Loe raamatut: «100 Clásicos de la Literatura», lehekülg 121

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—Habla usted como hablaría un loco, señor Heathcliff —le dije. —Su mujer está, sin duda, convencida de ello, y por esa causa le ha aguantado tanto. Pero ya que usted dice que se puede marchar, supongo que aprovechará la ocasión. Opino, señora, que no estará usted tan loca como para quedarse voluntariamente con él.

—Elena —replicó Isabel, con una expresión en sus ojos que patentizaba que, en efecto, el éxito de su marido en hacerse odiar había sido absoluto—, no creas ni una palabra de cuanto dice. Es un diablo, un monstruo, y no un ser humano. Ya he probado antes de irme y no me ha dejado deseos de repetir la experiencia. Te ruego, Elena, que no menciones esta vil conversación ni a mi hermano ni a Catalina. Que diga lo que quiera, lo que en realidad se propone es desesperar a Eduardo. Asegura que se ha casado conmigo para cobrar ascendiente sobre mi hermano; pero antes de darle el placer de conseguirlo preferiré que me mate. ¡Ojalá lo haga! No aspiro a otra felicidad que a la de morirme o preferiblemente, verle muerto a él.

—Todo eso es magnífico —dijo Heathcliff. —Si alguna vez te citan como testigo, ya sabes lo que piensa Isabel, Elena. Anota lo que me dice: me conviene. No, Isabel, no... Como no estás en condiciones de cuidar de ti misma, yo, tu protector según la ley, debo ser el encargado de tenerte bajo mi guarda. Y ahora, sube. Tengo que decir a Elena una cosa en secreto. Por allí no; te he dicho que arriba. ¿No ves que ése es el camino de la escalera?

La tomó de un brazo, la arrojó de la habitación, y al volver exclamó:

—No puedo ser compasivo, no puedo... Cuanto más veo retorcerse a los gusanos, más ansío aplastarlos, y cuanto más los pisoteo, más aumento el dolor...

—Pero ¿sabe usted acaso lo que es ser compasivo? —respondí, mientras cogía precipitadamente el sombrero. —¿Lo ha sido alguna vez en el curso de su vida?

—No te vayas aún —dijo, al notar mis preparativos de marcha. —Escucha un momento. O te persuado a que me procures una entrevista con Catalina, o te obligo a ello. E inmediatamente. No me propongo causar daño alguno. Ni siquiera molestar a Linton. Sólo quiero que ella misma me diga cómo se encuentra, y preguntarle si puedo hacer algo en su favor. Anoche pasé seis horas rondando el jardín de la Granja, y hoy volveré, y siempre, hasta que logre entrar. Si me encuentro con Eduardo, no titubearé en golpearle hasta que no pueda impedirme la entrada. Y si sus criados acuden, ya me desembarazaré de ellos con estas pistolas. ¿Verdad que valdrá más que no me sea necesario chocar con ellos o con tu amo? Y a ti te es tan fácil... Yo te diría cuando me propongo ir; tú podrás facilitarme la entrada, vigilar y después verme marchar sin que tu conciencia tuviese nada de que reprocharse. Así se evitarían males mayores.

Yo me negué a desempeñar tan bajo papel y le afeé su intención de volver a destruir la tranquilidad de la señora Linton.

—Cualquier cosa le causa un trastorno inmenso —le aseguré. —Está hecha un verdadero manojo de nervios. No resistirá la sorpresa: estoy segura de que no... ¡Y no insista, señor, porque tendré que avisar de ello a mi amo, y él tomará disposiciones para impedir lo que se propone usted!

—Y yo a mí vez tomaré disposiciones para asegurarme de ti —repuso Heathcliff. No saldrás de Cumbres Borrascosas hasta mañana por la mañana. ¿Qué es eso de que Catalina no podrá resistir la sorpresa de volver a verme? Además, no me propongo sorprenderla. Tú la puedes preparar y preguntarle si me permite ir. Me has dicho que no le hablan de mí ni menciona nunca mi nombre... ¡Cómo lo va a hacer si está prohibido pronunciarlo en vuestra casa! Se imagina que todos vosotros sois espías de su marido. Tengo la evidencia de que estáis haciéndole la vida imposible. Sólo en el hecho de que calle percibo una prueba de lo que siente. ¡Vaya una demostración de sosiego que es el que suela sentir angustias y preocupaciones! ¿Cómo diablos dejaría de sentirse trastornada, viviendo en ese horrible aislamiento? Y luego, ese despreciable ser que la cuida «porque es su deber...» «¡Su deber!» Antes germinaría en un tiesto la semilla de roble que él logre restablecer a su esposa con ese género de cuidados. Vaya, concluyamos. ¿Optas por quedarte aquí mientras yo me abro paso a la fuerza, entre Linton y sus criados, hasta Catalina? ¿O prefieres obrar amistosamente, como hasta ahora? Resuelve pronto, porque si continúas encerrada en tu obstinación, no tengo un minuto que perder.

Por más que argumenté y me negué, acabé teniendo que ceder. Consentí en llevar a mi señora una carta de Heathcliff y en avisarle si ella accedía a verle aprovechando la primera ocasión en que Linton estuviera fuera de casa. Yo procuraría quedarme aparte y me las ingeniaría para que la servidumbre no se diese cuenta de aquella visita.

No sé si obré bien o mal. Acaso mal. Pero yo me proponía con ello evitar otras violencias y hasta pensé que acaso el encuentro produjese una reacción favorable en la dolencia de Catalina. Después, al recordar los reproches que el señor Linton me hiciera por contarle historias, como él decía, me tranquilicé algo más y me prometí finalmente que aquella traición, si así podía llamarse, sería la última. Pero, con todo, volví a casa más triste de lo que había salido de ella, y antes de resolverme a entregar la carta de Heathcliff a la señora Linton dudé mucho.

—Allí veo venir al médico. Voy a bajar y a decirle que se encuentra usted mejor, señor Lockwood. Este relato es un poco prolijo y todavía nos hará gastar una mañana más en contarlo entero.

«Prolijo y lúgubre —pensé, mientras la buena señora bajaba a recibir al médico. No es del estilo que yo hubiera, elegido para entretenerme. En fin: ¡qué le vamos a hacer! Convertiré las amargas hierbas que me propina la señora Dean en salutíferas medicinas y procuraré no dejarme fascinar por los brillantes ojos de Catalina Heathcliff. ¡Sería muy notable, ciertamente, que se me ocurriera enamorarme de esa joven y la hija resultase una segunda edición de su madre!»

CAPITULO QUINCE

Ha transcurrido una semana más. Heme aquí más cerca, pues, de la salud y de la primavera. Ya he oído en todas sus partes la historia de mi vecino, de boca de la señora Dean, cuyo relato reproduciré, aunque procurando extractarlo un poco. Pero conservaré su estilo, porque encuentro que narra muy bien y no me siento lo bastante fuerte para mejorarlo.

La tarde que fui a Cumbres Borrascosas —siguió contándome— estaba tan segura como si lo hubiera visto que Heathcliff rondaba por los alrededores. Procuré no salir de casa en consecuencia, ya que llevaba su carta en el bolsillo y no quería exponerme a sus reproches y amenazas por no haberla entregado. Pero yo había resuelto no dársela a Catalina hasta que el amo no estuviera fuera, pues no sabía cómo reaccionaría la señora. De modo que no se la entregué hasta tres días más tarde. Al cuarto, que era domingo, se la llevé a su habitación, cuando todos se marcharon para ir a la iglesia. En la casa sólo habíamos quedado otro criado y yo. Era habitual dejar cerradas las puertas; pero aquel día era tan agradable, que las dejamos abiertas. Y con objeto de cumplir mi misión encargué al criado que fuese a comprar naranjas al pueblo para la señora. El criado se fue y yo subí.

La señora Linton estaba sentada junto a la ventana abierta. Vestía de blanco y llevaba un chal sobre los hombros. Su espesó y largo cabello, cortado al comienzo de su enfermedad, caía en trenzas sobre sus hombros. Había cambiado mucho, como yo dijera a Heathcliff; pero, no obstante, cuando estaba serena, ostentaba una especie de belleza sobrenatural. En lugar de su antiguo fulgor, sus ojos poseían ahora una melancólica dulzura. No parecía que mirase lo que la rodeaba, sino que contemplase cosas muy lejanas, algo que no fuera ya de este mundo. Su rostro estaba aún pálido; pero no tan demacrado como antes, y el aspecto que le daba su estado mental, aunque impresionaba dolorosamente, despertaba más interés aún hacia ella en los que la veían. Creo que aquel aspecto suyo indicaba de modo claro que estaba condenada a morir...

Sobre el alféizar de la ventana había un libro, y el viento agitaba sus páginas. Debió de ser Linton quien lo puso allí, ya que ella no se preocupaba jamás de leer ni de hacer nada, a pesar de que él intentaba distraerla por todos los medios. Catalina se daba cuenta de ello, y lo soportaba tranquilamente cuando estaba de buen humor, aunque a veces dejaba escapar un reprimido suspiro, y otras, con besos y tristes sonrisas, le impedía continuar haciendo aquello que él pensaba que la distraía. En ocasiones parecía enojada, ocultaba la cara entre las manos, y entonces hasta empujaba a su marido para que saliese, lo que él se apresuraba a hacer, creyendo mejor en tales casos que estuviese sola.

Sonaban a lo lejos las campanas de Gimmerton, y el melodioso rumor del arroyo que regaba el valle acariciaba dulcemente los oídos. Cuando los árboles estaban poblados de hojas, el rumor de la fronda agitada por el viento apagaba el del fluir del arroyo. En Cumbres Borrascosas se escuchaba con gran intensidad durante los días que seguían a un gran deshielo o a una temporada de lluvias. Evidentemente, oyendo el ruido del arroyo, Catalina debía estar pensando en Cumbres Borrascosas, en el supuesto de que pensara y oyera algo, puesto que su mirada vaga y errática parecía mostrar que estaba ausente de toda clase de cosas materiales.

—Me han dado una carta para usted, señora —le dije, depositándosela en su mano, que tenía apoyada en la rodilla. —¿La abro?

—Sí —repuso Catalina sin alterar la expresión de su mirada. La abrí. Era brevísima.

—Léala usted —proseguí.

Ella dejó caer el pliego. Volví a colocarlo en su regazo y esperé; pero viendo que no prestaba atención alguna dije:

—¿Quiere que la lea yo? Es del señor Heathcliff.

Se sobresaltó y cruzó por sus ojos un relámpago que indicaba que luchaba para coordinar las ideas. Cogió la carta, la repasó superficialmente y suspiró al leer la firma. Pero no se había dado cuenta de su contenido, porque al preguntarle qué contestación debía transmitir, me miró con una expresión interrogativa y angustiada.

—Quiere verla —repuse, adivinando lo que quería significarme. — Está esperando impaciente en el jardín.

Mientras yo hablaba, noté que el perro que estaba en el jardín, se erguía, estiraba las orejas, y luego, desistiendo de ladrar y moviendo la cola, daba a entender que quien se acercaba le era conocido. La señora Linton se asomó a la ventana y escuchó conteniendo la respiración. Un minuto después sentimos pasos en el vestíbulo. La puerta abierta representaba una tentación harto fuerte para Heathcliff. Sin duda pensó que yo no había cumplido mi promesa y resolvió confiar en su propia audacia.

Catalina miraba ansiosamente hacia la entrada de la habitación. Heathcliff, al principio, no encontraba el cuarto, y la señora me hizo una señal para que fuera a recibirle; pero él apareció antes de que llegase yo a la puerta y un momento después ambos se estrechaban en un apretado abrazo.

Durante cinco minutos él no le habló, limitándose a abrazarla y a besarla más veces que lo hubiese hecho en toda su vida. En otra ocasión, mi señora habría sido la primera en besarle. Bien eché de ver que él sentía, al verla, la misma impresión que yo, y que estaba convencido de que Catalina no recobraría la salud.

—¡Oh, querida Catalina! ¡No podré resistirlo! —dijo, al fin, en tono de desesperación. Y la miró con tal intensidad, que creí que aquella mirada le haría deshacerse en lágrimas. Pero sus ojos, aunque ardían de angustia, permanecían secos.

—Me habéis desgarrado el corazón entre tú y Eduardo, Heathcliff —dijo Catalina, mirándole ceñuda. —Y ahora os lamentáis como si fuerais vosotros los dignos de lástima. No te compadezco. Has conseguido tu objeto, me has matado. Tú eres muy fuerte. ¿Cuántos años piensas vivir después de que yo muera?

Heathcliff había puesto una rodilla en tierra para abrazarla. Fue a levantarse, pero ella le sujetó el cabello y le hizo permanecer en aquella postura.

—Quisiera tenerte así —dijo— hasta que ambos muriéramos. No me importa nada que sufras. ¿Por qué no has de sufrir? También sufro yo. ¿Me olvidarás, Heathcliff? ¿Serás capaz de ser feliz después de que yo haya sido enterrada? Dentro de veinte años dirás quizás: «Aquí está la tumba de Catalina Earnshaw. Mucho la he amado, pero la perdí, y ya ha pasado todo. Luego he amado a otras muchachas. Quiero más a mis hijos que lo que la quise a ella, y me apenará más morir y dejarlos que me alegrará el ir a reunirme con la mujer que quise.» ¿Verdad que dirás eso, Heathcliff?

—No me atormentes, Catalina, que me siento tan loco como tú —gritó él. Había desprendido la cabeza de las manos de su amiga y le rechinaban los dientes.

El cuadro que ambos presentaban era singular y terrible. Catalina podía, en verdad, considerar que el cielo sería un destierro para ella, a no ser que su mal carácter quedara sepultado con su carne perecedera. En sus pálidas mejillas, sus labios exangües y sus brillantes ojos, se pintaba una expresión rencorosa. Apretaba entre sus crispados dedos un mechón del cabello de Heathcliff, que había arrancado al aferrarle. Él, por su parte, la había cogido ahora por el brazo, y de tal manera la oprimía, que, cuando la soltó, distinguí cuatro amoratadas huellas en los brazos de Catalina.

—Sin duda estás poseída del demonio —dijo él con ferocidad— al hablarme de esa manera cuando te estás muriendo, ¿no comprendes que tus palabras se grabarán en mi memoria como un hierro ardiendo, y que seguiré acordándome de ellas cuando tú ya no existas? Te consta que mientes al decir que yo te he matado, y te consta también que tanto podré olvidarte como olvidar mi propia existencia. ¿No basta a tu diabólico egoísmo el pensar que, cuando tú descanses en paz, yo me retorceré entre todas las torturas del infierno?

—Es que no descansaré en paz —dijo lastimeramente Catalina.

Y cayó otra vez en un estado de abatimiento. Se sentía latir su corazón con tumultuosa irregularidad. Cuando pudo dominar el frenesí que la embargaba, dijo más suavemente:

—No te deseo, Heathcliff, penas más grandes que las que he padecido yo. Sólo quisiera que nunca nos separáramos. Si una sola palabra mía te doliera, piensa que yo sentiré cuando esté bajo tierra tu mismo dolor. ¡Perdóname, ven! Arrodíllate. Nunca me has hecho daño alguno. Si estás ofendido, ello me dolerá a mí más que a ti mis palabras duras. ¡Ven! ¿No quieres?

Heathcliff se recostó en el respaldo de la silla de Catalina y volvió el rostro. Ella se ladeó para poder verle; pero él, para impedirlo, se volvió de espaldas, se acercó a la chimenea y permaneció silencioso.

La señora Linton le siguió con la mirada. Encontrados sentimientos nacían en su alma. Al fin, tras una prolongada pausa, exclamó, dirigiéndose a mí:

—¿Ves, Elena? No es capaz de ceder un solo instante, ni aun tratándose de retardar el momento de mi muerte. ¡Qué modo de amarme! Me da igual... Pero éste no es mi Heathcliff. Yo seguiré amándole como si lo fuera, y será esa imagen la que llevaré conmigo, ya que ella es la que habita en mi alma. Esta prisión en que me hallo es lo que me fatiga —añadió. Estoy harta de este encierro. Ansío volar al mundo esplendoroso que hay más allá de él. Lo vislumbro entre lágrimas y sufrimientos, y, sin embargo, Elena, me parece tan glorioso, que siento pena de ti, que te consideras satisfecha de estar fuerte y sana... Dentro de poco me habré remontado sobre todos vosotros. ¡Y pienso que él no estará conmigo entonces! —continuó como si hablase consigo misma. Yo creía que él quería estar también conmigo en el más allá. Heathcliff, querido mío, no quiero que te enfades... ¡Ven a mi lado, Heathcliff!

Se incorporó y se apoyó en uno de los brazos del sillón. Heathcliff se volvió hacia ella con una expresión de inmensa desesperanza en la mirada. Sus ojos, ahora húmedos, centelleaban al contemplarla, y su pecho se agitaba convulsivamente. Un instante estuvieron separados; luego Catalina se precipitó hacia él, y él la abrazó de tal modo que temí que mi señora no saliera con vida de sus brazos. Cuando se separaron, ella cayó como exánime sobre la silla, y Heathcliff se desplomó en otra inmediata. Me acerqué a ver si la señora se había desmayado, y él, rechinando los dientes, echando espuma por la boca, me separó con furor. Me pareció que no me hallaba en compañía de seres humanos.

Traté de hablarle, pero no parecía entenderme, y acabé apartándome llena de turbación.

A poco, Catalina hizo un movimiento, y esto me tranquilizó. Levantó la mano, cogió la cabeza de Heathcliff y acercó su mejilla a la suya. Heathcliff la cubrió de exasperadas caricias y le dijo, con marcado acento feroz:

—Ahora me demuestras lo cruel y falsa que has sido conmigo. ¿Por qué me desdeñaste? ¿Por qué hiciste traición a tu propia alma? No sé decirte ni una palabra de consuelo, no te la mereces... Bésame y llora todo lo que quieras, arráncame besos y lágrimas, que ellas te abrasarán y serán tu condenación. Tú misma te has matado. Si me querías, ¿con qué derecho me abandonaste? ¡Y por un mezquino capricho que sentiste hacia Linton! Ni la miseria, ni la bajeza, ni aun la muerte nos hubiera separado, y tú, sin embargo, nos separaste por tu propia voluntad. No soy yo quien ha desgarrado tu corazón. Has sido tú, y al desgarrártelo has destrozado el mío. Y si yo soy más fuerte, ¡peor para mí! ¿Para qué quiero vivir cuando tú...? ¡Oh Dios, quisiera estar contigo en la tumba!

—¡Déjame! —contestó Catalina sollozando. —Si he causado mal, lo pago con mi muerte. Basta. También tú me abandonaste; pero no te lo reprocho y te he perdonado. ¡Perdóname tú también!

—¡Perdonarte cuando veo esos ojos y toco esas manos enflaquecidas! Bésame, pero no me mires. Sí; te perdono. ¡Amo a quien me mata! Pero ¿cómo puedo perdonar a quien acaba con tu vida?

Callaron, juntaron sus rostros y mutuamente se bañaron en lágrimas. No sé si me equivoqué al suponer que Heathcliff lloraba también; pero, en verdad, el caso no era para menos.

Yo me sentía inquieta. Caía la tarde y se veía salir ya a la gente de la iglesia de Gimmerton y esparcirse por el valle. El criado que había enviado al pueblo estaba de regreso.

—El oficio religioso ha concluido —anuncié— y el señor volverá antes de media hora.

Heathcliff profirió un juramento y abrazó más apretadamente aún a Catalina, que permaneció inmóvil. A poco distinguí a los criados que avanzaban en grupo por el camino. El señor Linton los seguía a corta distancia. Abrió por sí mismo la verja. Parecía extasiado en contemplar la belleza de la tarde estival y aspirar sus suaves perfumes.

—Ya ha llegado —exclamé—, ¡Baje enseguida, por Dios! No encontrará usted a nadie en la escalera principal. Ocúltese entre los árboles hasta que el señor haya entrado.

—Debo irme, Catalina —dijo Heathcliff, separándose de sus brazos. —Pero, de no morirme, te volveré a ver antes de que te hayas dormido... No me separaré ni cinco metros de tu ventana.

—No te irás —repuso ella, sujetándole con todas sus fuerzas. —No tienes por qué irte.

—Vuelvo antes de una hora —aseguró él. —La señora insistió:

—No te vayas ni un instante.

—Me es forzoso marcharme —repitió, alarmado, Heathcliff. —Linton estará aquí dentro de un momento.

Por su deseo, él se hubiera levantado y desprendido de ella a viva fuerza; pero Catalina le sujetó firmemente, mientras pronunciaba expresiones entrecortadas. En su rostro se transparentaba una decidida resolución.

—¡No! —gritó. —¡No te vayas! Eduardo no nos hará nada. ¡Es la última vez, Heathcliff, me muero!

—¡Maldito imbécil! Ya ha llegado —exclamó Heathcliff dejándose caer otra vez en la silla. —¡Calla, Catalina! ¡Calla, alma mía! Si me matase ahora, moriría bendiciéndole.

Y volvieron a unirse en un estrecho abrazo. Sentí subir a mi amo por la escalera. Un sudor frío bañaba mi frente. Estaba horrorizada.

—Pero ¿es que va usted a hacer caso de sus delirios? —dije a Heathcliff fuera de mí. — No sabe lo que dice. ¿Es que se propone usted perderla aprovechando que le falta la razón? Levántese y márchese inmediatamente. Este crimen sería el más odioso de cuantos haya cometido usted. Todos nos perderemos por culpa suya; el señor, la señora y yo.

Grité y me retorcí las manos con desesperación. Al oírme gritar, el señor Linton se apresuró más aún. No dejó de aliviar un tanto mi turbación al ver que los brazos de Catalina, dejando de oprimir a Heathcliff, caían lánguida—mente y su cabeza se inclinaba con laxitud.

«Se ha desmayado o se ha muerto —pensé. Mejor. Vale más que muera que no que siga siendo una causa de desgracia para todos los que la rodean» Eduardo, pálido de estupor y de ira al divisar al inesperado visitante, se lanzó hacia él. No sé lo que se proponía. Pero Heathcliff le detuvo en seco poniéndole entre los brazos el inmóvil cuerpo de su esposa.

—Si no es usted un demonio —dijo Linton—, ayúdeme primero a atenderla y ya hablaremos después.

Heathcliff se marchó al salón y permaneció sentado. El señor Linton recurrió a mí, y entre los dos, con grandes esfuerzos, logramos reanimar a Catalina. Pero había perdido la razón completamente: suspiraba, emitía quejidos inarticulados y no reconocía a nadie. Eduardo, en su ansiedad por su esposa, se olvidó de su odiado rival. Aproveché la primera oportunidad que tuve para ir a rogarle que se fuese, afirmándole que Catalina estaba un poco repuesta y que a la mañana siguiente le llevaría noticias suyas.

—Saldré de la casa —dijo él—, pero permaneceré en el jardín. No te olvides de cumplir tu palabra mañana, Elena. Estaré bajo aquellos pinos; tenlo en cuenta. De lo contrario, volveré, esté Linton o no.

Echó una rápida mirada por la puerta entreabierta de la alcoba, y al comprobar que, al parecer, yo no había faltado a la verdad, se fue, librando a la casa de su perniciosa presencia.

CAPITULO DIECISEIS

A las doce de aquella noche nació la Catalina que usted ha conocido en Cumbres Borrascosas: una niña de siete meses. Dos horas después moría su madre, sin haber llegado a recobrar el sentido suficiente para reconocer a Eduardo o echar de menos a Heathcliff. El señor Linton se sintió traspasado de dolor por la pérdida de su esposa. No quiero hablar de ello; es demasiado penoso. Alimentaba su disgusto, a lo que se me alcanza, la pena de no tener un heredero varón. También yo sentía lo mismo mientras contemplaba a la huerfanita y maldecía mentalmente al viejo Linton, por haber decidido que en aquel caso fuese heredera su hija y no su hijo, que hubiera, a mi juicio, resultado lo más natural.

Aquella niña llegó con verdadera inoportunidad. Si la pobrecita se hubiese muerto llorando en las primeras horas de su existencia, a todos en aquel momento nos hubiera tenido sin cuidado. Más tarde rectificamos; pero el principio de su vida fue tan lamentable como probablemente será su fin.

La mañana siguiente amaneció alegre y clara. La luz del sol se filtraba, tamizándose, a través de las persianas, y con un dulce resplandor iluminaba el lecho y a la que en él yacía. Eduardo tenía los ojos cerrados y reclinaba la cabeza en la almohada. Sus hermosas facciones estaban tan pálidas como las del cuerpo que yacía a su lado. Su rostro transparentaba una angustia infinita, y, en cambio, el rostro de la muerta reflejaba una infinita paz. Tenía los párpados cerrados y los labios ligeramente sonrientes. Creo que un ángel no hubiera estado más bello que ella. Me comunicó su serenidad. Jamás sentí más serena mi alma que mientras estuve contemplando aquella inmóvil imagen del reposo eterno. Me acordé, y hasta repetí las palabras que Catalina pronunciara poco antes: se había remontado sobre todos nosotros. Fuese que se encontrara en la tierra todavía, o ya en el cielo su espíritu, indudablemente estaba con Dios...

Tal vez sea una cosa peculiar mía; pero el caso es que muy pocas veces dejo de sentir una impresión interna de beatitud cuando velo un muerto, salvo si algún afligido allegado suyo me acompaña. Me parece apreciar en la muerte un reposo que ni el infierno ni la tierra son capaces de quebrantar, y me invade la sensación de un futuro eterno y sin sombras. Sí; la eternidad. Allí donde la vida no tiene límites en su duración, ni el amor en sus transportes, ni la felicidad en su plenitud. Y entonces comprendí el egoísmo que encerraba un amor como el de Linton, que de tan amarga manera lamentaba la liberación de Catalina.

Claro está que, en rigor, teniendo en cuenta la agitada y rebelde vida que había llevado, cabía dudar de si entraría o no en el reino de los cielos; pero la contemplación de aquel cadáver con su aspecto sereno eliminaba toda duda de que el alma que la alentó gozaba ahora de la misma paz inefable que aquel exánime cuerpo.

—¿Usted cree —preguntó la señora Dean— que personas así pueden ser felices en el otro mundo? Daría algo bueno por saberlo.

No contesté a la interrogación de mi ama de llaves, pregunta que me pareció un tanto poco ortodoxa. Y ella continuó diciendo:

—Temo al pensar en la vida de Catalina Linton, que no es muy dichosa en el otro mundo. Pero, en fin, dejémosla tranquila, que ya está en presencia de su Creador...

Como el amo parecía dormir, me aventuré a escaparme al exterior poco después de salir el sol. Los criados se imaginaron que yo salía para desentumecer mis sentidos, fatigados del prolongado velatorio; pero, en realidad, lo que me proponía era hablar al señor Heathcliff, quien había pasado la noche entre los pinos y no debía de haber sentido el movimiento de la granja, a no ser que hubiese oído el galope del caballo del criado que enviáramos a Gimmerton. De estar más próximo, el movimiento de puertas y luces le habría hecho comprender, probablemente, que pasaba algo grave. Yo sentía a la vez deseo y temor de encontrarle. Por un lado, me urgía comunicarle la terrible noticia, y por otro, no sabía cómo hacerlo para no irritarle.

Le vi en el parque, apoyado contra un añoso fresno, destocado y con el cabello impregnado del rocío, que goteaba desde las ramas lentamente. Debía de llevar mucho tiempo en aquella actitud, porque reparé en una pareja de mirlos que iban y venían a menos de un metro de distancia de él, ocupándose en construir su nido y tan ajenos a la presencia de Heathcliff como si fuera un tronco de árbol. Al acercarme, echaron a volar, y él, levantando los ojos, me dijo:

—¡Ha muerto! ¡Tanto esperar para acabar recibiendo esa noticia! Vamos; fuera ese pañuelo. No me vengas con llantos... ¡Idos todos al diablo! ¿De qué le servirán vuestras lágrimas?

Yo lloraba tanto por él como por ella. Es frecuente compadecer a personas que son incapaces de experimentar tal sentimiento hacia el prójimo y hasta hacia sí mismos. Al verle se me ocurrió que quizá sabía ya lo sucedido y que se había resignado y rezaba, porque movía los labios y bajaba la vista.

—Ha muerto —contesté, enjugando mi llanto— y está en el cielo, adonde todos iríamos a reunirnos con ella si aprovecháramos la lección y dejáramos el mal camino para seguir el bueno.

—¿Acaso ha muerto como una santa? —preguntó sarcásticamente Heathcliff. —Vaya... Cuéntame... ¿Cómo ha muerto...?

Quiso pronunciar el nombre de la señora; pero la voz expiró en sus labios y se los mordió. Se notaba en él una silenciosa lucha interna.

— ¿Cómo ha muerto? —volvió a preguntar.

Noté que pese a toda su audacia insolente se sentía más tranquilo teniendo a alguien a su lado. Un profundo temblor recorría todo su cuerpo.

«¡Desdichado! —pensé—. Tienes corazón y nervios como cualquier otro. ¿Por qué ese empeño en ocultarlos? ¡Tu soberbia no engañará a Dios! Le estás provocando a que te atormente y humille hasta hacerte estallar» —Murió mansa como un cordero —repuse—. Suspiró, hizo un movimiento como un niño al despertar y cayó en un letargo. A los cinco minutos sentí que su corazón palpitaba fuerte... Y luego, nada...

—¿Habló de mí? —preguntó él, vacilante, como si temiera oír los detalles que me pedía.

—Desde que usted se separó de ella no volvió en sí ni reconoció a nadie. Sus ideas eran confusas, y había retrocedido en sus pensamientos a los años de su infancia. Su vida ha concluido en un dulce sueño. ¡Ojalá despierte de la misma manera en el otro mundo!

—¡Ojalá despierte entre mil tormentos! —gritó él con espantosa vehemencia, pateando y vociferando en un brusco acceso de furor. —Ha sido falsa hasta el fin. ¿Dónde estás? En la vida imperecedera del cielo, no. ¿Dónde estás? Me has dicho que no te importan mis sufrimientos. Pero yo no repetiré más que una plegaria: «¡Catalina! ¡Haga Dios que no reposes mientras yo viva!» Si es cierto que yo te maté, persígueme. Se asegura que la víctima persigue a su asesino. Hazlo, pues; sígueme hasta que me enloquezcas. Pero no me dejes solo en este abismo. ¡Oh! ¡No puedo vivir sin mi vida! ¡No puedo vivir sin mi alma!

Apoyó la cabeza contra el árbol y cerró los ojos. No parecía un hombre que sufre, sino una fiera acosada cuyas carnes desgarran las armas de los cazadores. En el tronco del árbol distinguí varias manchas de sangre, y sus manos y frente estaban manchadas también. Escenas idénticas a aquella debían de haber sucedido durante la noche. Más que compasión, sentí miedo; pero me era penoso dejarle en aquel estado. Él fue quien, al darse cuenta de que yo seguía allí, me gritó que me fuera, lo que hice enseguida, puesto que no podía consolarle ni devolverle la tranquilidad. Hasta el viernes siguiente —día en que había de celebrarse el funeral— Catalina permaneció en su ataúd, en el salón, que estaba cubierto de plantas y flores. Todos menos yo ignoraron que Linton pasó allí todo aquel tiempo sin descansar apenas un momento. A su vez, Heathcliff también pasaba fuera las noches, por lo menos, sin reposar tampoco ni un minuto. El martes, aprovechando un instante en que el amo, rendido de fatiga, se había retirado para dormir un par de horas, abrí una de las ventanas, a fin de que Heathcliff pudiera dar a su adorada un último adiós. Aprovechó la oportunidad y entró sin hacer el más ligero ruido. Sólo pude darme cuenta de que había penetrado al apreciar lo desordenadas que estaban las ropas en torno del rostro del cadáver y hallar en el suelo un rizo rubio. Examinado con cuidado, comprobé que había sido arrancado de un dije que Catalina llevaba al cuello, y sustituido por un negro rizo de los cabellos de Heathcliff. Yo uní ambos cabellos en el medallón y los guardé en él.

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Autori teised raamatud