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100 Clásicos de la Literatura

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—No hay otra autoridad superior a la mía, salvo la del Rey. Si tenéis una orden del Rey, mostradla.

—No puedo afirmar que dispongo de un mandato real, mi General.

—Pues entonces ¡abridnos paso, o ateneos a las consecuencias!

Nuevamente, el caballero procedió a explicar sus razones, siguiendo el estilo discursivo del Consejo, siempre dispuestos a luchar con las palabras, no con los hechos. Pero Juana interrumpió su charla con el grito de guerra:

—¡Cargad!

Así lo hicimos. Nos lanzamos al ataque y el asalto fue breve y de gran eficacia. Era divertido observar la sorpresa del Bailío. No estaba acostumbrado a unas reacciones tan rápidas y poco educadas. Después se excusó diciendo que le interrumpimos sus argumentos y le impedimos demostrarle a Juana por qué no podía traspasar la puerta. Él estaba seguro de que Juana no habría sido capaz de rebatir sus argumentos.

—Y, sin embargo, parece que sí los rebatió —decía la persona a quien yo le contaba el incidente.

Así que hicimos una salida triunfante, con alarde estruendoso, de risas, en su mayor parte, de modo que nuestro ejército se encontró muy pronto en la otra orilla del río, marchando rápido en dirección a Las Tourelles.

En primer lugar, procedimos a cercar un baluarte, que nos serviría como punto de apoyo en el asalto a la bastilla, comunicada con el mismo baluarte por un puente levadizo bajo el cual corría un turbulento y profundo brazo del río Loira. El puesto era muy fuerte y Dunois dudaba de que pudiéramos tomarlo. Al contrario, Juana no tenía la menor duda. Primero lo bombardeó durante algún tiempo con intenso fuego artillero. Luego, a eso de las doce, al frente de sus tropas, encabezó ella misma el asalto. Nos lanzamos contra el baluarte entre el humo y una tempestad de proyectiles, mientras Juana, con gritos de ánimo a los soldados, comenzó a trepar por una escala cuando sucedió lo que todos sabíamos que ocurriría. La punta de hierro de una ballesta se introdujo entre el cuello y el hombro, traspasando su armadura. Al notar el dolor agudo y ver cómo le brotaba la sangre, la pobre niña se sintió aterrorizada y cayó al suelo, llorando amargamente.

En esos momentos los ingleses gritaron de alegría y se lanzaron contra nosotros con el propósito de apresarla. Durante unos instantes, el feroz choque de adversarios se centró en aquel punto. En torno a la Doncella herida, ingleses y franceses lucharon encarnizadamente. Unos y otros se disputaban la persona que representaba a Francia. Quien se apoderase de ella, conseguiría también dominar a Francia, y la conservaría en sus manos para siempre. Justamente allí, en aquel estrecho lugar y apenas en unos breves momentos, el destino de Francia iba a decidirse para siempre. Y se decidió.

Si los ingleses hubieran capturado entonces a Juana, el Rey Carlos VH habría huido del país, con el Tratado de Troyes vigente, que mantenía a Francia en propiedad de Inglaterra, convirtiéndola en una provincia de este reino hasta el fin de los tiempos. Se estaba jugando allí la suerte de una nación y de un reino y no había más tiempo para resolver la partida que el empleado en hervir un huevo. Fueron los momentos más trascendentales marcados nunca, antes y después, en la historia de Francia. Si alguna vez leéis en la historia algún hecho en que se diga que el destino de una nación estuvo en la balanza durante horas, semanas o meses, no dejéis de recordar aquella lucha. Que vuestros corazones franceses latan más deprisa al considerar los instantes en que Francia, o Juana de Arco, permaneció ensangrentada en el foso, con dos naciones sobre ella disputando por su vida.

Pero no os olvidéis tampoco del «Enano». No abandonó ni un momento a la Doncella y peleó con la fuerza de seis soldados. Blandía el hacha con las dos manos y la dejaba caer, gritando: «¡Por Francia!». Los yelmos enemigos se quebraban, como cáscaras de huevo, con la seguridad de que el soldado golpeado ya no volvería a maltratar franceses.

Fue dejando detrás a los soldados muertos, y cuando la victoria fue nuestra, le rodeamos, permitiéndole remontar la escala con el cuerpo herido de Juana, como se lleva un niño, y la puso a salvo del fragor de la batalla. Una multitud ansiosa nos seguía, al ver a Juana cubierta de sangre de pies a cabeza, parte suya y parte de sus enemigos, de modo que apenas se distinguía el color de la armadura.

El dardo de hierro continuaba en el hombro. Alguien dijo que la había atravesado y se veía por la otra parte. No lo sé, ni tampoco quise verlo. Al sacarle la punta, el dolor la hizo sufrir de nuevo. Hay quien dice que se lo arrancó ella misma, en vista de que nadie se atrevía a hacerlo, temiendo verla sufrir. No estoy seguro. Pero, al fin, extraído el dardo, le curaron la herida, le pusieron aceite, y se la vendaron cuidadosamente. Juana descansaba en el suelo, débil y enferma, una hora tras otra, animándonos a continuar la lucha. Así lo hicimos, pero sin los resultados apetecidos, pues sólo en su presencia los soldados se convertían en héroes que no conocían el miedo. Les ocurría como al Paladín, capaz de asustarse hasta de su propia sombra, pero que se transformaba bajo la mirada de Juana en un valeroso guerrero.

Llegada la noche, Dunois decidió detener el combate. Juana oyó los clarines.

—Pero, ¡cómo! —gritó—. ¡Tocan retirada!

Se olvidó de la herida. Dio orden de avanzar y mandó al oficial artillero disparar cinco cañonazos en rápida sucesión. Esta era la señal convenida para que las fuerzas de La Hire, situadas en la orilla de Orleáns, lanzaran un ataque sobre Las Tourelles, por el lado del puente. La orden debería producirse cuando Juana estuviera segura de que el baluarte se encontraba a punto de caer en sus manos.

Juana montó en su caballo y rodeada por su escolta se dirigió hacia la batalla. Cuando nuestros soldados la vieron llegar, lanzaron un grito ensordecedor y se mostraban ansiosos de asaltar nuevamente el baluarte. Juana cabalgó directamente hacia la muralla donde recibió la herida, y allí mismo, bajo una lluvia de dardos y flechas, ordenó al Paladín que enarbolara al viento su largo estandarte y que le avisara cuando sus flecos rozaran el muro de la fortaleza. Al poco rato, dijo:

—Ya tocan.

—Bueno, pues ahora —ordenó Juana a los batallones que aguardaban— el baluarte es vuestro… ¡Entrad! ¡Clarines, llamad al asalto! ¡Ahora!… ¡Todos a una!… ¡Atacad!

Y atacaron. Nunca se vio nada semejante. Trepamos por las escalas formando un enjambre y subimos hasta las almenas, y después alcanzamos los tejados, como en una ola incontenible… y la fortaleza cayó en nuestras manos. Podría uno vivir mil años y no presenciar un episodio tan impresionante como aquél. Allí, cuerpo a cuerpo, peleamos como bestias feroces. Los ingleses no se rendían. La única forma de inmovilizarlos era la muerte, y aun así… De este modo se luchaba entonces… cualquiera puede confirmarlo.

Estábamos tan enfebrecidos, que no escuchamos los cinco tiros del cañón, pero fueron disparados al mismo tiempo que Juana había dado la orden de asalto. Mientras golpeábamos a derecha e izquierda, cerca ya de los últimos bastiones, nuestras reservas del lado de Orleáns surgieron atravesando el puente y atacaron Las Tourelles por la otra parte. Colocaron un bote bajo el puente levadizo de los ingleses y lo incendiaron, con el fin de cortar la comunicación entre el baluarte y Las Tourelles. Cuando nos lanzamos contra el enemigo y los pusimos en fuga, pretendieron escapar hacia Las Tourelles a través del puente levadizo. Las maderas ardientes cedieron, y los caballeros se precipitaron al río con sus armaduras. A pesar de que eran enemigos, fue un espectáculo penoso y dramático verles morir de aquella forma.

—¡Ah!, que Dios tenga piedad de ellos… —exclamó Juana al presenciar la tremenda escena.

Pronunció estas caritativas palabras y lloró con sentimiento, a pesar de que uno de aquellos hombres la había insultado con groseras expresiones sólo porque Juana les conminó a rendirse. Era el oficial inglés Sir William Glasdale, un caballero muy valeroso. Revestido de acero como iba, se hundió en el agua del río como una lanza y no volvió a salir nunca más.

No tardamos en restablecer este puente, ahora para utilizarlo nosotros en persecución de los huidos, dispuestos a conquistar la última plaza fuerte en poder de los ingleses, que aislaba la ciudad de Orleáns del territorio francés y le impedía recibir víveres y asistencias. Antes de que se ocultara el sol los planes de Juana se cumplieron: su estandarte flotaba en lo alto de la fortaleza de Las Tourelles: sus promesas se convirtieron en realidad: ¡Había levantado el asedio a Orleáns!

El sitio, que duró siete meses, había concluido. Lo que los más valientes capitanes de Francia consideraron imposible ya era un hecho. Pese a todos los esfuerzos de ministros y consejeros del Rey, dispuestos a cerrar el paso a Juana, la doncellita aldeana cumplió su misión. ¡Y lo hizo todo en cuatro días!

Las buenas noticias —como las malas— circulan muy deprisa. Cuando nos disponíamos a regresar a casa, observamos que la ciudad de Orleáns se había convertido en una llamarada de hogueras. Los cielos se teñían de rojo, y el ronquido de los cañones y el repicar de campanas formaban un estruendo hasta entonces desconocido por los ciudadanos de Orleáns.

Al entrar en la ciudad, nos encontramos sumergidos en un torbellino de emociones. Las gentes derramaban tal cantidad de lágrimas, que eran suficientes como para hacer desbordar el río. No se veía una sola cara, iluminada por las hogueras, que no estuviera surcada por lágrimas. Y si los pies de Juana no hubieran estado protegidos por la armadura, se los habrían desgastado a besos entusiastas. ¡Bienvenida, bienvenida sea la Doncella de Orleáns! ¡Bienvenida sea Nuestra Doncella!…

 

Ninguna otra muchacha en la historia ha logrado alcanzar una gloria tan alta como la conseguida por Juana aquella noche. Pero ¿eso le hizo perder la cabeza, o se gozó con la dulce música del homenaje y el aplauso? No. Otra chica, en su lugar, tal vez. Pero ésta, no. Tenía el corazón más sencillo y grande que haya existido nunca. Se fue derecha a descansar, como cualquier mujer fatigada. Y cuando las buenas gentes descubrieron que estaba herida y necesitaba reposo, cerraron el paso en su calle y se turnaron haciendo guardia toda la noche para que nadie turbara su sueño. Decían: «Ella nos ha traído la paz, y por lo tanto tiene derecho a disfrutar también de paz».

Todos estaban seguros de que al día siguiente la región aparecería limpia de ingleses y se mostraban de acuerdo en que los ciudadanos de aquella época y de las futuras, dedicarían siempre esa jornada a la memoria de Juana de Arco. La promesa se hizo realidad durante más de sesenta años. Así continuará siempre. Orleáns no olvidará jamás el día 8 de mayo y nunca dejará de celebrarlo. Es el día de Juana de Arco… y es sagrado.

31

Al amanecer, sir Talbot y sus tropas inglesas evacuaron los bastiones y abandonaron el campo, sin destruir ni llevarse abastecimientos y pertrechos militares, dejando las fortalezas tal como estaban, armadas y equipadas para el largo asedio previsto. Al pueblo le costaba admitir que todo aquello estuviera sucediendo. Que nuevamente eran libres y podían circular a través de las puertas de la ciudad sin que nadie les cortara el paso. Que el terrible sir Talbot, azote de los franceses, cuyo solo nombre ponía en fuga a poderosos ejércitos, se batía en retirada… expulsado por una niña…

La ciudad exultaba de alegría. Las multitudes atravesaron sus puertas y se aproximaron —como una invasión de hormigas— a las fortificaciones inglesas. Se apoderaron de las piezas artilleras y de los alimentos almacenados y después convirtieron aquella docena de fortalezas en sobrecogedoras hogueras, cuyas altivas columnas de humo denso parecían aguantar la bóveda celeste.

La diversión de los chicos tomó nuevos rumbos. Para los más pequeños, los siete meses de cerco, encerrados en sus casas, eran casi una vida. Olvidaron el color de la hierba, que ahora se les presentaba, abundante, en los verdes prados de las afueras de Orleáns. Era un goce para ellos disponer de campo abierto donde correr y danzar, retozar por el césped y jugar, después de tan aburrido y triste cautiverio. Ahora recorrían los extensos campos a los dos lados del río y regresaban a sus hogares por la tarde, cansados y con las manos llenas de flores silvestres, las mejillas coloreadas por el aire fresco y el vigoroso ejercicio.

Apagados los incendios, las personas mayores acompañaron a Juana en su recorrido de acción de gracias por las iglesias de la ciudad. Por la noche se celebraron grandes festejos dedicados a Juana, a sus generales y soldados, en los que el regocijo se hizo extensivo a todos, civiles y militares. Finalmente, mientras el pueblo descansaba de sus fatigas, al amanecer, partimos a caballo en dirección a Tours para informar al Rey de las jubilosas novedades.

Aquella marcha triunfal hubiera hecho perder la cabeza a cualquier otra persona que no fuera Juana. El camino estaba cubierto por miles de campesinos agradecidos y emocionados. Se apretaban en torno a Juana para tocar sus pies, su caballo, su armadura, y hasta besaban el suelo marcado por las herraduras de su cabalgadura. Por todas partes se repetían alabanzas en favor de Juana. Las más ilustres jerarquías de la Iglesia escribían al Rey exaltando a la Doncella, a la que comparaban con los santos y héroes de la Sagrada Escritura, advirtiéndole que no permitiera a la «incredulidad, la ingratitud u otras asechanzas» cortar el paso a la ayuda de Dios enviada a través de la joven. Dejando a un lado el tono profético de estas palabras, pienso que estaban inspiradas en el profundo conocimiento que tenían aquellos grandes personajes sobre el carácter voluble y solapado del Rey.

Este acudió a Tours al encuentro con Juana. Por entonces, aquel pusilánime era llamado Carlos el Victorioso, gracias a los éxitos que los demás conquistaron para él. Pero circulaba por entonces otro calificativo más apropiado dados sus méritos personales: Carlos el Bajo.

Cuando nos llevaron ante su presencia, nos recibió en el trono, rodeado de sus favoritos y aduladores nobles vestidos de oropel. Semejaba una zanahoria ensartada en un trinchante, de tan ceñidas como llevaba las ropas desde el pecho hasta los pies. Los zapatos presentaban la punta enrollada en espiral, tan larga, que era preciso atarla a la rodilla para que no estorbara. Se cubría los hombros con una capa carmesí, que sólo llegaba a los codos, y en la cabeza mostraba un sombrero alto, de fieltro, parecido a un dedal, con una pluma adosada a la cinta enjoyada, sobresaliendo como la de un tintero. Bajo aquella especie de dedal, su cabello, áspero e hirsuto, le caía hasta los hombros, con las puntas rizadas hacia fuera, de modo que pelo y sombrero formaban un casquete. Los tejidos de sus vestiduras eran de excelente calidad y brillantes colores. En su regazo descansaba un lebrel enano que enseñaba sus blancos dientes con irritación cada vez que algún movimiento le perturbaba.

Los acompañantes del Rey vestían de modo parecido a éste. Recordé entonces que Juana llamó «señoritas disfrazadas» a los miembros del Consejo real, y me vino a la cabeza esas gentes que gastan su dinero en frivolidades y en cambio escatiman lo importante. Pensé qué bien les acomodaba el calificativo de Juana a aquellos cortesanos.

Juana se postró de rodillas ante la majestad del Rey de Francia. La escena me resultó penosa. ¿Qué méritos acreditaba ese hombre y los que le rodeaban para que Juana se arrodillara ante él? En cambio ella… fue capaz de realizar la única hazaña llevada a cabo por la nación francesa en los últimos cincuenta años, derramando por el país la sangre de sus propias venas… Los puestos estaban cambiados…

Pese a todo, para ser justos, he de reconocer que Carlos cumplió muy bien sus deberes en aquella ocasión, mejor de lo que nos tenía acostumbrados. Entregó el perro a un cortesano, se despojó del sombrero, como ante una reina, bajó del trono y la hizo subir, mostrando viva alegría y gratitud por los grandes servicios prestados. Mis reservas contra el Rey surgieron posteriormente. De haber continuado en aquellos términos no hubiera llegado a pensar tan mal de él. Lo cierto es que se comportó noblemente. Dijo:

—No debéis arrodillaros ante mí, mi incomparable General. Os habéis mostrado como reina y por tanto os debemos cortesías reales —al darse cuenta de la palidez de Juana, añadió—. Pero no os quedéis de pie. Vuestra herida todavía está fresca. Venid: —la condujo a un asiento y se colocó a su lado. El rey, continuó:

—Y ahora, vamos, hablad con franqueza. Pedidle a alguien que os debe mucho y lo reconoce abiertamente y en público. ¿Qué recompensa deseáis? Decídmelo. Os lo ruego.

Conociendo el carácter de Juana, sentí vergüenza ante las palabras del Rey. Y, sin embargo, no era justo, puesto que él no la había tratado y no sabía hasta qué punto era generosa aquella maravillosa criatura. Todos tendemos a despreciar a los que ignoran algo que nosotros sabemos, y yo incurrí en esto mismo. También sentí vergüenza al ver cómo, todos aquellos nobles se mordían los codos de envidia ante la gran oportunidad que se le brindaba a la «campesina». Juana se ruborizó visiblemente al oír el propósito de pagar lo que había hecho por su patria. Bajó la cabeza y trató de ocultar la cara, como hacen las jovencitas cuando se sienten enrojecer. Y cuanto más se turban, más vergüenza les da y más trabajo les cuesta aguantar que la gente las vea. El Rey estropeó todavía más las cosas el gastarle bromas relativas a su reacción, afirmando que el color le sentaba muy bien y no tenía por qué avergonzarse. Entonces, el rostro de Juana adquirió un tono de púrpura, y dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas. Ya imaginaba yo que ocurriría algo así. El Rey se quedó cortado al ver aquello y comprendió que la mejor salida era cambiar de tema, así que empezó a ensalzar las hazañas de Juana en su asalto de Las Tourelles, y sólo después, cuando la joven se serenó un poco, volvió a referirse al asunto de la recompensa, y le rogó que solicitara cualquier cosa. Todos permanecieron atentos, ansiosos de escuchar la petición, pero al oírla quedaron extrañados, pues no era eso lo que ellos esperaban.

—¡Oh, mi querido y gentil Delfín!… no tengo más que un solo deseo, uno solo… Sí…

—No temáis, hija mía, decidlo.

—Pues que no perdamos ni un solo día en proseguir la campaña. Nuestro ejército es ahora fuerte y valeroso, y arde en deseos de terminar lo iniciado: os pido que marchéis conmigo a Reims, donde seréis coronado.

Pudimos ver cómo el Rey se encogía en sus lujosas ropas.

—A Reims… ¡Eso es imposible, mi General! ¡Adentrarnos a través del territorio dominado por los ingleses!

¿Es posible que aquellas gentes fueran verdaderos franceses? Ni uno solo de ellos mostró alegría ante la valiente proposición de Juana, sino que, al contrario, parecían muy satisfechos al oír las medrosas palabras del Rey. ¿Abandonar el regalo de la Corte a cambio de la incómoda guerra? Ninguna de aquellas mariposillas deseaba tal cosa. Revoloteaban muy agitados y mostraban su satisfacción por la prudencia y sentido práctico del jefe de las mariposas. Juana le insistió al Rey:

—Os suplico no despreciéis esta magnífica oportunidad. Todo nos favorece ahora… Todo. Es como si todo se hubiera puesto a nuestro servicio. El ánimo del ejército se encuentra exaltado por nuestra victoria, mientras los ingleses están deprimidos por la derrota. Si perdemos tiempo, quedaría alterado este orden de cosas. Si ven que vacilamos y no sabemos aprovechar la ventaja, nuestros soldados perderían su fe, se mostrarían dudosos, harían preguntas… Al contrario, los ingleses recuperarían la confianza y el valor, volviéndose nuevamente intrépidos. ¡Este es el momento de atacar! ¡Os ruego que iniciemos la marcha inmediatamente!

Pero el Rey movió la cabeza, dudando. Pidió el consejo de La Tremouille, quien lo dio rápidamente:

—Señor, la más elemental prudencia nos aconseja renunciar a la marcha. ¡Pensad en las fortalezas inglesas que vigilan a todo lo largo del Loira, recordad las que nos cierran el paso desde aquí hasta Reims!

Iba a continuar enumerando, pero Juana le cortó impulsivamente, y le dijo:

—Si les damos tiempo, todas ellas serán reforzadas más todavía. Entonces, decidme, ¿qué ganamos si nos detenemos ahora?, ¿qué ventaja sacaremos de ello?

—Sí… ninguna…

—Así pues, ¿cuál es vuestra opinión?, ¿qué proponéis que hagamos?

—Mi opinión es que debemos esperar.

—¿Esperar a qué?

El consejero vacilaba ostensiblemente, incapaz de ofrecer una alternativa defendible. Además, no estaba acostumbrado a sufrir interrogatorios ante la presencia de tanta gente curiosa. Comenzó a irritarse, y contestó:

—Los asuntos de Estado no son materia de discusión pública.

Juana respondió tranquilamente:

—Os pido excusas. Mi falta ha sido por ignorancia. No sabía que los asuntos de vuestra competencia fueran cuestiones de Estado.

El ministro levantó las cejas, entre sorprendido y divertido y habló con acento irónico en la voz:

—Bien. Soy el primer Ministro del Rey y a vos os parece que los problemas relacionados con mi departamento no son cuestiones de Estado. ¿Cómo puede interpretarse eso?

Juana contestó con serenidad:

—Porque no hay Estado.

—¡Cómo que no hay Estado!

—No, Señor. No lo hay. Y tampoco habría necesidad de un primer Ministro. Francia no abarca hoy ni dos acres de terreno. Con un magistrado o un condestable sería suficiente para gobernarla. Así que sus asuntos, no son asuntos de Estado. Es un término demasiado importante.

El Rey no pareció enfadarse, al contrario, se rio abiertamente y el resto de la corte rio también, aunque procurando disimular. La Tremouille, encolerizado, se disponía a hablar airadamente, pero el Rey hizo un gesto con la mano y le detuvo, diciendo:

—Vamos. Tomo a Juana bajo mi real protección. Además, ha dicho la verdad. La verdad pura y simple. ¡Qué pocas veces la oigo! Con todo este aparato cortesano, y resulta que soy poco más que un magistrado. Después de todo, un pobre y raído magistrado, que manda sobre dos acres de terreno. Y vos, sois un simple condestable —y volvió a reír cordialmente—. Juana, mi noble, mi honrado general, ¿queréis pedirme vuestra recompensa? Os daré títulos de grandeza. Tendréis como cuarteles en vuestro escudo de armas, la corona y los lirios de Francia, y con ellos, vuestra espada victoriosa para defenderlos. Basta con que me digáis una palabra.

 

Se produjo un rumor de sorpresa y envidia entre los concurrentes, pero Juana movió su cabeza negativamente, y dijo:

—Perdonadme, querido y noble Delfín, pero no puedo. El que me hayáis permitido luchar por Francia y dedicarme a su defensa, supone ya una recompensa tal, que nada mejor deseo en la vida. Nada. Concededme la única recompensa que os he pedido, la más querida por mí, el más elevado de vuestros dones: venid a Reims y recibid allí vuestra corona. Os lo pediré de rodillas.

El Rey puso la mano en el brazo de Juana y se percibió en su voz un latido de valentía y en sus ojos una mirada de fuego varonil que parecía apagado:

—No, no… Sentaos, doncella. Me habéis convencido. Será lo que vos…

Sin embargo, en ese momento, una señal de aviso hecha por el primer ministro cortó la frase del Rey, el cual, para gran alivio de la corte, añadió:

—Bueno, bueno, pensaré en vuestra petición y ya decidiremos… ¿Os satisface esto, mi impulsivo soldadito?

La primera parte de la frase real hizo brillar un destello de luz en el rostro de Juana, pero las palabras finales la dejaron sumida en la tristeza y las lágrimas acudieron a sus ojos. Y, de repente, como impulsada por algún sentimiento de terror, exclamó:

—Hacedme caso. ¡Os lo suplico! ¡Tenemos muy poco tiempo!

—¿Muy poco tiempo? —preguntó el Rey.

—Solamente un año… no viviré más que un año.

—Vamos, chiquilla, en ese vigoroso cuerpecito quedan todavía unos buenos cincuenta años de vida.

—Os equivocáis, Majestad. Con toda seguridad, dentro de un año escaso, mi vida llegará a su fin. El plazo es corto. ¡Es tan corto! El tiempo vuela, y ¡queda tanto por hacer! Atended mi ruego rápidamente. Es la vida o la muerte para Francia.

Hasta aquellos frívolos cortesanos quedaron afectados al oír las palabras de Juana. El Rey se mostró muy serio y grave, fuertemente impresionado. Sus ojos brillaron con resplandores de fuego. Se levantó, sacando su espada de la funda y luego la hizo descender sobre el hombro de Juana y dijo:

—Eres tan sencilla, tan sincera, tan grande y buena que con este espaldarazo te uno a la nobleza de Francia, justo el lugar que te corresponde. Y a través tuyo extiendo este privilegio a toda tu familia y a todo tu linaje, a todos tus descendientes nacidos en el matrimonio, y no sólo por vía varonil, sino también por la femenina. ¡Y todavía más! Para distinguir a tu casa y honrarla sobre todas las demás, añadimos otro privilegio, nunca concedido antes de ahora en la historia de nuestros dominios: que las mujeres de tu línea conserven la capacidad de ennoblecer a sus esposos cuando éstos fueran de rango inferior.