Loe raamatut: «100 Clásicos de la Literatura», lehekülg 132

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En el papel, estas cifras resultaban muy alentadoras, pero a medida que se iba acercando la hora de mi marcha he de confesar que tuve el repentino presentimiento de que eran meras elucubraciones teóricas y me sentí sobrecogido por la temeraria noción de mi aventura.

Hubo un instante en que casi me aterré. El enorme torpedo con sus sesenta toneladas, descansaba allí, en el extremo de la pista, y se me apareció como un horrible sarcófago, como mi propia tumba, en la que me vería pronto estrellado contra la tierra, o sumido en las profundidades del Pacífico, o lanzado al espacio infinito para vagar errabundo. Tuve miedo, lo admito, pero no era tanto el miedo a la muerte como la impresión que me causaba la idea de verme enfrentado con las formidables fuerzas cósmicas. Esto último era lo que más me enervaba.

Entonces Jimmy me habló:

—Hagamos la última inspección, antes de la partida.

Al conjuro de aquellas palabras tranquilas y naturales, se desvanecieron mis inquietudes. Volví a ser yo mismo.

Examinamos juntos la cabina en la que se hallaban los aparatos de control, el cómodo camarote con su mesa y su silla, con el material de escritorio y una selección de libros. Debajo de la cabina había una pequeña cocina y más abajo una despensa provista de alimentos en conserva y deshidratados en cantidad suficiente para un año. Detrás se veía una estancia para las baterías eléctricas destinadas a la iluminación, calefacción y cocina, una dinamo y un motor de gas. El departamento de la parte de popa estaba lleno de cohetes, y allí se encontraba también el intrincado mecanismo que los ponía en contacto con las piezas de control colocadas en la cabina. Más allá de la cabina principal, existía otro departamento en el que se conservaba el agua y los tanques de oxígeno a la vez que un sin fin de cosas necesarias para mi comodidad.

No es necesario decir que todo estaba firmemente sujeto para prevenir la terrible y repentina sacudida que debía acompañar al arranque. Una vez en el espacio, no esperaba percibir ninguna noción de movimiento, pero la partida había de ser manifiestamente violenta. A fin de aminorar en lo posible el golpe del arranque, el vehículo aéreo consistía en un doble torpedo, uno pequeño dentro del otro mayor. El primero, mucho más corto que el último, estaba formado por diversas secciones, cada una de las cuales incluía uno de los compartimientos ya descritos. Entre el casco interior y el exterior y entre cada compartimiento se había instalado un sistema de amortiguador hidráulico, muy ingenioso, que tenía como misión aminorar, en más o menos grado, la inercia del torpedo interior, en el instante del arranque. Yo confiaba en que su funcionamiento sería perfecto.

Además de estas medidas de precaución contra los peligros del arranque, el asiento en que me había de acomodar delante de los mecanismos de control, no solo estaba bien mullido, sino fuertemente sujeto a una recia armadura también provista de amortiguadores. Se habían previsto también las ligaduras necesarias para mantenerse seguro en la silla al recibir el golpe inicial de la marcha. Nada se había olvidado que fuera esencial para mi seguridad. De mi seguridad dependía el éxito de mi empresa.

Después de haber realizado la inspección final del interior. Jimmy y yo nos encaramamos a la parte alta del torpedo a fin de inspeccionar por última vez el sistema de paracaídas, con los que esperaba conseguir aminorar la velocidad del aparato al entrar en la atmósfera de Marte y que me permitirían utilizar mi propio paracaídas para saltar a tiempo. El equipo de paracaídas estaba instalado en una serie de compartimientos, a todo lo largo del torpedo. A fin de explicarlo más claramente, diré que era una serie continua de baterías de paracaídas, constituida cada una por un número determinado de ellos, de diámetro progresivamente mayor, hasta llegar al que estaba más alto, que era el más pequeño. Cada batería estaba en un compartimiento separado y cada compartimiento se hallaba cubierto por una escotilla individual que podía abrirse a voluntad del operador desde los controles de la cabina. Cada uno de estos paracaídas estaba sujeto al torpedo por sendos cables. Juzgaba yo que por lo menos la mitad de ellos quedarían destrozados al aminorar la velocidad del vehículo, pero permitirían a los otros retardarla hasta el momento en que yo abriera las portezuelas y saltase con mi propio paracaídas y mi depósito de oxígeno.

El momento de la partida se iba acercando. Jimmy y yo bajamos a tierra y tuvimos que enfrentarnos con el momento más difícil: decir adiós a aquellos fieles amigos y colaboradores. No hablamos mucho. Estábamos demasiado emocionados y ninguno de los presentes tenía los ojos secos. Sin excepción alguna, ninguno de los trabajadores mejicanos podía comprender por qué la punta del torpedo no señalaba recto hacia arriba, si mi intención era ir a Marte. Nada podía convencerles de que no iba a ascender a corta distancia, lo que implicaría sumirme en el Pacífico. Todo esto si conseguía partir, cosa que más de uno dudaba.

Nos estrechamos las manos y luego subí por la escalerilla adosada a un costado del torpedo y entré en el aparato. Al cerrar la puerta del casco exterior, vi como mis amigos se agolpaban en los camiones y se alejaban, ya que yo había dispuesto que nadie permaneciera a una distancia inferior a una milla del torpedo-cohete cuando yo arrancase, por temor a la terrible explosión que se produciría al arrancar. Después de asegurar la portezuela exterior con los grandes cerrojos, cerré la puerta por dentro y la ajusté debidamente. A continuación me senté ante los aparatos de control y sujeté las correas que me retenían al asiento.

Consulté el reloj. Faltaban nueve minutos para la hora cero. Al cabo de nueve minutos me vería lanzado al vacío o en nueve minutos habría muerto. Si las cosas no se desarrollaban bien, el desastre se produciría en una fracción de segundo, apenas tocase yo el control de disparo.

¡Siete minutos! Tenía la garganta seca, apergaminada, y sentí deseos de beber agua, pero no había tiempo.

¡Cuatro minutos! Treinta y cinco millones de millas son muchas millas y, no obstante, confiaba poderlas cubrir en cuarenta o cuarenta y cinco días.

¡Dos minutos! Inspeccioné el contador de oxígeno y abrí la válvula un poquito más.

¡Un minuto! Pensé en mi madre y me pasó por la mente la idea de si estaría vagando por el espacio y esperándome.

¡Treinta segundos! Mi mano se apoyó en el mecanismo de control. ¡Quince segundos! ¡Diez, cinco, cuatro, tres, dos… uno!

¡Di vuelta a la manivela! Siguió un estruendo terrible. El torpedo saltó hacia adelante. ¡Había partido!

Comprendí que la primera parte de mi aventura había salido bien. Miré a través del cristal de la ventanilla que estaba a mi lado en el instante en que partía el torpedo. Pero fue tan terrible la velocidad inicial que solo divisé la mancha confusa del paisaje. Me estremecí de alegría por la soltura y perfección con que se había producido la salida, aunque he de confesar que no dejaba de sorprenderme la extraña sensación que percibí en la cabina. Era como si una mano gigante me apretara contra mi mullido asiento, pero esta sensación pasó en seguida y luego no noté nada, salvo lo natural de una persona sentada en un confortable gabinete, en tierra firme. Transcurridos los primeros segundos, después de pasar la atmósfera terrestre, ya no percibí nada más. Había hecho todo lo que estaba en mi mano hacer y ahora el resto dependía de las incidencias, del capricho del destino. Desaté las correas que me sujetaban al asiento y me moví en la cabina para mirar a través de las diversas ventanillas que había a cada lado, igual que en la quilla y en la parte alta del torpedo. El espacio era una inmensa mancha negra, vacía y pespunteada de lucecitas. Yo no podía ver la Tierra, ya que se hallaba exactamente a la proa. A lo lejos se divisaba Marte. Parecía que todo iba bien. Di la luz eléctrica, me senté ante la mesa y escribí mi primer informe en el libro de viaje. Luego hice algunos cálculos de tiempo y distancias.

Según mis previsiones, al cabo de unas tres horas de haber partido, el torpedo avanzaría casi directamente hacia Marte. De vez en cuando, hacía observaciones a través del periscopio telescópico montado sobre la parte superior del casco del torpedo, pero los resultados no fueron completamente tranquilizadores. Al cabo de dos horas, Marte seguía desviado. La trayectoria en forma de arco no se cerraba como debía. Comencé a inquietarme. ¿Qué pasaba? ¿Dónde estaría el error de nuestros cálculos?

Abandoné el periscopio y miré a través de la ventanilla principal que se hallaba en la quilla. Abajo estaba la Luna. Era un espectáculo maravilloso verla en aquel espacio claro y vacío, a una distancia de setenta y dos mil millas menos de lo que la había visto hasta entonces y sin ninguna atmósfera terrestre que disminuyera su visibilidad. Tycho, Platón y Copérnico se destacaban con acusado relieve sobre el descarado disco del gran satélite, acentuando por el contraste las sombras del Mare Serenitatis y Mare Tranquilitatis. Los ásperos picos del Apenino y de Altai se rebelaban con una claridad como nunca los había visto con el más potente telescopio. Sentíame excitado, pero también disgustado. Tres horas más tarde me hallaba a menos de cincuenta y nueve mil millas de la Luna. Lo que era poco antes una visión espléndida se había convertido en un espectáculo indescriptible por lo maravilloso, pero mis inquietudes me dominaban sobremanera. A través del periscopio vi como la trayectoria de mi marcha cruzaba sobre el plano de Marte y se hundía debajo de él. Por eso comprendí que nunca podría alcanzar mi objetivo. Traté de eludir el pensamiento del terrible destino que tenía ante mí, y, en cambio, procuré averiguar el error que había causado aquel desastre.

Me pasé una hora compulsando cálculos diversos, pero nada descubrí que pudiera esclarecer la causa de mis inquietudes. Luego apagué las luces y me puse a mirar a través de las ventanas de la quilla a fin de poder divisar mejor la Luna. ¡Había desaparecido! Me dirigí entonces al ventano lateral de la cabina con el propósito de observar el vacío espacio por uno de los cristales circulares. Me sentí repentinamente aterrado. Parecía como si junto al cristal hubiera surgido un mundo enorme. Era la Luna, que se hallaba a menos de veintitrés mil millas de distancia y yo avanzaba hacia ella a una marcha de treinta y seis mil millas por hora…

Salté hacia el periscopio y en breves segundos realicé un cálculo mental que hubiera constituido una verdadera marca. Observé la desviación sufrida en dirección a la Luna siguiéndola por medio del periscopio y computé la distancia hasta la Luna y la velocidad del torpedo llegando a la conclusión de que había pocas probabilidades de sufrir una colisión contra el astro. La único que me cabía temer era un encuentro directo y casual, pues la velocidad que llevaba el aparato era tan grande que la atracción de la Luna no conseguiría atraparlo, solo con que pasáramos a pocos pies de ella. Desde luego resultaba indudable que evitaríamos la colisión si pasábamos a algunos pies de distancia, pero también resultaba evidente que había ejercido manifiesta influencia en mi vuelo y con tal criterio surgió la réplica al problema que tanto me había desconcertado.

Acudió a mi mente la anécdota del libro mejor impreso. Se venía afirmando que no se había publicado nunca libro alguno que no contuviera algún error. Un conocido editor decidió publicar un libro así. Las pruebas de galeradas fueron leídas una y otra vez por una docena de expertos y las de impresión sufrieron el mismo examen cuidadoso. Al fin, la obra maestra quedó lista para entrar en máquina… sin ningún error. Fue impresa, encuadernada y lanzada al público, y entonces se descubrió que en el título de la portada se había equivocado una letra. Nosotros, con todos nuestros cuidadosos cálculos, con todos nuestros repasos y más repasos, habíamos omitido un factor obvio: no tuvimos en cuenta la Luna.

Que se explique tal negligencia quien pueda. A mí me es imposible. Era lo mismo que si el mejor equipo deportivo hubiese perdido contra otro muy inferior. Fue un grave desliz que tuvimos. Aún no podía calcular cuáles serían sus consecuencias. Me limité a sentarme ante el periscopio para observar la Luna cada vez más cerca. Según me iba aproximando ofrecía ante mis ojos la perspectiva más espléndida que había presenciado. Cada montaña, cada pico y cada cráter se presentaba con los más claros detalles. Hasta las cumbres más elevadas, de veinticinco mil pies, eran visibles, aunque bien pudiera ser que en todo ello jugara un gran papel la ilusión, ya que yo contemplaba la escena desde arriba, y el satélite estaba abajo.

De pronto me di cuenta de que la gran esfera comenzaba a huir del campo visual del periscopio y exhalé un suspiro de alivio. No iba a estrellarme, sino que pasaría de largo.

Volví entonces al ventano. Ahora la Luna aparecía un poco a la izquierda. Ya no era simplemente una gran esfera. Era un verdadero mundo al alcance de mis ojos. Destacando sobre el negro horizonte, divisé unos titánicos picos y debajo de mí se abrían unos vastos cráteres. Me encontraba a solas con Dios contemplando aquel mundo horripilante.

Mi paso por la Luna requería poco más de cuatro minutos. Lo calculé cuidadosamente por si tenía que aminorar la velocidad. No podría decir exactamente lo cerca que llegué de ella. Tal vez cinco mil pies sobre los picos más altos, pero ya era una proximidad respetable. La influencia ejercida por la gravitación de la Luna había alterado definitivamente mi ruta, pero debido a la velocidad del torpedo se consiguió eludir sus garras. Ahora nos alejábamos. ¿A dónde íbamos?

La estrella más cercana, Alfa, del Centauro, se hallaba a veinticinco billones y medio de millas de la Tierra. Hay que escribir la cifra para darse cuenta. 25 500 000 000 000 millas. Pero en el fondo se trataba de una distancia nimia, aunque, desde luego, no cabía esperar que hiciese una visita a Alfa Centauro, con un escenario tan inmenso ante mis ojos y tantos lugares a donde acudir. Ancho era el ámbito en que podía moverme, ya que la ciencia ha calculado el diámetro del espacio en ochenta y cuatro mil millones de años luz; y si uno piensa que la luz recorre ciento ochenta y seis mil millas por segundo, resulta evidente que el cálculo es capaz de satisfacer las apetencias del más consumado trotamundos.

No obstante, poco me importaban a mí aquellos problemas de distancia en tales momentos, ya que solo tenía alimentos y agua para un año. Durante este lapso de tiempo el aero-vehículo podría recorrer poco más de trescientos quince millones de millas. Y si conseguía llegar a Alfa Centauro no despertaría grandemente mi interés, puesto que haría unos ochenta mil años que yo me habría muerto. Así es la inmensidad del universo. Durante las veinticuatro horas que siguieron, la ruta de la nave aérea siguió casi paralelamente la de la Luna alrededor de la Tierra. No solo había desviado la atracción de la Luna nuestro curso, sino que ahora parecía evidente que la Tierra nos había atrapado y tal vez nos viéramos condenados a vagar eternamente a su alrededor, como un segundo y diminuto satélite. Desde luego, a mí no me hacía ninguna gracia convertirme en una minúscula Luna, tan minúscula que ni el más potente telescopio sería capaz de descubrirla.

El siguiente mes fue de dura prueba en mi vida. Resulta pedante mencionar la vida de uno en medio de unas fuerzas cósmicas tan gigantescas como las que me envolvían, pero solo tenemos una vida y yo estimo la mía. Por esto cuanto más cercano se me presentaba el instante de perderla, más la amaba.

Al acabar el segundo día pareció evidente que habíamos conseguido eludir la influencia de la Tierra. No puedo decir que este descubrimiento me llenase de alegría. Mi plan de visitar Marte se había desvanecido y me hubiera agradado volver a la Tierra. Si hubiese conseguido arribar a salvo a Marte, habría podido ciertamente volver a la Tierra. Pero existía otra razón para sentir este deseo, una razón que se erguía ante mí como un fantasma amenazante: el Sol. Ahora avanzábamos en línea recta hacia el Sol y una vez cayéramos bajo el garfio de aquel horrible poder, nada podría cambiar mi destino. Estaría condenado a perecer.

Durante tres meses tendría que estar esperando el fin inevitable hasta sumirme, por último, en aquel horno ingente. La palabra horno resulta inadecuada si se quiere sugerir el calor solar, el cual se ha estimado entre treinta y sesenta millones de grados en el centro, factor este último que en poco podía afectarme, pues no pretendía llegar al centro del astro.

Sucedíanse los días, mejor podría decirse las largas noches, puesto que no existían más días que los cómputos de tiempo que yo anotaba al correr de las horas. Leía mucho, pero no escribía nada en el cuaderno de viaje. ¿Para qué iba a hacerlo, si lo que escribiese estaba condenado a hundirse pronto en el Sol y a consumirse?

En la cocina ensayé toda clase de combinaciones culinarias poniendo a prueba mi fantasía. Comía mucho, lo que me ayudaba a matar el tiempo y disfrutaba con mis condimentos.

Habían transcurrido treinta días y atisbaba yo el espacio cuando divisé un radiante resplandor a la derecha de nuestra ruta, pero he de confesar que no estaba de humor para deleitarme con tal espectáculo. Al cabo de sesenta días me encontraría en el Sol. Y mucho antes, el creciente calor me habría destruido. El final de mi aventura se acercaba por momentos.

CAPÍTULO III

HACIA VENUS

Los efectos psicológicos de una experiencia como la que yo estaba atravesando tenían que ser considerables y aunque no pudieran medirse ni pesarse, yo me daba cuenta de que se estaban operando en mí cambios producidos por su influencia. Durante treinta días había estado vagando por el espacio hacia una muerte segura, hacia un final que, probablemente, no dejaría como rastro ni una partícula de los átomos que me convierten en electrón. Había sufrido el trance en plena soledad y esto dio por resultado un enorme amortiguamiento de mi sensibilidad; se trataba, indudablemente, de una sabia previsión de la Naturaleza. Incluso la convicción de que era Venus la espléndida lúnula, emergiendo en su enormidad a estribor del torpedo, no me produjo mucha excitación. ¿Qué importaba que pudiera acercarme a Venus más de lo que ningún nombre había conseguido? Nada significaba aquello. Ni la presencia de la propia Divinidad desvanecía mi enervamiento. Es sabido que el valor de lo que vemos se mide solamente por las dimensiones de la audiencia, que está presente. Viera yo lo que viera, no habría audiencia presente y, por tanto, carecía de valor.

No obstante, más bien para pasar el tiempo que por verdadero interés, me puse a hacer cálculos. Estos me revelaron que me hallaba a una distancia aproximada de ochocientas sesenta y cinco mil millas de la órbita de Venus y que la cruzaría al cabo de unas veinticuatro horas. De todos modos, no pude precisar con absoluta justeza la distancia que me separaba del planeta. Lo único que resultaba aparente era que aquella distancia era cortísima. Al decir cortísima hay que pensar en el valor relativo de la palabra. La Tierra se hallaba a unos veinticinco millones de millas y el Sol a unos sesenta y ocho millones de millas, así es que un objeto tan grande como Venus, a una distancia de uno o dos millones de millas, parecía cercano.

Como Venus viaja en su órbita a la velocidad de cerca de veintidós millas por segundo o sea un millón seiscientas mil millas en un día terrestre se evidenciaba el hecho de que había de interceptar mi paso dentro de las veinticuatro horas siguientes.

Se me ocurrió que si pasaba el torpedo muy cerca, como parecía inevitable, acaso Venus lo desviara y me salvara del Sol, pero comprendí que aquello no era más que una vaga esperanza. Indudablemente el torpedo pasaría cerca de Venus, pero el Sol no abandonaría su presa. Con tales pensamientos retornó mi apatía y perdí todo interés por Venus. Escogí un libro y me tendí en el lecho para leer. El interior de la cabina estaba profusamente iluminado. Yo soy muy exagerado con la luz eléctrica. Tenía allí los medios de producirla durante once meses más, pero después de unas cuantas semanas ya no la necesitaría. ¿Para qué ahorrarla?

Estuve leyendo unas horas. Leer en la cama siempre me produjo sueño y también en esta ocasión sucumbí. Cuando me desperté permanecí aún tumbado en actitud perezosa unos minutos. Estaba avanzando hacia la muerte a una velocidad de treinta y seis mil millas por hora, pero yo no tenía ninguna prisa. Recordé el hermoso espectáculo que me había proporcionado Venus cuando lo vi últimamente y decidí echar otra ojeada sobre él. Distendí el cuerpo lánguidamente, me levanté y me dirigí hacia uno de los ventanos de estribor.

La escena que apareció encuadrada en el marco del cristal circular, era maravillosa, indescriptible. Venus estaba aparentemente a la mitad de la distancia de antes y se ofrecía ante mis ojos doble de tamaño, circundado por una aureola de luz en la parte en que el Sol, situado debajo de él, iluminaba su capa de nubes produciendo aquella lúnula brillante.

Consulté el reloj. Habían transcurrido doce horas desde que descubrí el planeta y ahora, al menos, empecé a sentirme excitado. Venus se hallaba a la mitad de distancia en que estaba doce horas antes y yo sabía que el torpedo había recorrido la mitad del trayecto que la separaba de ella en aquel momento inicial Resultaba posible una colisión y era probable que me viera precipitado a la superficie de aquel inhóspito mundo carente de vida.

Bien, ¿y qué? ¿Acaso mi suerte no estaba ya determinada? ¿Qué diferencia podía haber en que el final de todo se produjera unas semanas antes? La verdad es que me sentía excitado. No puedo decir que tuviera miedo. Nunca me causó miedo la muerte y este sentimiento lo dejé atrás cuando vi morir a mi madre. Pero ahora que la gran aventura estaba a punto de acabar, sentíame sobrecogido por todos los factores interrogantes que la muerte significa. ¿Qué vendría después?

Las largas horas siguieron su curso. Me parecía increíble, a pesar de estar habituado a pensar en las más escalofriantes unidades de velocidad, que el torpedo y Venus fueran avanzando hacia el mismo punto de la órbita, a una marcha tan inconcebible, el uno a la velocidad de treinta y seis mil millas por hora, y el otro, a la de sesenta y siete mil. Resultaba difícil observar el planeta desde el ventano lateral, ya que se acercaba más y más. Me acerqué al periscopio. Venus se deslizaba majestuosamente por su ruta. Yo sabía que el torpedo se hallaba a menos de treinta y seis mil millas, a menos de una hora, del curso de la órbita del planeta, y no cabía duda de que nos había atraído a su esfera de acción. Estábamos destinados a sufrir un choque. Incluso en aquellas circunstancias, no pude evitar una sonrisa. Pensé en el fracaso de mis cálculos.

Era incuestionablemente una plusmarca de mal tirador, un error mayúsculo.

Aunque no me aterraba la idea de la muerte, aunque los astrónomos más famosos habían asegurado que Venus era incapaz de soportar la vida humana, porque donde su superficie no es demasiado cálida es demasiado fría, y aunque estuviera desprovisto de oxígeno, como afirmaban, el instinto de conservación, que es innato en todo ser humano, me impelió a adoptar los mismos preparativos que había determinado para descender sobre Marte, si hubiera conseguido llegar felizmente a la meta de mis propósitos.

Me puse mi vestido de lana, confeccionado de una sola pieza como una especie de «mono», las gafas de seguridad y el casquete de fieltro y luego me ajusté el depósito de oxígeno, colgando delante, a fin de que no se enredara con el paracaídas y pudiera soltarse automáticamente si yo alcanzaba una atmósfera capaz de soportar la vida humana. Desde luego sería un accesorio embarazoso para el momento de «aterrizar», utilizando el término corriente en el globo terrestre. Por último, me aseguré de que el paracaídas estaba bien sujeto.

Consulté el reloj. Si mis cálculos eran correctos, la colisión se produciría al cabo de un cuarto de hora. Volví de nuevo al periscopio.

La visión que se ofrecía ante mis ojos era realmente aterradora. Nos estábamos adentrando en una espesa masa de nubes negras. Era como el caos en el alborear de la Creación. La gravitación del planeta nos había atrapado. Yo ya no pisaba el suelo de la cabina. Me sentía alzado y me sujeté como pude. Aquello ya estaba previsto cuando ideé el torpedo. Nos íbamos hundiendo más y más hacia el planeta. En el espacio no existe abajo ni arriba, pero en aquel momento la sensación era la de bajar.

Desde el lugar en que me hallaba, tenía los aparatos de control al alcance de la mano, y a mi lado había una de las puertas laterales. Solté tres baterías de paracaídas y abrí la puerta que comunicaba con el torpedo interior. En seguida se notó una vibración aérea, como si los paracaídas se hubieran abierto y reprimieran, al menos temporalmente, la velocidad del torpedo. Aquello debía significar que había penetrado en alguna atmósfera, fuese del tipo que fuese, y que no se podía perder ya ni un segundo. Con el simple movimiento de una palanca, solté el resto de los paracaídas y luego me dirigí a la portezuela exterior. Las cerraduras funcionaban por medio de un gran volante, colocado en el centro, y el mecanismo estaba ideado para que se abrieran rápida y fácilmente. Me ajusté el embudo de oxígeno a la boca e hice funcionar el volante con rapidez.

Casi en el acto se abrió la puerta y la presión del aire desde el interior del torpedo me lanzó al espacio. Con la mano derecha sujeté la cuerda de mi paracaídas y esperé. Miré a mi alrededor para ver donde estaba el torpedo. Corría casi paralelamente conmigo y los paracaídas aparecían distendidos.

Solo atisbé un instante la silueta del torpedo. Luego se hundió en la masa de nubes y se perdió de vista. ¡Qué magnífico espectáculo ofrecía en aquel breve período!

A salvo ya del peligro de verme arrastrado por el torpedo, di un estirón a la cuerda de mi paracaídas, mientras las nubes me engullían. Un intenso frío se filtraba a través de mi vestido de espesa lana y las húmedas nubes me sacudían el rostro como ráfagas de agua helada. Para alivio mío, se abrió mi paracaídas perfectamente y el descenso fue más lento.

Fui cayendo poco a poco. No tenía noción del tiempo ni de la distancia. Todo estaba muy obscuro y húmedo. Parecía como si me estuviera sumiendo en las profundidades de un océano, sin sentir la presión de las aguas. Eran tales mis pensamientos en aquellos instantes que no cabe la descripción. Acaso el oxígeno me hubiera emborrachado un poco. Me sentía agitado y ansioso de resolver el gran misterio que se abría a mis pies. La idea de que estaba cerca de morir no me preocupaba tanto como cuales serían mis experiencias después de la muerte. Estaba a punto de llegar a Venus y sería el primer ser humano que hubiese podido contemplar la faz del velado planeta. De pronto, entré en una zona de menos nubes; pero allá abajo, muy lejos, se divisaba algo semejante a otras nubes y recordé la tan comentada teoría de las dos capas que envuelven a Venus. A medida que iba descendiendo, la temperatura iba subiendo progresivamente, pero aún hacía frío.

Al penetrar en la segunda capa de nubes, noté un aumento considerable en la temperatura, tanto mayor cuanto más bajaba. Me aparté el aparato del oxígeno y traté de respirar con las narices. Aspiré fuertemente y comprobé que entraba suficiente oxígeno para vivir, y de este modo quedó destruida una teoría astronómica. La esperanza renació en mí como un faro en un país sumido en nieblas.

Mientras seguía descendiendo suavemente me di cuenta de una débil luminosidad que se veía abajo, a lo lejos. ¿Qué podría ser? Existían obvias razones para suponer que no era luz solar. La luz del sol no podía proceder de abajo arriba y, además, era de noche en aquel hemisferio del planeta. Naturalmente, fueron muchas las fantásticas conjeturas que se ofrecieron a mi mente. Pensé si aquello sería la luz de un mundo incandescente, pero en seguida descarté esta hipótesis porque el calor ocasionado por aquella incandescencia me habría destruido ya haría rato. Luego pensé si no sería luz reflejada por aquella porción de nubes iluminada por el Sol, pero, de ser así, resultaba evidente que las nubes que me rodeaban hubieran debido ser también luminosas y no lo eran.

Únicamente restaba una solución práctica. Era la solución a la que lógicamente había de llegar un ser humano. Siendo como era un ser civilizado procedente de un mundo ya muy avanzado en las especulaciones de la ciencia y los inventos, atribuí el origen de aquella luminosidad a las fuerzas de la humana inteligencia. Solo podría explicarme el fenómeno como un reflejo producido sobre las nubes por luz artificial, obra de seres que existían en la superficie de aquel mundo hacia el que me dirigía lentamente.

Me preguntaba cómo serían aquellos seres y me exalté ante la perspectiva de las cosas maravillosas que se ofrecerían a mis ojos, cosa bien justificada en tales circunstancias. En el umbral de aquella aventura, ¿quién no se hubiera sentido conmovido ante la perspectiva de las experiencias que me esperaban?

Decidí quitarme el tubo de oxígeno que llevaba en la boca y observé que podía respirar perfectamente. La luz de abajo iba creciendo por momentos y me pareció adivinar entre nubes extraños matices. ¿Serían acaso simples sombras? Desprendí el depósito de oxígeno y lo arrojé al aire. Oí claramente el golpe que producía al caer. En aquel instante se destacó una sombra mucho más densa bajo mis pies y, poco después, tropecé con algo.

Žanrid ja sildid
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Selle raamatuga loetakse

Autori teised raamatud