y realizamos dos cargas con impecable técnica. Pero éramos todavía muy débiles, ya que el grueso del ejército estaba algo retrasado. Cuando reuníamos hombres para dar el tercer asalto, vimos a la guarnición de St. Privé salir en auxilio de los defensores de los Agustinos, en el momento en que también éstos efectuaban una salida contra nosotros. Ambas fuerzas reunidas se lanzaron con tal ímpetu, que provocaron el pánico en nuestro ejército, que huyó en desbandada, siendo perseguido a cuchilladas, gritos y burlas por el enemigo.

Juana hizo lo posible por reagrupar a los fugitivos, pero habían perdido la cabeza y estaban dominados por el antiguo terror hacia los ingleses. El genio de Juana se inflamó, se detuvo y mandó a las trompetas que tocaran orden de avanzar. Luego giró a su alrededor, gritando:

—Si hay por lo menos una docena de vosotros que no sean cobardes, tengo bastantes. ¡Seguidme!

Y se lanzó adelante, acompañada por varias docenas de soldados valientes, que oyeron sus palabras y se sintieron impulsados por ellas. Los ingleses quedaron atónitos al ver cómo se precipitaba contra ellos sólo con unos cuantos hombres, y ahora les tocó el tumo a ellos de sentir un pánico espantoso. ¡Seguramente es una bruja, una hija de satanás!… tal eran sus pensamientos. Y sin razonar más, huyeron aterrorizados. Nuestros soldados en fuga oyeron el rumor y se volvieron a mirar. Cuando vieron la bandera de la Doncella avanzar a toda velocidad contra los enemigos, y a estos escapar desesperados del ataque, su valor retomó y acudieron a ayudarnos con presteza. La Hire también se percató de la situación y apresuró el paso de sus fuerzas, uniéndose a nosotros en el momento en que, de nuevo, clavamos nuestra bandera ante las murallas de los Agustinos… Por entonces ya disponíamos de todo el ejército. Delante de nosotros se presentaba una pelea larga y difícil, pero debíamos llevarla a término antes del anochecer. Juana y La Hire nos animaban continuamente, diciendo que éramos capaces de tomar el fuerte y que lo haríamos. Los ingleses lucharon como… bueno, pues lucharon como ingleses, basta con eso. Nos lanzábamos una y otra vez al asalto, entre el humo y las llamas y los estampidos del cañón, hasta que, cuando el sol desaparecía en el horizonte, en un supremo esfuerzo, tomamos la plaza, clavando en sus almenas el estandarte de Juana.

Los Agustinos ya era nuestra. Las Tourelles le seguiría, una vez liberado el puente y levantado el asedio. Aquel día realizamos una gran hazaña, y Juana estaba dispuesta a llevar a término la otra. Lo más conveniente era mantener nuestras posiciones actuales, consolidar el terreno conquistado y prepararnos para continuar los ataques al día siguiente. De acuerdo con estos planes, Juana no estaba dispuesta a permitir que la disciplina se relajara, de modo que prohibió a los hombres entregarse al pillaje, las borracheras y pendencias propias de las celebraciones victoriosas. Ordenó incendiar la fortaleza de los Agustinos con todas sus pertenencias dentro, a excepción de las piezas de artillería y municiones, que engrosaron nuestro ejército.

Estábamos agotados por la violenta batalla, y Juana tanto como todos nosotros. Sin embargo, pretendía acampar con los soldados ante las murallas de Les Tourelles, dispuesta al asalto a primera hora de la mañana. Sus capitanes lograron convencerla para que se retirara a descansar a su casa de Orleáns, aprovechando la ocasión para que un médico le examinara la herida que había sufrido en un pie. Nosotros la acompañamos hasta su hospedaje.

Como era habitual, encontramos al pueblo congregado a nuestro paso, las campanas al viento y el delirio en las gargantas. Nunca partíamos hacia el combate o regresábamos de él sin quedar sumergidos en aquellas tempestades de júbilo. Y es que en los últimos siete meses, bajo el cerco inglés, no hubo nada que celebrar, y por eso ahora la gente vivía en continua exaltación.

29

Para alejarse del tumulto y conseguir descansar, Juana se retiró con Catalina a las habitaciones que compartían, donde cenaron primero y curaron la herida de la Doncella. Después, en vez de acostarse, envió a su fiel «Enano» a buscarme, a pesar de las protestas de Catalina, que le aconsejaba descanso. Juana deseaba enviar inmediatamente un correo a Domrémy con una carta que el P. Fronte habría de leer a sus padres. Así que me dispuse a escribir la carta que iba a dictarme. Después de saludos cariñosos, entró en materia:

«Pero lo que me impulsa a escribiros ahora es informaros de que si os enteráis que me han herido, no os preocupéis lo más mínimo, ni deis crédito a los que intenten decir que es grave».

Juana se disponía a continuar dictando, cuando Catalina interrumpió:

—¡Tened cuidado con vuestras palabras! Es mejor que no les digáis nada, pues será suficiente con que aguardéis un día, dos a lo sumo, para que podáis escribir diciendo que vuestro pie… fue herido, pero que ya está curado. Creo que no hace falta asustarlos, Juana, hacedme caso.

—¿Mi pie? —contestó Juana—, ¿Y por qué les iba a hablar de algo tan leve? No estaba pensando en eso, Catalina.

—Pues entonces… ¿De qué se trata? ¿O es que ocultáis otra herida más grave?

Catalina se levantó de un salto, aterrada y dispuesta a llamar de nuevo al médico inmediatamente. Juana la calmó y poniendo su mano en el hombro la hizo sentarse mientras le decía:

—Tranquilizaos. No estoy herida ahora. Pero informo sobre algo que sí ocurrirá cuando asaltemos la bastilla mañana.

Catalina puso cara del que intenta comprender una noticia desconcertante, pero no lo consigue. Así, dijo con cierto alivio:

—¡Ah! ¿Una herida que vais a tener? Pero… pero ¿qué falta hace apenar a vuestra madre con una cosa que puede no suceder?

—Puede que NO —añadió Juana—. Pero sucederá.

Catalina seguía sin entender. Con tono ausente, dijo:

—¿Cómo que sucederá?… Eso es mucho decir. La verdad es que no logro comprenderlo… ¡Pero Juana, ese presentimiento es algo espantoso! Os quitará la serenidad y el valor. ¡Desechadlo! ¡Arrojadlo! Os hará desgraciada toda la noche y no servirá de nada, hay que esperar…

—Pero si no es un presentimiento. Es una realidad. No me siento triste. Son las incertidumbres las que me hacen sentir desgraciada, pero esto no es ninguna incertidumbre…

—Juana, ¿es que estáis segura de que va a suceder?

—Sí. Lo sé. Me lo comunicaron mis Voces.

—¡Ah! —exclamó Catalina—, entonces… pero ¿estáis segura de que fueron ellas? ¿Completamente segura?

—Sí. Completamente. Sucederá así. No hay duda.

—¡Pero es horrible! ¿Y desde cuándo lo sabéis?

—Pues… desde hace varias semanas… —Juana se dirigió a mí—. Luis, vos debéis recordarlo. ¿Cuánto tiempo hace?

—Vuestra Excelencia habló de ello por vez primera ante el Rey en Chinon —respondí— y de eso hace ya siete semanas. Os referisteis también a ese hecho el 20 y el 22 de abril, según tengo anotado.

Aquellos datos afectaron profundamente a Catalina, que preguntó.

—¿Y habrá de ocurrir mañana, con toda seguridad? ¿Mañana, sin la menor vacilación?

—Así es —confirmó Juana— La fecha indicada será el 7 de mayo. No hay otra.

—Muy bien —afirmó Catalina—, pues entonces bastará con que no salgáis de casa hasta que pase el día 7. ¿No se os ocurrirá hacerlo? ¡Prometedme que permaneceréis con nosotros!

Pero Juana, sin dejarse convencer, aclaró:

—No serviría de nada, querida Catalina. El hecho se producirá mañana. Si rehúyo mi destino, me saldrá al paso. Mi deber es acudir a mi puesto de servicio mañana. Iría aunque me aguardase allí la muerte, conque ¿por una herida? De ninguna forma. Hemos de procurar portarnos lo mejor posible.

—Entonces, ¿estáis decidida a salir a pelear?

—Desde luego que sí. Lo mejor que puedo hacer por Francia es alentar a los soldados a combatir y alcanzar la victoria… Aunque tampoco intento ser una insensata y no lo seré. Os voy a hacer caso. Pero antes, respondedme, ¿amáis a Francia?

Me pregunté a dónde quería ir a parar, pero no hallé la respuesta. Catalina le contestó, como dolida:

—¡Ah!, ¿qué habré hecho yo para merecer esta pregunta?

—Entonces —continuó Juana— ya veo que amáis a Francia. No lo he puesto en duda, Catalina, no os ofendáis, pero decidme, ¿habéis hablado con mentira alguna vez?

—En toda mi vida no he dicho intencionadamente una mentira. He gastado bromas, pero ninguna mentira en serio.

—Con eso basta. Amáis a Francia y no mentís. Confío en vos. De modo que, según vuestra decisión, os dejaré elegir entre ir a combatir o quedarme en casa.

—¡Oh! ¡Gracias de todo corazón, Juana! ¡Qué buena sois conmigo! Así que ¡os quedaréis junto a mí y no iréis a luchar!

Llena de alegría, se abrazó a Juana, que le habló con voz serena:

—Entonces, ¿os encargaréis vos de anunciar a mi cuartel general la noticia de que yo no estaré con ellos combatiendo?

—¡Oh!, desde luego. Con mucho gusto. Dejadlo de mi cuenta.

—Gracias por vuestra amabilidad. Y ¿cómo dictaréis el mensaje? Ya sabéis que se ha de hacer de acuerdo con las ordenanzas. ¿Preferís que lo haga yo en vuestro lugar?

 

—¡Sí, por favor! Vos conocéis las fórmulas protocolarias y yo no.

—Entonces —añadió Juana—, tomad nota de las inducciones: «Se ordena al Jefe del Estado Mayor que haga saber a los ejércitos del Rey de la guarnición y de los campamentos, que el General en Jefe de los Ejércitos de Francia no se enfrentará mañana a los ingleses por temor a resultar herida. Firmado: Juana de Arco, aconsejada por Catalina Boucher, que ama a Francia».

Tras estas palabras se produjo un silencio. El momento fue de ésos en que uno se siente necesitado de observar el panorama a su alrededor, cosa que yo hice. Descubrí una sonrisa afectuosa en el rostro de Juana, mientras oleadas de rubor escarlata cubrían el de Catalina. Con labios temblorosos y ojos llenos de lágrimas, murmuró:

—Estoy avergonzada. Mientras vos, Juana, sois tan leal, valiente y sabia, yo me comporto de un modo mezquino y estúpido…

La joven rompió a llorar y yo sentí impulsos de consolarla. Pero fue Juana quien lo hizo, sin que yo, naturalmente, dijera nada en contra. Juana la trató con cariño, dulzura y suavidad, cosa que también yo hubiera podido hacer, llevado por mi amor hacia Catalina. Dejé pasar la oportunidad que, tal vez, habría podido cambiar el curso de mi vida y haberla hecho más feliz de lo que fue. Por tal motivo, prefiero evitar el recuerdo de este episodio, que me produce añoranza y dolor.

La broma gastada por Juana a Catalina sirvió para demostrar lo imposible que era seguir sus consejos temerosos. La idea nos hizo gracia a todos cuando la pensamos con calma. Hasta Catalina secó sus lágrimas y se rio al imaginar lo que dirían los ingleses al conocer la razón que tenía el General en Jefe del Ejército Francés para no acudir a la batalla: el miedo a recibir alguna herida.

Pasado el incidente, continuó Juana dictando la carta a sus padres. Se mantuvo el párrafo en el que anunciaba su herida. Al llegar a los párrafos dedicados a los amigos de la infancia, los recuerdos afluyeron a su mente y la voz se le quebró. Los nombres familiares comenzaban a temblar en sus labios. Cuando llegó el turno a sus queridas Haumette y Pequeña Mengette, apenas podía continuar hablando. Esperó un momento para recuperar la calma y continuó:

—Decidles que les envío todo mi cariño… mi más caluroso afecto. Mi profundo amor, desde lo más hondo de mi corazón… Porque ya nunca volveré a ver mi hogar…

Luego apareció el sacerdote y confesor de Juana, Pasquerel, que presentó al gallardo caballero y señor de Reds, portador de un mensaje para el General en Jefe. Anunció que el Consejo le encargó nos comunicara su decisión: Consideraban que se había hecho bastante, por el momento. Que les parecía lo más seguro y prudente contentarse con la Voluntad de Dios, expresada en los últimos éxitos. La ciudad se encontraba ya bien abastecida y dispuesta para resistir largo asedio. Pensaban como lo más conveniente retirar las tropas al otro lado del río, es decir junto a la orilla de Orleáns, y tomar posiciones defensivas. Esta era la decisión acordada por el Consejo.

—¡Esos cobardes incurables! —respondió Juana—. De modo que con la excusa de la necesidad de descansar, lo que pretendían era alejarme de mis soldados. Por favor, caballero, os ruego regreséis con este mensaje que comunicaréis, no al Consejo —no tengo nada que decir a esas damiselas disfrazadas— sino al Bastardo y a La Hire, que son hombres. Decidles de mi parte que el Ejército debe quedarse donde está y que les responsabilizo de que cumplan esta orden. Anunciadles que la ofensiva se reanudará por la mañana. Podéis marchar, señor.

Luego, dijo al sacerdote:

—Levantaos temprano y situaos a mi lado durante todo el día. He de realizar una dura tarea y sufriré una herida entre el cuello y el hombro.

30

Nos levantamos al amanecer y nos disponíamos a salir una vez terminada la misa. Cuando nos preparábamos, encontramos al dueño de la casa, entristecido al ver a Juana marchar sin haber desayunado siquiera. Le rogó que aguardara unos momentos y comiese algo, pero Juana ardía en impaciencia por llegar a la última bastilla que se oponía al logro de la misión de salvar a Francia. Boucher insistió en su ruego:

—Pero, pensándolo bien, nosotros, los pobres ciudadanos sitiados, a los que se nos había olvidado el sabor del pescado fresco, ya disponemos de él, gracias a vos. Aquí tenemos un magnífico sábalo para desayunar… esperad, dejaos convencer, por favor…

—¡Oh!, no os preocupéis por eso. Pronto habrá pescado en abundancia. Cuando terminemos la batalla de hoy, todo el río quedará a vuestra disposición para que hagáis lo que mejor os parezca.

—Estoy seguro de que podéis conseguirlo en tan poco tiempo, pero nos conformamos con menos. Os concedemos un mes de plazo en lugar de un día. Hacedme caso. Esperad y comed. Hay un refrán que dice: «El que cruce el río dos veces el mismo día en bote, será mejor que coma pescado para que le dé suerte y no sufra un accidente».

—Eso no va conmigo. Hoy sólo cruzaré el río en bote una sola vez.

—¡Por favor!, no digáis eso, ¿es que no regresaréis de nuevo con nosotros?

—Sí, pero no en bote.

—¿Cómo, entonces?

—Por el puente.

—¿Habéis oído eso?… ¡Dice que regresará por el puente! Vamos, dejaos de bromas, mi General, y hacedme caso. Comed nuestro excelente pescado.

—Entonces, tened la bondad de reservarme un poco para cenar. Y, además, traeré conmigo a uno de esos ingleses para que lo comparta conmigo.

—Está bien. Así lo haremos. Pero no olvidéis el dicho: «El que mucho corre pronto para». En fin, ¿cuándo estaréis de regreso?

—Cuando haya logrado levantar el cerco de Orleáns. —y elevando la voz, gritó— ¡Adelante!

Inmediatamente después, salimos, dispuestos a la lucha. Las calles estaban llenas de ciudadanos y escuadras de soldados. Pero esta vez mostraban expresiones sombrías, como si hubieran perdido toda esperanza y alegría. Como no estábamos acostumbrados a esto, nos quedamos sorprendidos. Sin embargo, al ver con nosotros a Juana, se animaron instantáneamente y preguntaron:

—Es la Doncella. ¿Adónde va? ¿Adónde se dirige?

Juana los oyó y les contestó elevando la voz:

—¿Adónde suponéis? ¡Voy a tomar Las Tourelles!

Sería casi imposible describir el impacto de estas palabras en la multitud. Súbitamente, cambió la aflicción en alegría, exaltación, frenesí. Los gritos de júbilo corrieron en todas direcciones, despertando aquellos rostros cadavéricos a una actividad turbulenta, lanzada en ansias de triunfo. Los soldados se reunieron alrededor del estandarte de Juana y muchos ciudadanos corrieron a armarse de picas y alabardas para venir con nosotros. A medida que avanzábamos, el grupo aumentaba y los vítores atronaban el aire. Caminábamos a través de una sólida nube de ruidos que se hacía más densa con la ayuda de las gentes que, desde las ventanas, a derecha e izquierda, aclamaban nuestro paso.

Al llegar a la puerta de Borgoña comprendimos el desánimo de las gentes al salir de nuestra casa. Estaba custodiada por un sólido contingente de tropas al mando del Bailío de Orleáns, Raúl de Gaucourt, con órdenes del Consejo para no dejar pasar a Juana de Arco y a sus soldados, e impedirle reanudar el ataque a Las Tourelles. Aquella vergonzosa decisión del Consejo había sumido a la ciudad en la tristeza y la desesperación. Pero, en unos momentos, las cosas cambiaron. Se dieron cuenta de que la Doncella se opondría al Consejo, y eso les llenó de alegría.

Ante la puerta, Juana pidió a Gaucourt que la abriese y les permitiera el paso. Él respondió que le era imposible hacerlo, pues las órdenes del Consejo eran terminantes, y su autoridad, inapelable. Juana respondió serenamente: