Loe raamatut: «100 Clásicos de la Literatura», lehekülg 186

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Era ahora la una y diez de la madrugada. En medio de ese silencio mortal, oí el suave caer de la lluvia y el trémulo tránsito del viento a través de los árboles.

Luego de permanecer indeciso durante un minuto o algo más en el centro de la habitación, se dirigió hacia una esquina próxima a la ventada, donde se hallaba el bufete hindú.

Colocó entonces la vela sobre la parte superior del mueble. Abrió y cerró, una tras otra, las gavetas hasta que dio con aquella en que se hallaba el falso diamante. Miró hacia su interior un breve instante. Y luego tomó la piedra falsa con su mano derecha. Con la izquierda asió la bujía que se hallaba sobre el bufete.

Retrocedió algunos pasos, hacia el centro de la habitación, y se detuvo allí nuevamente.

Hasta aquí había repetido exactamente lo que hiciera la noche del cumpleaños. ¿Habría de ser su próximo paso idéntico al que efectuara el año anterior? ¿Abandonaría el cuarto? ¿Regresaría ahora, como yo pensaba que había hecho entonces, a su dormitorio? ¿Nos mostraría ahora lo que había hecho con el diamante al regresar a su habitación?

Su primer acto, cuando volvió a moverse, fue diferente del que ejecutara bajo la influencia del opio en la anterior ocasión. Colocó la vela sobre una mesa y erró durante un breve instante en dirección del más lejano rincón del cuarto. Allí había un sofá. Se recostó pesadamente sobre su espaldar, apoyándose en su mano izquierda…, y entonces se reanimó y retornó al centro de la habitación. Pude ver ahora sus ojos. Se estaban tornando más y más opacos e inexpresivos; su brillo se iba apagando rápidamente.

La emoción del instante demostró ser excesiva para la facultad de autodominio de Miss Verinder. Esta avanzó unos pasos…, y luego se detuvo. Mr. Bruff y Betteredge me miraron a través del vano por primera vez. La posibilidad de un chasco próximo empezaba a insinuarse en sus mentes lo mismo que en la mía.

Sin embargo, en tanto siguiera él allí, podíamos abrigar cierta esperanza. Aguardamos con indecible expectación su próximo paso.

Su acto siguiente fue decisivo. Dejó caer el diamante falso de su mano.

Este rodó y fue a detenerse delante del vano de la puerta…, enteramente visible a sus ojos y a los de todo el mundo. No hizo ningún esfuerzo para recogerlo; le dirigió una mirada vaga y, en tanto lo hacía, dejó caer su cabeza hasta hundirla en su pecho. Vaciló…, se animó durante un momento…, regresó con paso inestable hacia el sofá…, y se sentó en él. Realizó en seguida un último esfuerzo; trató de levantarse y volvió a hundirse en su asiento. Su cabeza cayó sobre los cojines del sofá. Era entonces la una y veinticinco de la madrugada. Antes de que hubiera tenido yo tiempo de guardar mi reloj en el bolsillo, estaba dormido.

Todo había concluido. La influencia sedante de la droga hizo presa de él; el experimento había llegado a su fin.

Entré en el cuarto y les dije a Mr. Bruff y a Betteredge que podían seguirme. No había por qué temer el molestarlo. Nos hallábamos en libertad para movernos y hablar, ahora.

—La primera cosa que deberemos resolver —les dije—, habrá de ser la cuestión de qué haremos con él. Probablemente seguirá durmiendo durante las próximas seis o siete horas, por lo menos. De aquí a su cuarto hay cierta distancia. Cuando yo era más joven podría haberlo llevado allí sin ayuda. Pero ni mi salud ni mis fuerzas son las de entonces… Mucho me temo tener que pedirles que me ayuden.

Antes de que ninguno de los dos hubiera tenido tiempo de responderme, me llamó Miss Verinder en voz baja. La encontré junto a la puerta de su aposento con el pequeño chal y el cubrecama de su lecho encima.

—¿Piensa usted vigilarlo mientras duerme? —me preguntó.

—Sí. No me hallo tan seguro respecto de la acción del opio, en su caso, como para dejarlo solo.

Me alargó entonces el chal y el cubrecama.

—¿Para qué molestarlo? —cuchicheó a mi lado—. Que duerma en el sofá. Yo puedo cerrar la puerta de mi cuarto y permanecer en él.

Era éste, con mucho, el más simple y seguro procedimiento a seguir con él esa noche. Les mencioné la cosa a Mr. Bruff y Betteredge, quienes aprobaron el procedimiento. En cinco minutos lo tendí cómodamente sobre el sofá y lo cubrí ligeramente con el chal y el cubrecama. Miss Verinder nos dio las buenas noches y cerró la puerta. A pedido mío nos dirigimos los tres restantes hacia la mesa que había en el centro del cuarto, sobre la cual seguía ardiendo la bujía y se hallaban los materiales para escribir, y nos ubicamos en torno de la misma.

—Antes de separarnos —comencé a decirles— tengo algo que manifestarles respecto del experimento que se llevó a cabo esta noche. Dos objetivos eran los que debían alcanzarse a través de él. El primero consistía en probar que Mr. Blake entró en este cuarto y se apoderó del diamante, el año pasado, de manera inconsciente e irresponsable y obrando bajo los efectos del opio. Luego de lo que acabamos de ver, ¿se hallan ustedes convencidos de ello?

Ambos me respondieron afirmativamente, sin la menor vacilación.

—El segundo objetivo —proseguí— consistía en descubrir qué es lo que hizo con el diamante luego que Miss Verinder lo sorprendió cuando salía de su gabinete con la gema en la mano, la noche de su cumpleaños. El éxito, en cuanto a este segundo objetivo, dependía, naturalmente, del hecho de que él continuara haciendo exactamente lo mismo que hizo el año anterior. No ha ocurrido tal cosa y, por lo tanto, ha fracasado en su fin último el experimento. No niego que el resultado me ha desilusionado…, pero puedo honestamente afirmar que no me hallo sorprendido de ello. Desde el primer momento le dije a Mr. Blake que el éxito de nuestra tentativa dependía de nuestra capacidad para reproducir las condiciones físicas y morales en que se hallaba él el año pasado y le previne que eso era entre todas las cosas del mundo lo que más se parecía a un imposible. Sólo hemos reproducido en parte tales condiciones y el experimento ha alcanzado, por lo tanto, un éxito parcial. También es posible que le haya administrado una dosis excesiva de láudano. Pero, por mi parte, considero la primera razón que les expuse como la verdadera causa del fracaso que tenemos que lamentar, como así también del éxito del cual tenemos que alegrarnos.

Luego de decir estas palabras coloqué el material para escribir delante de Mr. Bruff y le pregunté si tenía alguna objeción que hacerle —antes de separarnos— a mi idea de que redactara y firmara una exposición de lo que acababa de ver con sus propios ojos. Apoderándose en seguida de la pluma redactó la declaración con la fluida presteza de una mano experta.

—Le debo esto —me dijo, en tanto firmaba el documento— a manera de reparación por lo ocurrido entre nosotros, en horas más tempranas de la noche. Le pido, Mr. Jennings, perdón por haber dudado de usted. Acaba usted de hacerle a Franklin Blake un incalculable servicio. De acuerdo con la jerga de mi oficio, ha ganado usted el pleito.

La excusa que dio Betteredge se halló en un todo de acuerdo con sus características.

—Mr. Jennings —me dijo—, si vuelve usted a leer el Robinsón Crusoe, cosa que le recomiendo encarecidamente que haga, hallará usted que éste no tiene reparo alguno en reconocer que se ha equivocado cada vez que ello ha ocurrido. Le ruego, señor, tenga la bondad de disculparme en esta ocasión; en la misma situación se encontró Robinsón Crusoe.

Dichas estas palabras, firmó a su vez el documento.

Mr. Bruff me llevó aparte cuando nos levantamos de la mesa.

—Una palabra más respecto al diamante —me dijo—. Según su teoría, Mr. Franklin Blake ocultó la Piedra Lunar en su cuarto. Según la mía, la Piedra Lunar se halla en manos de los banqueros de Mr. Luker en Londres. No disputaremos sobre quién se halla en lo cierto. Sólo se trata de averiguar cuál de las dos teorías podrá ser puesta a prueba primero, ¿no le parece?

—Mi teoría —le dije— ya ha sido puesta a prueba esta noche, y ha fracasado.

—La mía —replicó Mr. Bruff— está siendo sometida a prueba actualmente. Durante los dos últimos días he establecido vigilancia en el banco para observar las actividades de Mr. Luker, y habré de mantener la misma hasta el último día del presente mes. Sé que habrá de ser él mismo quien vaya a retirar de manos de sus banqueros el diamante…, y corro el albur de que la persona que ha empeñado el diamante lo obligue a retirarlo de allí mediante el pago del rescate. En tal caso me hallaré en condiciones de poderle echar el guante a dicha persona. ¡Y contaremos entonces con la perspectiva de aclarar por completo el misterio exactamente en el punto en que éste se muestra actualmente más intrincado! ¿Admite usted que tengo razón hasta aquí?

Yo asentí prestamente.

—Retornaré a la ciudad en el tren de las diez —prosiguió el abogado—. Puede ser que a mi regreso me encuentre con algún nuevo acontecimiento…, y puede ocurrir que me sea absolutamente imprescindible tener a mano a Franklin Blake para apelar a él en caso de necesidad. Me propongo decirle, tan pronto despierte, que debe regresar conmigo a Londres. Luego de todo lo ocurrido, ¿puedo confiar en que me respaldará usted con su influencia?

—¡Seguramente! —le dije.

Mr. Bruff me estrechó la mano y abandonó el cuarto. Betteredge lo siguió afuera.

Me dirigí entonces hacia el sofá para observar a Mr. Blake. No se había movido desde que yo lo dejé allí y le arreglé un lecho en el sofá; seguía sumido en un sueño quieto y profundo.

En tanto me hallaba observándolo oí que la puerta del dormitorio se abría suavemente. Una vez más vi aparecer en el umbral a Miss Verinder en su bello traje estival.

—Concédame usted un último favor —me dijo en voz baja—. Permítame que lo observe juntamente con usted.

Yo vacilé…, no en atención a las reglas del decoro, sino en favor del reposo nocturno de ella. Se aproximó entonces a mí y me tomó de la mano.

—No puedo dormir; ni siquiera permanecer sentada en mi habitación —me dijo—. ¡Oh, Mr. Jennings, póngase en mi lugar y dígame luego si no desearía con toda el alma sentarse aquí para observarlo! ¡Dígame que sí! ¡Por favor!

¿Será necesario que diga que accedí? ¡Por supuesto que no!

Arrastró una silla hasta situarla a los pies del sofá. Lo miró entonces sumida en un callado éxtasis de felicidad, hasta que las lágrimas asomaron a sus ojos. Se las enjugó y dijo que habría de ir en busca de su labor. La trajo allí, pero no dio una sola puntada. Quedó aquélla sobre su regazo…; no se sintió siquiera con fuerzas para apartar su vista de él el tiempo suficiente para enhebrar su aguja. Yo recordé mi propia juventud. Y pensé en los dulces ojos que volcaron cierta vez su amor sobre mí. Para aliviar mi corazón de tan pesada carga me volví hacia mi Diario y escribí en él lo que aquí doy a luz.

Así fue como velamos juntos en silencio. Uno absorbido por su escritura; la otra por su pasión.

Hora tras hora siguió él sumido en su sueño profundo. La luz del nuevo día avanzó más y más en la habitación, pero él siguió siempre inmóvil.

Hacia las seis percibí los síntomas premonitorios de mi dolencia. Me vi obligado a dejarla sola con él durante un breve espacio de tiempo. Le dije que iba arriba, al cuarto de Mr. Blake, en busca de una nueva almohada para él. No fue muy prolongado el ataque esa vez. Poco tiempo después me sentí en condiciones de aventurarme a regresar para que pudiera ella verme de nuevo allí.

La hallé, a mi retorno, a la cabecera del sofá. En ese preciso instante rozaba con sus labios la frente de él. Yo sacudí la cabeza con la mayor discreción posible y le indiqué su silla. Se volvió para mirarme y advertí en su rostro una brillante sonrisa y un fascinante rubor.

—¡Usted hubiera hecho lo mismo —cuchicheó— de hallarse en mi lugar!

Son exactamente las ocho de la mañana. Ha empezado a moverse por primera vez.

Miss Verinder se halla de hinojos junto al sofá. Se ha colocado allí de tal manera para que cuando se abran los ojos de su amado lo hagan directamente sobre el rostro de ella.

¿Los dejaré solos?

¡Sí!

Once de la mañana.

Ya han arreglado las cosas por sí mismos y se han ido todos a Londres en el tren de las diez. Mi breve sueño dichoso ha concluido. He vuelto a despertar a la realidad de mi vida solitaria y sin amigos.

No me atrevo a llevar al papel las bondadosas palabras que me han dicho, especialmente Miss Verinder y Mr. Blake. Además, no es necesario. Dichas palabras habrán de regresar a mi memoria en mis horas solitarias, para sostenerme en el espacio que me queda aún de vida. Mr. Blake será quien me escriba y me tenga al tanto de lo que ocurra en Londres. Miss Verinder retornará a Yorkshire en el otoño (para casarse, sin duda), y yo tendré que tomarme un día de descanso y ser huésped suyo en su casa. ¡Oh Dios mío, cómo me emocionó el ver asomarse a sus ojos una mirada de agradecida felicidad y la cálida presión de su mano cuando me dijo: «¡Esto es obra suya!»

Mis pobres pacientes me están aguardando. ¡De vuelta esta mañana a mi vieja rutina! ¡De vuelta esta noche a esa odiosa alternativa que me obliga a escoger entre el opio o el dolor!

¡Alabado sea Dios por su misericordia! Acabo de ver brillar un pequeño rayo de sol en mi vida… Acabo de vivir un instante dichoso.

****

QUINTA NARRACIÓN

Retoma el hilo de la historia Franklin Blake.

CAPÍTULO I

Sólo unas pocas palabras necesitan ser dichas de mi parte para completar el relato que aparece en el Diario de Ezra Jennings.

En lo que a mí se refiere, debo decir que desperté la mañana del día veinticinco, ignorando completamente lo que hiciera y dijera bajo los efectos del opio, desde el instante en que la droga se apoderó de mi voluntad, hasta el momento en que abrí los ojos sobre el sofá que se hallaba en el gabinete de Raquel.

De lo que acaeció a continuación no creo que deba yo dar cuenta en detalle. Limitándome a las consecuencias, sólo tengo que decir que Raquel y yo nos entendimos recíprocamente antes de que una sola palabra explicativa hubiera sido dicha por ambas partes. Renuncio a detallar, como así también Raquel se niega a ello, la extraordinaria celeridad de nuestra reconciliación. Señor, señora: miren hacia atrás, hacia la época en que ambos se sentían ligados apasionadamente el uno al otro…, y se enterarán entonces, tan bien como yo, de lo que acaeció luego de que Ezra Jennings cerró la puerta del gabinete.

No tengo, sin embargo, reparo alguno en declarar que nos hubiera sin duda descubierto Mrs. Merridew, de no haber sido por la presencia de ánimo de Raquel. Al oír el rumor de las ropas de la vieja dama en el corredor, echó a correr hacia allí para salirle al encuentro. Le oí entonces decir a Mrs. Merridew: «¿Qué ocurre?», y luego a Raquel responderle: «¡La explosión!» Mrs. Merridew se dejó llevar en seguida del brazo hacia el jardín, fuera del alcance del choque inminente. Cuando retornó a la casa me encontró en el hall y me expresó su grande admiración por los enormes progresos efectuados por la ciencia desde la época en que ella era niña.

—Las explosiones de ahora, Mr. Blake, son infinitamente más suaves que las de antaño. Le aseguro que apenas si oí desde el jardín la que acaba de producir Mr. Jennings. ¡Y ni el menor olor percibo ahora aquí en la casa! Tendré que disculparme ante su amigo el doctor. ¡No es más que un simple acto de justicia el decir que lo ha hecho todo de la manera más bella!

Así fue como, luego de conquistar a Betteredge y a Mr. Bruff, Ezra Jennings acababa de conquistar a la propia Mrs. Merridew. ¡Existe, después de todo, en las gentes un filón de generosidad ignorado!

Durante el desayuno, Mr. Bruff no tuvo ningún reparo en poner de manifiesto los motivos que le hacían desear que yo lo acompañara a Londres en el tren de la mañana. La vigilancia mantenida sobre el banco y las derivaciones que podría ésta alcanzar despertaron de manera tan irresistible la curiosidad de Raquel, que decidió de repente (siempre que Mrs. Merridew no se opusiera) acompañarnos en nuestro viaje de retorno a la ciudad para poder hallarse al alcance de las primeras noticias que se recibieran de nuestras actividades.

Mrs. Merridew probó ser toda indulgencia y mansedumbre luego de la manera tan suave en que se había conducido con ella la explosión; y Betteredge fue informado, por tanto, de que habríamos de regresar a Londres los cuatro, en el tren matinal. Yo estaba convencido de que aquél habría de pedirnos permiso para acompañarnos. Pero Raquel había muy sabiamente dispuesto para su fiel y antiguo criado una ocupación que despertó su interés. Le encargó llevar a su término la tarea de reamueblar la casa y, por otra parte, se hallaba en ese instante demasiado recargado de obligaciones domésticas para sentir la «fiebre detectivesca» en la misma medida en que la hubiera sentido de ser otras las circunstancias.

Lo único que lamentamos al dirigirnos hacia Londres fue la necesidad de tener que alejarnos más bruscamente de lo que hubiéramos deseado de Ezra Jennings. Fue imposible persuadirlo para que nos acompañara. Sólo pude prometerle por mi parte que le escribiría y Raquel logró tan sólo convencerlo de que debía ir a verla cuando regresara a Yorkshire. Todo indicaba que habríamos de encontrarnos dentro de unos pocos meses y, sin embargo, cuán melancólica visión ofreció ante nosotros la solitaria figura de nuestro mejor y más querido amigo sobre la plataforma de la estación en tanto el tren se alejaba de ésta.

A nuestro arribo a Londres, Mr. Bruff se vio acosado por un muchachito trajeado con una chaqueta y unos raídos pantalones de paño negro que se tornaba notable en virtud de la extraordinaria prominencia de sus ojos. Se proyectaban éstos tan hacia afuera y hurgaban tan libremente a su alrededor que uno se preguntaba inquieto cómo era posible que se mantuvieran en las órbitas. Luego de escuchar al muchacho, Mr. Bruff preguntó a las damas si nos excusarían por no acompañarlas de regreso hasta Portland Place. Apenas había tenido yo tiempo de decirle a Raquel que regresaría para comunicarle al detalle lo que ocurriera, cuando fui asido del brazo por Mr. Bruff, quien me obligó a introducirme apresuradamente en un cabriolé. El muchacho de los ojos desencajados se sentó en el pescante junto al cochero y éste recibió orden de dirigirse a la Lombard Street.

—¿Novedades en el asunto del banco? —le pregunté, en tanto arrancaba el vehículo.

—Novedades relativas a Mr. Luker —me dijo Mr. Bruff—. Hace una hora se lo ha visto abandonar su casa de Lambeth en un cabriolé, acompañado de dos personas, quienes fueron identificadas por mis hombres como oficiales de policía trajeados con su ropa ordinaria. Si el motivo de tal preocupación ha sido el temor que Mr. Luker experimenta ante los hindúes, la conclusión que de ella se deriva es evidente. Va hacia el banco ahora para retirar el diamante.

—¿Y nosotros nos dirigimos allí para ver lo que pasaba?

—Sí…, o para escuchar lo que ha pasado, si ya todo ha terminado cuando lleguemos. ¿Se fijó usted en mi muchacho…, el que está allí en el pescante?

—¡Me he fijado en sus ojos!

Mr. Bruff se rio.

—En mi bufete lo llaman a este pobre y pequeño desdichado «Grosella» —me dijo—. Yo lo utilizo como mensajero, y desearía tan sólo que esos escribientes míos que le han dado tal apodo fueran tan dignos de confianza como él. «Grosella» es, Mr. Blake, uno de los muchachos más perspicaces de Londres, a despecho de sus ojos.

Eran las cinco menos veinte cuando nos detuvimos frente al banco en la Lombard Street. «Grosella» le dirigió una mirada ansiosa a su amo, en tanto le abría la portezuela del cabriolé.

—¿Quieres entrar tú también? —le preguntó de manera bondadosa Mr. Bruff—. Entra, pues, y sígueme, pegado a mis talones, hasta nueva orden. Es tan veloz como el rayo —prosiguió Mr. Bruff dirigiéndose a mí en un cuchicheo—. Dos palabras son suficientes para «Grosella», cuando para otro muchacho se necesitarían veinte.

Penetramos en el banco. La primera oficina —con el largo mostrador detrás del cual se hallaban sentados los cajeros—, se veía abarrotada de público que aguardaba su turno para retirar o depositar dinero antes de que el banco cerrara a las cinco de la tarde.

Dos hombres, salidos de la multitud, se aproximaron a Mr. Bruff, tan pronto lo vieron aparecer allí.

—Y bien —dijo el abogado—. ¿Lo han visto?

—Pasó delante de nosotros hace media hora, señor, y siguió en dirección de la oficina interior.

—¿No ha salido aún de allí?

—No, señor.

Mr. Bruff se volvió hacia mí.

—Aguardaremos —me dijo.

Yo miré a mi alrededor en busca de los tres hindúes. Ni el menor rastro de ellos advertí en ninguna parte. El único de los circunstantes que se hacía notar por su piel oscura era un hombre alto que vestía una chaqueta de timonel y un sombrero redondo y que tenía la apariencia de un marinero. ¡Sería alguno de los hindúes disfrazado! ¡Imposible! Era más alto que cualquiera de ellos, y su rostro, en la parte en que no se hallaba cubierto por su densa barba negra, tenía, por lo menos, el doble del ancho del rostro de cualquiera de los tres.

—Deben tener su espía en alguna parte —dijo Mr. Bruff, en tanto dirigía su vista, a su vez, en dirección del oscuro marinero—. Y ése debe de ser su hombre.

Antes de que hubiera tenido tiempo de agregar una sola palabra, el faldón de su chaqueta fue tironeado desde atrás por su trasgo-ayudante de ojos de grosella.

Mr. Bruff dirigió su mirada hacia donde dirigía la suya el muchacho.

—¡Silencio! —dijo—. ¡Aquí está Mr. Luker!

Proveniente de las más remotas regiones del banco, surgió ante nosotros el prestamista seguido por sus dos guardianes policiales, que vestían el uniforme ordinario.

—No lo pierda de vista —dijo Mr. Bruff en un cuchicheo—. Si ha de entregarle el diamante a alguno, habrá de hacerlo aquí dentro.

Sin reparar en ninguno de los dos, prosiguió lentamente Mr. Luker su camino en dirección de la puerta…, ya en medio de la más abigarrada multitud, ya a través de los claros en que había poca gente. Con la mayor claridad pude advertir un movimiento de su mano cuando pasó junto a un hombre bajo y fornido que vestía un decoroso y sobrio traje color gris. El hombre se estremeció un tanto y miró detrás de sí. Mr. Luker prosiguió andando lentamente en medio de la multitud. Ya en la puerta, sus dos guardias se colocaron uno a cada lado suyo. Los tres fueron seguidos por uno de los dos hombres de Mr. Bruff y los perdí entonces de vista.

Yo miré al abogado y luego lancé una significativa mirada en dirección del hombre del decoroso traje gris.

—¡Sí! —cuchicheó Mr. Bruff—. ¡También yo lo he visto!

Dirigió su vista en torno de sí en busca de su segundo hombre. Este no se hallaba en ninguna parte. Miró detrás de sí en demanda de su trasgo-ayudante. «Grosella» había también desaparecido.

—¿Qué diablos significa esto? —dijo Mr. Bruff irritado—. Nos han abandonado en el preciso instante en que más los necesitábamos.

Le llegó al hombre del traje gris el turno de realizar su operación delante del mostrador. Pagó con un cheque, le entregaron un recibo, y se volvió para salir.

—¿Qué haremos ahora? —me preguntó míster Bruff—. No podemos degradarnos nosotros hasta el punto de seguirle los pasos.

—¡Yo sí! —le dije—. ¡No perdería de vista a ese hombre aunque se me ofrecieran diez mil libras por no hacerlo!

—En ese caso —replicó Mr. Bruff—, yo tampoco lo perdería de vista a usted por el doble de esa cantidad. ¡Hermosa situación para un hombre de mi posición! —refunfuñó para sí mismo, en tanto salíamos del banco en pos del desconocido—. ¡Por Dios, no vaya a mencionarle esto a nadie! Me arruinaría si lo supieran.

El hombre del traje gris se introdujo en un ómnibus que corría hacia el oeste. Ambos penetramos en el vehículo detrás de él. En el interior Mr. Bruff tenía latentes reservas juveniles. ¡Afirmo de manera positiva que al tomar asiento en el vehículo enrojeció!

El hombre del traje gris descendió del ómnibus y se encaminó hacia Oxford Street. Nosotros lo seguimos, hasta que lo vimos entrar en una droguería.

Mr. Bruff se estremeció.

—¡Mi químico! exclamó—. Mucho me temo que nos hemos equivocado.

Penetramos en la tienda, Mr. Bruff y el propietario intercambiaron unas pocas palabras en privado. El abogado regresó a mi lado enteramente abatido.

—Esto habla muy en favor nuestro —me dijo, mientras me tomaba del brazo y me conducía afuera—; ¡es un motivo de satisfacción!

—¿Qué es lo que habla en favor nuestro? —le pregunté.

—¡Mr. Blake, somos los peores detectives aficionados que pusieron jamás sus manos en un asunto! El hombre del traje gris se halla desde hace treinta años al servicio del químico. Fue enviado al banco para efectuar un pago a nombre de su amo, y sabe tanto de la Piedra Lunar como un niño recién nacido.

Yo le pregunté qué es lo que haríamos ahora.

—Regresaremos a mi despacho —dijo Mr. Bruff—. «Grosella» y mi segundo hombre habrán seguido a algún otro; es evidente. Confiemos en que habrán sabido ellos mirar en torno suyo, por lo menos.

Cuando llegamos a Gray's Inn Square nos encontramos con que el segundo de los hombres de Mr. Bruff había arribado allí antes que nosotros. Había estado aguardando durante más de un cuarto de hora.

—¡Y bien! —le dijo Mr. Bruff—. ¿Qué nuevas tiene?

—Lamento, señor, tener que decirle —replicó el nombre— que me he equivocado. Hubiera jurado que vi a Mr. Luker entregar algo a un anciano caballero que vestía un gabán de color claro. Y resulta claro que el anciano caballero no es otro, señor, que el más respetable de los maestros de quincallería de Eastcheap.

—¿Dónde está «Grosella»? —le preguntó Mr. Bruff resignado.

El hombre clavó en él su mirada.

—No lo sé, señor. No lo he vuelto a ver desde que abandoné el banco.

Mr. Bruff lo despidió.

—Una de dos —me dijo—: o bien «Grosella» ha huido, o bien se ha entregado a la caza por su cuenta. ¿Qué le parece si nos quedamos a comer aquí por si regresa el muchacho dentro de una hora o dos? Tengo en mi bodega un buen vino y podremos, además, comprar una tajada de carne en el bar.

Comimos en las habitaciones de Mr. Bruff. Antes de que el mantel hubiera sido quitado fue anunciada «una persona» que deseaba hablar con el letrado. ¿Se trataba de «Grosella»? No; sólo del hombre que había sido encargado de seguirle los pasos a Mr. Luker cuando salió éste del banco.

Su informe no revistió ningún interés. Mr. Luker había retornado a su casa y despedido a su escolta. No había vuelto a salir después. Hacia el crepúsculo, las persianas habían sido cerradas y las puertas acerrojadas. Tanto la calle del frente de la casa como el sendero posterior fueron cuidadosamente vigilados. Ni el menor vestigio de los hindúes había sido advertido. Ni una sola persona merodeó durante todo el tiempo en torno de la finca. Luego de dejar sentados estos hechos, el hombre dijo que quedaba a la espera de nuevas órdenes. Mr. Bruff lo despidió por esa noche.

—¿Cree usted que Mr. Luker se llevó consigo la Piedra Lunar hasta su domicilio? —le pregunté.

—El no —me dijo Mr. Bruff—. De ninguna manera habría despedido a los dos policías si hubiera corrido el riesgo de guardar nuevamente el diamante en su casa.

Aguardamos media hora más al muchacho y lo hicimos en vano. Era ya hora de que Mr. Bruff regresara a Hampstead y de que fuera yo a Portland Place en busca de Raquel. Le dejé mi tarjeta al conserje en las habitaciones, con algunas líneas en las cuales declaraba que me hallaría en mi alojamiento hacia las diez y media de la noche. Dicha tarjeta debía serle entregada al muchacho, en caso de que éste regresara allí.

Hay hombres que tienen el don de cumplir con la palabra empeñada y otros el de no cumplirla. Yo pertenezco a este último grupo. Añadan a esto la circunstancia de que pasé la tarde en Portland Place sentado en el mismo asiento ocupado por Raquel, en una habitación de cuarenta pies de largo en cuyo lejano confín se encontraba Mrs. Merridew. ¿Habrá quien se asombre cuando le diga que regresé a mi alojamiento a las doce y media, en lugar de hacerlo a las diez y media? ¡Qué insensible habría de ser dicha persona! ¡Y de qué manera más honda deseo no llegar nunca a conocerla!

En cuanto entré, mi criado me entregó un papel.

Pude leer allí, escritas con pulcra letra forense, las siguientes palabras: «Usted dispense, señor, pero me estoy durmiendo. Regresaré mañana por la mañana, entre las nueve y las diez.» Mis indagaciones me demostraron que un muchacho de ojos singularísimos había llamado a la casa, presentado mi tarjeta y mensaje, y después de haber aguardado una hora se había quedado dormido y de nuevo despertado; escribió luego unas líneas para mí y se marchó a su casa… después de informarle gravemente al criado que «no serviría para nada a menos que descansara durante la noche».

A las nueve horas del día siguiente me hallaba yo listo para recibir a mi visita. A las nueve y media oí un rumor de pasos más allá de mi puerta.

—¡Adelante, «Grosella»! —grité.

—Gracias, señor —me respondió una voz melancólica y grave.

La puerta se abrió. Yo me puse de pie en un brinco y me hallé cara a cara… ¡con el Sargento Cuff!

—Pensé que podría venir aquí, Mr. Blake, ante la perspectiva de que comenzara usted sus actividades en la ciudad, antes de escribirle a Yorkshire —me dijo el Sargento.

Se hallaba más flaco y más mustio que nunca. Sus ojos no habían perdido su antigua expresión astuta (tan sutilmente puntualizada por Betteredge en su Narración): «miraban como si esperaran ver en uno más de lo que uno era capaz de percibir en sí mismo». Pero, hasta donde puede la ropa transformar a un hombre, había cambiado el aspecto del Sargento más allá de toda identificación. Llevaba ahora un blanco sombrero de amplias alas, una liviana chaqueta de cazador, pantalón blanco y polainas de color pardo. Sostenía un recio bastón de roble. Todo, en su aspecto y su ademán, parecía proclamar que había pasado en el campo toda su vida. Cuando lo felicité por su metamorfosis eludió tomar la cosa en broma. Se quejó muy seriamente de los ruidos y los olores de Londres. ¡Afirmo que estoy muy lejos de asegurar que no habló con un acento ligeramente campesino! Lo invité a desayunarse. Y el inocente campesino se sobresaltó de manera extraordinaria. ¡Él se desayunaba a las seis y media…, y se iba a la cama a la misma hora que las gallinas!

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9782380374124
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Autori teised raamatud